Capítulo XXIX

El emperador Claudio se sentó con cuidado en el trono acolchado de la pequeña sala de audiencias que utilizaba para sus asuntos de rutina. Por las ventanas abovedadas que se abrían a lo largo de una de las paredes, se distinguían las primeras luces trémulas del amanecer que iluminaban el contorno de la ciudad, y se oían los cantos tempranos de los pájaros. Ni el matiz rosado en el cielo ni el animado coro de gorriones enternecieron a aquellos que se habían reunido en la sala.

Los miembros de la escolta germana, que habían sido convocados a toda prisa desde el cuartel donde el prefecto Geta los había confinado hacía unas pocas horas, se alineaban en torno a la estancia. Los cadáveres del prefecto y del centurión Sinio estaban tendidos en el centro de la habitación. Sinio tenía una herida en el cuello, en tanto que a Geta lo habían apuñalado en el corazón. Detrás de los cuerpos estaban los supervivientes de su grupo, con las manos atadas delante y expresión asustada. El centurión Tigelino se encontraba aparte, flanqueado por dos de los germanos a una corta distancia. Cato y Macro, que todavía llevaban las túnicas sucias, también se hallaban bajo vigilancia. La emperatriz, Nerón y Británico estaban sentados en unos taburetes a un lado del trono del emperador, y al otro lado se encontraban sus consejeros más allegados, Narciso y Palas, así como el tribuno Burro.

Claudio fue desplazando lentamente la mirada por los ocupantes de la habitación, y Cato se dio cuenta de que el hombre aún estaba muy afectado por el atentado contra su vida. Tenía un pequeño corte en el cuello que había estado sangrando libremente durante un tiempo, y un hilo de sangre seca le bajaba hasta el borde de su túnica blanca, donde había formado una pequeña mancha. Se inclinó hacia delante, apoyó el codo en la rodilla y se acarició la mandíbula con dedos nerviosos. Finalmente, se recostó en su asiento y carraspeó.

—Por los dioses que alguien va a p-p-pagar por esto —señaló los dos cadáveres con brusquedad—. Éste es el d-d-destino que le espera a todo el que esté relacionado con esta conspiración. Quiero sus cabezas expuestas en el Foro para que las vea todo el mundo. Quiero que sus f-familias sean enviadas al exilio. A sus seguidores se les arrojará a los leones de la ar-arena —tragó saliva y tosió, conteniendo su ira.

Siguió tosiendo un momento y crispó la cabeza violentamente mientras se esforzaba por recuperar el dominio de sí mismo. El acceso pasó por fin y miró los cadáveres con gesto furioso y en silencio, hasta que éste se hizo insoportable. Narciso se mordió el labio y dio un suave paso adelante para llamar la atención del emperador.

—¿Señor? Quizá sería mejor empezar con el informe del tribuno Burro —sugirió Narciso.

Claudio lo pensó un momento y asintió con la cabeza.

—Sí… Sí. De acuerdo. ¿Y bien, tribuno? Explícate. Ve al g-grano.

Todas las miradas se posaron en Burro cuando éste avanzó y se situó frente al emperador. Iba inmaculadamente ataviado, como de costumbre, y llevaba el casco con penacho debajo del brazo. Hizo una reverencia brusca antes de empezar a hablar.

—Llamé a los soldados en cuanto el optio Fuscio me contó lo que estaba sucediendo, señor. Tomé la primera sección disponible, y fui reuniendo más hombres a medida que nos dirigíamos a las dependencias imperiales. Cuando llegamos a su estudio, los traidores habían huido, de modo que envié a mis hombres a registrar los jardines. Allí encontramos los cuerpos, y a esos tres —señaló a Tigelino, Cato y Macro—. Estaban haciendo toda clase de afirmaciones, por lo que ordené que los tuvieran bajo custodia hasta que pudiera asegurarme de que su familia estaba a salvo, señor, y de que no había señales de más traidores ocultos en los jardines o dependencias imperiales. En cuanto descubrí la participación del prefecto Geta en el complot, di instrucciones para que sus órdenes fueran revocadas. Se mandó a buscar a los germanos, y se hizo volver a entrar al resto de pretorianos asignados a vigilar el palacio, los cuales se apostaron nuevamente para proteger vuestra vida y evitar que entrara o saliera nadie sin su permiso. Entonces fue cuando recibí su mensaje para que acudiera aquí, señor —concluyó Burro con un breve movimiento de la cabeza.

Claudio asintió y se mordió los labios. Señaló a Cato y Macro.

—¿Y vosotros dos? ¿Cuál es vuestra his-historia? Me parece reconoceros. ¿Os he visto antes?

—Sí, señor —contestó Cato—. Durante la campaña en Britania, y aquí en palacio algunos años antes. Y estábamos a su lado cuando atacaron al grupo imperial en el Foro, y cuando se desplomó el dique en el Lago Albino.

—¿Ah, sí? —Claudio entrecerró los ojos—. Veo que vestís las túnicas de los pretorianos, pero parecéis mendigos del F-f-f-foro. ¿Qué papel jugasteis en los acontecimientos de anoche, eh? ¿Formáis parte de la conspiración?

—No, señor. El centurión Macro y yo dirigimos al grupo que os salvó en vuestro estudio.

—¿Eso hicisteis?… ¿El centurión Macro, dices? ¿Y quién eres tú entonces, joven?

—Soy el prefecto Cato, señor. Y antes de eso centurión de la Segunda legión.

—Pero llevas la túnica de los pretorianos, como esos t-traidores que están ahí tendidos en el suelo. Burro, ¿son tuyos estos dos?

—Sí, señor —Burro frunció el ceño—. Se incorporaron a la Guardia hace varias semanas. Ascendidos de las legiones. Al menos eso fue lo que dijeron. Utilizaron los nombres de Capito y Calido. Ahora afirman ser el prefecto Cato y el centurión Macro.

—Así pues —Claudio se volvió nuevamente hacia Cato y Macro—, ¿qué hacían dos oficiales legionarios en la Guardia P-p-pretoriana bajo unos nombres falsos? Todo parece indicar que formáis parte de la conspiración contra mí.

Narciso avanzó un paso y carraspeó levemente.

—Señor, yo puedo responder por estos hombres. En efecto, son oficiales de las legiones. Fui yo quien los hizo venir a Roma para llevar a cabo una misión, a vuestro servicio, señor.

—¿Misión? ¿Qué misión?

—¿Recuerda el asunto del robo de la plata, señor?

—Claro que sí. Soy viejo, no estúpido.

—Por supuesto, señor —Narciso inclinó la cabeza—. Entonces recordará que informé haber descubierto una relación entre el robo de la plata y ciertos miembros de la Guardia Pretoriana. Unos hombres de los que sospechaba que estaban relacionados con los Libertadores.

Claudio asintió con la cabeza en señal de afirmación.

—Continúa.

—Para poder proseguir con mi investigación, necesitaba a algunos hombres dentro, señor. Cato y Macro le habían servido bien anteriormente, y tal es su lealtad hacia usted que accedieron de buen grado a arriesgar sus vidas y actuar encubiertos en un intento por infiltrarse en la conspiración.

—¿Accedimos? —dijo Macro en un susurro—. Eso es exagerarlo un poco.

—Su misión era peligrosa —continuó diciendo Narciso—, pero entre sus esfuerzos y los de mis agentes de más confianza pudimos identificar a los cabecillas de la conspiración, así como sacar a la luz todo el alcance del complot, señor. Averiguamos que los traidores estaban detrás de la escasez de grano. Tenían intención de provocar el desorden civil haciendo pasar hambre a vuestro pueblo de forma deliberada. Por suerte, la provisión de grano de los Libertadores ha sido localizada y, en estos momentos, se halla bajo la protección de una de las cohortes urbanas, señor —Narciso hizo una pausa y tosió—. Di la orden en su nombre, si quiere perdonarme.

Al emperador se le iluminaron los ojos y se inclinó hacia delante.

—¿Y dices que ese grano está a salvo? Entonces podemos empezar a dar de comer a la m-m-multitud lo antes p-posible.

—Ya he ordenado que empiecen a trasladar el grano al palacio, señor, para que pueda llevarse el mérito de restaurar el reparto.

—¡Estupendo! —Claudio sonrió aliviado. Entonces hizo un gesto con la mano—. Continúa.

Narciso hizo un momento de pausa, mientras miraba al centurión Tigelino de manera significativa.

—Aunque dos de los oficiales que dirigían el complot están muertos, y los otros asesinos en potencia también lo están o han sido capturados, todavía hay otros involucrados en la conspiración contra usted. O, más precisamente, las dos conspiraciones.

Claudio frunció el ceño.

—¿Dos? Explícate.

Narciso señaló a Cato y Macro con un gesto de la mano.

—Mis agentes descubrieron la existencia de un complot paralelo, señor. Los Libertadores no eran los únicos traidores que conspiraban para provocar su caída. El derrumbe del dique y el intento por perturbar la naumaquia también fueron obra de otros conspiradores. De aquellos que tenían la esperanza de servirse de los esfuerzos de los Libertadores para lograr sus propios fines… —Narciso se dirigió hacia Tigelino, pasó lentamente junto a él y volvió la vista atrás en dirección a Palas, tras lo cual prosiguió—. No ha sido hasta esta misma noche, con el atentado contra su vida, que he empezado a comprender el alcance de sus planes. Su intención era hacer todo lo posible para ayudar a los Libertadores a asesinarle, señor. Y después aprovecharse del caos para reemplazarlo con el emperador de su elección.

Cato vio que Palas palidecía mientras el secretario imperial resumía sus ideas. Palas dirigió una mirada rápida a Agripina, tras lo cual logró controlarse y se quedó mirando con rigidez a su rival, Narciso.

—Entonces ¿quiénes son esos otros traidores? —quiso saber el emperador—. ¿Por quién quieren r-reemplazarme?

Narciso volvió la cabeza y la inclinó hacia Nerón.

—Por su hijo adoptivo.

Claudio tomó aire y miró a Nerón.

—¿Es eso cierto?

El muchacho se quedó boquiabierto y dijo que no con la cabeza. Antes de que pudiera hablar, Agripina se puso de pie de un salto y, con expresión furiosa, señaló a Narciso con el dedo.

—¡Es un mentiroso! Igual que todos esos libertos griegos de los que eliges rodearte.

Palas crispó el rostro.

—¿Cómo osas acusar a mi hijo? —dijo Agripina con enojo—. ¿Cómo osas…?

—No lo he acusado de participar en la conspiración —contestó Narciso en voz tan alta que anulara la protesta de la mujer—. Lo que he dicho es que había otros que deseaban utilizar a Nerón para reemplazar al emperador. Seguramente con la intención de manipularlo a su antojo y conseguir sus propios fines.

—¿Quiénes son esos traidores? —repitió Claudio, cuya concentración era tal que eclipsaba su tartamudeo—. Di sus nombres.

—No puedo hacerlo, señor. Todavía no. No del todo —se disculpó Narciso, al tiempo que miraba tanto a Palas como a Agripina—. Pero conozco la identidad de un hombre cercano al núcleo de la segunda conspiración. En concreto, este oficial —señaló al centurión Tigelino—. Mis agentes, Cato y Macro, lo sorprendieron con los cadáveres de los dos oficiales que dirigieron el atentado contra usted, el prefecto Geta y el centurión Sinio. Estaba con ellos entonces, y huyó con ellos, y está claro que los mató para encubrir su participación en el complot. El centurión se declaró inocente, por supuesto, y afirmó haberlos localizado y presentado combate antes de matarlos.

—Ésa es la verdad, señor —intervino Tigelino en tono calmado.

—No, es una mentira —replicó Narciso—. Y quedará demostrado cuando te entreguemos a mis interrogadores, que averiguarán exactamente quiénes son tus cómplices. Tienen algo así como un don para obtener respuestas de los traidores…

Tigelino miró a Agripina, ésta se volvió hacia Palas y, sin disimulo alguno, le hizo un gesto para instarlo a intervenir. Palas se pasó la lengua por los labios con inquietud y avanzó un paso.

—Este hombre, señor, el centurión Tigelino, es inocente. Lo juro.

—¿Ah, sí? —Narciso no pudo evitar un esbozo de sonrisa—. ¿Y cómo puedes estar tan seguro de ello?

—Trabaja para mí —contestó Palas—. Lo ha estado haciendo desde el principio.

Claudio parecía confuso.

—¿Este traidor es tu agente?

—No es un traidor, señor —repuso Palas—. Yo también había descubierto que los Libertadores conspiraban para derrocaros. Al igual que hizo Narciso, decidí situar a un hombre dentro de la conspiración para averiguar quién estaba detrás de ella. ¿No es eso cierto, centurión?

—Así es —Tigelino asintió con firmeza—. Ése era el plan.

—Aunque hicimos todo lo posible para infiltrarnos en la conspiración, no pudimos lograr tanto como mi estimado colega y su equipo —Palas hizo una educada reverencia hacia Narciso, quien respondió a sus palabras de elogio con una mirada gélida y llena de odio—. Tigelino todavía se hallaba en el proceso de recabar información cuando sus enemigos actuaron esta noche, señor. Sin embargo, sí que al menos consiguió advertir a la emperatriz y al príncipe Nerón antes de que pudieran atacarlos.

Claudio alzó una mano para hacer callar a Palas, y se volvió a mirar a su esposa.

—¿Es eso cierto?

Agripina asintió con la cabeza.

—Entró en mi dormitorio para decirnos a Nerón y a mí que fuéramos a escondernos. Dijo que intentaría salvarte.

Claudio se la quedó mirando.

—¿Nerón estaba en tu dormitorio? ¿En tu cama?

—No podía dormir —respondió Agripina sin pestañear—. El pobre tenía dolor de cabeza, y lo estaba confortando.

—Entiendo —Claudio miró a Palas—. ¿Y tú cómo te enteraste de eso?

—¿Señor?

—De que Tigelino logró avisar a mi esposa.

—Me lo dijo ella, hace un momento, mientras le esperábamos aquí.

—Muy bien —el emperador se rascó el mentón—. Creo que oiré el resto de labios del centurión. Dinos, Tigelino. ¿Qué pasó después?

—Dejé a la emperatriz, señor, y corrí para alcanzar a los traidores, pero ya habían irrumpido en su estudio para atacarle. Oí ruido de lucha, y entonces vi que los traidores huían. Reconocí a Geta y a Sinio, y los perseguí. Los acorralé al final del jardín. Se vieron obligados a luchar y, por la gracia de Júpiter, los vencí. Entonces fue cuando Capito y… perdón, señor, entonces fue cuando aparecieron los agentes de Narciso, junto con los pretorianos. Demasiado tarde para poder ayudar, por desgracia —añadió en tono pesaroso.

—Eso es lo que tú dices —intervino Narciso—, pero lo cierto es que tú asesinaste a esos dos oficiales para evitar que te implicaran. Lejos de investigar la conspiración de los Libertadores, en realidad estabas haciendo todo lo posible para promoverla, para que así tus señores pudieran hacerse con el poder en nombre del príncipe Nerón, después de que el emperador fuera asesinado. Está claro que advertiste a la emperatriz para que se escondiera con objeto de protegerla a ella y a su hijo, pero también que no tenías intención de hacer nada por salvar al emperador.

Tigelino se encogió de hombros.

—Es una buena historia, liberto. Pero sigue siendo una historia, nada más.

—Oh, no, es mucho más que una historia —repuso Narciso con desdén—. No es ninguna coincidencia que la emperatriz, el príncipe… y Palas no estuvieran con el emperador el día en que sabotearon el dique.

—¿Fue un sabotaje? No tenía ni idea.

—¿Entonces por qué intentaste matar a Claudio cuando el agua se nos vino encima?

Tigelino frunció el ceño.

—Yo no hice tal cosa.

—Sí, sí que lo hiciste —Narciso se volvió a mirar a Cato—. ¿No es verdad, prefecto Cato? Si tú no hubieras intervenido y alcanzado primero al emperador, lo hubieran asesinado. ¿No es así?

Cato se dio perfecta cuenta de que todas las miradas estaban fijas en él, y notó que la inquietud le aceleraba el pulso. Aunque lo cierto era que Tigelino, Palas y Agripina habían estado planeando la muerte del emperador, era lo bastante perspicaz como para darse cuenta de que estaban borrando sus huellas hábilmente. De momento, Narciso había evitado, de manera inteligente, implicar a Palas y Agripina, ahora centraba sus acusaciones en Tigelino. Bajo tortura, el centurión confesaría inevitablemente su implicación, y entonces Narciso tendría todos los argumentos contra ellos. Pero, ¿y si el secretario imperial no podía demostrar su implicación? Cato sabía que, si eso ocurría, seguro que Macro y él se unirían a Narciso en la lista de enemigos de Agripina, un peligro que Cato no podía pasar por alto. Se aclaró la garganta.

—Resultó extraño que el centurión fuera el único que no se sorprendió por la ola. Además se había despojado de la armadura, y fue el primero en reaccionar. Por eso me situé entre él y el emperador.

—Me sorprendí tanto como cualquiera —replicó Tigelino—. ¿Hay que culparme por reaccionar al peligro con más rapidez que tú? ¿Has considerado que, impidiéndome acudir en ayuda del emperador, en realidad podrías haber aumentado el peligro contra su vida?

—Se me asignó la tarea de proteger al emperador —dijo Cato—. Tus acciones eran sospechosas, por no decir otra cosa. Y, tal como ha observado el secretario imperial, para ti era muy conveniente que los que más ganaban con la muerte del emperador no se hallaran presentes.

—No soy responsable del paradero de los miembros de la casa imperial —repuso Tigelino en tono despectivo—. Pero sí lo soy de la seguridad del emperador, y acudí en su ayuda en cuanto percibí el peligro que corría.

—¡Ya basta de mentiras! —interrumpió Narciso—. Pongamos el asunto en manos de los interrogadores. Ellos no tardarán en llegar al fondo de las cosas. Señor, ¿puedo dar la orden?

Antes de que Claudio pudiera considerar la pregunta, Agripina corrió a su lado y se arrodilló junto a él.

—Mi querido Claudio, no podemos dejar que este buen hombre sufra sólo porque uno de tus sirvientes sospeche que está involucrado de algún modo en este horrible complot de los Libertadores —habló en voz baja y dulce, y miró con lástima a Tigelino—. Sería una pobre recompensa por haber salvado mi vida y la de mi hijo. Además, Palas ha respondido por él.

Claudio le sonrió.

—Sí, pero Narciso no lo ha hecho, y con los años he aprendido a confiar en su juicio.

Agripina lo tomó de la mano y la apretó contra los finos pliegues de tela que cubrían su pecho. La sonrisa de Claudio se volvió claramente lasciva. Ella habló de nuevo, en voz aún más baja y suave, tanto que casi era un susurro.

—Narciso ha trabajado infatigablemente para ti. Eso lo sé. Pero los hombres cansados cometen errores, amor mío. Es lógico. El pobre está crispado, y está tan acostumbrado a ver conspiraciones que a veces se le escapa la verdad más simple. Ya has oído sus acusaciones, y has oído las explicaciones de Tigelino sobre su conducta. Yo le creo.

Claudio se movió en su asiento para ponerle la mano en la mejilla, sin sacar la otra de su pecho.

—Querida, eres d-d-demasiado buena. Demasiado inocente para la manera de actuar de los hombres.

Cato vio que el semblante de Narciso iba adquiriendo una expresión de pánico. El secretario imperial dio un paso hacia el emperador.

—Señor, sugiero que dejemos que mis interrogadores zanjen el asunto. Si Tigelino es inocente, lo sabremos muy pronto. Mejor que sufra un poco que permitir que un traidor quede libre.

—Por favor, Claudio, ya se ha derramado bastante sangre esta noche —terció Agripina, que movió levemente la cabeza para poder besarle la palma de la mano. Cato seguía observando, y vio que ella sacaba la lengua para lamer la piel del emperador, quien se estremeció de placer.

—Tienes razón, amor mío —dijo con una sonrisa, y miró a los que estaban reunidos en la cámara de audiencias—. El complot contra mí ha quedado eliminado. Los cabecillas están muertos. Ahora lo único que i-i-importa es empezar a dar de comer al pueblo de Roma otra vez. Palas, tú puedes hacerte cargo de eso.

—Será un placer, señor —Palas hizo una gran reverencia.

Claudio se volvió a mirar a Narciso.

—Lo has hecho bien, amigo mío. Una vez más has derrotado a mis enemigos y estoy en d-deuda contigo. Pero la emperatriz tiene razón. No debemos dar golpes a diestro y siniestro cegados por el pánico. El centurión estaba llevando a cabo las instrucciones de Palas. De hecho, soy afortunado al tener unos sirvientes tan devotos… —hizo una pausa, y miró a Cato y Macro—. Debo daros las gracias a vosotros… —arrugó la frente.

—Cato, señor —intervino Cato—. Prefecto Cato y centurión Macro.

—Cato y Macro. Magnífico trabajo. Seréis recompensados. Es gracias a vosotros que R-roma puede volver a alimentarse —se levantó del trono y se acercó a ellos con una sonrisa de agradecimiento. Pero se detuvo a un brazo de distancia, olisqueó el aire e hizo una mueca—. Sí, bueno. Buen t-trabajo. Será mejor que vayáis a, esto… a daros un baño y a buscar unas t-t-túnicas limpias.

—Sí, señor —respondieron Cato y Macro con una rápida inclinación de la cabeza.

Claudio esbozó otra sonrisa y, arrastrando los pies, se situó fuera del alcance del olor que emanaba de sus túnicas mugrientas. Le tomó la mano a Agripina otra vez, y le sonrió con adoración.

—Vamos, amor mío. Ha sido una noche llena de incidentes. A ambos nos vendría b-b-bien un descanso, ¿eh?

La emperatriz enarcó sus cejas depiladas de manera sugerente. Claudio la condujo hacia la puerta trasera de la sala de audiencias. Allí se detuvo y miró a los prisioneros, que habían permanecido en silencio con la esperanza de que tal vez los pasara por alto.

—Ah, y haced que ejecuten a esos hombres de inmediato. Que sus cabezas se expongan junto a las de sus líderes. Encárgate de ello, Palas.

—Sí, señor.

Claudio se volvió de nuevo hacia su esposa, y continuó caminando hacia la puerta con su paso torpe. Británico y Nerón los siguieron a una corta distancia. El resto de hombres presentes en la habitación permanecieron de pie en silencio, hasta que el emperador y su familia hubieron abandonado la estancia. Entonces empezaron a hablar en tono apagado. Los germanos se llevaron a los prisioneros para conducirlos a su muerte, en tanto que otros retiraban los cadáveres de Geta y Sinio. Tigelino se dirigió a Cato y Macro con una sonrisa de satisfacción.

—Espero por vuestro bien que nuestros caminos no vuelvan a cruzarse.

—No te preocupes —respondió Macro—. Vamos a dejar los pretorianos en cuanto nos sea posible. Nosotros volveremos al ejército de verdad.

—Qué afortunados. Menos paga, menos perspectivas y la miseria de la frontera. Te aseguro que me corroe la envidia.

Macro agarró al centurión por la túnica y lo atrajo hacia sí.

—Sé lo que eres —dijo en voz baja y amenazadora—. Puede que hayas engañado al emperador, pero nosotros sabemos la verdad, Cato y yo. Si nuestros caminos vuelven a cruzarse, juro que te mataré primero y luego haré las preguntas.

—Resultaría bastante inútil —observó Tigelino, al tiempo que alzaba la mano y tiraba de la túnica para sacarla de entre los dedos de Macro—. Y ahora, si me perdonas, tu hedor me resulta desagradable. —Retrocedió a una distancia prudencial y se quedó junto a Palas. El liberto no pudo evitar mirar a Narciso con una sonrisa triunfal.

—Esto no ha terminado —dijo el secretario imperial con firmeza—. Esta vez has ganado, pero no lograrás engañar al emperador siempre.

—No tendré que hacerlo. ¿Cuánto tiempo más crees que vivirá Claudio? ¿Cinco años? ¿Tres? ¿Uno? —Palas tiró del borde de su túnica—. Mi chico será el próximo en vestir la púrpura de emperador. Británico ya no es lo que era. Afróntalo, has elegido el caballo equivocado, Narciso. Yo tengo a Nerón, tengo a su madre, y el emperador me ha asignado la tarea de repartir el grano. Diría que eso me convierte en el hombre más popular de una ciudad hambrienta, ¿no crees? Mientras tanto, ¿qué tienes tú? La gratitud del emperador, nada más. ¿Cuánto tiempo crees que vas a tener su favor cuando Agripina haya clavado sus garras en el viejo? Sean cuales sean tus indudables talentos, no creo que seducir a un anciano cachondo se cuente entre ellos —Palas dio unas palmaditas en el hombro del secretario imperial—. Disfruta de este momento, viejo amigo. No habrá más oportunidades. Te doy mi palabra. Vamos, Tigelino —le hizo señas al centurión, y ambos se dirigieron a la puerta—. Debemos tener una pequeña charla sobre tu futuro.

En la habitación sólo quedaron Narciso, Cato y Macro. El secretario imperial miraba fijamente el trono del emperador con expresión amarga y cansada. Macro tiró suavemente del brazo de su amigo y le dijo en voz baja:

—Vámonos, ya no tenemos nada más que hacer aquí. Esto se ha terminado.

—¿Terminado? —Cato meneó la cabeza—. ¿Cómo puedes decir eso?

—La gente tendrá el grano. El emperador ha sobrevivido al intento de asesinato. Nosotros seguimos vivos —Macro se encogió de hombros—. Es el mejor resultado que cabría esperar, a mi modo de ver. Ahora me vendría muy bien tomar un baño, una copa y dormir un poco. Y a ti también. Vamos, muchacho.

—¿Vamos? ¿Adónde quieres ir? ¿De vuelta al campamento? ¿No va a ser un poco difícil ahora que se ha descubierto nuestra tapadera?

—¿Y a dónde podemos ir si no? Aparte del cuartel no tenemos ninguna otra casa, Cato.

Cato pensó un momento y asintió con la cabeza. Ahora que la conspiración había sido frustrada, en el campamento deberían estar a salvo bajo sus verdaderos nombres. Al menos durante unos pocos días, hasta que pudiera arreglarse algo mejor. Cato dirigió una última mirada al abatido secretario imperial. Todavía quedaba un asunto por resolver.

—Narciso… Ya hablaremos.

—Sí… —respondió Narciso con gesto ausente. Entonces se volvió a mirar a Cato con expresión calculadora—. ¿Hablaremos de qué?

—De los Libertadores —contestó Cato con prudencia—. Y también de tu promesa de buscarnos un puesto en el ejército, con la confirmación de mi ascenso.

—Entiendo. Sí —Narciso asintió lentamente con la cabeza—. Pues ya hablaremos.