Capítulo XXVI
—La próxima vez modera tu lenguaje.
Cato sonrió afablemente, al tiempo que con la punta de la espada rozaba suavemente al vigilante del almacén debajo de la barbilla. El hombre parecía estar confuso, además de asustado.
—Lo siento, señor. Yo… no le comprendo.
—No te acuerdas de mí, ¿no es cierto? —Cato puso mala cara, privado de su momento de placer. No ganaría nada vengándose de un hombre que, para empezar, se había olvidado por completo de su ofensa—. No importa. Dime, ¿ha entrado o salido alguien del almacén desde que estás de guardia?
El hombre recorrió con la mirada al grupo de tipos grandotes que se le habían acercado sigilosamente calzados con botas de piel blanda mientras dormitaba, y que lo habían levantado e inmovilizado contra la pared del almacén de Cayo Frontino. Tragó saliva con nerviosismo, y miró de nuevo a Cato.
—Será mejor que seas sincero si quieres vivir —le dijo Cato en voz baja, rozándole la piel con la espada ligeramente.
—Sólo uno, se-señor.
—Supongo que será Cestio —dijo Macro, que estaba junto a Cato—. ¿Qué aspecto tenía? ¿Era un tipo grandote? ¿Menudo?
El vigilante miró a Cato de arriba abajo.
—Más o menos de su tamaño, señor.
—Entonces no era Cestio —Cato apartó la espada del cuello del hombre—. ¿Cuánto hace?
—Diría que no más de una hora.
—¿Y nadie más?
—No, señor. Estoy seguro de ello.
—De acuerdo, pues vas a venir con nosotros. Macro, abre la puerta.
Macro asintió, se acercó al pesado pestillo de hierro y lo retiró del soporte haciendo el menor ruido posible. Gracias al toque de queda no había nadie en el muelle, pero Cato no quería alertar de su presencia a quien pudiera haber dentro del almacén. Macro tiró suavemente de la puerta, y la abrió lo justo para que tanto él como el resto de los hombres pudieran entrar en fila. Cato dejó pasar a Séptimo, al centurión y a cinco de los germanos, y luego empujó suavemente al vigilante a través del hueco.
—No hagas ruido ni intentes escapar, ¿entendido?
El hombre asintió moviendo enérgicamente la cabeza, y Cato lo guió hacia el interior. El patio del almacén parecía estar tan desierto como lo había estado unos días antes. La luna creciente proporcionaba una tenue iluminación, y bajo su luz el centurión y sus hombres registraron a toda prisa todos los depósitos. Estaban vacíos como la otra vez. No había ningún indicio de vida.
—Buscad una trampilla o algún tipo de tapadera de desagüe —ordenó Cato—. Tiene que estar aquí, en alguna parte.
El centurión y sus hombres registraron de nuevo el lugar, y el oficial volvió a informar a Cato.
—Nada.
—Maldita sea —Cato soltó al vigilante—. Que uno de tus germanos lo vigile. No tiene que pronunciar ni un sonido. Si intenta dar la alarma o escapar, dile a tu hombre que le rebane el cuello.
El centurión asintió con la cabeza, y llamó a uno de los guardaespaldas para darle las órdenes en una mezcla de latín chapurreado y su propio idioma, áspero y gutural. Cato se volvió hacia Macro y Séptimo.
—Aquí tiene que haber algún tipo de acceso al sistema de alcantarillado. Tenemos que buscarlo hasta que lo encontremos.
—O no —dijo Macro—. O se nos acaba el tiempo. Afróntalo, Cato, es una posibilidad muy remota.
—No, no lo es —replicó Cato con determinación—. Tiene que estar aquí. Seguid buscando.
Se alejó de los demás a grandes zancadas, y empezó a recorrer el patio examinando detenidamente el suelo debajo de los carros. Séptimo se acercó a él y le dijo en voz baja:
—¿Y si hubiera una falsa pared?
—¿Qué quieres decir?
—Supongamos que Cestio y sus hombres hubieran derribado una pared para entrar en un almacén vecino, y luego hubieran levantado otra falsa para disimular el agujero.
—No, no funcionaría. Para hacer eso tendrían que haber alquilado otro almacén, y nosotros lo sabríamos. Además, eso no explicaría la peste que hacían Cestio y sus hombres.
—Das por sentado que tenía que ver con las cloacas. Podría haber otra explicación.
Cato se detuvo a mirar al agente de Narciso.
—¿Como cuál?
Séptimo intentó pensarlo un momento, y acabó encogiéndose de hombros.
Cato asintió con la cabeza.
—Exacto. Y ahora, si has terminado, continuemos buscando.
Séptimo se fue en dirección contraria, y Cato siguió recorriendo el patio. No había señales de ningún agujero disimulado en el muro anterior, y había empezado a recorrer el interior cuando se fijó en un montón de arpillera que había en el rincón más alejado. Un débil rayo de esperanza brilló en el corazón de Cato, que se dirigió hasta allí. Se arrodilló y empezó a apartar los sacos. Macro se reunió con él.
—¿Te diviertes?
—Échame una mano.
Trabajaron de forma metódica, apartándolos, y entonces, poco antes de llegar al ángulo de la pared, Macro hizo una pausa, miró hacia abajo y sacó varios sacos más a toda prisa.
—¡Aquí! ¡Lo he encontrado!
Cato soltó el saco que tenía en la mano y fue a agacharse junto a su amigo. Allí, entre los adoquines, a los pies de Macro, había un pequeño tirador de madera. Macro intentó sacar un poco más de arpillera, pero no se movía. Refunfuñando, agarró una punta suelta y tiró con fuerza. Se oyó el sonido de la tosca tela al rasgarse y Macro se tambaleó hacia atrás y soltó una maldición.
Cato se arrodilló para echar un vistazo más de cerca.
—Ingenioso. Han metido la arpillera en la trampilla para ocultarla mejor.
Agarró el tirador y probó a tirar de él. La trampilla era pesada, y Cato utilizó la otra mano. Una zona de poco más de un metro cuadrado empezó a levantarse. Cato se volvió a mirar a Macro.
—Ayúdame.
Macro se situó en la esquina, y entre los dos alzaron la tapa y la apoyaron con cuidado en la pared trasera del patio. Una escalera ancha sujeta a un lado conducía a una oscuridad como boca de lobo. No había ninguna señal de movimiento, pero sí les llegó un débil sonido de agua corriente y una bocanada de aire hediondo.
Cato se dio la vuelta y gritó tan fuerte como se atrevió a hacerlo:
—Séptimo, aquí. Plauto, trae a tus hombres.
Los demás se acercaron hasta allí con paso suave y se quedaron mirando la abertura. Cato dio la orden para que se encendieran las antorchas. Plauto sacó la caja de yesca de la bolsa que llevaba al costado, y empezó a hacer saltar chispas sobre los finos pedazos de lino chamuscado. En cuanto apareció una primera llama trémula, la alimentó con un poco de musgo seco hasta que creció lo suficiente para poder utilizarla. Hizo un gesto a uno de los hombres que llevaba las antorchas.
—Dame una.
Acercó con cuidado la tela impregnada de sebo del extremo del asta hacia la llama, y la sostuvo así hasta que de la antorcha salieron unas brillantes lenguas de luz. Plauto se puso de pie.
—Vamos a encender el resto.
Una tras otra las antorchas fueron cobrando vida, y Cato tomó una. Ordenó a Plauto que dejara al vigilante del almacén atado y amordazado y, a continuación, se situó con cuidado en el primer travesaño de la escalera. Descendió unos cuantos más, y con la luz de la llama vio que Cestio y sus hombres habían apuntalado las paredes del pozo con unos maderos sólidos. A unos tres metros de profundidad, el pozo se abría, y Cato sostuvo la antorcha con el brazo extendido para examinar lo que le rodeaba. El viejo enladrillado se curvaba a ambos lados, y por debajo se distinguía el resplandor apagado del agua en movimiento. La escalera descendía unos dos metros más, y luego llegaba al fondo. Descansaba en una pasarela estrecha y pavimentada a un lado de un pequeño túnel. Tan sólo era posible permanecer erguido bajo el techo curvo. A su lado, un flujo brillante y continuo se dirigía hacia la Cloaca Máxima. La atmósfera estaba cargada del hedor a excrementos humanos, y Cato arrugó la nariz con asco.
—¿Qué ves? —le preguntó Cato desde arriba.
—Hay un túnel. Conduce hacia la cloaca en una dirección. La otra parece llevar hacia el distrito del Aventino. Haz bajar al resto de los hombres. Creo que he encontrado lo que estamos buscando.
Mientras los demás descendían por la escalera, Cato se adentró una corta distancia en dirección contraria a la corriente, examinando las paredes y la pasarela. La mayor parte del enladrillado estaba cubierto por una capa de lo que parecía musgo, pero había una zona extensa en las que éste se había limpiado y retirado, y lo mismo ocurría con la pasarela, que parecía haber sido muy utilizada recientemente, lo bastante como para que la piedra estuviera seca al tacto y con pocos indicios de vegetación nueva. A sus espaldas, el túnel se llenó de los sonidos de los germanos, que mascullaban en tono asqueado.
—Has descubierto un lugar estupendo —gruñó Macro cuando Séptimo y él se reunieron con Cato—. Muy fragante.
Cato hizo caso omiso del comentario y miró a lo largo del túnel. No se percibía ningún movimiento bajo la luz que emitía su antorcha, aparte del fluir de las aguas residuales y el correteo de un par de ratas, que huyeron de los hombres que habían invadido su reino. Se oyó un chapoteo y un chirrido en la oscuridad cuando los animales se fueron corriendo.
—¿Crees que alguno de ellos sigue aún aquí? —preguntó Séptimo con nerviosismo, al tiempo que miraba hacia la oscuridad.
—Al menos uno —Cato se irguió. Se volvió a mirar al centurión Plauto—. Dile a tus hombres que avanzaremos desde aquí en silencio. Ni un solo sonido, ¿entendido?
—Sí, señor.
Cato no pudo evitar una leve sonrisa por el hecho de que se dirigieran a él como a un superior. Narciso le había dicho al centurión que los obedeciera a él y a Macro cuando le había presentado brevemente a los dos pretorianos, vestidos con unas sencillas túnicas blancas que no llevaban ninguna señal de su rango. Ahora parecía que Plauto reconocía y aceptaba la autoridad de Cato sin tener que contarle nada sobre su verdadera identidad y rango. Miró hacia atrás, y vio que todos estaban listos para seguirle. El resplandor parpadeante de las antorchas iluminaba las paredes húmedas de los túneles y la corriente de aguas residuales brillaba mientras los excrementos y la basura corrían por ella. Cato sostuvo la antorcha un poco inclinada al frente e hizo una señal con la mano libre.
—Vamos —dijo en voz baja.
Avanzó con sigilo, un poco encorvado porque el techo del túnel descendía y la llama rozaba los ladrillos de arriba. La cloaca transcurría recta unos cincuenta pasos, y entonces torcía a la derecha. Cato calculó que se encontraban casi en el extremo de la zona del almacén, y que iban en dirección al distrito del Aventino, uno de los barrios más pobres de la ciudad. Al cabo de unos cien pasos más, llegaron a una intersección en la que un túnel más pequeño, de poco más de un metro de alto, salía a la izquierda. Cato alzó la mano para detener a los hombres que iban detrás, y examinó el túnel. Allí no había pasarela ni indicios de ninguna alteración en la vegetación de ambos lados. Agitó la mano para indicar a los demás que volvieran a avanzar. Pasaron por más intersecciones, pero no había señales de que Cestio y sus hombres se hubieran desviado de la pasarela. Al cabo de unos cuatrocientos metros de avance lento, la cloaca se abría a una sala. Dos túneles grandes entraban en ella, uno a cada lado, en tanto que enfrente había una pequeña catarata. Una espuma sucia burbujeaba por la superficie de la sala, y las aguas residuales agitadas hacían que el hedor fuera más penetrante que nunca. Uno de los germanos empezó a toser violentamente, se inclinó y vomitó.
—Eso nos va ayudar —comentó Macro con mala cara. Echó un vistazo a su alrededor—. ¿Y ahora qué? ¿Por dónde vamos? ¿Izquierda o derecha?
Cato miró de lado a lado unos instantes, y a continuación consultó con Séptimo.
—Me parece que debemos de estar cerca del Aventino. El agente imperial pensó un momento y asintió.
—Creo que tienes razón.
—En cuyo caso, el túnel de la izquierda nos llevaría hacia el Palatino, mientras que el otro se dirige al Aventino. ¿Dónde es más probable que Cestio ocultara el grano?
—Dudo que quisiera esconderlo cerca de palacio. Como ya sabes, hay varios túneles secretos bajo él. No querría arriesgarse a tropezarse con uno de ellos. El otro túnel es nuestra mejor apuesta.
—Estoy de acuerdo. Echemos un vistazo. Macro, ven tú también —Cato se volvió a mirar al centurión—. Quedaos aquí mientras nos adelantamos a explorar. Si parece que vamos por el buen camino, enviaré a Séptimo a buscaros.
—Sí, señor. Pero no tarde mucho, ¿eh? —Plauto olisqueó el aire—. El hedor en esta zona es insoportable.
Cato sonrió ampliamente y le dio una palmada en el hombro al centurión, antes de entrar por el túnel de la derecha seguido por Macro y Séptimo. Por suerte, había otra pasarela a un lado que les evitó tener que vadear contra corriente las aguas residuales. Cato mantuvo la antorcha en alto, y se detenía de vez en cuando para examinar las paredes del túnel y las losas a sus pies. No habían avanzado más de cincuenta pasos, cuando se detuvo y dio media vuelta para mirar a los demás.
—Este no es el camino.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Macro.
—No hay señales de que nadie haya utilizado esta ruta hace tiempo. Mira las paredes. Están intactas. Y la pasarela igual —con la punta de la bota rascó un poco el musgo de la piedra del suelo—. Hemos pasado algo por alto. Vamos, tenemos que regresar.
De vuelta en la sala, Cato volvió a mirar a su alrededor, y su mirada se detuvo en la catarata. Rodeó la sala por el borde para examinarla más de cerca. El canal que había encima de la charca tendría casi dos metros de alto tal vez, y la caída del agua era de otros dos metros o más. Unos zarcillos de alguna clase de vegetación colgaban en medio de la corriente que caía en cascada desde arriba. Cato sostuvo la antorcha en alto para iluminar aquel torrente continuo, e hizo una mueca cuando un poco de agua lo salpicó. Era imposible ver a través de la corriente. Se mordió el labio. Sólo había una forma de averiguar con seguridad si su sospecha era correcta.
Cato retiró la antorcha, la sostuvo baja al tiempo que se agachaba para protegerla del agua de arriba, y crispó el rostro al notar el calor de la llama. Tomó aire y avanzó poco a poco por la estrecha pasarela que pasaba por debajo de la catarata. El agua y los pedazos de materia sólida cayeron con fuerza en su cabeza y sus hombros de inmediato. Entonces desapareció de la vista de sus compañeros.
Macro abrió la boca, alarmado.
—¿Qué coño está haciendo?
Séptimo y los guardias se quedaron mirando la catarata en silencio, esperando alguna señal de Cato. Durante unos momentos, ninguno de ellos se movió, y el único ruido que se oía era el estrepitoso correr del fluido por encima de la catarata, amplificado por las paredes de ladrillo. Macro no pudo esperar más para averiguar qué había sido de su amigo, y se apresuró hasta el extremo de la sala. Se detuvo un momento al borde de la catarata pero, antes de que pudiera reunir el valor suficiente para meter la cabeza bajo el agua, algo se movió y salió de debajo de la cortina de agua apestosa y Cato, sin antorcha, emergió escupiendo y con los ojos muy apretados. En cuanto estuvo fuera de la corriente, se irguió y volvió a abrir los ojos.
—Lo he encontrado.
Macro lo miró de arriba abajo.
—Pareces… bueno, ya sabes lo que pareces. Y bien, ¿qué hay ahí? —agitó el pulgar para señalar la catarata—. Aparte de lo evidente.
—Será mejor que lo veas con tus propios ojos —Cato pasó junto a él e hizo señas a Séptimo y Plauto—. ¡Venid aquí!
—¿Verlo con mis propios ojos? —Macro dijo que no con la cabeza—. Estás de broma.
—No es nada en lo que no nos hayamos visto metidos otras veces —bromeó Cato—. Al menos esta vez no es profundo. Vamos, sígueme. Sólo procura no sacar los pies del borde si no quieres resbalar y acabar en la charca de abajo. Y cubre la antorcha. El resto de vosotros esperad aquí un momento.
Cato fue delante y, con un suspiro de renuencia, Macro lo siguió con los dientes apretados. Las aguas residuales se cerraron brevemente por encima de su cabeza, las atravesó y se encontró en un túnel recubierto de ladrillo que se extendía por detrás de la catarata. Cato se inclinó para recuperar la antorcha que había dejado en el suelo. Macro se secó la frente, avanzó unos pasos más y miró por el túnel. El suelo estaba pavimentado y había un canal en medio flanqueado por dos pasarelas inclinadas, pero el canal estaba seco.
—¿Qué es este lugar? —se preguntó Macro—. Si esto lo han construido Cestio y sus muchachos, es que están mucho mejor organizados de lo que yo creía.
—Dudo que ellos lo hayan construido —repuso Cato—. Eché un breve vistazo más adelante. Hay un túnel de alimentación que sale a la derecha, y un poco más adelante éste queda cortado sin salida. Creo que esta sección de la cloaca quedó abandonada. Al menos hasta que Cestio y su banda empezaron a utilizarla.
—¿Y qué te hace pensar que lo han hecho?
—Esto —Cato alzó la mano libre, y la abrió para revelar unos cuantos granos de trigo—. Lo encontré dentro del túnel que sale de éste. Trajeron el grano por aquí, no hay duda.
—Entonces es una pena. Seguro que se habrá estropeado al pasar bajo ese río de mierda de ahí atrás.
—No. No lo hicieron así —a Cato le brillaban los ojos—. Ven a verlo.
Condujo a Macro de vuelta hacia la catarata, y señaló el techo. Macro se fijó por primera vez en una tabla de madera asegurada al enladrillado por un pestillo en cada esquina, cerca de la catarata. El otro extremo tenía una cadena unida a un gancho montado en el techo. Cato le dio la antorcha a Macro, sacó la cadena del gancho y movió la tabla hacia la catarata. Al hacerlo, una estaca de madera larga y sólida golpeó contra el suelo, y no atravesó su pie por muy poco.
—¡Aja! Me imaginaba que habría algo —Cato movió la cabeza en señal de asentimiento—. Bien, la siguiente parte debería aclarártelo todo. Observa.
Afianzó los pies en el suelo, y empujó la tabla hacia afuera en dirección al agua que caía, esforzándose para llevarla también hacia arriba. La corriente de aguas residuales quedó desviada del saliente, y entonces los dos pudieron ver las expresiones sobresaltadas de los otros hombres.
—¡Coge ese poste! —dijo Cato—. Mételo debajo de la tabla haciendo cuña. Rápido. No sé cuánto tiempo podré aguantar esto así.
Macro agarró el poste, se situó junto a Cato y colocó un extremo debajo de la tabla, movió el otro raspando el suelo hasta introducirlo en un pequeño nicho del suelo, que parecía haber sido tallado en la piedra con esa intención.
—Ya está.
Retrocedieron y observaron la corriente de agua que caía por encima de la tabla, bien lejos del saliente que pasaba por debajo de la catarata. Séptimo apareció por la esquina del túnel, luego Plauto y el primero de los germanos.
—No sabes cuánto me alegro de que hayas hecho esto —Séptimo señaló la tabla con un movimiento de la cabeza a la tabla—. De lo contrario… —hizo una mueca y un gesto indicando a todos ellos.
—No fue cosa mía —dijo Cato—. Lo hicieron Cestio y sus amigos, para poder entrar el grano sin exponerlo a las aguas residuales. Simple, pero efectivo —se volvió a mirar a Plauto—. Creo que ahora ya estamos muy cerca de ellos. Haz que tus hombres desenvainen las espadas. También apagaremos algunas antorchas. Calido, Séptimo y yo avanzaremos a tientas. Vosotros seguidnos despacio. No podemos permitirnos el lujo de delatarnos hasta saber qué tenemos delante.
Plauto movió la cabeza para asentir.
—Estaremos listos para entrar en cuanto dé la orden, señor.
—Bien.
Cato metió la antorcha en la corriente para apagar las llamas, se la dio a uno de los germanos y, a continuación, se dirigió hacia el túnel. Respiró profundamente para calmarse, y los tres se pusieron en marcha. El sonido de la catarata ahogó los pasos suaves de sus botas de suela blanda hasta que hubieron avanzado unos quince metros más. La luz de las antorchas se fue debilitando tras ellos. Cato fue rozando la pared del túnel con los dedos hasta que notó una abertura.
—Aquí. A la derecha.
—No veo una mierda —refunfuñó Macro desde la oscuridad—. Ha sido una tontería no traer al menos una antorcha.
—Demasiado arriesgado —replicó Cato—. No tenemos ni idea de lo que vamos a encontrarnos. Es mejor no correr el riesgo de alertar a Cestio.
—Seguro que los superamos en número. Puede que esos muchachos germanos no sean de lo más espabilado que hay, pero son fuertes. No tenemos nada que temer de Cestio. A menos que tenga un pequeño ejército metido ahí abajo.
—Por lo que sabemos, podría tenerlo. Pero me preocupa más que se escape. Necesito hablar con él… si puedo.
—¿Por qué?
—Quiero algunas respuestas —contestó Cato con brusquedad—. Estamos perdiendo el tiempo. Vamos.
Se metieron por el túnel lateral, palpando el camino en la oscuridad con una mano en la pared y tanteando con la punta de las botas. El suelo del túnel estaba seco, y lo único que se oía era algún que otro roce de sus pasos, el sonido de su respiración y el correteo de las ratas. En dos ocasiones, a Cato le pareció oír algo por delante, pero cuando se detuvo y les susurró a los demás que se quedaran quietos, el sonido ya había desaparecido. Avanzaban con lentitud, y a Cato le preocupaba que los germanos pudieran empezar a seguirles llevados por el ansia de terminar el trabajo, salir de los túneles y volver al exterior. Se volvía a mirar atrás con frecuencia, y quedó satisfecho al ver el levísimo brillo de una antorcha sólo una vez. Estaba claro que el centurión Plauto tenía a sus hombres controlados.
Lo cual era más de lo que Cato podía decir de su imaginación. Cualquier sonido parecía magnificarse tremendamente, por lo que él se debatía entre la preocupación por el ruido que pudieran hacer los tres y el miedo de que los sonidos ocultaran algún peligro que pudiera acechar allí delante, en la negrura.
—Esto no me gusta —masculló Séptimo—. ¿Y si no hay nada?
—Entonces no habrá grano para alimentar a la plebe. La multitud se enfurecerá, matará al emperador, y Narciso y tú os quedaréis sin trabajo, amigo —replicó Macro con un gruñido apagado—. Tenlo en mente y mantén la boca cerrada, ¿de acuerdo?
Cato se detuvo. Macro rozó su espalda antes de poder detenerse, y luego hubo un roce final de las botas de Séptimo hasta que se quedaron los tres inmóviles.
—Escuchad.
En un primer momento, Macro no fue capaz de distinguir ningún ruido que pudiera ser importante. Luego percibieron el sonido inconfundible de una risa que venía de más adelante y un breve golpe, tras lo cual volvió a reinar el silencio.
Cato se volvió hacia sus compañeros, invisibles en la negra oscuridad del túnel.
—Séptimo, tú quédate aquí.
—¿Qué? ¿Yo solo? —el miedo resultó evidente en su voz—. ¿Por qué?
—Calido y yo nos adelantaremos. Cuando lleguen Plauto y sus germanos, no quiero que avancen más si yo no lo digo. Tú les dirás que se detengan y esperen.
Tras una pausa, Séptimo respondió con voz temblorosa:
—De acuerdo. Pero no tardéis mucho.
Cato alargó la mano hacia atrás, dio un tirón a la túnica de Macro y empezaron a caminar aún más despacio de lo que lo habían hecho hasta entonces. Al cabo de una corta distancia, oyeron voces, más risas y el grito agudo de una mujer. Entonces percibieron una luz muy débil que revelaba el oscuro contorno del túnel que torcía a la izquierda. Continuaron avanzando los dos, y no tardaron en poder ver lo suficiente, de modo que ya no necesitaron seguir tocando la pared para asegurarse del camino. Cato bajó la mano a la empuñadura de su espada y la desenvainó con cuidado. Oyó un leve roce seco cuando Macro hizo lo mismo. Cato se agachó un poco. Tenía el pulso acelerado y la boca seca. Aminoró el paso, y se detuvo al llegar a la esquina. Entonces el sonido de voces, de muchas voces, inundó el túnel, y Cato se volvió con la mano extendida para detener a Macro, que apenas era visible en la penumbra. Dio un paso adelante, y poco a poco se asomó por la esquina.
El túnel daba a lo que parecía un enorme depósito iluminado por las llamas de varios braseros y antorchas, que se iban consumiendo en unos soportes fijados a las paredes. Delante del túnel, el suelo era un revoltijo de piedras. En un primer momento, Cato pensó que aquel espacio debía de haberse construido hacía poco, pero entonces se dio cuenta de que era una cueva natural que las manos humanas habían ampliado. En algunos sitios, las paredes parecían haber sido cortadas en la roca para aumentar el tamaño de la cavidad. Las antorchas que ardían en los soportes de hierro proporcionaban iluminación suficiente para distinguir los detalles. Unos montones enormes de sacos de grano se habían apilado en el extremo más alejado, y se extendían por más de la mitad de la longitud de la cueva, unos cien pasos de largo por cuarenta de ancho. A un lado, había una escalera ancha que subía hasta un saliente, tras el cual se hallaba un pasadizo bordeado de ladrillo que ascendía en pendiente hacia las sombras.
En el extremo más próximo de la cueva, había varias mesas y bancos y unos treinta o cuarenta hombres sentados en ellos. También había unas cuantas mujeres vestidas con túnicas cortas que les llegaban justo por debajo de las nalgas. Llevaban el rostro empolvado de blanco, y los ojos burdamente perfilados con kohl negro. A un lado había una mesa más grande que las demás. A su cabecera se sentaba Cestio, con una chica pelirroja y regordeta en el regazo que jugueteaba con sus rizos con los dedos de una mano, en tanto que él se entretenía con el pecho que sobresalía de la túnica de la chica. Los hombres de aspecto más duro de su banda estaban sentados allí cerca, bebiendo y riendo con su jefe.
Cato le hizo una señal a Macro para que se acercara.
—¿Qué creen que están celebrando? —susurró Macro en cuanto hubo captado la escena.
—¿A ti qué te parece? Están sentados en lo alto de una montaña de grano en una ciudad al borde de la hambruna. Van a llevar a cabo un asesinato. O alguien va a hacerlo, y ellos sacarán tajada.
Continuaron observando en silencio un momento, y Macro habló de nuevo:
—Creo que podemos con ellos. Casi todos van armados con dagas. Hay unas cuantas espadas, garrotes y hachas por ahí. Parecen muy fuertes, pero están borrachos y eso mermará su habilidad para combatir.
Cato escudriñó a los hombres que había en la cueva. Estaba de acuerdo con la afirmación de su amigo, pero Cestio y su banda seguían superándolos en número. Sería prudente asegurarse de que Narciso tuviera conocimiento del grano y la cueva, por si la lucha se les volvía en contra.
—De acuerdo, lo haremos. Pero enviaremos a uno de los hombres a informar a Narciso. Sólo por si acaso.
Macro se encogió de hombros.
—Si crees que es necesario. Gracias a esos hijos de puta he tenido que pasar la noche vadeando mierda. No me siento con ánimo de ser muy clemente.
—De todos modos, enviaremos a alguien de vuelta.
Retrocedieron poco a poco, y Cato señaló hacia el otro extremo del túnel, donde un leve resplandor indicaba la posición de Séptimo y la escolta de germanos.
—Hazlos venir, pero procura que lo hagan en silencio, y apagad las antorchas. Estamos en inferioridad numérica, y necesitamos la ventaja que nos proporcione la sorpresa.
Macro asintió y dio media vuelta para retroceder por el túnel. Cato se lo quedó mirando un momento, al cabo del cual regresó a la esquina. Observó a Cestio: estaba decidido a capturar al jefe de la banda con vida. Cato reflexionó que no iba a ser fácil. Cestio era un asesino fornido que seguro que lucharía hasta la muerte si podía. De todos modos, aquel hombre era el único que podía responder a las preguntas que atormentaban a Cato desde que se habían enfrentado en la emboscada del Foro.
El leve roce de unos pasos anunció que Macro y el resto se acercaban, y Cato se volvió justo a tiempo de ver cómo el último resplandor anaranjado del túnel se apagaba con un parpadeo cuando extinguieron la última antorcha. Los hombres emergieron de la oscuridad, y Macro les indicó por señas que se desplegaran a ambos lados. Los germanos pasaron con sigilo y se fueron situando poco a poco en los escondites que les proporcionaban las rocas. Haciendo el menor ruido posible, desenvainaron las espadas y se agacharon a la espera de la orden para atacar. Cato volvió a meterse en la boca del túnel, e hizo un informe resumido para Narciso a toda prisa. El germano al que se le había asignado la tarea de transmitirlo asintió con la cabeza mientras escuchaba la traducción de Plauto, quien le entregó entonces su yesquero y una de las antorchas apagadas. El germano se dio la vuelta y se adentró de nuevo en la oscuridad. Al cabo de un instante, se vio un leve brillo mientras el hombre hacía saltar las chispas y luego, tras una breve pausa, un brillo continuo creció en la penumbra y se desvaneció enseguida cuando el soldado se alejó por el túnel.
Cato avanzó despacio para reunirse con Macro, que estaba en cuclillas detrás de una piedra grande en medio de la línea de germanos. Cato respiró profundamente para calmar los nervios, y agarró la empuñadura de su espada con fuerza.
—¿Preparado?
—Más que nunca. Vamos a por ellos.
Cato tensó los músculos de las extremidades, miró a ambos lados y vio que el resto de los hombres le observaban atentamente. Entonces tomó aire y gritó:
—¡Seguidme!