Capítulo XX

En un primer momento, nadie se movió. Estaban todos demasiado horrorizados viendo el muro de agua arremolinada que se abalanzaba hacia ellos. Tigelino fue el primero en reaccionar. Se llevó una mano a la boca para hacer bocina y chilló:

—¡Corred! ¡Corred por vuestras vidas!

Su grito rompió el hechizo, y el séquito imperial, los ingenieros y los guardias pretorianos empezaron a huir, algunos se alejaron sin más del agua, pero la mayoría intentó escapar hacia el lado donde el terreno se elevaba ligeramente. Cato tiró el escudo y la lanza, y empezó a deshacer el barboquejo del casco. Macro hizo lo mismo, alejándose ya de la ola.

—¡Espera! —lo llamó Cato—. ¡Debemos salvar al emperador!

Macro se detuvo, asintió con la cabeza y se dio la vuelta hacia la mesa y la tarta. Claudio se dirigía hacia el río dando traspiés tan deprisa como le permitía su cojera, lanzando miradas aterrorizadas por encima del hombro a la ola que se aproximaba. Tigelino corría a toda velocidad detrás de él y, con una punzada de miedo, Cato vio que el centurión podría llegar antes hasta el emperador. Echó a correr tan deprisa como pudo, cargado aún con el peso de su cota de malla. Macro corrió tras él. La ola empujaba un cojín de aire por delante de ella, y la fuerte brisa agitó los pliegues de la toga del emperador y los mechones de su cabello. Mientras corría en diagonal hacia Claudio, Cato oyó el rugido sibilante y ensordecedor de la avalancha de agua que se dirigía hacia ellos. A su izquierda, vio que Tigelino ganaba terreno y que alcanzaría antes al emperador. Llevaba la daga en la mano, con la punta baja y hacia afuera, y corría resuelto hacia su presa.

Cato notó el aire frío en su espalda, se arriesgó a echar un último vistazo a la ola y vio que estaba a no más de quince metros por detrás de él, una horrible masa revuelta de agua marrón que arrastraba maleza y árboles consigo. Oyó un grito de terror y desesperación a su derecha, cuando cayó el primero de los pretorianos, y la voz se silenció al instante cuando el hombre fue aplastado por la ola.

Por delante, Tigelino se encontraba ya a no más de tres metros del emperador, cuando de pronto la punta de su bota chocó contra una piedra y el centurión tropezó. Cayó de bruces, y la daga se le escapó de entre los dedos. Cato continuó corriendo y gritando:

—¡Señor! ¡Señor!

Claudio volvió la cabeza, miró a Cato con los ojos desmesuradamente abiertos y luego desvió la mirada más allá, horrorizado. Cato agarró al emperador del brazo y con la otra mano tiró de su toga para quitársela. El emperador se resistió de inmediato, y empezó a arremeter con el brazo que tenía libre.

—¡Socorro! ¡Asesino!

—¡No, señor! ¡La toga será demasiado pesada para usted! —gritó Cato al tiempo que intentaba arrancar la gruesa tela de lana del hombro del emperador. Oyó gritar a Macro a una corta distancia por detrás, pero antes de que pudiera volverse a mirar, la ola los alcanzó. Hubo un instante en el que Cato sintió una oleada en torno a las pantorrillas y se puso delante del emperador para intentar protegerlo con su cuerpo. Toda la fuerza del agua le dio de lleno en la espalda y le arrancó los pies del suelo de inmediato. Cato intentó mantenerse derecho, y agitó las piernas para intentar afianzarse en el suelo mientras el agua lo arrastraba. Estrechó a Claudio con fuerza y lo empujó hacia arriba. El agua se arremolinó en torno a su cabeza, le pasó por encima y le rugió en los oídos, hasta que pudo salir a la superficie y respirar a toda prisa.

Algo le golpeó en las costillas, un golpe que lo dejó sin respiración y le extrajo el aire de los pulmones, obligándolo a abrir la boca, con lo que el agua le inundó la boca al instante, antes de que pudiera cerrarla. Entonces volvió a sumergirse, sin soltar al emperador y notando que éste forcejeaba desesperadamente. Cato percibió algo sólido cerca, y se arriesgó a soltar una mano de Claudio para intentar agarrarse a lo que fuera que fuese aquello. Notó la rama de un árbol. Cerró los dedos en torno a la áspera corteza y tiró de sí mismo y del emperador hacia ella. Su cabeza salió a la superficie una vez más, y por fin pudo tomar aire. Se hallaba rodeado de una masa caótica de espuma, agua y escombros, con cabezas de hombres y extremidades que se agitaban por todas partes. Cato creyó ver a Macro a una corta distancia, pero el agua se cerró por encima de la cabeza antes de poder estar seguro de que era él. Claudio afloró a la superficie, escupiendo agua a su lado.

—¡Señor! —le gritó Cato a la cara—. ¡Agárrese a la rama!

Claudio volvió la cabeza hacia Cato.

—¡No puedo! ¡Me estoy hundiendo! S-s-sálvate tú, joven. ¡Yo estoy acabado!

Cato vio que el emperador aún tenía la toga en torno al pecho, y los escombros que el agua arrastraba se llevaban la tela y lo estaban arrastrando con ella. Agarró la tela y tiró de ella con todas sus fuerzas para soltarla. Se desplazó un poco hacia abajo, pero seguía tirando de Claudio, quien soltó un grito desesperado antes de que el agua se cerrara de nuevo sobre su rostro. Emergió de nuevo, y Cato le gritó:

—¡Suéltela a patadas! ¡Suéltela a patadas o morirá!

—Sí… sí —farfullo Claudio—. La su-su-suelto a patadas.

Mientras el emperador le daba a la tela con las piernas, Cato utilizó la mano que tenía libre para intentar arrancar la toga del cuerpo del emperador. La lana parecía estar viva, se retorcía en la corriente caótica y sus pliegues envolvían la mano y el brazo de Cato. La tela se soltó por fin con un último tirón, y ambos salieron a la superficie, agarrados a la rama, con la cabeza y los hombros fuera del agua. En torno a ellos, el agua ya no parecía fluir con tanta violencia, y Cato pudo ver por primera vez que habían sido arrastrados a cierta distancia del extremo del valle. Estaban rodeados de los restos de las mesas, y Cato vio a Tigelino que, a unos quince metros de distancia, intentaba afianzarse en el tablero de una mesa que daba vueltas en la rápida corriente.

—¡Cato!

Volvió la cabeza, y vio el agua alborotada allí donde Macro intentaba nadar hacia la rama. Entonces apareció otra figura entre los dos, tosiendo con aspereza y agitando los brazos para intentar mantenerse a flote. Cato vio que era el tribuno Burro.

—¡Aquí, señor! ¡Aquí!

Cato movió el brazo en el aire, y Burro empezó a mover las piernas para dirigirse hacia él. El tribuno llegó a la rama y la rodeó con los brazos, intentando recuperar el aliento. Cato volvió la cabeza y vio que Macro llegaría hasta ellos sin problemas. Entonces notó algo extraño a una corta distancia por delante de donde estaban. El extremo de la ola parecía haber desaparecido, dejando una línea marcada a no más de quince metros de distancia.

—¡Oh, mierda! —masculló—. El río…

El agua estaba arrastrando el árbol, y a los hombres aferrados a él, hacia la empinada ribera y el río. Cato rodeó al emperador con el brazo y se agarró con fuerza a la rama. Vio que Macro había alcanzado el extremo de una rama más pequeña no muy lejos de ellos. Cato se llenó los pulmones y gritó por encima del estruendo del agua:

—¡Agarraos fuerte! ¡Vamos a caer al río!

De repente, el extremo del tronco quedó suspendido en el aire por un instante. Acto seguido, se precipitó por encima del borde. Una vez más, el agua se cerró sobre Cato, quien notó que las rocas y los escombros le arañaban las piernas mientras la rama los arrastraba a la furiosa superficie del río. Cato sintió rugir el agua en los oídos, y empezaron a arderle los pulmones. El emperador parecía retorcerse contra él, pero resultaba imposible saber si estaba forcejeando o simplemente era la corriente que lo golpeaba. Entonces se formó un remolino, y la rama rompió la superficie al salir a flote. Cato respiró profundamente.

—¿Se encuentra bien, señor? ¡Señor!

El emperador empezó a dar arcadas, escupió y empezó a toser violentamente.

Cato echó un vistazo a su alrededor y vio que Burro seguía agarrado a la rama, pero no podía localizar a Macro. Buscó desesperado, escudriñando la superficie del río con inquietud. Pudo ver a varios hombres que se esforzaban por mantenerse a flote o nadaban hacia la orilla. Tigelino estaba tumbado sobre el tablero de la mesa a cierta distancia. Cato se dio cuenta de que el río ya había absorbido gran parte del agua que se había soltado con el derrumbamiento del dique, y supo que lo peor ya había pasado. Pero no había ni rastro de Macro. Entonces vio un bulto reluciente en el agua, a unos seis metros de distancia. Cuando el bulto empezó a darse la vuelta, Cato vio que se trataba de un cuerpo y, horrorizado, reconoció los rasgos de Macro cuando su rostro apareció brevemente en la superficie antes de sumergirse de nuevo.

—¡Tribuno! —gritó Cato—. ¡Tribuno Burro! ¡Señor!

Burro alzó la vista con expresión aturdida y su único ojo parpadeando.

—¡Cuide del emperador, señor! ¿Lo entiende?

—Sí…

Burro asintió con la cabeza y se obligó a reaccionar, no sin dificultad. Cato se volvió hacia Claudio:

—Aguante, señor. Vamos a sacarle de ésta.

Entonces se soltó de la rama y se lanzó hacia una de las mesas que lentamente se estaba dando la vuelta en la corriente, cerca de donde flotaba Macro. Cato apoyó el pecho en la mesa y empezó a mover las piernas para dirigirse hacia su amigo, que daba muy pocas señales de vida. En cuanto lo tuvo al alcance, extendió el brazo y agarró los pliegues de la túnica de su amigo y tiró de él hacia la mesa. Un hilo de sangre bajaba por la frente de Macro, y Cato vio que tenía un corte.

—¡Macro! —lo sacudió por los hombros violentamente—. ¡Macro! Abre los ojos.

La cabeza inerte de Macro se ladeó contra las planchas de la mesa, y la mandíbula le quedó colgando. Cato le dio una fuerte bofetada.

—¡Abre los ojos, maldita sea!

No hubo reacción alguna, y Cato lo abofeteó más fuerte aún. Esta vez Macro alzó la cabeza de golpe y abrió los ojos de par en par. Apretó la mandíbula con gesto desafiante.

—¿Cuál de vosotros me ha pegado, eh, cabrones?

El agua que tenía en los pulmones lo hizo toser, empezó a dar agónicas arcadas, y le costó un poco recuperarse lo suficiente para caer en la cuenta de que el hombre que estaba ante él era Cato. Sonrió débilmente.

—¿Qué demonios te ha pasado, muchacho? Estás hecho un asco.

Cato no pudo evitar devolverle la sonrisa, lleno de alegría.

—¿Yo? Pues tendrías que ver la pinta que tienes tú.

—¿Qué… qué ha pasado? —Macro hizo una mueca—. Parece como si algún hijo de puta me hubiera tirado una piedra en la cabeza.

—Debiste de golpeártela con la rama cuando caímos al río.

—¿Al río? —Macro alzó la cabeza y miró a su alrededor con expresión confusa. Entonces recordó los últimos momentos antes de que los alcanzara la ola y se sobresaltó—: ¡El emperador!

—Está a salvo. Allí.

Cato señaló hacia el tronco donde Burro había cambiado de posición para estar al lado de Claudio. Estaba cerca del margen del río y, al cabo de un momento, se enganchó en algo que había debajo de la superficie y se fue deslizando hacia la orilla. Cato dejó escapar un corto suspiro de alivio y le dio un leve puñetazo a Macro.

—Vamos. Salgamos de aquí.

Empezó a mover las piernas y a girar la mesa al mismo tiempo para encararla hacia la orilla. Macro se sumó a él, y empezaron a alejarse del centro del río. Les llevó un rato avanzar en la rápida corriente, hasta que notaron el lecho del río bajo las botas y dejaron la mesa en la estrecha franja de juncos que crecían al borde del agua. Allí la abandonaron, y nadaron entre los juncos hasta llegar a suelo firme, donde se dejaron caer en la orilla cubierta de hierba, más allá del juncal. Macro se rodeó la cabeza con las manos y soltó un gemido, mientras Cato permanecía a cuatro patas con la cabeza colgando y respirando profundamente, echando los últimos restos de agua que tenía en los pulmones y escupiendo para aclararse la boca. El corazón le palpitaba con fuerza, y temblaba de forma incontrolable. El aire hacía que su cuerpo empapado sintiera más frío todavía, pero Cato sabía que el temblor se debía al frenético esfuerzo realizado desde que los alcanzó la ola. Eso y la impresión y el terror por lo ocurrido, a los que su cuerpo reaccionaba ahora.

Se puso de pie como pudo, y escudriñó el paisaje circundante con la mirada. Al mirar río arriba, vio el final del valle, a unos ochocientos metros de distancia. Una franja de tierra llena de barro, piedras y cascotes surcaba el prado comprendido entre el valle y la orilla del río. Había árboles arrancados esparcidos por el suelo, y varias figuras de pie o sentadas en medio del barro, mirando desconcertadas a su alrededor. También había gente en los márgenes del lugar por el que la ola había pasado. No había ni rastro de las literas imperiales, ni de las mesas en las que estaba la tarta. A unos cuantos centenares de pasos río arriba, Cato vio a Burro que sujetaba al emperador: ambos iban avanzando en dirección contraria a la corriente. Tigelino había desaparecido.

Cato se acuclilló al lado de Macro.

—¿Cómo te encuentras?

—Dolorido —Macro hinchó los carrillos y soltó aire—. Debí de darme un buen golpe en la cabeza… Me estaba agarrando a esa rama… pasamos por encima de algo y se hundió. Es lo último que recuerdo, hasta que vi a un cabrón abofeteándome la jeta a base de bien —alzó la mirada—. Supongo que eras tú.

—¿Para qué están los amigos? —Cato le ofreció la mano y lo ayudó a ponerse en pie—. Vamos, volvamos a lo que quede de la centuria.

Empezaron a caminar hacia las figuras desperdigadas en torno a la llanura inundada, algunas de las cuales estaban buscando supervivientes atrapados entre los escombros o atendiendo a los heridos.

—¿Qué diablos ha pasado? —preguntó Macro.

—Es obvio. El dique cedió.

—¿Cómo? ¿Cómo es posible? Ya oíste al ingeniero. Harían falta un centenar de hombres para hacer que el dique se viniera abajo.

Cato lo pensó un momento.

—Es evidente que no. O la estructura se vino abajo sola o alguien la saboteó.

—El trabajo chapucero de los malditos griegos, eso fue lo que lo causó.

—¿De verdad piensas eso? ¿En el preciso momento en que el emperador estaba en la zona expuesta al peligro? Es toda una coincidencia.

—A veces pasa. A los dioses les gusta jugar.

—Y algunos traidores también. ¿Viste a Tigelino? Dio la impresión de ser el único de nosotros que no se sorprendió por la ola, y se había quitado la armadura.

Siguieron andando en silencio durante un rato, hasta que Macro carraspeó.

—Muy bien, entonces, si los Libertadores son responsables de esto, ¿cómo diablos se las arreglaron para hacerlo?

—No lo sé. Todavía no lo sé. Pero quiero echar un buen vistazo a lo que quede del dique.

* * *

Cuando se reunieron con los demás supervivientes, los guardias germanos que quedaban habían formado en torno al emperador. El pelo empapado y lleno de barro, y las túnicas y armaduras manchadas, les daban un aspecto aún más bárbaro de lo habitual, y tanto los miembros de la Guardia Pretoriana como los civiles se mantenían a distancia. Alguien había encontrado un taburete para el emperador, y Claudio estaba sentado en él contemplando la escena, aturdido. Los supervivientes se habían dirigido instintivamente al terreno elevado que había a un lado del extremo del valle, por si acaso acontecía otro desastre. Narciso estaba inclinado hacia el emperador, ofreciéndole palabras de consuelo, en tanto que un Apolodoro con expresión aterrorizada se hallaba a una corta distancia de allí, entre dos de los guardaespaldas germanos.

—¡Vosotros dos!

Cato se dio la vuelta con brusquedad, y vio al tribuno Burro que se acercaba a ellos a grandes zancadas. Macro y él se cuadraron y saludaron al comandante de su cohorte. Burro estudió brevemente los rasgos de Cato, y luego asintió con la cabeza.

—Sois los que me ayudasteis a salvar al emperador, ¿verdad?

Cato pensó rápidamente. Resultaba tentador adjudicarse el mérito por la parte que había jugado rescatando a Claudio, pero sería peligroso arriesgarse a atraer la atención sobre sí mismo o sobre Macro. En particular si se enteraban los Libertadores, que sin duda sospecharían de sus motivos.

—Estaba agarrado al mismo tronco. Eso es todo. Creo que el mayor responsable de haberlo salvado es usted, señor.

Burro entrecerró los ojos, como si sospechara alguna clase de truco. Entonces asintió lentamente con la cabeza.

—Está bien. De todos modos, me aseguraré de que vuestra participación en esto no quede sin recompensa.

Cato inclinó la cabeza en señal de gratitud.

—Vuestro centurión ha desaparecido. ¿Lo habéis visto? —preguntó el tribuno.

—Estaba cerca de nosotros en el río. Lo perdí de vista después.

—Es una lástima. Era un buen tipo. Reaccionó enseguida para intentar salvar al emperador cuando la ola se abatió. Es una suerte que estuviera yo allí para terminar con éxito lo que él no pudo conseguir, ¿eh?

—Ya lo creo, señor.

—Ahora es su optio quien está al mando —Burro movió la cabeza en dirección a Fuscio, que de un modo u otro se las había arreglado para no perder el bastón de mando y andaba atareado buscando soldados de la sexta centuria entre los desaliñados supervivientes—. Será mejor que os presentéis directamente a él.

—Todavía no, tribuno —intervino Narciso, al tiempo que se abría paso hacia los tres pretorianos—. Quiero echar un vistazo al dique más de cerca. Y me gustaría que estos dos me ayuden, por si acaso hubiera más peligro.

—¿Más peligro? —Burro pareció sorprenderse por la sugerencia, pero se encogió de hombros—. Muy bien, son suyos.

El secretario imperial movió la cabeza en dirección al emperador, y dijo en voz baja:

—Cuida de él, tribuno. Está muy agitado.

—Por supuesto.

Narciso miró a los dos pretorianos con la expresión vaga de quien está acostumbrado a ver al amplio conjunto de la humanidad como a una única clase de sirvientes.

—¡Seguidme!

Empezaron a caminar por la hierba, bordeando la marea de barro que se extendía por el terreno entre el valle y el río. Cuando llegaron al valle, tuvieron que avanzar con cuidado por el suelo resbaladizo y sortear los enmarañados restos de árboles y arbustos. En cuanto se hallaron fuera de la vista de los supervivientes, Narciso se volvió hacia Cato y Macro.

—Esto no ha sido un accidente. Esto ha sido un flagrante atentado contra la vida del emperador… y la mía.

Macro soltó un resoplido.

—Por no mencionar a unos pocos centenares de guardias y civiles. Pero supongo que nosotros no contamos demasiado, ¿eh?

—No, en el esquema total de las cosas no —respondió Narciso con frialdad—. De momento, me contento con que ese ingeniero griego piense que fue un accidente. Está muerto de miedo, y podría facilitarnos alguna información que resultara útil. Ahora o más adelante.

—¿Más adelante? —Cato lo miró.

—Si resulta que en algún momento me cuenta algo que me deje en una posición de influencia sobre él, eso supondría una consecuencia útil de la situación.

Macro meneó la cabeza.

—¡Qué laberinto! ¡Por los dioses que a usted nunca se le escapa una!

—Intento que así sea. Es por eso que sigo vivo y al lado del emperador. No muchos de mis predecesores pueden afirmar haber sobrevivido en esa posición ni una mínima parte del tiempo que llevo haciéndolo yo.

—Y ahora Palas está intentando echarlo —comentó Macro, y chasqueó la lengua—. Lo ha puesto en un apuro, ¿eh?

—He acabado con hombres más inteligentes que Palas —replicó Narciso en tono desdeñoso—. No tardaré mucho en hacer lo propio con él.

—¿Ah, no?

Narciso le lanzó una rápida mirada, tras lo cual rodeó una roca grande. Miró al frente y señaló.

—Allí es donde encontraremos algunas respuestas, o al menos eso espero.

Cato y Macro siguieron la dirección que indicaba, y vieron los restos del dique. Una hilera de rocas se extendía por el lecho angosto del valle, y el agua continuaba saliendo poco a poco entre ellas. Delante de los cimientos del dique, había más piedras y troncos esparcidos por el suelo. Los tres hombres fueron avanzando con cuidado, y se detuvieron a una corta distancia por debajo de la grieta principal.

—Intento recordar el aspecto que tenía antes —dijo Narciso—. Debería haber prestado más atención a ese pesado de Apolodoro. ¿No había unos palos grandes sosteniendo el centro?

—¿Palos? —Cato sonrió—. Creo que los llamó contrafuertes, y estaban hechos con troncos.

Narciso lo miró y frunció el ceño brevemente.

—Pues contrafuertes. Recuerdo que dijo que haría falta una gran cantidad de hombres para moverlos cuando llegara el momento de drenar el agua que retenía el dique.

—Así es —asintió Cato.

—Entonces ¿qué ocurrió? ¿De dónde vinieron todos esos hombres de pronto? No había nadie cerca del dique.

—Sí… Sí que había alguien —repuso Cato—. Sin dudar recordaréis a ese grupo junto a un carro que había cerca de la base del dique.

Macro movió la cabeza en señal de afirmación.

—Sí. Pero no podían ser más de diez. No habrían podido mover esos troncos. Ellos solos no.

—No. Es cierto —admitió Cato.

Se abrieron paso con cautela por entre los restos embarrados. Entonces Narciso señaló valle abajo.

—¿Eso de ahí no es una de esas cosas? ¿Uno de esos contrafuertes? O lo que queda de él al menos.

Cato y Macro se volvieron a mirar. A unos cien pasos de distancia, hacia un lado del valle, había un tronco de árbol maltrecho que se alzaba torcido, encajado entre dos enormes piedras. Cato vio que era demasiado recto y regular como para tratarse de los restos de un árbol.

—Vale la pena echar un vistazo —dijo.

—¿Por qué? —preguntó Macro, a quien no le gustaba el aspecto de las marañas de vegetación con barro incrustado que había entre ellos y el contrafuerte roto.

—Para que el dique se viniera abajo, primero tendrían que ceder los dos soportes principales, ¿de acuerdo?

—¿Y?

—¿Acaso no tienes curiosidad por saber cómo cedieron?

Macro le dirigió una mirada hosca.

—Podría tener más, la verdad.

Cato no le hizo caso, y empezó a trepar por el paisaje asolado, dirigiéndose hacia las dos enormes rocas. Los otros dos lo siguieron sin mucha convicción. Cuando lo alcanzaron, Cato estaba ya examinando el grueso pedazo de madera. Parte del contrafuerte estaba enterrado en el barro y la otra sobresalía un par de palmos antes de terminar en una confusión de astillas destrozadas. Cato estaba pasando los dedos por lo que quedaba de una línea regular al borde de las astillas.

—¿Veis esto de aquí? —se apartó para que pudieran verlo bien. Macro se puso de puntillas y entrecerró los ojos.

—Da la impresión de que lo han serrado —alargó la mano y pasó los dedos por la marca—. Y es un tajo bastante profundo.

Macro y Narciso asintieron.

—Apostaría a que veríamos la misma marca en los demás contrafuertes si los encontráramos, así como en algunos de los soportes menores. Si debilitas el dique de este modo, ya no necesitas a centenares de hombres para hacer que toda la estructura ceda. Basta con mover algunos soportes, y la presión del agua que contiene el dique hace el resto.

Narciso movió la cabeza en señal de asentimiento.

—Como ya he dicho, esto no fue un accidente, y aquí está la prueba.

—Hay otra cosa —dijo Cato—. Cuando oímos el rugido de la ola, ¿se fijó en que todo el mundo se quedó clavado en el sitio?

—Sí. ¿Y qué pasa?

—Hubo uno que no lo hizo. El centurión Tigelino echó a correr hacia Claudio antes de que nadie pudiera siquiera reaccionar. Y se había quitado las piezas más pesadas del equipo para asegurarse de que no lo agobiarían.

Narciso frunció el ceño mientras rememoraba el momento.

—Sí, reaccionó con mucha rapidez. Podría haber supuesto que iba a proteger al emperador, de no ser por el hecho de que acababa de ser nombrado el sustituto de Lurco —miró a Cato—. ¿Estás diciendo que Tigelino sabía lo del dique? ¿Que por eso se deshicieron de Lurco, y que era esto lo que habían estado planeando?

—Quizá —Cato no parecía muy seguro—. Pero ¿cómo sabían que el emperador tenía intención de visitar las obras de drenaje? La decisión de reemplazar a Lurco se tomó antes de que Claudio decidiera venir hoy aquí.

—Es un gran proyecto que ha tardado años en completarse —comentó Macro—. Podía esperarse que quisiera ver las fases finales con sus propios ojos.

—Podía esperarse… —lo interrumpió Narciso—. Apolodoro no brindó esa celebración por sí mismo. La idea fue de Palas. Fue él quien lo organizó, incluso encargó la tarta.

—¿Palas está detrás de esto entonces? —Macro frunció el ceño—. ¿Crees que Palas trabaja para los Libertadores?

—No lo sé —admitió Narciso—. Es posible. Pero lo dudo. Palas no gana nada con la vuelta a una República. En realidad, tiene tanto que perder como yo. Dudo que esté detrás de este atentado contra la vida de Claudio.

—¿Por qué no? —preguntó Cato—. Si Claudio se ahoga, el sucesor más probable es Nerón.

—Eso es cierto —admitió Narciso—. Pero había mucha gente en palacio que sabía que el emperador estaría aquí. Cualquiera de ellos podría estar trabajando para los Libertadores. Ocurriera como ocurriera, los Libertadores se enteraron de esta visita, y decidieron poner en marcha su plan para que Tigelino asesinara al emperador. Sabotearon los soportes del dique, Tigelino sabía lo que iba a ocurrir, y se preparó para actuar en el momento de confusión, mientras la ola se nos echaba encima.

—Es un poco rebuscado —protestó Macro—. Tigelino estaría arriesgando la vida. En realidad, la estarían arriesgando todos los que estuvieran implicados en debilitar el dique. Un solo error, y podría habérseles derrumbado todo encima.

—Eso no hace más que demostrar lo resuelto que está nuestro enemigo a darlo todo —dijo Narciso en tono grave.

Cato y Macro se lo quedaron mirando.

—Quieren a un asesino cerca del emperador. Fueran cuales fueran los planes que tuvieran para Tigelino, lo más probable es que hubiera muy pocas esperanzas de que escapara una vez cometido el magnicidio. De hecho, seguramente este asunto del dique era la mejor posibilidad que podría tener de asestar el golpe y salir impune.

Cato estuvo de acuerdo.

—Creo que tiene razón. El problema es que, si esto fue sólo un atentado oportunista, entonces el plan inicial sigue estando listo para llevarse a cabo, siempre y cuando Tigelino haya sobrevivido… Aunque puede que tengan a otro hombre preparado para ocupar su lugar. Aún no podemos bajar la guardia. ¿Va a contárselo al emperador?

Narciso vaciló.

—Todavía no. Quiero hacer que investiguen esto. Tengo que estar seguro de los hechos antes de comunicárselo a Claudio.

—Está bien. Pero hay una cosa. Apolodoro no tuvo nada que ver en esto. La ola le sorprendió tanto como al resto de nosotros. Debería tranquilizarlo antes de hacer que examine las pruebas.

Narciso consideró la sugerencia.

—Quizá más adelante, después de haberlo interrogado. De momento, me conformo con que la gente piense que fue un desafortunado accidente. Está claro que es eso lo que los Libertadores quieren que creamos, y no quiero que se asusten y salgan corriendo todavía. Están haciendo sus movimientos. Esta vez fallaron. Volverán a intentarlo si creen que no somos conscientes de su conspiración. Cuanto más se arriesguen, más posibilidades tenemos de identificarlos y eliminarlos.

—Y más posibilidades tienen ellos de eliminar al emperador —replicó Macro.

—Entonces todos tenemos que estar más alerta de los peligros potenciales, ¿no es así? —dijo Narciso con brusquedad. Hizo una pausa y se obligó a continuar en un tono más mesurado—. Esta es mi oportunidad para ocuparme de los Libertadores de una vez por todas. Debería haberlos aplastado hace muchos años, cuando tuve ocasión… —añadió con amargura; aunque siguió hablando de inmediato—. Si ahora los obligamos a esconderse, aguardarán el momento oportuno y esperarán otra ocasión para atacar. Mientras tanto, el emperador estará bajo una amenaza constante, y mis agentes y yo tendremos que esforzarnos al máximo para responder a toda posible señal de peligro. Mejor terminar con esto ahora, ¿no os parece?

Macro lo miró y se encogió de hombros.

—La decisión es suya. En realidad, yo no sé nada de conspiradores: ése no es mi trabajo. Depende de usted proteger al emperador.

—No —Narciso dio unos golpecitos con el dedo a Macro en el pecho—. Depende de todos nosotros. De todos aquéllos cuyo deber es servir al emperador y a Roma. Hicisteis un juramento.

Macro alzó el puño de golpe, y agarró la mano del secretario imperial con fuerza.

—Y voy a hacer otro si vuelve a darme así con el dedo. ¿Entendido?

Los dos se quedaron mirando mutuamente, y Macro apretó el puño con fuerza hasta que la mirada de Narciso flaqueó y el hombre hizo una mueca. Se soltó de un tirón, y flexionó los dedos con dolor.

—Te arrepentirás de esto.

—Me he arrepentido de muchas cosas en la vida —repuso Macro con desdén—. Pero eso no impidió que las hiciera, para empezar.

Cato se estaba impacientando con la creciente hostilidad de sus compañeros.

—¡Basta ya! —exclamó con brusquedad—. Debemos reunimos con el emperador. Narciso, tiene que llevarlo de vuelta a palacio sano y salvo antes de que los Libertadores empiecen a extender el rumor de que ha muerto.

El secretario imperial dirigió una última mirada ceñuda a Macro, y luego hizo un gesto de asentimiento.

—Tienes razón. Además, su escolta no está en buenas condiciones para resistir un ataque. Tenemos que ponernos en camino antes de que anochezca.

—Desde luego —Cato les hizo un gesto con la mano—. Vamos.

Se pusieron en marcha, ansiosos por abandonar la silenciosa desolación del valle. Cato iba delante, y no pudo evitar maravillarse ante la determinación del enemigo. Si estaban dispuestos a arriesgar sus propias vidas de tan buena gana para conseguir sus objetivos, es que eran tan letales como cualquier enemigo al que Macro y Cato se hubieran enfrentado. Y la próxima vez que atacaran quizá no fallarían.