Capítulo VI
Macro sostuvo en alto la sencilla toga de color blanco y meneó la cabeza.
—Esto no le sirve de nada a un soldado. Se supone que va por encima del hombro y brazo izquierdos, ¿verdad?
Cato asintió con la cabeza desde el otro lado de la habitación de la sección.
—Es una locura —continuó diciendo Macro—. Con esto puesto no puede manejarse la espada como es debido. Podrías tropezar y herirte a ti mismo mucho antes de abatir a un oponente.
Hizo un lío con la toga y la arrojó sobre su cama; se sentó con expresión asqueada, y miró el resto del equipo que les habían entregado en los almacenes del campamento. La toga era el uniforme formal de la Guardia cuando estaban de servicio en la ciudad. Una compensación para aquellos habitantes de Roma que seguían aferrándose a los valores de la vieja República cuando la presencia de hombres armados en las calles se consideraba una amenaza a su libertad. Por motivos similares, Claudio había empezado a vestir una toga sin adornos en muchas ocasiones ceremoniales, sin ni siquiera la estrecha banda púrpura de un magistrado subalterno. La demostración de humildad funcionaba bien con el populacho, y sin duda impresionaba a los miembros del Senado. Por lo que a Macro concernía, la toga era absolutamente impracticable para unos soldados que se suponía que tenían que vigilar el palacio imperial.
—¿Y qué me dices de la escolta germana? —Macro miró a Cato—. ¿Ellos también tienen que llevar esto?
—No. Pero claro, ellos son bárbaros, de Batavia, creo. Ofendería la sensibilidad pública verlos con toga.
—Chorradas —masculló Macro.
Volvió a posar la mirada en el resto de artículos que les habían dado. Además de la armadura funcional, había una coraza de latón, un casco ático con cimera adornada, carrilleras finas que tenían poco uso práctico y un gorjal casi inexistente. Luego estaban las túnicas blanquecinas, y las capas marrón claro en las que enseguida se pegaría el polvo y suciedad de las calles de Roma, y que requerirían una limpieza constante. Al menos la espada corta, el escudo ovalado y la pesada jabalina parecían ser un equipo de verdadero soldado. Cato ya había plegado su toga, túnicas y capa, y las había colocado pulcramente en el estante sobre su cama. Macro suspiró y siguió su ejemplo.
—¿De qué iba todo eso de que los muchachos de Britania tienen la moral cada vez más baja? —preguntó.
Cato siseó, se puso de pie y se dirigió a la puerta. Escudriñó el pasillo exterior. Les habían asignado una habitación confortable en el piso superior, con otros dos soldados de la sexta centuria de la cohorte tercera, la unidad que en aquellos momentos tenía la misión de proteger el palacio imperial y el entorno del emperador cada vez que Claudio salía a la calle para visitar el Senado, o para disfrutar de los entretenimientos en el teatro, la arena o la pista de carreras. Los soldados de las legiones se veían obligados a dormir ocho en una habitación, o a compartir una tienda en campaña, amontonados. Allí, en la Guardia, había cuatro soldados en cada habitación, bien ventilada y bien iluminada por la ventana con postigos de la pared. Fuera, en el pasillo, a cierta distancia, Cato vio a unas cuantas figuras apoyadas en la baranda con vistas a la avenida de árboles que llevaba a la casa de baños pretoriana. Incluso aquello estaba hecho a lo grande en comparación con lo que normalmente ofrecía una fortaleza de legionarios. A un lado de un patio de ejercicios cubierto de arena, se había dispuesto un conjunto de salas, todas ellas contenidas en el interior de un bajo muro enlucido. Los demás pretorianos ignoraron a Cato. Había unas cuantas puertas abiertas a lo largo del pasillo, pero resultaba imposible oír las conversaciones de los que estaban al otro lado de ellas. Cato regresó a la cama y se sentó en el borde.
—Baja la voz cuando hablemos. Y debemos asegurarnos de utilizar nuestros nombres falsos en todo momento.
—Ya lo sé —refunfuñó Macro mientras terminaba de doblar las últimas túnicas y capas. Se sentó frente a Cato—. Lamento lo de antes. Es que no estoy de acuerdo con todo este asunto encubierto.
—Bueno, pues será mejor que lo estés. Ahora mismo somos espías, y no hay nada que podamos hacer al respecto hasta que terminemos el trabajo. Si fracasamos, Narciso nos echará a los lobos. Eso si sobrevivimos a las tiernas manos de los Libertadores.
—Lo sé, lo sé —respondió Macro con aire cansino—. Me concentraré en el trabajo que tenemos entre manos, lo juro. Pero dime una cosa, Capito —no pudo evitar sonreír un poco al utilizar el nombre falso—, ¿por qué le has soltado a Sinio esa bola sobre la situación en Britania?
—Tenía que contarle algo para asegurarme de que se tragaba nuestra tapadera. Pero entonces se me ocurrió que, si hablaba del descontento de las tropas, eso tenía que ser de interés para el otro bando. Aunque Sinio no tenga nada que ver con la conspiración, hay muchas posibilidades de que comente lo que hemos dicho con otros oficiales. Eso hará circular nuestros nombres, y dará a entender que podríamos ser susceptibles de un acercamiento por parte de los que se oponen al emperador —Cato resopló—. En cualquier caso, es lo que se me ocurrió.
Macro movió la cabeza en señal de asentimiento.
—Suena bien. Como siempre, tienes unos pensamientos enrevesados, amigo mío. No me extraña que le caigas tan bien a Narciso —le dirigió una mirada escrutadora a Cato—. Me figuro que no pasaría mucho tiempo antes de que lo sustituyeras en su puesto en palacio. Se te daría muy bien.
Cato se lo quedó mirando fijamente, y respondió de forma deliberada en un tono de voz quedo y duro:
—Podría ser que lo hiciera.
Se miraron el uno al otro un momento, y entonces Macro le dio una palmada en el hombro a Cato.
—¡Casi me lo trago!
Macro se rió a carcajadas y Cato se le sumó. Seguían riéndose cuando se oyó el sonido de unos pasos que se aproximaban, y una figura apareció en la puerta. Cato se volvió y vio a un hombre delgado de rostro estrecho que los miraba fríamente. Tenía la piel muy picada de viruelas y el cabello con mechones grises. Cato calculó que sería unos años mayor que Macro. Se puso de pie y le tendió la mano a aquel hombre.
—Me llamo Tito Ovidio Capito. Servía en la Segunda legión antes de ser trasladado a los pretorianos.
—Capito —el hombre asintió con la cabeza—. Me alegro de que estés de buen humor. Da la casualidad de que además, estás en mi sección —se señaló el pecho con el pulgar—. Me llamo Lucio Polino Tigelino, optio de esta centuria, segundo al mando del centurión Lurco. ¿Tu amigo aquí presente es el otro muchacho nuevo?
Macro se puso de pie.
—El amigo puede hablar por sí mismo. Vibio Galo Calido. También de la Segunda.
Tigelino resopló con desprecio.
—Una unidad mediocre por lo que yo recuerdo. Puede que hayáis impresionado a vuestros superiores en Britania, pero vais a tener que empezar otra vez desde el principio para impresionarme a mí y al tribuno Burro.
—Lo haremos lo mejor que podamos, señor —dijo Cato.
—Bien, pues entonces será mejor que os pongáis las túnicas de servicio y os presentéis al tribuno —Tigelio señaló su equipo de la legión—. Será mejor que os deshagáis de esos harapos. Vendedlos en el mercado, ya no vais a necesitarlos más, y no voy a permitir que atesten mis estantes. Si estuviera en vuestro lugar, me apresuraría. El tribuno detesta la incompetencia.
Se dio media vuelta, y se alejó caminando a grandes zancadas por el pasillo. Al cabo de un instante, apareció otra cara nueva en la puerta y entró en la habitación. Se trataba de un hombre joven, posiblemente de la misma edad que el pretoriano que los había acompañado hasta el cuartel, pero a ojos de Cato parecía demasiado bisoño para ser soldado. La idea lo pilló por sorpresa cuando cayó en la cuenta de que sólo tenía unos cuantos años más que el joven pretoriano que se encontraba frente a él. Unos cuantos años de experiencia que marcaban toda la diferencia, reflexionó.
Antes de hablar, el pretoriano echó un vistazo alrededor para asegurarse de que Tigelino no podía oírle.
—No os preocupéis por él. Tigelino se lo hace pasar mal a los recién llegados. Dice que les hace bien mantenerlos alerta. Deberíais haber visto cómo me trataba a mí —sonrió—. Me llamo Fuscio.
Macro le devolvió la sonrisa.
—Yo soy Calido, y aquí el larguirucho es Capito. Trasladados de las legiones.
—Me lo imaginé al ver la… —se le fue apagando la voz, y señaló la cicatriz que cruzaba el rostro de Cato—. ¿Cómo te hiciste eso?
—Un corte de espada —explicó Cato en tono monótono—. El año pasado en… Britania. Lo recibí cuando los miembros de una tribu de durotriges nos tendieron una emboscada.
Fuscio se lo quedó mirando un momento más con franca admiración, y entonces se dio cuenta de que debía de parecer tonto y se ruborizó avergonzado.
—Apuesto a que podríais contar unas cuantas historias sobre Britania.
—¿Qué te apuestas? —preguntó Macro con sequedad—. Si quieres historias decentes acude a mí, jovencito.
—¿Ah sí? —Fuscio no sabía cómo proceder sin ofender a ninguno de los dos, de modo que se limitó a murmurar algo al tiempo que pasó apretadamente entre ellos para dirigirse a una de las camas que había a cada lado de la ventana—. De todos modos, está bien tener a alguien más en la habitación. Tigelino no es muy hablador. Bueno, habla, pero casi siempre para quejarse de las cosas.
—Ya lo hemos notado —dijo Cato, que se despojó de su túnica roja y se puso la túnica pretoriana que acababan de entregarle—. Vamos, Calido, será mejor que nos demos prisa.
—Cuando hayáis terminado por hoy, algunos de los muchachos y yo vamos a salir a tomar unos vinos esta noche —dijo Fuscio—. ¿Os apetece venir con nosotros?
—Suena bien —respondió Cato, al tiempo que se alisaba la túnica y se abrochaba el grueso cinturón militar en torno a la cintura—. ¿Calido?
—¿Por qué no? Me vendría bien beber algo decente después de esa porquería que tomamos al llegar.
—Bien, pues vayamos a presentarnos al tribuno.
* * *
El tribuno Burro era un veterano de edad avanzada. A juzgar por la cantidad de cicatrices que tenía en la cara y en los brazos, había servido un buen número de años en las legiones antes de ser destinado a la Guardia Pretoriana. Estaba calvo, salvo por un flequillo de pelo blanco. Había perdido un ojo, y un parche de cuero cubría la cuenca, sujeto mediante una tira fina. Era un hombre alto y fornido, y Cato se dio cuenta de que, en su época, debía de haber sido una figura formidable. Sin embargo, entonces servía sus últimos años en la Guardia antes de cobrar su gratificación y abandonar el ejército. Tal vez utilizara su ascenso a la clase ecuestre para dedicarse a un empleo administrativo en Roma o en alguna otra ciudad o población de Italia, pero Cato suponía que él preferiría la compañía de los viejos soldados a la de los burócratas. El tribuno terminaría sus días en alguna colonia militar, respetado por hombres que reconocieran su calidad, aun cuando él estuviera cada día más frágil y encorvado.
—¡Bueno, no os quedéis parados en la maldita puerta! —espetó Burro.
Cuando Macro y Cato estuvieron en posición de firmes frente a él, el tribuno los escudriñó un momento y al cabo continuó diciendo:
—¡Por lo menos sois soldados como es debido! Ya era hora, joder. Últimamente he visto a demasiados blandengues de ciudad sumándose a nuestras filas. Sobre todo después de las bajas que sufrimos en Britania. Pero vosotros recordaréis aquella batalla a las afueras de Camuloduno. Fue vuestra legión la que nos salvó de aquella maldita trampa. ¡Menudos cabrones eran esos celtas, por los dioses! Y además luchaban con dureza, y sacaron lo mejor de los pretorianos, aunque fueron muy duros con nosotros. —Los miró una vez más, fijamente—. Bien, en cualquier caso, es bueno que dos veteranos se incorporen a la cohorte. Aunque veo que uno de vosotros es más bien joven todavía, ¿eh? ¿Quién de los dos eres?
—Capito, señor.
—¿Edad?
—Veinticinco, señor.
—Entonces has servido siete años.
—Casi ocho, señor. Me alisté al cumplir los diecisiete.
Burro frunció el ceño.
—Eso va contra el reglamento. La edad mínima son dieciocho años.
—Mi padre me envió al ejército en cuanto creyó que estaba listo para ello —dijo Cato en tono monótono mientras le contaba su tapadera.
—Pues el hombre debe de estar orgulloso, desde luego. Lo has hecho muy bien.
—Gracias, señor.
Burro volvió su atención hacia Macro.
—¿Y cuál es tu historia? A juzgar por tu aspecto, eres un veterano. ¿Cuántos años has servido, Calido?
—Veintitrés, señor.
—¡Dioses! ¿Y todavía eres sólo un legionario? A estas alturas deberían haberte matado o ascendido a centurión, o como mínimo a optio. ¿Qué excusa tienes?
Macro se tragó el resentimiento y respondió directamente:
—Yo soy un soldado raso por encima de todo, señor. No vi ningún motivo por el que ir y hacer que me ascendieran. Me gusta la vida del soldado común y corriente. Combato con dureza, y he acabado con una buena cantidad de enemigos de Roma en estos años.
—Una cosa es ser un buen combatiente, pero ¿crees que puedes sobrellevar las exigencias de ser un pretoriano? Estarás constantemente ante las miradas de los senadores y el pueblo. Ser un buen soldado consiste en algo más que en matar enemigos. Si la jorobas y avergüenzas a la Guardia Pretoriana, avergüenzas al emperador y, lo que es peor, mucho peor, me avergonzarás a mí. Si eso ocurriera, caeré sobre ti como una montaña de mierda, ¿está claro, Calido?
—Sí, señor.
El tribuno hizo una pausa para que pudieran asimilar su advertencia, y a continuación carraspeó y continuó hablando en tono más moderado:
—Os diré lo que digo a todos los reclutas en estos momentos. Os habéis unido a nosotros en una época difícil. El emperador está ya un poco viejo y no durará para siempre, aunque algún senador idiota consiga que lo voten para que sea una divinidad. Es una pena porque, por lo que a emperadores respecta, él ha sido uno de los mejores. Sin embargo, es de carne y hueso, y morirá tarde o temprano. Nuestro trabajo es asegurarnos de que eso sea debido a causas naturales. Y ya conozco el viejo chiste sobre que en la familia imperial las causas naturales incluyen un sinfín de achaques como el veneno, un cuchillo por la espalda o una espada en el vientre, ahogamiento con una almohada, etcétera. Eso no ocurrirá mientras yo esté al mando de la cohorte de palacio. De manera que mantendréis los ojos bien abiertos cuando estéis de servicio. No me fío ni un pelo de esos gilipollas germanos de la escolta personal. Nuestra tarea consiste en evitar que nadie se acerque tanto a Claudio como para que esos germanos tengan que ganarse la paga. Por lo que a mí concierne, mis hombres constituyen la primera y última línea de defensa. Si alguno de los dos tenéis que arrojaros frente al cuchillo de un asesino para salvar al emperador, lo haréis sin vacilar. Si no, no hay lugar para vosotros en mi cohorte. ¿Está claro?
—¡Sí, señor! —contestaron Cato y Macro de inmediato.
—Bien. Como ya he dicho, la situación es difícil. En palacio, hay varias facciones que ya están haciendo planes para la sucesión. Algunos apoyan a Británico, otros al advenedizo de Nerón. Aparte de esto, están los malditos libertos que aconsejan al emperador, Palas, Narciso y Caliste, unos estafadores sospechosos todos ellos. Estarán intentando aliarse con el candidato que han elegido para la púrpura. A mí ya me parece bien, siempre y cuando no hagan nada para intentar acelerar el proceso. Debéis tener presente que las amenazas pueden venir tanto desde dentro como desde el exterior. ¿Alguna pregunta? —miró a uno y a otro—. ¿No? Entonces le diré a Tigelino que mañana repase los protocolos básicos con vosotros. Mejor será que aprendáis deprisa, porque os voy a poner de servicio al día siguiente. Es una situación límite, muchachos. ¡Podéis retiraros!