Capítulo V
A la mañana siguiente, temprano, Macro y Cato atravesaron las murallas de la ciudad por la Puerta Viminal y se dirigieron al campamento pretoriano, construido en las afueras durante el reinado de Tiberio. Caía una ligera llovizna que formaba charcos en el terreno de la plaza de armas, que se extendía desde la muralla al campamento. Cruzaron el espacio abierto hacia la puerta principal, y se presentaron al optio que estaba de servicio en el cuartel de la guardia. Era un hombre bajo y fornido, con el cabello muy bien arreglado y con entradas. Macro y Cato habían dejado sus horcas de marcha en el suelo, y se cuadraron para saludar a su superior. La lluvia goteaba del borde de sus capas.
—Veamos, ¿qué tenemos aquí? —preguntó el optio con cordialidad.
Cato metió la mano en la bolsa que llevaba colgada al costado, sacó el documento que los asignaba a la Guardia Pretoriana y se lo entregó al optio.
—¡Nos han trasladado de la Segunda legión, señor! Legionarios Tito Ovidio Capito y Vibio Galo Calido. Nos han destinado a la Guardia.
—¿En serio? ¿Capito y Calido? Parece el nombre de un jodido dúo de mimos —el optio tomó el rollo aplastado y lo desplegó. Leyó el documento rápidamente y alzó la mirada—. Aquí dice «por conducta meritoria en campaña». ¿Os enfrentasteis los dos solos al ejército bárbaro o qué?
Cato tuvo el impulso pasajero de poner al optio de vuelta y media, pero se contuvo. Habían vuelto a la tropa, y tenían que comportarse como simples legionarios.
—No exactamente, optio.
—¿No exactamente? Entonces me gustaría saber qué hicieron estos dos héroes para merecer el traslado a la Guardia Pretoriana. Pero eso tendrá que esperar —echó un vistazo a su alrededor, y señaló a uno de los soldados que se encontraban junto a la puerta—. ¡Ven aquí!
El pretoriano se acercó a paso ligero y se puso firmes. Cato lo miró. Era joven, apenas salido de la adolescencia. Al igual que los pretorianos que habían aparecido brevemente durante las primeras etapas de la campaña en Britania, llevaba una túnica y una capa de color blanquecino. Debajo de la capa, relucía una cota de escamas del mismo tipo que algunos legionarios seguían prefiriendo usar. El resto de su equipo: espada, daga, botas, falda y casco, era el reglamentario. Sólo el escudo era distinto, ovalado en lugar del diseño rectangular utilizado en las legiones. Un gran escorpión decoraba el frente. Dicho símbolo lo había elegido un prefecto anterior, Seyano, para halagar a su señor, el emperador Tiberio, que había nacido bajo este signo astrológico.
El optio plegó el rollo y se lo devolvió a Cato.
—Acompaña a estos dos al cuartel general. El centurión Sinio está a cargo del reclutamiento, la instrucción y los traslados. Llévalos ante él.
—Sí, señor.
—Vamos, muchachos. Ah, y bienvenidos a la Guardia Pretoriana. Ya veréis que esto es un poco distinto de la vida en las legiones.
—Sí, señor. Gracias, señor —Cato saludó con un movimiento de la cabeza.
Volvieron a echarse las horcas de marcha al hombro, y siguieron al pretoriano fuera del cuartel de la guardia hasta la protección de la entrada abovedada. El joven pretoriano aguardó a que se hubieran colocado cómodamente las horcas, y entonces empezó a andar por la avenida ancha que llevaba al centro del campamento pretoriano. A ambos lados, había barracones de dos pisos que bordeaban la ruta durante unos cien pasos. El enlucido de las paredes estaba limpio, y parecía haber sido pintado hacía poco. Igualmente, en el camino pavimentado no había basura, y estaba claro que lo barrían con regularidad.
—Tenéis un campamento muy pulcro —comentó Macro.
—Oh, eso es cosa de Geta —repuso el joven pretoriano—. Insiste mucho en que haya un nivel alto. Nos mantiene muy alerta. Aquí las inspecciones sorpresa de los barracones, los toques a las armas en mitad de la noche y las revisiones frecuentes del equipo están a la orden del día, amigo. No sé cómo son las cosas en las legiones, pero será mejor que aquí en Roma hagáis las cosas a su manera, de otro modo, ya veréis lo que es bueno.
Cato miró al joven.
—Supongo que a ti no te trasladaron de ninguna legión.
—¿A mí? No. Muchos de los muchachos son reclutas del centro de Italia. Los incentivos del empleo hacen que no resulte fácil entrar, pero por lo general puede arreglarse con una carta de recomendación de un magistrado municipal. Lamentablemente llegué unos cuantos años demasiado tarde para optar al obsequio que entregó el emperador al asumir el poder. ¡Dio cinco años de paga a todos los soldados! Una condenada fortuna. De todos modos, Claudio no va a durar siempre, y quienquiera que venga después tendrá que volver a soltar la pasta, si es que sabe lo que le conviene.
Macro tosió.
—Tu lealtad hacia el emperador es de lo más conmovedora.
El pretoriano lo miró con expresión perpleja, y, al darse cuenta de que Macro se mofaba de él, sonrió.
—Mi lealtad es absoluta. ¿Dónde estaría la Guardia Pretoriana sin un emperador al que proteger? Estaría disuelta y sus miembros incorporados a las legiones. Con media paga, varados en algún puesto avanzado de una frontera aislada, rodeados de bárbaros esperando para degollarnos a la menor oportunidad. No se le puede llamar vida a eso —hizo una pausa y miró a los otros dos atentamente—. No quería ofender.
—No nos has ofendido —replicó Cato sin darle importancia—. Dime, ¿todos los pretorianos son igual de cínicos que tú? Tampoco quiero ofender, pero me da la impresión de que eres… bueno, un poco interesado.
—¿Interesado? —el pretoriano consideró la sugerencia—. Supongo que hay quien podría verlo de este modo. No hay duda de que, en gran parte, es un chollo. Una paga generosa, un alojamiento confortable, buenos asientos en los juegos y no muchas posibilidades de servicio activo. Y da la casualidad de que habéis llegado en un buen momento. Dentro de diez días se celebran los juegos de la Ascensión.
—¿Los juegos de la Ascensión?
—Es el aniversario del día en que Claudio se convirtió en emperador. Organiza un desfile aquí, en el campamento, algunas luchas de gladiadores y unos pocos acontecimientos más, y lo corona todo con un banquete. No olvida a aquellos que lo pusieron en el poder, y se asegura de mantener una buena relación con la Guardia Pretoriana. De manera que uno puede llegar a acostumbrarse a los obsequios imperiales. Dicho esto, no todo son vacaciones. Geta nos adiestra con dureza, y somos capaces de combatir bien si se nos requiere.
—Hemos visto a los pretorianos en combate —dijo Macro—. Fue en Britania, y lo hicieron muy bien.
Al pretoriano se le iluminó el gesto.
—¿Estuvisteis allí? ¿En Camuloduno?
Macro movió la cabeza en señal de afirmación.
—He oído de aquellos que acompañaron al emperador que fue una dura batalla.
—Lo fue. Pero no tendría que haberlo sido. El enemigo nos tendió una buena trampa. Si Claudio no hubiera estado tan ansioso por lanzarse a la carga y obtener su gran victoria, no nos hubieran pillado desprevenidos. Resulta que la Segunda salvó la situación, y el pellejo de los pretorianos y el emperador.
—Y vosotros estabais en la Segunda legión, me imagino.
—Así es. Y nos enorgullecemos de ello. La Segunda Legión Augusta es la mejor legión del ejército. Deberías habernos visto, chico. Batalla tras batalla hicimos pedazos a los celtas. Y no es que fueran unos blandengues, ¿sabes? Los celtas son hombres grandotes, valientes, y prefieren luchar antes que hacer cualquier otra cosa en la vida. No fue una campaña fácil, eso dalo por seguro. Sé que en Roma hay quien dice que lo fue. Pero ellos no estaban allí. Yo sí, y sé lo que vi, y digo la verdad. ¿No es cierto, Ca…?
Cato tosió ruidosamente y le dirigió una mirada furiosa a Macro. Este se ruborizó y carraspeó antes de continuar hablando.
—Si no pregúntale aquí a Capito, cuando se le pase el ataque de tos.
El pretoriano miró a Cato y volvió de nuevo su atención hacia Macro.
—Mira, Calido, te daré un consejo. Aquí ten cuidado con lo que dices sobre vuestra legión delante de algunos de los demás muchachos. Tienen tendencia a creer que el hecho de que seamos los soldados del emperador nos convierte en los mejores del ejército.
—¿Y tú qué crees?
—Yo sólo he conocido la Guardia. Creo que no sería prudente por mi parte ofrecer una opinión sobre cosas sobre las que no tengo experiencia.
Macro sonrió.
—Un chico listo.
Habían llegado al corazón del campamento pretoriano, y Cato y Macro vieron por primera vez la fachada con columnatas y la entrada con pilares del cuartel. Macro dejó escapar un leve silbido.
—Joder, pero si parece más un templo que un edificio militar.
Cruzaron la puerta y alzaron la vista, para maravillarse ante los grabados del techo que se arqueaba en lo alto. En la entrada, había un amplio espacio abierto, de unos treinta metros de lado según calculó Cato, bordeado por otra columnata. Ante las puertas había otra entrada, en esta ocasión a las oficinas del cuartel, que formaban el lado opuesto de la plaza. Unos cuantos empleados envueltos en capas se apresuraban de un lado a otro en sus quehaceres, y una sección de guardias montaba guardia a las puertas de las oficinas. El pretoriano explicó su orden al optio a cargo de la sección, y acto seguido dejó el escudo en el suelo, se desabrochó los cinturones de la espada y la daga, y los dejó junto con las demás armas entregadas por los visitantes, que habían dejado en una mesa en la entrada.
El optio dirigió un movimiento de la cabeza a Cato y Macro.
—Dejad aquí vuestras horcas de marcha y las mochilas. ¿Lleváis encima algún arma?
Cato señaló las mochilas.
—Están ahí dentro.
—Están ahí dentro, señor —le espetó el optio.
Cato se puso rígido.
—Sí, señor.
—No sé cómo es la disciplina en las legiones, pero los pretorianos son unos fanáticos de ella —continuó diciendo el optio, en tanto que Macro se cuadraba a toda prisa al lado de Cato. El optio frunció el labio superior al examinar sus capas y túnicas raídas—. Y lo mismo se aplica a vuestro equipo. Al prefecto Geta le gustan los soldados con buena presencia. Vosotros dos parecéis vagabundos. No volváis a aparecer por aquí a menos que estéis limpios y pulcros. ¿Está claro?
—Sí, señor —contestaron Macro y Cato a coro.
—Muy bien. Muchacho, lleva a estos dos a ver al centurión Sinio —sonrió con frialdad—. Me atrevería a decir que el centurión va a quedar tan poco impresionado como yo. Podéis retiraros.
Siguieron al joven pretoriano al vestíbulo de entrada, y luego torcieron a la derecha hacia una sala alargada con oficinas a un lado y mesas largas a las que se sentaban los empleados, frente a montones de tablillas enceradas y cestos llenos de rollos. Unas largas aberturas en lo alto de las paredes proporcionaban iluminación apenas suficiente para que aquellos hombres trabajaran, y Cato vio que algunos de ellos entrecerraban los ojos ante los detalles más pequeños de los informes que tenían delante. Aún se dolía de la gélida bienvenida que habían tenido Macro y él desde que habían llegado al campamento. En los últimos años, Cato se había acostumbrado demasiado a la deferencia automática por parte de los rangos inferiores, y el hecho de que volvieran a tratarlo como a un soldado común y corriente una vez más supuso un incómodo y chocante retorno a su primera época de servicio en el ejército. Ya no era el oficial Cato, era simplemente el guardia Capito, y debía vivir únicamente según el papel que se veía obligado a representar. Lo mismo podía decirse de Macro. Al pasar con paso resuelto junto a las puertas del primero de los despachos, miró a su amigo, y vio que Macro parecía impertérrito por el pequeño rapapolvo que acababan de recibir. Cato pensó que era sorprendente. Se hubiera esperado que semejante tratamiento le molestara a Macro más que a él.
—Hemos llegado —anunció el pretoriano. Señaló la puerta más cercana. A diferencia de la mayoría de despachos que había en la sala, la puerta de aquél estaba cerrada—. Este es el despacho del centurión Sinio.
Aguardó un breve momento para que los recién llegados tuvieran ocasión de serenarse, y a continuación llamó a la puerta.
—¡Un momento! —gritó una voz apagada desde el interior. Hubo una corta espera—. ¡Adelante!
El joven soldado alzó el pestillo y empujó la puerta hacia adentro. Entró, se cuadró e hizo una leve reverencia con la cabeza.
—Tengo el honor de informarle de que el optio de la guardia de la puerta principal me ordenó escoltar a estos dos reclutas hasta el cuartel, señor.
Cato, que era más alto que la mayoría, podía ver el interior del despacho por encima del hombro del pretoriano. El centurión cerró una tablilla encerada y la guardó en un pequeño cofre para documentos que había a un lado de su mesa. Sinio parecía tener alrededor de unos treinta años, demasiado joven para haberse ganado el ascenso desde la tropa; Cato supuso que debía de haber sido nombrado directamente centurión. Sin duda era un miembro de alguna familia rica de clase ecuestre que había renunciado a sus privilegios sociales para unirse a la Guardia Pretoriana. El oficial tenía el cabello rubio, cosa poco común en un romano, y ligeramente ondulado, peinado cuidadosamente en un intento por ocultar una calvicie prematura incipiente. Era un hombre delgado y nervudo, de facciones duras. Sin embargo, al levantar la vista sonrió cordialmente.
—Muy bien, hazlos pasar.
El joven se hizo a un lado, y Macro y Cato entraron y se detuvieron a una distancia respetuosa frente a la mesa del centurión, con los hombros hacia atrás y sacando pecho. El despacho era de proporciones generosas, casi unos cinco metros de lado a lado. Detrás de la mesa, había una ventana con los postigos cerrados, de modo que la luz sólo entraba por dos aberturas situadas más arriba en la pared, justo a la altura de debajo del alero exterior. La pared de la izquierda estaba cubierta de estantes y llena de tablillas enceradas, hojas de papiro y rollos cuidadosamente dispuestos. Un peto reluciente y un casco elaboradamente decorado, con un penacho de plumas rojo, colgaban de un soporte en la pared de enfrente.
Sinio dirigió una breve mirada a los dos reclutas, y luego dirigió un gesto con la cabeza al pretoriano.
—Puedes irte. Cierra la puerta al salir.
El joven salió, y se oyó el leve ruido del pestillo al caer de nuevo en su lugar. Sinio contempló con detenimiento a los recién llegados. Cato no le devolvió la mirada, sino que la clavó al frente, fijándola en el pequeño busto del emperador que descansaba sobre un pedestal junto a la pared del fondo.
—Acabemos de una vez con los preámbulos —Sinio se inclinó hacia delante y tendió la mano—. La documentación de vuestro nombramiento, por favor.
—Sí, señor —Cato sacó el papiro plegado y la carta de recomendación, y se las puso en la mano al centurión. Sinio leyó los documentos de cabo a rabo, y dio unos golpéenos en el sello imperial al pie del aviso de traslado como para asegurarse de que era genuino.
—Venís muy bien recomendados los dos. Vuestro antiguo comandante habla muy bien de vosotros. Os llama soldados ejemplares. Eso queda por ver, puesto que en la Guardia Pretoriana se aplica un nivel un tanto más elevado comparado con el de las legiones. De todos modos, vuestra documentación está en orden, y el palacio imperial ha aprobado vuestro nombramiento, por lo tanto sois guardias —volvió a mirar el documento—. ¿Cuál de los dos es Capito?
—Yo, señor —dijo Cato.
—Y Calido —el centurión sonrió rápidamente a Macro—. Bienvenidos los dos. A pesar de lo que he dicho sobre el nivel, a la Guardia nunca le vienen mal los soldados experimentados. No nos llaman para combatir muy a menudo, pero cuando lo hacen, la carga de la expectativa recae como un gran peso sobre nuestros hombros. En tal caso, cuantos más veteranos tengamos en nuestras filas, mejor. La otra cara de la moneda es que debéis entender que vuestras nuevas obligaciones requieren una observancia absoluta de los protocolos establecidos. Vuestro nombramiento especifica que tenéis que servir en la centuria del centurión Lurco, en la quinta cohorte. En estos momentos Lurco está de permiso, de manera que os presentaréis al comandante de la cohorte —hizo una pausa—. Por lo visto, el emperador quedó tan complacido por vuestro valiente ejemplo que pidió que os asignaran para protegerlo a él y a su familia. Por ese motivo, estáis en la cohorte destinada a proteger el palacio.
—Nos sentimos honrados, señor —respondió Cato.
—Deberíais estarlo. Normalmente este papel sólo se concede tras varios años de servicio en la Guardia. Incluso entonces, nuestros soldados tienen que ser conscientes de la manera precisa en que tienen que llevar a cabo sus obligaciones. Existe una jerarquía muy rígida dentro del palacio imperial, y se espera que todos los guardias la conozcan y se dirijan a los miembros de la casa estrictamente conforme a su rango. Como oficial responsable de reclutar, instruir y guarnecer las cohortes de la Guardia, haré todo lo que pueda para prepararos, aunque tan sólo llevo poco más de un mes en este puesto. Ordenaré a alguien que sepa cómo funciona todo que os explique los detalles —sonrió otra vez—. Tenéis que ser comprensivos conmigo, igual que yo con vosotros, ¿eh?
—Sí, señor —respondieron Macro y Cato.
—El tribuno Burro está al mando de la cohorte de palacio —Sinio tomó un estilo e hizo una nota apresurada en una tablilla.
—¿El tribuno Burro, señor? —Macro enarcó una ceja.
—Es lo que he dicho —respondió Sinio con brusquedad, y entonces su expresión se ablandó—. Ah, ya entiendo. Los tribunos de las legiones son oficiales de Estado Mayor, ¿verdad? En la Guardia es distinto. Cada cohorte está comandada por un tribuno, que normalmente ostenta el puesto durante un año, antes de retirarse. Ésta no es la única diferencia. Las cohortes de la Guardia tienen el doble de soldados que las de las legiones. En realidad, hay casi diez mil pretorianos en las listas. Algunos de ellos están llevando a cabo misiones en el exterior, pero la mayoría están aquí, en el campamento, lo cual da al emperador más de nueve mil hombres a los que recurrir en caso de emergencia. Esto suele hacer que el populacho se lo piense dos veces antes de causar problemas —hizo una breve pausa—. Claro que no somos los únicos encargados de mantener el orden. Están las cohortes urbanas y los vigiles, que realizan un trabajo adecuado patrullando las calles principales, dispersando peleas de borrachos, y cosas por el estilo. En realidad, los pretorianos estamos ahí como último recurso. De manera que cuando intervenimos, la gente sabe que vamos en serio.
—¿Y eso ocurre con frecuencia, señor? —preguntó Macro.
—No. Pero últimamente tenemos problemas —el tono de Sinio se volvió grave—. Debido a la interrupción de los suministros de grano el año pasado, las reservas del granero imperial están muy bajas. Ya se ha recortado el reparto, y la gente empieza a tener hambre; además, el precio del grano no ha parado de subir. Ya hemos visto algunos disturbios menores. Es curioso —caviló—. Estamos aquí, en la mayor ciudad del mundo. Tenemos magníficas casas de baños, teatros, arenas, artículos y lujos de todos los rincones del mundo, las mejores mentes se esfuerzan en nuestras bibliotecas y, uno tras otro, los emperadores han supervisado la construcción de vastos templos y edificios públicos. No obstante nunca nos separan más que unas pocas comidas de la agitación y el colapso del orden.
Cato y Macro no hicieron ningún comentario y siguieron mirando al frente.
Sinio suspiró.
—Descansen. Ya he terminado con las formalidades. Ahora tengo curiosidad por saber un poco más de vosotros. Debo haceros unas cuantas preguntas.
Los dos hombres relajaron la postura y se miraron. Cato se aclaró la garganta y contestó por ambos:
—Sí, señor.
—En primer lugar, ¿habéis venido de Britania?
—Sí, señor.
—Donde la campaña continúa, a pesar del hecho de que Claudio celebró hace ya un par de años un triunfo por la conquista de Britania; triunfo que, por supuesto, le fue otorgado por el Senado.
—Controlamos el corazón de la isla, señor. Estamos haciendo retroceder a nuestros enemigos hasta las montañas que bordean la nueva provincia. Sólo es cuestión de tiempo para que las legiones terminen el trabajo.
—¿En serio? Tengo un primo que sirve en la Novena legión. Me escribe de vez en cuando, y debo decir que él más bien carece de vuestra confianza en un avance tan regular. Según su opinión, estamos luchando para dominar a aquellos que aún se nos resisten. El enemigo asalta nuestras líneas de suministros constantemente, y se desvanece en cuanto aparecemos en masa.
—Es su nueva manera de combatir, señor —intervino Macro—. Se vieron obligados a ello tras haber visto qué ocurría al enfrentarse a nosotros en batallas campales. Es la estrategia del derrotado. Lo único que consiguen es retrasar su definitiva sumisión a Roma.
—Ojalá que mi primo compartiera tu carácter flemático, Calido. Sin embargo, él no es el único soldado que parece pensar que la campaña no va tan bien como nos ha hecho creer el palacio imperial. Tal vez hay una opinión distinta entre la tropa. Al fin y al cabo, los soldados comunes y corrientes como vosotros carecen de la perspectiva necesaria, por decirlo así. Decidme, ¿qué es lo que piensan los soldados de las legiones? ¿Cuál es su… estado de ánimo?
Cato consideró la pregunta con detenimiento. Habían pasado varios años desde que Macro y él habían servido en la Segunda legión. Aun entonces, la campaña había tenido un grave efecto en el ánimo de los soldados. Pero eso era de esperar. En aquellos momentos, la cuestión era cómo utilizar la oportunidad para poner a prueba al centurión que estaba sentado delante de él.
—Hay algunos que no están muy contentos con su destino, señor —dijo Cato con prudencia.
—Continúa.
—Lo cierto es que no me corresponde a mí hablar por ellos.
—Lo entiendo, Capito. Mira, ésta es una conversación informal. Ahora estás en la Guardia, eso nada puede cambiarlo. Sólo tengo curiosidad sobre la situación en Britania. Puedes confiar en mí.
Cato le lanzó una rápida mirada a Macro, quien estaba demasiado inseguro sobre el rumbo que estaba tomando la conversación como para responder. Se limitó a encoger sus hombros corpulentos.
—Bueno, señor —prosiguió Cato—. Cuando nos marchamos, el sentimiento en las filas era que la campaña no estaba llevando a ninguna parte. Controlamos el sur y este de la isla, sin duda, pero más allá son las tribus las que tienen el control. Atacan nuestros convoyes de suministros y puestos avanzados, y echan a correr. Conocen el terreno y se mueven con rapidez, de manera que casi no tenemos oportunidad de atraparlos —Cato hizo una pausa—. Si quiere saber mi opinión, la nueva provincia nunca será segura. Lo mejor sería que redujéramos en lo posible nuestras bajas y nos retiráramos, señor —Cato tuvo una inspiración repentina y continuó—. Una noche incluso oí hablar de ello a algunos de los oficiales de la legión, señor. Mientras estaba de centinela. Están tan ansiosos por salir de allí como los demás, y uno de ellos dijo que la única razón por la que estábamos allí era porque Claudio necesitaba jugar al héroe que todo lo conquista. Y que, en cuanto tuvo su triunfo, se olvidó del ejército en Britania.
—Entiendo —Sinio frunció los labios—. No parece que haya mucho afecto por el emperador entre las legiones de Britania.
Cato lo miró nervioso.
—Sólo es lo que parecía cuando Calido y yo dejamos la Segunda, señor. La situación puede haber cambiado.
—Por supuesto, eso es posible. Gracias por ser sincero conmigo, Capito. Puedes estar tranquilo, nuestra conversación no saldrá de estas paredes.
Cato asintió con la cabeza.
—Gracias, señor.
Sinio hizo un gesto con la mano para quitarle importancia al asunto.
—No pienses más en ello. Aquí ya hemos terminado. Tendréis que recoger vuestro nuevo equipo de los almacenes, y luego uniros a vuestra cohorte. Los hombres del tribuno Burro están en los barracones de la esquina suroeste del campamento. Entregadle esta tablilla a su secretario cuando os registréis allí, y os alistarán en la centuria del centurión Lurco.
—Sí, señor.
—Sólo me queda daros la bienvenida a la Guardia Pretoriana. Cumplid con vuestras obligaciones, no os metáis en líos y ya veréis que éste es un destino excelente. El mayor reto al que tenéis posibilidad de enfrentaros es al de repeler a las mujeres que se sienten atraídas por el uniforme y la paga, y por la posición que todo ello conlleva. No sólo son las mujeres de la calle. Hay unas cuantas esposas de senadores a las que les gustan los pretorianos.
Macro no pudo evitar sonreír ante la perspectiva.
El centurión hizo un momento de pausa, tras el cual siguió hablando en voz más baja.
—Un consejo. Evitad toda tentación de tomaros demasiadas confianzas con cualquier miembro de la familia imperial, no sé si me entendéis. Quedáis advertidos. Podéis marcharos.
Cato y Macro abandonaron la habitación y cerraron la puerta al salir. El centurión Sinio se quedó mirando la puerta con aire pensativo durante un momento, y luego abrió el cofre de los documentos y sacó la tablilla encerada que había estado examinando. Cogió un estilo, escribió unas notas, y luego volvió a meter la tablilla en el cofre. Se levantó de la mesa, y salió del cuartel para dar instrucciones a uno de sus hombres.