Capítulo VII

—¡Una jodida panda de soldados de juguete es lo que son los pretorianos! —dijo Macro mientras caminaban por la callejuela que conducía a la taberna que Fuscio había nombrado anteriormente.

Había anochecido, y los dos se habían puesto las capas para protegerse del frío de una noche de invierno. A ambos lados de la calle surgían las moles de los bloques de pisos construidos a bajo precio, hendidas por la luz trémula de alguna que otra lámpara o vela de sebo que brillaban en su interior. El fétido hedor a aguas residuales, sudor y verduras podridas impregnaba la atmósfera. Macro soltó aire con fuerza:

—No hacen nada más que prepararse para los desfiles.

—Creía que te gustaba ese aspecto del trabajo —replicó Cato—. Solías decirme que la instrucción era el motivo por el que el ejército romano tenía éxito.

—Sí, bueno, uno siempre puede exagerar un tanto —admitió Macro a regañadientes—. La cuestión es que la instrucción es para la batalla, no para desfiles y ceremonias interminables. Se supone que son soldados, no unos malditos adornos inútiles.

—Me extraña. Tienen cierto estilo distintivo, y me atrevería a decir que cuando tienen que combatir, los soldados no deshonran la reputación de la Guardia.

Macro le dirigió una mirada de reojo a Cato, y justo en ese momento, tropezó con el cuerpo de un perro muerto.

—¡Oh, mierda! Ahora tengo sus jodidos intestinos por todo el pie… —se detuvo para rascar la bota contra una pared—. Lo que iba a decir era que hay tantas posibilidades de ver a los pretorianos en acción como de ver a las vírgenes vestales en una orgía. Ocurre, pero no con frecuencia.

—No estamos aquí para combatir. No quiero estar en la Guardia Pretoriana más tiempo del que sea imprescindible. Si estamos aquí es con un único propósito.

—Ya lo sé, para encontrar y matar a los traidores.

—En realidad, estaba pensando en obtener todo lo que nos debe esa víbora de Narciso.

Macro se echó a reír, y le dio una palmada en el hombro a su amigo.

—¡Cuánta razón tienes, muchacho!

Cato sonrió. Por mucho que le molestara tener que ganarse de nuevo su ascenso a prefecto, estaba bien haber sido devuelto al mismo rango que Macro. Habían surgido momentos de tensión entre ellos cuando Macro había tenido que deferir al rango superior de Cato, y Cato había lamentado la pérdida del cómodo toma y daca de su relación en años anteriores. Aunque eso cambiaría en cuanto finalizara la tarea actual, reflexionó Cato con cierta tristeza. Si Narciso cumplía su palabra, sería confirmado como prefecto y tendría una cohorte auxiliar bajo su mando. Con toda probabilidad Macro sería destinado a una legión, y entonces se separarían. Suponiendo que tuvieran éxito en su misión, se recordó Cato.

—Me parece que debe de ser aquí —Macro señaló hacia una plaza pequeña que se abría calle abajo, en torno a una fuente pública. La fuerte brisa que había arreciado durante las últimas horas de la tarde había barrido casi por completo la cortina de humo de leña que se cernía sobre Roma, y las estrellas destellaban entonces fríamente en el firmamento, bañando la ciudad con un débil brillo, resaltando las líneas de los tejados de los bloques de apartamentos más abajo en la colina del Esquilino. Al entrar en la plaza, los dos soldados vieron una puerta grande a mano derecha con un letrero colgado en lo alto: El Río de Vino. El sonido de gritos y risas se derramó en la plaza cuando la puerta se abrió brevemente y un hombre salió tambaleándose: un instante después, estaba vomitando bajo el cálido resplandor proyectado por las lámparas y velas que ardían en el interior.

—La desembocadura del río, sin duda —sugirió Cato.

—Muy gracioso. Vamos al nacimiento. Estoy muerto de sed.

Cato agarró a su amigo del brazo para retenerlo un momento.

—Bebe, por supuesto. Pero no te emborraches. No podemos permitirnos el lujo de meter la pata.

—Confía en mí. Me mantendré sobrio como una virgen vestal.

—No es una comparación muy alentadora, a decir de algunos.

Cruzaron la plaza y rodearon con cuidado al hombre doblado en dos sobre el arroyo que continuaba devolviendo desde la boca del estómago. Al atravesar la entrada, Cato vio que el mesón era amplio y se extendía en gran parte bajo el bloque de pisos de arriba, el cual descansaba sobre los gruesos pilares que dividían la habitación. Ésta ya estaba llena con la clientela nocturna habitual, y la atmósfera cálida estaba cargada del humo de las lámparas y velas y del olor acre del vino barato. El suelo enlosado estaba cubierto por una fina capa de paja y serrín. Cato calculó que debía de haber más de un centenar de hombres y unas cuantas mujeres apretujados en aquel espacio, y todas las mesas estaban llenas, de modo que algunos clientes se sentaban en el suelo apoyados de cualquier manera contra la pared. Había pequeños grupos de guardias fuera de servicio, así como algún hombre de las cohortes urbanas. El resto eran civiles.

—¡Eh! ¡Aquí!

Se volvieron hacia la voz y vieron a Fuscio, que les hacía señas desde el rincón, no muy lejos de la entrada. Estaba sentado a una mesa larga con algunos pretorianos más. Tenían varias jarras de vino frente a ellos.

Cato y Macro se acercaron a la mesa, y Fuscio, que ya se había echado al coleto varias copas de vino, hizo las presentaciones.

—¡Chicos! Aquí están los dos muchachos nuevos de los que os hablé. Bueno, tal vez ya no sean unos muchachos, ¿eh? —Puso un brazo sobre los hombros de cada uno de los recién llegados, y le echó el aliento en la cara a Cato cuando se volvió a mirarlo sonriente y con los ojos llorosos—. Este de aquí es Capito. Y éste Calo.

—Es Calido —lo corrigió Macro sin alterarse. Miró a los demás, y los saludó con un gesto. Eran nueve, tres que tenían aspecto de ser veteranos y los otros jóvenes y bisoños, como Fuscio. La mayoría parecían haber bebido tanto como él, aunque los veteranos eran mejores aguantando la bebida, y aún parecían estar espabilados.

—Sentaos —continuó diciendo Fuscio, que al bajar la mirada vio que en aquel extremo de la mesa no había ningún banco.

Se volvió hacia la mesa de al lado, a la que había sentados tres jóvenes flacos con una prostituta gorda a la que no paraban de ofrecerle vino.

—¡Levantaos! —ordenó Fuscio—. ¡Venga, en pie! Necesito vuestro banco.

Uno de los jóvenes se volvió a mirarlo y masculló:

—¡Vete a la mierda! Búscate otro jodido banco. Éste está ocupado.

—Ya no. Cuando un pretoriano os dice que saltéis tenéis que saltar, maldita sea. Y ahora levantaos.

—¿Vas a obligarnos? —el joven esbozó una sonrisa gélida, y llevó la mano al cinturón.

Fuscio se hizo a un lado para dejar ver la mesa en la que estaban sentados sus compañeros.

—Sólo si no nos dejáis alternativa.

Los pretorianos fulminaron a los jóvenes con la mirada. Ellos captaron la indirecta y se pusieron de pie a toda prisa, levantando bruscamente a la mujer, la cual protestó con un gruñido. Ella estaba tan borracha que las piernas no la sostenían, y sus compañeros se la llevaron arrastrando con esfuerzo a través de la multitud. Fuscio acercó el banco a la mesa, e indicó a Cato y Macro que se sentaran.

—Ahí está. A la cabecera de la mesa. ¡Tomad un vaso de vino! —tiró de la jarra más cercana, vio que estaba vacía y cogió la siguiente, de la cual llenó dos vasos hasta el borde, que ofreció a Cato y Macro, no sin derramar parte del contenido.

Tomaron sus vasos y los alzaron para brindar con los otros hombres. Cato hizo ver que bebía un buen sorbo, pero volvió a echar la mayor parte en el vaso. Macro había tomado un buen trago, y se limpió la boca con el dorso de la mano.

—¡Ahhh, no está nada mal!

—Por supuesto —comentó Fuscio con una amplia sonrisa—. Reservan la buena mercancía para los pretorianos porque pagamos bien y no se atreven a darnos una alternativa inferior.

—Entiendo —Cato frunció los labios, alzó la copa de nuevo y fingió tomar otro sorbo.

—Bueno, ¿qué os ha parecido hasta ahora el nuevo destino? —preguntó uno de los compañeros de Fuscio—. ¿Es o no es el mejor empleo del ejército?

—Hay un mundo de diferencia entre la Guardia Pretoriana y el verdadero ejército —dijo Macro—. Sí, es un buen empleo, pero no es una vida de soldado como es debido.

Cato crispó el gesto al ver que, por un momento, a los hombres sentados en torno a la mesa se les helaba la expresión en el rostro. Entonces, uno de los guardias de más edad hizo una sonora pedorreta, se echó a reír y los demás se sumaron a él.

—¡Típicos legionarios de mierda! —exclamó otro de los veteranos sentado más allá en la mesa—. Piensan que el ejército es suyo, y luego vienen aquí con sus aires de arrogancia. Tonterías. Dadles un año en la Guardia, y se olvidarán de que alguna vez fueron legionarios.

Macro se inclinó hacia delante y señaló a aquel hombre con el dedo.

—Escúchame. No sabes ni de qué estás hablando. Si faltas al respeto a las legiones delante de Capito y de mí, puede que nos lo tomemos tan a pecho como para molerte a palos. ¿No es verdad, Capito?

—¿Qué? —Cato le dirigió una mirada furiosa a Macro.

—Estoy hasta aquí de estos maricas acicalados. No paran de dar la tabarra con la limpieza como si fuera lo único que importara —tomó otro trago de vino y continuó—: Cobran el doble que un soldado decente, y se quedan sentados con su elegancia de pantomima mientras ese mismo soldado sale a arriesgar su vida por Roma…

—¿Y qué? —replicó el veterano sentado al otro extremo de la mesa—. Ya has servido lo que te correspondía en campaña, como yo, y ésta es la recompensa que siempre nos habíamos prometido. Una recompensa que, para algunos, llega demasiado tarde. ¿Qué problema tienes con eso?

Macro lo miró con dureza, apuró el vaso, lo dejó en la mesa con un fuerte golpe y le hizo una pedorreta.

—¡Ni uno solo! Y ahora vuelve a llenarme el vaso.

Los hombres sentados a la mesa se rieron a carcajadas, y Fuscio puso más vino en la copa de Macro. Miró a Cato, pero este último meneó la cabeza con un esbozo de sonrisa.

—Decidme —dijo Cato—, ¿qué pasa con toda la instrucción a la que he oído que os han sometido últimamente? Creía que la Guardia era un destino cómodo. Según me han dicho, parece como si el prefecto Geta estuviera preparando a los pretorianos para la guerra.

—¡Jodido Geta! —espetó uno de los jóvenes—. Desde que Crispino está de baja por enfermedad, Geta nos ha estado haciendo trabajar como perros. Rutas de marcha, ejercicios con la espada y esas malditas falsas alarmas noche y día. Estoy harto. Creo que tienes razón. Quiere convencer al emperador para que nos envíe a alguna condenada guerra —el hombre bajó la mirada a los restos de su vaso de vino—. Con la suerte que tengo, aún enviarán a los pretorianos a Britania para que arreglen el desastre.

—¡Ja! —Fuscio dio una palmada—. ¡Qué pequeño es el mundo! Aquí el amigo Capito acaba de regresar de Britania. Y Calido.

—¿Ah sí? —Uno de los pretorianos de más edad se esforzó por centrar su atención en los recién llegados—. ¿Y qué noticias hay? ¿Estamos ganando?

Cato frunció los labios.

—Define ganando.

—¿Que defina ganando? —el hombre frunció el ceño—. ¿Qué tontería es ésta? O estamos ganando o no lo estamos. ¡Es bien sencillo!

—Tendrás que perdonar a mi amigo —intervino Macro—. Cree que es un filósofo. Lo cierto es que los celtas son unas bestias más fuertes de lo que creía el emperador. En el campo de batalla, podemos derrotarlos con facilidad, de modo que les ha dado por tender emboscadas a nuestros muchachos y luego salir corriendo como liebres. Puede que sean unos cobardes, pero están mermando nuestras fuerzas, hombre a hombre. Si quieres saber mi opinión, Roma estaría mejor sin esos bárbaros saltapantanos. El emperador debería traer a las tropas de vuelta a casa.

—¿Y qué pasa con los druidas? —preguntó uno de los pretorianos más jóvenes.

—¿Qué pasa con ellos?

—Si no los eliminamos en Britania tendremos que combatirlos otra vez en la Galia, y luego allí adondequiera que puedan llegar. Al menos eso es lo que he oído.

—Pues olvida lo que has oído —le dijo Macro con aspereza—. Los druidas están acabados, te lo aseguro. Se han retirado a las montañas. Son sombras del pasado. Esa historia que inventaron sobre tener que invadir Britania para salvar al Imperio del influjo de los druidas es una maldita mentira malévola. Sólo hay una razón por la cual las tropas están en Britania, y es para hacer que el emperador parezca un general como es debido. Ningún emperador en sus cabales arriesgaría las vidas de sus soldados para parecer bueno ante el populacho.

Cato había estado observando la reacción de los hombres mientras su amigo hablaba, y vio que la mayoría asentían con la cabeza en señal de aprobación. El descontento con la política imperial para con Britania era evidente. Las implicaciones de la última frase de Macro no les pasaron inadvertidas.

—No va a durar siempre —comentó uno de ellos entre dientes.

—¿Y entonces qué, idiota? —le espetó el veterano—. ¿Crees que encontraremos un emperador mejor que Claudio esperando entre bastidores?

—Difícilmente podría ser peor. Ese muchacho, Nerón, tiene un buen corazón y le gusta la Guardia. Viene a menudo por el campamento. El cuidará de nosotros.

—Ya lo he visto antes. El joven Cayo Calígula era igual, y mira cómo acabó.

En aquel momento, hubo un fuerte coro de gritos cuando un grupo de hombres de aspecto duro con unas túnicas mugrientas entraron en el mesón. Estaba claro que ya habían bebido, y estaban de buen humor… hasta que el cabecilla, un tipo enorme, vio a los pretorianos y extendió los brazos para detener a sus seguidores. Los demás clientes los miraron, y las conversaciones empezaron a apagarse rápidamente.

—Bueno, bueno, mirad allí, muchachos —exclamó por encima del hombro—. ¡Esta noche los soldaditos de juguete del emperador nos han honrado con su presencia! Miradles. Llenándose la panza de vino. Igual que se atiborran con buen pan y excelentes cortes de carne.

—¿Quién diablos es ése? —preguntó Cato.

—Cestio —contestó Fuscio—. Es el jefe de la banda del Viminal; una pandilla bastante dura. Beben aquí de vez en cuando.

—El solo ya parece un contrincante bastante duro.

—Lo es. Antes luchaba en la arena. Rompió el cuello a dos hombres sólo con las manos.

Cestio cruzó sus brazos enormes y dirigió una mirada fulminante a los pretorianos antes de continuar:

—Oh, sí, a ellos les va muy bien mientras que el resto de Roma pasa hambre. En mi vida he visto semejante panda de maricas holgazanes. Para ellos todo es limpieza y chorradas parecidas. No hay ni un verdadero soldado entre ellos. He visto a hombres con aspecto más duro mendigando en las calles.

Algunos de los clientes se habían levantado de sus mesas, y se dirigían a la salida tan discretamente como les era posible. Hubo más que hicieron lo mismo, y los pretorianos de las otras mesas se pusieron de pie de manera insegura y retrocedieron hacia aquella en la que aún permanecían sentados Cato, Macro y los demás.

—Esto no tiene buena pinta —comentó Cato entre dientes.

—Tal vez —asintió Macro—, pero así veremos de qué pasta están hechos estos muchachos pretorianos.

—Francamente, preferiría que tanto ellos como nosotros siguiéramos estando de una pieza.

Cato miró a Cestio cuando el jefe de la banda empezó a abrirse paso hacia ellos por el mesón, que se estaba vaciando con rapidez. En el mostrador, el tabernero retiraba frenéticamente tantas jarras y vasos como podía antes de que estallara la tormenta. Metió la primera tanda detrás del mostrador, y salió a toda prisa a por más mientras aún hubiera un momento de gracia. Cestio y sus matones se agolparon en dirección a los pretorianos, y Cato vio que algunos de ellos eran lo bastante descarados como para llevar cuchillos al cinto, lo que contravenía la ley. Otros llevaban pesadas cachiporras de cuero. Cato no llevaba ningún arma encima, y un rápido vistazo a su alrededor le reveló que sólo unos cuantos de los pretorianos habían salido armados, en su mayor parte con cuchillos pequeños que utilizaban para cortar carne y pan.

—Existe una ley que prohíbe ir armado dentro de las murallas de la ciudad —anunció Cato con toda la audacia de la que fue capaz. Hubo una breve pausa, durante la que todos lo miraron con desconcertado regocijo.

Cestio se detuvo a una corta distancia de los soldados.

—Esta taberna está en mi territorio. Y en mi territorio, rigen mis reglas. Me temo que vais a tener que marcharos, chicos —dijo con falsa cortesía—. Ahora mismo…

Fuscio se volvió a mirar a los demás pretorianos y alargó la mano para coger su capa, pero Macro la apartó de un manotazo.

—Sólo estamos tomando una copa tranquilamente, amigo —Macro sonrió a Cestio—. Como verás, hay espacio de sobra para ambos, gracias a tu entrada.

La comisura de los labios de Cestio se alzó en un gesto que era mitad sonrisa y mitad mueca de desprecio.

—Bueno, tomar una copa tranquilamente es exactamente lo que quiero, y una multitud de pretorianos bocazas sin duda va a agriarme el vino —agitó el pulgar por encima del hombro—. De modo que ya podéis salir.

Macro puso cara de decepción.

—No es necesario ser tan susceptible —hizo una pausa y olfateó ostentosamente—. Además, tú y tus muchachos apestáis como si acabarais de salir arrastrándoos de una alcantarilla. No te lo tomes a mal, pero apestáis como ratas. Y ahora, por el bien de una noche tranquila, vamos a no tener problemas, ¿eh? Tú y los tuyos podéis beber allí, en el otro rincón. Os invitamos a la primera ronda ya que, según dices, podemos permitírnoslo. ¡Vamos!

Cogió la jarra más cercana y llenó un vaso. Entonces se volvió hacia Cestio, dio un paso hacia él y le ofreció la bebida. La mirada de Cestio se vio atraída de manera instintiva hacia el vaso, y fue entonces cuando Macro estrelló la jarra contra la cara del gigante. Se oyó un chasquido, y la jarra estalló con un torrente de vino tinto. Cestio dio un paso hacia atrás balanceándose, sangrando por la nariz aplastada. Macro arrojó el asa al suelo, y su bramido propio del patio de armas inundó la taberna:

—¡Vamos, al lío!

Macro agarró un taburete y se lanzó hacia los miembros de la banda. Uno de ellos, con más presencia de ánimo que sus compañeros, se situó delante de su jefe de un salto y se agachó justo cuando el taburete de Macro describía un arco en el aire en dirección a su cabeza. Aquellos pretorianos que aún no habían tomado demasiado vino se precipitaron hacia delante arremetiendo con los puños, en tanto que los demás se ponían en acción dando tumbos con torpeza. El hombre que estaba frente a Macro alzó el brazo para intentar desviar el próximo golpe, pero Macro aprovechó la finta para estrellar el codo en la cabeza, se oyó el crujido de un hueso al romperse y un grito de intenso dolor. Cato apretó los puños y buscó un oponente con la mirada.

—¿Qué demonios estás esperando? ¿Una invitación? —le gritó Macro por encima del hombro—. ¡Dale a alguien!

Los dos bandos estaban igualados en número, y la pelea empezó a extenderse por toda la taberna.

—¡Noooo! —gritó el tabernero, que agarró una jarra de una mesa justo cuando ésta se volcó con estrépito, bajo el impacto de dos hombres que peleaban intentando agarrarse mutuamente del cuello.

Se volcaron más mesas y bancos, junto con los vasos y jarras de barro restantes, y unos chorros oscuros de vino estallaron por el suelo. Cato avanzó blandiendo los puños. Frente a él, uno de los pretorianos se fue hacia un lado dando tumbos y dejó al descubierto a un hombre fornido con una densa mata de pelo negro. Tenía la boca abierta, revelando sólo unos cuantos dientes torcidos. Cato se precipitó hacia delante y lanzó su puño derecho contra el rostro de aquel hombre. El golpe lo alcanzó en el mentón y le cerró la mandíbula de golpe, y el hombre cayó de rodillas. Cato aprovechó enseguida su ventaja y lo golpeó a ambos lados de la cabeza: el hombre cayó de costado, aturdido.

Un rápido vistazo le reveló que Macro todavía estaba atacando a Cestio, descargando puñetazo tras puñetazo contra la cabeza y el cuerpo de aquel hombre en una ráfaga de fuertes golpes. Por increíble que pareciera, el cabecilla estaba aguantando el ataque, y había alzado sus puños para bloquear los golpes de Macro. Cestio sacudió la cabeza en un intento por aclararse la visión, y entonces fue a por Macro con un intenso gruñido que Cato oyó por encima de todos los demás insultos, bufidos, gritos y estrépitos que llenaban la taberna. Cestio arremetió con el puño izquierdo, lanzando un golpe de boxeador que alcanzó a Macro en el hombro y lo hizo retroceder un paso. El puño derecho salió impulsado en un amplio movimiento curvo, lo que dio a Macro tiempo de sobras para esquivarlo y, a su vez, lanzar un gancho a la cara de su adversario. La cabeza de Cestio pareció vibrar, pero él avanzó y volvió a golpear a Macro, un golpe simultáneo que en esta ocasión lo alcanzó de lleno en las costillas con un puño y debajo del ojo izquierdo con el otro, echándole la cabeza hacia atrás bruscamente. Macro se alejó con un tambaleo, y fue a dar contra la mesa a la que había estado sentado poco antes. Los vasos y jarras salieron despedidos y se hicieron añicos contra el suelo. Macro estaba aturdido y pestañeaba furiosamente, en tanto que el gigante seguía imponente ante él. Cestio sonrió con crueldad, le propinó otro puñetazo en el estómago y luego otro en la boca que le partió el labio.

Cato se dio cuenta de que, a menos que actuara con rapidez, Macro iba a recibir una grave paliza. Apartó a uno de los pretorianos de un empujón, e intentó abrirse paso desesperadamente hacia su amigo. Cato no vio venir el golpe, y la cabeza se le fue hacia un lado bruscamente; vio de reojo al hombre que acababa de golpearle y, al alzar los puños para protegerse, el siguiente puñetazo le rebotó en el codo. Delante de él vio que Fuscio había derribado a un oponente al que estaba golpeando con la pata de un taburete roto.

—¡Fuscio! —gritó Cato. El joven guardia alzó la mirada y Cato exclamó—: ¡Ayuda a Macro!

Fuscio frunció el ceño, y Cato sintió un frío temblor de miedo en las entrañas al percatarse de lo que acababa de decir. Tomó aire bruscamente y volvió a gritar:

—¡Échale una mano a Calido! —levantó el brazo y señaló para asegurarse de que su instrucción quedaba clara. Fuscio se dio la vuelta y vio al cabecilla de la banda que lanzaba otro puñetazo; agarró la pata del taburete con más firmeza, y se lanzó hacia Cestio por detrás, al tiempo que alzaba la pata por encima de la cabeza.

—¡Cuidado, jefe! —gritó alguien, y Cestio hizo ademán de volverse. Pero era demasiado tarde, y la pata del taburete se estrelló con un chasquido contra su cabeza. Bajó el mentón al tiempo que soltaba un quejido, y Fuscio lo golpeó dos veces más. Manó la sangre, que de inmediato empezó a resbalar por el rostro del gigante. Fuscio cambió de táctica y clavó el extremo de la pata en el estómago de Cestio, haciendo que se doblara en dos.

—¡Eso es! —exclamó Cato, que se agachó un poco y empezó a retroceder hacia Macro. Intercambió unos cuantos golpes y patadas con dos de los miembros de la banda, y llegó junto a su amigo. Mientras tanto, Fuscio le hincó la rodilla en la cara a su oponente y, acto seguido, lo golpeó en la cabeza unas cuantas veces más hasta que el cabecilla cayó de espaldas agitando los brazos y llevándose al suelo consigo a dos hombres en un montón desparramado de extremidades.

—¡Cuidado! —gritó una voz—. ¡Alguien ha llamado a la cohorte urbana! ¡Salgamos de aquí!

Los primeros miembros de la banda dejaron de pelear y se encaminaron a la entrada. Otros, encorvados y tambaleándose, se apresuraron a ir tras ellos.

—¡El jefe! Está en el suelo. ¡Eh, vosotros, ayudadme!

Dos de los miembros de la banda corrieron hacia su aturdido cabecilla y lo agarraron por debajo de los brazos. Fuscio fue a golpear de nuevo al gigante abatido, pero se detuvo, como si dudara de la ética de golpear a un hombre indefenso. Cuando el deseo de aprovechar la ventaja de la situación acabó prevaleciendo, al cabecilla ya lo habían arrastrado a medio camino de la puerta y sus botas intentaban afianzarse en el suelo mientras trataba de ponerse en pie. En aquellos momentos, los dos bandos habían decidido de mutuo acuerdo interrumpir la pelea y se estaban separando con cautela, dejando mesas y bancos volcados en medio de los fragmentos de cerámica rota y los charcos y salpicaduras de vino. El tabernero se tapó la cara con las manos y se estremeció.

Cato se arrodilló junto a su amigo. Macro estaba tumbado contra un pilar, parpadeando y sangrando por los cortes que tenía en la ceja, la nariz y el labio.

—¡Eh, Calido! —dijo Cato en voz alta—. ¿Me oyes?

—Wheerrrgghh —Macro se pasó la lengua por el labio partido, crispó el rostro y escupió un grumo de sangre—. ¿Qué cono ha pasado? ¿Qué me golpeó? —abrió mucho los ojos y reconoció a Cato—. ¡Muchacho! ¡Nos atacan! ¡A las armas!

—Está perturbado —se rió Fuscio mientras se arrodillaba junto a Cato—. Lo han dejado sin sentido.

Cato asintió con la cabeza. Tenía miedo de que en su aturdimiento, Macro pudiera decir algo que los delatara.

—Fuscio, tráeme una jarra de agua, ¡corre!

—Eh… ¡claro, cómo no! —El guardia se puso de pie y se dirigió al tabernero para pedírsela. Mientras el hombre suspiraba e iba a por lo que le pedían, Cato se acercó al oído de Macro y le susurró—: Te has peleado y te han tumbado. Pero estás bien. Tú recuerda la misión. No digas una palabra hasta que puedas pensar como es debido. ¿Lo entiendes? ¡Macro! ¿Me has entendido?

—Sí… Pelea. La boca cerrada.

—Buen chico.

Cato suspiró y le dio unas palmaditas en el hombro. Se levantó cuando Fuscio regresó con una jarra y se la dio. Cato retrocedió y apuntó antes de lanzar el agua a la cara de su amigo. El torrente de agua hizo que Macro se irguiera con una sacudida y escupiera un gran coágulo de sangre. Abrió unos ojos de loco y dio la impresión de que iba a atacar lo primero que viera. Entonces reconoció a Cato y abrió la boca para hablar, frunció el cejo al recordar la advertencia de su amigo y cerró la boca de golpe. Respiró profundamente y, un instante después, preguntó con voz pastosa:

—¿Y el otro tipo?

—Está fuera de combate. Gracias aquí al amigo Fuscio. De lo contrario, ahora mismo estarías de camino al Hades. Fuscio, ayúdame a sacarlo de aquí. Antes de que lleguen las tropas urbanas.

Pero ya era demasiado tarde. El retumbo de botas contra el pavimento de la calle resonó en la plaza. Los pretorianos estaban ayudando a sus heridos a levantarse cuando los primeros soldados entraron en la posada. Un optio con una vara larga avanzó a grandes zancadas y miró a su alrededor.

—Bueno, ¿qué ocurre aquí? ¿Qué está pasando? Me dijeron que era una pelea.

—No —protestó Cato—. Simplemente estábamos tomando una copa cuando irrumpió la banda del Viminal y empezaron a arremeter contra todo el mundo.

—¡Menudo cuento! —replicó el optio con desdén—. ¿Acaso crees que puedes tomarme el pelo por el simple hecho de ser un pretoriano?

—¡Es verdad, hombre! —le gritó Cato—. Sólo os sacan una corta ventaja. Estarán dirigiéndose al pie del Viminal. Si os vais ahora y dejáis de perder el maldito tiempo, puede que aún los atrapéis.

—¡Id a por ellos! —exclamó el tabernero dirigiéndose al optio—. ¡Alguien tiene que pagar por todo esto!

—Y no vamos a ser nosotros —dijo Cato con firmeza—. No si el emperador tiene algo que decir al respecto. Él no va a ponerse en contra de los pretorianos. Mejor que vayáis tras la banda.

El optio se mordió el labio, dio media vuelta y abandonó el mesón.

—¡Vamos, muchachos! —le oyó exclamar Cato, y luego el sonido de las botas que se alejaban a toda prisa lo inundó todo.

Cato se pasó el brazo de su amigo por encima del hombro. Fuscio lo sujetó por el otro lado.

—¡Pretorianos! —gritó Cato—. ¡Nos marchamos!

Salieron a trompicones y entonces, formando una columna disgregada, salieron de la plaza y tomaron la calle en dirección al campamento pretoriano.

—Gracias por ayudarnos —le dijo Cato a Fuscio entre dientes apretados—. Probablemente le salvaste la vida a Calido.

—Sí, lo hice, ¿verdad? —la voz del joven guardia estaba rebosante de orgullo—. ¿Crees que se recuperará?

—Lo hará. Ha sobrevivido a cosas peores en sus tiempos, confía en mí.

—Bien.

Siguieron andando en silencio y, al cabo de un momento, Fuscio preguntó en voz baja:

—Por cierto, ¿quién demonios es Macro?

Cato sintió que le daba un vuelco el corazón.

—¿Macro? Debo de haber bebido demasiado. Macro era un compañero nuestro en Britania. Ha sido un lapsus, nada más.

—Ah, un lapsus… como tú digas —repuso Fuscio distraídamente.