Capítulo XV

El atardecer se cernía sobre la capital, y la envolvía en una fina niebla cuando el centurión Lurco salió del cuartel de los pretorianos y entró en la ciudad. Llevaba una capa gruesa de color azul, y las botas de cuero blando que le llegaban a media pantorrilla eran lo único que lo señalaba como un hombre de posición. El bulto en la cadera revelaba que iba armado; los salteadores de caminos y las pequeñas bandas de ladrones suponían un peligro considerable en los callejones poco frecuentados de Roma.

Macro y Cato lo siguieron a distancia. Tras regresar al cuartel de los pretorianos después de su reunión con Narciso, habían vigilado las dependencias del centurión esperando a que saliera. Salió una vez por la tarde, vestido con su túnica militar, e hizo una breve visita al cuartel general. Luego, cuando empezaba a oscurecer, salió con su capa dispuesto a ir en busca de su entretenimiento nocturno. Cato y Macro empezaron a andar a unos cincuenta pasos por detrás del oficial. Al igual que Lurco, ellos también iban armados, y Macro llevaba una porra de cuero llena de arena y guijarros.

El centurión Lurco se encaminó colina abajo con paso despreocupado, y sin molestarse en mirar atrás ni una sola vez mientras recorría las calles oscuras. Aún había mucha gente por la calle, la suficiente para que Cato y Macro no llamaran la atención y no tanta como para que les resultara difícil no perder de vista a Lurco. Éste se acercaba lo menos posible a las vías principales, sin duda para evitar el inconveniente de toparse con alguna de las patrullas y puntos de control de las cohortes urbanas.

Cuando entraron en el barrio de la Suburra, Macro le murmuró a su amigo:

—No me imagino que Lurco quiera pasar el tiempo en este basurero. O es que tiene gustos baratos y amigos que los comparten.

—Estoy seguro de que hay muchos jóvenes calaveras a los que les resulta muy emocionante jugar con los más pobres —repuso Cato—. A menos que se dirija a alguna otra parte.

Un poco más adelante, el centurión torció de repente por una calle a mano derecha.

—Mierda —dijo Macro entre dientes—. Nos ha descubierto.

Se acercaron al cruce a paso ligero, y se asomaron con cautela por la esquina mugrienta de un edificio de viviendas. Lurco iba andando a una corta distancia por delante, sin dar muestras evidentes de preocupación. Dejaron que les sacara una buena ventaja antes de retomar la persecución.

—¿Por qué no lo abordamos ahora? —preguntó Macro—. No estamos lejos del apartamento de Séptimo.

Cato movió la cabeza en señal de negación.

—Primero veamos adónde va. Puede que nos conduzca a conocer a alguien interesante.

—O puede que nos conduzca hasta una pandilla de delincuentes borrachos —replicó Macro—. Incluso que lo perdamos de vista.

—Si tenemos cuidado, no lo perderemos. Además, no sería buena idea iniciar una escena donde podríamos atraer a una multitud. Esperaremos a ver con quién se encuentra, y luego nos ocuparemos de él en cuanto lo pillemos solo.

Cato se dio cuenta de que había hablado en tono perentorio, y miró rápidamente a su amigo para ver si Macro se había ofendido. Pero Macro se limitó a asentir enérgicamente con la cabeza, como si le hubieran dado una orden. Cato se quedó un tanto sorprendido por la leve y placentera emoción que sintió ante la incondicionalidad con la que su amigo acataba su voluntad, así como por su propia confianza al exponerla. Quizá por fin ambos se sentían cómodos con su ascenso por encima de quien fuera su mentor. ¿Fuera? Cato caviló. No, todavía no. Macro aún podía enseñarle muchas cosas.

—¡Cuidado! —Macro le dio un brusco codazo a Cato y lo empujó hacia un lado justo a tiempo de evitar que pisara unas vísceras putrefactas y malolientes desparramadas frente a la puerta de una carnicería—. Mira por donde pisas, muchacho. Maldita sea, ¿es que tengo que llevarte siempre de la mano?

Cato se echó a reír.

—¿Qué te hace tanta gracia?

—Nada. Sólo estaba pensando en lo curiosa que es la vida.

Macro frunció el ceño.

—¿Y por eso estuviste a punto de caerte de culo en esa cosa?

Por delante de ellos, el centurión había incrementado su ventaja y tuvieron que apresurarse para no perderlo. El crepúsculo hacía que resultara más difícil distinguir a Lurco con claridad, y se arriesgaron a acercarse un poco más a él. Lurco continuó descendiendo por la pendiente de la colina del Viminal con paso constante, hasta que dejó atrás el barrio de la Suburra y subió por una calle que llevaba a la colina del Quirinal, donde vivían algunos de los habitantes más ricos de Roma, y donde sus magníficas residencias urbanas se intercalaban con los hogares más modestos de ciudadanos menores, o los de aquellos que compraron en la zona simplemente para codearse con los de clase superior.

El último y débil resplandor de luz crepuscular había dado paso a la noche y, en aquellos momentos, ya no había tanta gente en la calle. Lurco dobló por una senda enlosada que transcurría entre algunas de las residencias más grandes. Las paredes lisas, interrumpidas únicamente por entradas imponentes y ventanas estrechas y enrejadas, eran engañosas. Detrás de los sólidos maderos de las puertas que daban a la vía pública, habría residencias elaboradas y magníficamente decoradas que se extenderían una larga distancia desde la calle. Las casas más grandes también contarían con jardines ornamentados y probablemente incluso con fuentes.

Lurco se detuvo al fin frente a una de las entradas de aspecto más modesto, se entretuvo en arreglarse la capa antes de subir las escaleras y llamar a la puerta. Cato tiró de Macro, y se metieron en la entrada abovedada de una tienda cerrada, desde la que veían claramente la casa sin exponerse a que Lurco los viera a ellos si volvía la cabeza calle abajo. Se quedaron observando; Lurco volvió a llamar y, al cabo de un momento, la rejilla de la puerta se abrió bruscamente. Tuvo lugar una breve conversación, pero el tono era muy apagado y Cato y Macro no pudieron entender ni una palabra. Entonces se abrió la puerta. Lurco entró, y el hombre que le había dejado entrar volvió a cerrar con firmeza, lo cual fue seguido del chirrido sordo de un pestillo de hierro al encajarse en su lugar. La calle estaba tranquila, aparte de una figura distante mucho más arriba, que en aquel momento se perdió también de vista en la creciente oscuridad.

—¿Y ahora qué? —preguntó Macro—. ¿Esperamos a que vuelva a salir?

—Eso es. Y vemos si reconocemos alguna de las caras que entren o salgan.

Macro se frotó las manos.

—Nos podría llevar horas.

—Es más que probable.

—Cojones. Va a ser una noche fría.

Cato asintió con la cabeza, y contuvo el impulso de decirle a Macro que dejara de expresar lo evidente. Permanecieron en silencio un rato, y entonces Macro empezó a golpear los pies contra el suelo para mantenerlos calientes. Amplificado por el arco, el sonido de las suelas claveteadas contra la losa del umbral de la tienda parecía ensordecedor. Cato se volvió hacia él con mala cara.

—¡Para ya! Nos vas a delatar.

—¿A quién? —Macro hizo un gesto irritado con la mano y señaló la calle vacía.

Cato apretó los labios un instante, tras el cual respondió con toda la calma de la que fue capaz:

—Resultaría útil saber de quién es esa casa. ¿Por qué no reconoces un poco el terreno alrededor, mientras yo vigilo la entrada? A ver si puedes encontrar a alguien que lo sepa.

Macro lo miró muy poco convencido.

—¿Y si Lurco sale mientras yo no estoy?

—No lleva dentro mucho tiempo. Supongo que aún tardará un rato. Si sale, lo seguiré e intentaré abordarlo yo solo, y nos reuniremos en el apartamento. Pero tú tampoco tardes demasiado.

—De acuerdo.

Macro se alejó poco a poco de la pared del arco y estiró la espalda. Echó un breve vistazo a ambos lados para asegurarse de que no había nadie, salió a la calle y la cruzó a toda prisa. Caminó hacia la entrada, pero no se detuvo al pasar junto a ella. A una corta distancia más allá, había un callejón estrecho que transcurría junto al lado de la casa, y Macro se metió en él y desapareció de la vista.

Su compañero dejó escapar un suspiro de alivio. Macro era un soldado excelente, pero las tareas clandestinas que requerían paciencia no se contaban entre sus puntos fuertes. Cato se acuclilló en las sombras y apoyó la espalda contra la puerta de la tienda.

* * *

El callejón tenía poco más de un metro de anchura, y Macro supuso que sería poco más que un pasaje de servicio compartido por la casa en la que Lurco había entrado y su vecina. A ambos lados, se alzaban los muros altos que sólo dejaban ver una fina franja de penumbroso cielo nocturno. Aunque el suelo estaba sucio, era consciente del ruido que hacían sus botas por el callejón, e intentó pisar con toda la suavidad posible. Iba pasando la mano por la pared, rozando con las yemas de los dedos el enlucido agrietado y las zonas de ladrillo expuesto. Al cabo de unos cincuenta pasos más o menos, llegó a una pequeña puerta e intentó abrir el pestillo con suavidad, pero estaba cerrado con llave. Siguió avanzando por el callejón y, un poco más adelante, oyó unas voces, una animada mezcla de conversación y risas. Al cabo de un instante, se sumaron al sonido de la fiesta las notas de una flauta. Provenía de una corta distancia más adelante, y Macro vio que el muro descendía bruscamente a la mitad de su altura allí donde la parte principal de la casa daba paso a los jardines.

Avanzó deprisa, pues los sonidos del otro lado del muro cubrían el ruido que pudieran hacer sus botas. A una corta distancia por delante de él, vio la copa alta de un chopo que sobresalía por encima de la pared y se dirigió hacia allí. Se dijo que, si podía trepar por el muro, el árbol serviría para ocultarlo un poco mientras husmeaba. Desde allí podría espiar a Lurco y ver con quién hablaba. Sin embargo, el muro se elevaba más de tres metros por encima de la calle, y Macro soltó un bufido de decepción. Echó un vistazo a su alrededor, pero no vio nada a lo que pudiera subirse. Con un gruñido de resignación metió la mano bajo la capa, sacó la espada y probó la superficie de la pared con la punta. El enlucido se desmenuzó con facilidad, y los ladrillos que había debajo eran lo bastante blandos como para que Macro pudiera labrar un escalón. Trabajó con rapidez, e hizo varios más hasta una altura desde la que podía llegar a lo alto.

Envainó la espada, y empezó a trepar con cuidado, haciendo muecas al tensar los dedos para intentar agarrarse a las hendiduras cortadas a toda prisa. Sacó el cuchillo y ahondó los agarraderos, avanzando con firmeza hacia lo alto del muro. Al final, alargó el brazo y pudo alcanzar el borde. Guardó el cuchillo y se dio impulso, afianzándose en la pared con las botas para ayudarse a levantar el peso del cuerpo hasta que pudo apoyar el torso por encima del muro. Macro se detuvo a recuperar el aliento con el corazón palpitante por el esfuerzo de la subida. Las ramas del chopo lo ocultaban de los invitados de la fiesta en el jardín y, cuando estuvo listo, pasó las piernas por encima del muro y se inclinó hacia delante para poder ver mejor el recinto.

Unas matas bajas y arbustos recortados rodeaban una zona pavimentada en torno a un gran estanque oval. Había esculturas aquí y allí, sobre pequeñas columnas de mármol. Aunque la noche era fría, los invitados de la casa se habían sentado fuera, al calor y la luz de los braseros dispuestos sobre los adoquines, en torno al estanque. Macro calculó que al menos había un centenar de personas en la fiesta. La mayoría eran hombres jóvenes, como Lurco, vestidos con ropa cara. Entre ellos había unas cuantas mujeres con túnicas cortas, el atuendo habitual de las prostitutas. Muchas de ellas lucían un maquillaje chillón, con el rostro cubierto de polvos blancos, los ojos delineados con kohl y el cabello cuidadosamente peinado en trenzas y rizos. Los esclavos circulaban entre la multitud con jarras de vino caliente, que dejaban tenues volutas de vapor a su paso. Macro se relamió al verlas, y esperó que hubiera ocasión de tomar una jarra rápida en el Río de Vino cuando Cato y él hubieran terminado su trabajo de aquella noche.

Se fue inclinando un poco más hacia delante para ver mejor, al tiempo que se mantenía pegado a lo alto del muro, allí donde una de las ramas del chopo se extendía por encima del callejón. Escudriñó la multitud en busca de Lurco, y lo distinguió fácilmente con su capa azul, de pie con un grupo de hombres de su misma edad, agrupados y bebiendo en torno a un brasero. El centurión sonreía mientras él y sus compañeros escuchaban a uno de ellos que estaba de espaldas a Macro. El brasero hacía resaltar su contorno marcadamente, y cuando empezó a hacer gestos con las manos los demás estallaron en carcajadas.

Tras distinguir a Lurco, Macro escudriñó metódicamente a los demás invitados, y cuando ya casi se hubo convencido de que no había ningún rostro que reconociera, su mirada se fijó en dos mujeres que se hallaban apartadas del resto y que charlaban animadamente a la tenue luz rojiza del brasero más cercano. Macro entrecerró los ojos y aguzó la vista para asegurarse de lo que estaba viendo. No había duda al respecto, la mujer de la izquierda era Agripina. ¿Qué diablos estaba haciendo allí? La observó durante un momento, y entonces dirigió la atención hacia su compañera, una mujer alta y esbelta con cabellos oscuros que llevaba recogidos en un sencillo moño. La mujer tenía algo que a Macro le resultaba familiar, y aun así no podía ubicarla; frunció el ceño y se esforzó por recordar, pero al final se rindió. Ya había visto suficiente desde aquel punto, y aún tenía que averiguar la identidad del dueño de la casa.

Se deslizó hacia atrás, pasó las piernas por encima del muro y empezó a bajar con cuidado. Intentó tantear los agarraderos que había cortado en los ladrillos, pero sus botas se negaban obstinadamente a encontrarlos. Se le estaban cansando los brazos, por lo que tomó aire y se dejó caer al callejón. El aterrizaje fue bastante torpe, y cayó pesadamente sobre el trasero, golpeándose la columna.

—¡Mierda!

Macro logró ponerse de pie, se frotó la espalda y continuó andando callejón abajo hacia la parte trasera de la casa, donde sabía que estarían las dependencias de los esclavos. Habiendo una fiesta en pleno apogeo, existía la posibilidad de que la escolta de alguno de los invitados estuviera esperando en las dependencias de los esclavos, que siempre estaban en el extremo más alejado de las viviendas más opulentas, a cierta distancia de aquellos a los que servían. Un poco más adelante, el callejón llegaba a su final, y entonces Macro oyó un conjunto distinto de voces. Una conversación apagada, carente del tono alegre de los invitados a la fiesta. Se ajustó la capa para ocultar su espada lo mejor que pudo, y se asomó a la esquina de la pared. Allí había una calle más ancha que transcurría ante magníficas residencias. Y efectivamente, como había esperado había una puerta abierta en la parte de atrás de la casa, iluminada por las llamas parpadeantes de unas antorchas montadas en unos soportes de hierro a cada lado. Varias literas bordeaban la calle, y sus porteadores se hallaban encorvados bajo sus capas junto a la pared, esforzándose por mantener el calor mientras esperaban a que sus amos abandonaran la fiesta. Dos hombres corpulentos armados con garrotes hacían guardia en la puerta.

Macro respiró profundamente, salió a la calle con paso tranquilo y se acercó a la puerta con atrevimiento. Los guardias le observaron con vago interés. Macro alzó la mano para saludarlos.

—¡Buenas noches sean dadas! —esbozó una sonrisa—. ¿Tenéis una fiesta ahí adentro?

Uno de los vigilantes avanzó unos pasos, y levantó el garrote de manera que el grueso palo descansó en su mano libre.

—¿Quién quiere saberlo?

Macro se detuvo a una corta distancia delante de él y frunció el ceño.

—Ese es un tono muy poco amistoso, amigo. Sólo he hecho una pregunta.

El semblante del guardia se mantuvo inexpresivo.

—Tal como dije, ¿quién quiere saberlo?

—Está bien —Macro se encogió de hombros y se señaló agitando el pulgar—. Me llamo Marco Fabio Félix. Guardia personal de un tal Aufidio Catonio Superbo, que logró escabullirse de casa de su padre para ir con sus amigos a una fiesta en el Quirinal. A mí, al tonto de turno, me ha enviado su cariñoso padre para que lleve al joven Aufidio de vuelta a casa. Así pues, ¿lo tenéis ahí?

—No lo sé —contestó de manera inexpresiva—. Y tampoco es que me importe mucho.

—Venga, no adoptes ese tono conmigo, amigo —Macro intentó parecer dolido—. Soy yo el que debería estar jodido después de haber estado andando de un lado a otro por estas malditas calles durante casi toda la tarde y la noche. Esta es la única fiesta que he encontrado, de manera que haznos un favor y deja que me lleve al chico a casa.

—Ni hablar, amigo —contestó el vigilante con un atisbo de sonrisa—. De modo que lárgate.

—¿Qué me largue? —Macro abrió desmesuradamente los ojos—. Esto no es necesario. Yo sólo estoy haciendo mi trabajo. ¿Por qué no vas y le preguntas a tu amo, como se llame, si mi chico está aquí? Al menos haz eso por mí, ¿eh?

—No soy tu esclavo —gruñó el vigilante—. No voy a salir corriendo a tu disposición. Y al amo no le gustará que lo moleste durante una fiesta.

—Es un tipo susceptible, ¿eh? —preguntó Macro en tono comprensivo.

Por un instante, la expresión del vigilante dejó traslucir un indicio de preocupación. Chasqueó la lengua.

—Séneca es un buen tipo. Es esa amiga que tiene… la muy zorra. Si alguien interrumpe su noche, les hará desollar la espalda a azotes en menos que canta un gallo. Y Séneca se encargará de ello sin dilación. La obedece como un perro.

—Eso es duro —asintió Macro. Ladeó levemente la cabeza, como si pensara—. De acuerdo, pasaré por alto este lugar. Le diré a mi amo que no pude encontrar la fiesta.

—Sería lo mejor, para todos nosotros —dijo el vigilante con alivio. Entonces su semblante volvió a endurecerse, y dejó que el garrote se balanceara—. Así pues, sigue tu camino.

Macro movió la cabeza en señal de afirmación, volvió al centro de la calle y se alejó. Pasó por detrás de otras dos casas, antes de cortar por otro callejón para reunirse con Cato.

—¿Averiguaste algo? —preguntó Cato.

—Bastante —contestó Macro con una amplia sonrisa—. La casa pertenece al tutor del joven Nerón.

—¿A Séneca? —Cato respiró profundamente.

—Y no sólo eso, sino que además vi a Agripina entre los invitados.

—¡Que viste…! ¿Cómo?

Macro le explicó que había trepado al muro, y que luego se había acercado a los vigilantes de la puerta trasera.

—Eso parecería descartar toda relación entre Lurco y los Libertadores —comentó Cato—. Que Agripina y sus seguidores estén a favor de una vuelta a la República es tan poco probable como que lo esté Claudio.

—A menos que Lurco sea un infiltrado, y que continúe trabajando para los Libertadores —sugirió Macro.

—¿Y entonces por qué iba a querer matarlo Sinio?

Macro hizo una mueca, enojado consigo mismo por no haber caído en eso por su cuenta.

—De acuerdo. Entonces tal vez lo quiera muerto porque es un seguidor de Agripina.

—O tal vez el hecho de que Lurco esté allí es una simple coincidencia. ¿Lo viste hablar con ella? ¿O con Séneca?

—No.

—Ummm.

Ambos guardaron silencio un momento, hasta que Cato bufó de frustración.

—No me aclaro con todo esto. ¿En qué demonios nos ha metido Narciso esta vez? No hay duda de que hay una conspiración… o quizá más de una…

Macro soltó un gruñido.

—Escucha, Cato. Esto me está dando dolor de cabeza. ¿Qué quieres decir? ¿Más de una conspiración?

Cato intentó reunir toda la información que Narciso les había dado al inicio de su misión, y todo lo que habían descubierto desde entonces.

—Hay algo que no acaba de encajar en todo esto. Existen demasiadas contradicciones y demasiadas cosas que sencillamente no tienen sentido —hizo una pausa y miró a su amigo con una sonrisa triste—. Tienes razón en cuanto a que esta línea de trabajo no es para nosotros. Prefiero mil veces hacer de soldado como es debido.

Macro le dio una efusiva palmada en la espalda.

—¡Sabía que haría de ti un profesional! Venga, vamos a decirle a Narciso que ya estamos hartos de estas tonterías y volvamos a nuestro lugar. A las legiones. Aunque eso signifique no obtener un ascenso. Tiene que ser mejor que esto, escondiéndonos por calles oscuras en una noche fría, espiando —concluyó en un tono teñido de reproche que rayaba en la indignación.

—Ojalá fuera así de sencillo. Narciso no nos dejará tan fácilmente. Y tú lo sabes —dijo Cato con amargura—. No tenemos alternativa. Tenemos que ocuparnos de esto hasta el final —se encorvó y miró hacia la entrada de la casa—. Mientras tanto, esperaremos a que salga Lurco.

* * *

Las horas de la noche fueron transcurriendo mientras ellos permanecían sentados en las sombras del arco. Cato sentía el frío más intensamente que su amigo, y le temblaban las extremidades a pesar de todos sus esfuerzos por hacer que se estuvieran quietas. Se sentó en la piedra fría con tanta tela de la capa como pudo arrebujar debajo, y luego se abrazó estrechamente las rodillas. La calle permaneció tranquila y silenciosa, aparte de algún que otro transeúnte y carro cubierto, que pasó pesadamente por el camino en dirección al Foro. De vez en cuando, se oía un débil coro de risas o vítores de los juerguistas del jardín. Entonces, cerca de medianoche, la puerta de la casa se abrió y un tenue haz de luz se derramó hacia la calle. Salió un pequeño grupo de hombres y mujeres, escandalosos y bullangueros, que se alejaron tambaleándose. Cato se los quedó mirando un momento, pero ninguno de ellos llevaba la inconfundible capa azul. Macro se movió.

—¿Y si Lurco sale con un grupo para continuar la juerga? ¿Y si se va a otra parte?

—Pues lo seguimos y volvemos a esperar. En algún momento va a tener que regresar al cuartel.

—Y nosotros también.

—Mientras estemos de vuelta a tiempo para la revista de mañana, no hay ningún problema.

—Aparte de pasar frío y estar condenadamente cansados.

Cato se volvió a mirarlo con una débil sonrisa.

—Nada a lo que no estemos acostumbrados…

—¡Pche! —gruñó Macro con irritación.

Más invitados de la fiesta empezaron a abandonar la casa, y sus literas aparecieron por el callejón lateral detrás de los esclavos con antorchas para iluminar el camino de vuelta a casa. Los dos hombres que estaban bajo el arco al otro lado de la calle escudriñaron con los nervios a flor de piel a los juerguistas que se marchaban.

—Apuesto a que ese jodido de Lurco es el último en marcharse —refunfuñó Macro—. Con la suerte que tenemos…

—¡Chsss! —siseó Cato al tiempo que estiraba el cuello—. Ahí está.

Había dos hombres en las escaleras de la entrada a la casa. Lurco era muy visible con su capa, aun cuando permaneciera con la capucha puesta y no mostrara el rostro. El otro hombre llevaba una sencilla capa negra, con la capucha tan echada hacia delante que ocultaba sus rasgos. Bajaron a la calle y se pusieron en camino hacia el Foro, en dirección al arco en el que Cato y Macro estaban escondidos.

Cato se pegó contra la pared del arco, y Macro se agachó junto a la puerta. El joven oficial notaba las palpitaciones del corazón, y contuvo el aliento para evitar que las volutas de vaho exhalado revelaran su presencia. Las botas de los que se acercaban resonaron en las paredes de los edificios de ambos lados de la calle. Hablaban en voz alta, de la manera en que lo hacen los que han bebido mucho.

—Ha sido una buena fiesta —dijo Lurco—. Ese Séneca sabe cómo entretener con estilo.

—¿Estilo? —el compañero del centurión resopló—. El vino era bueno, pero la comida era miserable, y he visto mejores putas.

—Oh, bueno… sí. De hecho estaba hablando del propio Séneca. Es todo un anecdotista.

—Tonterías. No es más que otro fanfarrón que cree que está por encima del resto de nosotros porque sabe maldecir en griego. Y en cuanto a esa ramera, Agripina… Yo soy muy tolerante, Lurco, pero esa condenada es insaciable. Cualquier cosa supone una presa legítima para ella, desde un muchacho esclavo hasta un viejo depravado e idiota como Séneca.

Hicieron una breve pausa cuando pasaron por delante de Cato y Macro, y entonces Lurco continuó hablando en voz más baja.

—Yo me cuidaría mucho de decir este tipo de cosas. Lo que dices es traición, sobre todo si lo dices delante de un oficial de la Guardia Pretoriana.

—¡Bah! No sois más que soldados de imitación. He visto a mejores soldados que vosotros en la peor centuria de la Segunda legión, y eso es mucho decir…

Sus voces se fueron apagando a medida que avanzaban por la calle. Macro agarró a Cato del brazo y le susurró con tono apremiante:

—Esa voz. ¿Sabes quién era?

Cato asintió con la cabeza.

—Vitelio.

—¿Y ahora qué hacemos? No podemos arriesgarnos a que ese cabrón nos reconozca.

—Vamos —Cato se puso de pie—. No debemos perderlos.

Antes de que su amigo pudiera protestar, Cato se puso a andar tras los dos hombres, manteniéndose inmerso en las sombras de un lado de la calle. Macro soltó una maldición amortiguada y lo siguió. Se mantuvieron a distancia, de manera que los de delante no oyeran siquiera sus pasos. Cuando Lurco y Vitelio salieron del barrio del Quirinal y llegaron a un cruce, Lurco aminoró el paso y se alejó hacia la pared de una casa situada justo frente a la intersección. Se levantó el borde de la capa, y hurgó en la túnica que llevaba debajo.

—Tú sigue, Vitelio. Ya te alcanzaré.

El otro hombre echó un vistazo atrás, asintió con la cabeza y dobló la esquina, dejando allí a Lurco, quien suspiró aliviado cuando su orina salpicó la base del muro.

—Esto nos servirá —decidió Cato—. Vamos a por él ahora, mientras está solo.

Macro asintió, agarró con más fuerza la porra y ambos incrementaron el paso, avanzando sin hacer ruido por el otro lado de la calle hasta que estuvieron prácticamente detrás de Lurco. En el último momento, cruzaron corriendo la vía adoquinada, y Lurco se dio la vuelta sin entusiasmo al oír el ruido repentino. Cato lo empujó por los hombros con fuerza, haciéndolo chocar contra la pared. Lurco soltó un gruñido de dolor y se quedó sin aliento. Macro dejó caer su cachiporra en la parte posterior de la cabeza del centurión, y éste se desplomó en el charco que acababa de hacer en el suelo.

Cato tenía la respiración agitada y el corazón palpitante. Había sido más fácil de lo que se esperaba. Ahora tenían que dejar a Lurco en manos de Séptimo, en el apartamento.

—Vamos a levantarlo. Échame una mano. Entre los dos levantaron al centurión, y cada uno se echó uno de los brazos al hombro.

—¿Preparado? —preguntó Cato en voz baja.

—Sí.

—Vámonos de aquí antes de que Vitelio vuelva atrás. Aún no habían dado unos cuantos pasos, cuando una voz les gritó a sus espaldas.

—¿Qué demonios estáis haciendo?

Cato volvió la cabeza bruscamente, y vio a Vitelio de pie en la esquina del cruce, a no más de unos diez pasos de distancia. Aunque era de noche, el cielo estaba despejado y el resplandor de la luna proporcionaba luz suficiente para revelar mutuamente sus rostros.

Vitelio pareció confundido por un instante y, por una fracción de segundo, se quedó boquiabierto antes de exclamar asombrado:

—¡Tú!