Capítulo XXIV

—Que así sea —respondió Tigelino con frialdad—. ¡Sexta centuria, alto! ¡Preparad las jabalinas!

Cato y Macro se detuvieron con el resto de los soldados, ajustaron bien la mano con la que asían la jabalina, la echaron hacia atrás y tensaron los músculos, preparados para lanzar los proyectiles en cuanto el centurión diera la orden. Cato ya había vivido aquel momento en batallas anteriores, y esperó a que el enemigo se estremeciera y vacilara. Los gladiadores, en cambio, se mantuvieron firmes, inmóviles, con la mirada fija en los pretorianos, imperturbables, sus músculos listos para esquivar el primer ataque de sus oponentes.

—Intenta darle al cabecilla —dijo Macro—. Si él cae, puede que los demás se rindan.

Cato movió la cabeza en señal de asentimiento.

—¡Lanzad! —ordenó Tigelino.

Cato arrojó el brazo hacia delante y llevó el peso del cuerpo perpendicularmente a la trayectoria de la jabalina, soltándola en el último instante. El asta oscura se alzó en el aire describiendo un arco con las demás jabalinas de la centuria de Tigelino. Los proyectiles se elevaron entre los dos grupos de hombres y, al llegar a la cúspide del arco que describían, dieron la impresión de ir más despacio antes de caer en picado. Los gladiadores habían desarrollado unos muy buenos reflejos como parte de su entrenamiento, y se hicieron a un lado con rapidez mientras las jabalinas caían entre ellos. Sólo unos pocos fueron alcanzados, uno de ellos quedó ensartado por la parte superior de la cabeza, la punta le atravesó el cuello penetrando en su cuerpo. Cato vio que el hombre se tambaleaba al recibir el impacto, luego se quedó inmóvil, cayó de bruces y se perdió de vista. Otros dos resultaron mortalmente heridos cuando los mortíferos trozos de hierro de las puntas de las jabalinas les perforaron el torso. Otro de ellos, que se encontraba justo enfrente de Cato, soltó un aullido cuando la jabalina le atravesó la bota y le clavó el pie al suelo. El resto, por increíble que pareciera, habían salido ilesos.

—Joder —dijo Macro—. Son buenos. Nunca he visto a nadie que se moviera tan deprisa.

—¡Desenvainad las espadas! —gritó Tigelino.

Cato agarró la empuñadura de su arma procurando cerrar los dedos con firmeza en torno al mango de cuero, porque sabía muy bien que resultaba fatal que a un combatiente se le resbalara la espada de la mano durante la batalla. Sacó el arma de la vaina, y la sostuvo hacia delante, con la cara de la hoja apoyada en el borde del escudo y sobresaliendo no más de quince centímetros. A ambos lados de él, el resto de los guardias continuaron avanzando hacia los gladiadores con las puntas de las espadas que relucían.

El cabecilla, a quien las jabalinas de los pretorianos no habían causado ningún daño, desenfundó su hoja con rapidez y agarró una de las astas que se habían clavado en el suelo. Gritó a sus seguidores:

—¡Vamos, muchachos, démosles un poco de su propia medicina!

Lanzó la jabalina hacia los guardias que, en aquellos momentos, se hallaban a menos de veinte pasos de distancia. Difícilmente podía fallar el tiro contra la línea de escudos y cascos relucientes que se les echaba encima. Una jabalina penetró en el escudo del hombre que estaba al lado de Macro, le atravesó el brazo con el que lo sostenía y se alojó con fuerza contra la cota de malla del guardia, tras lo cual el peso del asta le tiró del escudo y del brazo. El hombre soltó un rugido de dolor y abandonó la formación con paso vacilante, envainó la espada y liberó el brazo del escudo de un tirón en un mar de sangre.

—¡Cerrad filas! —ordenó Macro de forma instintiva—. ¡Cerrad la línea!

Varios de los gladiadores siguieron el ejemplo de su líder, y abatieron a otros cuatro guardias antes de que Tigelino reaccionara ante el peligro y evitara la pérdida de más de sus hombres.

—¡Cargad! —gritó con desesperación—. ¡Cargad!

Macro abrió la boca y dejó escapar un rugido ensordecedor de furia de batalla, bajó la cabeza y se precipitó hacia delante. Cato apretó los dientes y se mantuvo cerca del flanco de Macro. Por delante de ellos, los gladiadores se afirmaron para recibir el impacto. Los que aún tenían jabalinas en la mano agarraron las astas con fuerza, y se dispusieron a utilizar las armas como si fueran lanzas. Hubo un fuerte estrépito de gruñidos y golpes sordos, roto por el sonoro estruendo del entrechocar de las hojas cuando los pretorianos se lanzaron en tropel entre sus enemigos.

Macro se fue derecho a un germano de pecho fuerte y poderoso con un cabello greñudo que llevaba recogido y apartado de la cara. El hombre alzó su pesado escudo redondo y sostuvo la falcata a cierta distancia del costado, listo para atacar. Soltó un gruñido enseñando los dientes, y se precipitó hacia delante. Los escudos chocaron violentamente, pero Macro era el que llevaba mayor impulso. Se arrojó con todo su peso detrás de su escudo por si acaso, con lo que hizo que el germano retrocediera un par de pasos dando traspiés. No obstante, estaba entrenado para recuperarse con rapidez y paró la arremetida de Macro con brutalidad, desviando la punta. No obstante, por muy buenas que fueran sus reacciones y su técnica, fue su entrenamiento para el combate individual lo que acabó con él. Tenía la atención centrada en Macro, y hasta el último instante no reconoció la amenaza por parte de Cato, que le atacó por el otro lado. Cato empujó su escudo, que alcanzó al germano en el hombro y le hizo perder el equilibrio. Cayó con una rodilla al suelo y su espalda ancha inclinada, y Cato arremetió sin vacilar, hundiendo profundamente la hoja entre los omoplatos, desgarrando el músculo y destrozándole las costillas y la columna. Liberó la hoja de un tirón, a la que le siguió un chorro de sangre caliente, y se dio la vuelta al instante para estar alerta de cualquier posible ataque: allí estaba Macro.

—Buen golpe, muchacho —reconoció su amigo.

El furor de la escaramuza los envolvía, los gladiadores no cedían terreno y paraban los golpes de los pretorianos con los escudos o los desviaban con diestros y rápidos movimientos de muñeca. Cato alcanzó a ver al cabecilla, que en ese momento estrellaba su escudo contra el casco de un guardia, con lo que le hizo ladear la cabeza de golpe. El gladiador continuó con una poderosa estocada en la garganta expuesta, tras lo cual recuperó la hoja de inmediato al tiempo que retrocedía y agachaba el cuerpo buscando a su próximo oponente con la mirada. Cato se fijó en que había más pretorianos en el suelo, y sólo dos gladiadores. Las armaduras y los escudos más grandes de los pretorianos eran lo único que les estaba evitando sufrir aún más bajas en aquella lucha desigual.

—Vamos perdiendo —observó Macro—. Será mejor que hagamos algo. Tenemos que hacernos cargo.

Cato asintió con la cabeza sin apartar la vista del combate. Aquello llamaría la atención, y habría quienes pudieran extrañarse por su facilidad a la hora de asumir el mando… si sobrevivían a la escaramuza, claro.

Macro tomó aire con rapidez y bramó:

—¡Pretorianos! ¡Conmigo! ¡Conmigo!

Cato repitió el grito. Sus compañeros más cercanos empezaron a acercarse a ellos poco a poco, y enseguida se formó un pequeño anillo, escudo con escudo, a medida que los guardias buscaban la protección que la formación ofrecía.

—¡Mantened la posición! —gritó Macro—. ¡En cualquier momento vendrán a ayudarnos! ¡Aguantad!

Tigelino los había imitado, y un segundo anillo de pretorianos se había formado a una corta distancia. El resto luchaban espalda contra espalda o estaban enzarzados en una serie de combates individuales por todo el terreno abierto. Cato mantuvo el escudo en alto y permaneció al lado de Macro. Miró al otro lado y vio a Fuscio, que respiraba agitadamente. El optio tenía los ojos muy abiertos y enseñaba los dientes con gesto furioso. A pesar de la ferocidad de su expresión, le temblaban los brazos y el extremo de su espada apuntaba trémulo al enemigo.

—Si no nos separamos y mantenemos la formación —le dijo Cato— estamos bastante seguros.

Fuscio volvió la vista hacia él con rapidez, y la desvió de nuevo al tiempo que asentía enérgicamente con la cabeza. Los gladiadores rodearon el anillo, pero no hubo ningún intento coordinado de cargar contra el objetivo. En vez de eso, parecía que cada uno de ellos había elegido un soldado en concreto como oponente, y bien los miraban tratando de medir sus fuerzas o se precipitaban para intentar deslizar sus armas sorteando los escudos contrarios. Algunos de ellos fintaban y luego intentaban arremeter. En todos los casos, la presencia de los soldados en ambos flancos de los objetivos elegidos desbarató sus intentos. No era la clase de combate para el que habían sido entrenados, y su frustración resultaba evidente. Había momentos de calma en sus ataques. Cato presintió la oportunidad de volver a pedirles que pusieran fin al combate.

—¡No podéis ganar! —exclamó—. En cualquier momento vendrán más soldados. Os harán pedazos si os resistís. ¡Bajad las espadas!

—¡En cualquier caso estamos muertos, hermanos! —gritó el líder—. ¡O ahí afuera luchando para entretener a los romanos, o aquí y ahora combatiéndolos! ¡Seguid luchando!

Con un bramido de furia, el gladiador se lanzó contra el soldado que estaba más allá de Fuscio y arremetió con su escudo en alto, obligando así al pretoriano a levantar el suyo para responder al golpe. Al mismo tiempo echó primero el brazo hacia atrás y luego lo hizo avanzar flexionado, describiendo un arco que bordeó el escudo del guardia por debajo, para alzarlo entonces en una terrible estocada que alcanzó al pretoriano en la ingle. Tan fuerte fue el golpe que dejó al soldado sin aire, y casi lo levantó del suelo cuando la hoja penetró en sus órganos vitales. Con un grito salvaje de triunfo, el gladiador recuperó la hoja de un tirón, retrocedió de un salto y hendió el aire varias veces con la hoja ensangrentada.

—¡Matadlos! ¡Matadlos a todos, hermanos!

Hubo un coro de rugidos y gritos por parte de sus compañeros, que se cerraron en torno a los dos anillos de pretorianos y arremetieron a tajos y estocadas contra los escudos y cascos.

—Tenemos que hacer caer al cabecilla —gruñó Macro al tiempo que paraba un golpe de espada—. Si cae puede que se desanimen.

Cato se arriesgó a volver la vista atrás, más allá del pabellón, y vio que las centurias de pretorianos más próximas estaban formando a toda prisa. Una trompeta dio el toque de alarma desde el otro lado de la empalizada, anunciando que los auxiliares también se estaban preparando para intervenir. Sin embargo, aún había tiempo suficiente para que los gladiadores hicieran pedazos a Tigelino y a sus hombres. Arriba, el emperador había vuelto a aparecer en la tribuna de observación con la copa aún en la mano. Contempló la escena de abajo con enojo.

—¿Qué es esto? ¿Quién dio la orden de que empezara el combate?

Cato se aclaró la garganta.

—Hagámoslo, venga.

Macro asintió, se encorvó un poco y afirmó los pies en el suelo, apoyando el peso del cuerpo en el pulpejo.

—¿Estás listo, muchacho?

—Listo.

—¡Ahora! Retírate —el veterano centurión retrocedió al interior del anillo, seguido de cerca por Cato. Macro dio otra orden de inmediato—: ¡Cerrad filas!

Fuscio y el soldado que estaba a la derecha de Macro se acercaron el uno al otro, en tanto que Cato y Macro fueron dando pasos de lado, desplazándose hasta que estuvieron alineados con el cabecilla de los gladiadores. Cato avanzó y se colocó a empujones entre dos de sus compañeros.

—¡Hacednos sitio ahí! Dejadnos sitio.

Los pretorianos se hicieron a un lado arrastrando los pies para dejarlos entrar en la fila, y Macro miró fijamente a aquel hombre, situado a poco más de dos metros de distancia.

—Lo cogeremos cuando vuelva a atacar. A mi orden.

Cato agarró la espada con firmeza, y sintió que la sangre le corría por las venas causándole un cosquilleo en los músculos con la conocida tensión de la batalla. El gladiador clavó la mirada en Macro, el cual sonrió ampliamente y le hizo señas con la mano armada.

—¡Venga, vamos! ¡Prueba conmigo si te atreves! —Macro movió el brazo del escudo hacia un lado y dejó el pecho al descubierto para mofarse de su oponente.

El gladiador arrugó la frente y contestó con un rugido:

—¡Pues muere, cabrón!

Avanzó de un salto con la espada apuntando al cuello de Macro. Este mantuvo el escudo bajo, y movió su hoja hacia arriba para parar el golpe. En el último momento, el gladiador torció la muñeca y redirigió su ataque hacia el ángulo entre el casco y el hombro de Macro. En ese mismo instante, Cato avanzó rápidamente y golpeó con su escudo al gladiador en el costado, al tiempo que arremetía con su espada contra el brazo armado y extendido del otro. El filo cortó el músculo en profundidad hasta dar contra el hueso. El brazo se contrajo de forma espasmódica, y los dedos soltaron de repente la empuñadura, con lo que el arma rebotó con torpeza en la doble capa de malla del hombro de Macro. El hombre retrocedió dando traspiés con la herida sangrante, y dejó escapar un aullido animal de furia y dolor. Sus seguidores se separaron en torno a él y se apartaron de los romanos, mirando horrorizados a su líder. El brazo de la espada le colgaba inútil al costado. Echó el escudo al suelo y se aferró la herida con la otra mano para intentar contener la hemorragia.

—Vamos —murmuró Macro a Cato—. Acabemos con esto.

Avanzaron con cautela, atentos al peligro, pero los gladiadores se mantuvieron a distancia. Su cabecilla había caído de rodillas, y apretaba los ojos en un esfuerzo por combatir el dolor de su herida. Macro se quedó junto a él, en tanto que Cato miraba a los demás, con el escudo en alto, listo para encargarse de cualquiera que acudiera en socorro del gladiador.

—¡Vuestro jefe está vencido! —gritó Macro—. ¡Está acabado! ¡Envainad las armas si no queréis morir aquí con él!

Hubo una pausa mientras los otros esperaban una respuesta de su líder. Macro apretó los dientes con furia y espetó:

—¡Hacedlo! ¡Haced lo que os digo o no habrá piedad para vosotros!

El primero de los gladiadores devolvió la espada a su vaina con vacilación. Otro siguió su ejemplo, luego fueron más, hasta que el resto se apartó de los pretorianos e hizo lo que Macro ordenaba. Su jefe herido permaneció de rodillas, mirando a su alrededor con ferocidad.

—¡Luchad, maldita sea! Resistid. El emperador os prometió la libertad. ¡Os la arrebatarán si ahora no lucháis por ella!

—¡Ese hombre es un embustero m-m-miserable! —gritó Claudio con voz de borracho—. ¡Yo no he dicho nada semejante! ¡Qué inmoralidad! Matadlo. M-ma-matad a todo el que se niegue a bajar las armas. Ahora —hizo un gesto con la mano hacia la orilla opuesta, y el sonido de un lento aplauso burlón llegó desde el otro lado del agua—, no pongáis más a prueba su paciencia.

El jefe de los gladiadores vio que su causa estaba perdida. Alzó la mirada hacia Macro y le dijo en voz baja:

—Haz que sea rápido.

Macro le dijo que sí con la cabeza. El gladiador alargó el brazo bueno, agarró la rodilla de Macro por detrás y ladeó la cabeza, de manera que dejó expuesto el cuello y la clavícula. Macro sabía que a los gladiadores de la arena los entrenaban para saber morir sin demostrar miedo, y el débil temblor de la mano de aquel hombre agarrada a la parte trasera de su rodilla fue lo único que traicionó sus verdaderas emociones. Macro apoyó el escudo contra el costado, alzó la espada y palpó buscando la leve hendidura junto a la clavícula del hombre. Entonces colocó la punta de la espada contra la carne, no tan fuerte como para romper la piel.

—¿Preparado?

El gladiador asintió con la cabeza y cerró los ojos.

—A la de tres —dijo Macro con calma—. Uno…

Hundió la espada con todas sus fuerzas, empujando la hoja a través de los órganos vitales del gladiador hasta el corazón. El impacto lo dejó sin aliento, su mandíbula descendió de golpe y los ojos se le abrieron saltones. Macro hizo girar la espada y la retiró de un tirón, con lo que un rápido torrente de sangre manó por el boquete de la herida. El gladiador se tambaleó un momento, y luego cayó de espaldas y se quedó mirando al cielo, dio una última boqueada y murió. Reinó una breve calma en la escena, y unas órdenes dadas a gritos llegaron a oídos de Cato, así como el ruido de pasos fuertes del resto de la cohorte que el tribuno Burro conducía hacia ellos. El sonido atrajo la atención de algunos de los demás gladiadores, que retrocedieron hacia la empalizada. Unos cuantos más hicieron lo mismo, y luego más aún, hasta que sólo quedaron unos pocos hombres armados que fulminaban con la mirada a los pretorianos con aire desafiante.

—¡Sexta centuria! —gritó Tigelino—. ¡Formad en línea!

Los soldados se apresuraron a ocupar sus posiciones. Macro se detuvo un momento, y utilizó los bajos de la túnica del gladiador para limpiar la sangre de su espada, tras lo cual él y Cato se reunieron con los demás. Varios cuerpos yacían por el suelo, la mayoría de ellos pretorianos, y los heridos gemían de dolor.

—Es vuestra última oportunidad —dijo Tigelino a los hombres que seguían desafiando la orden de guardar las armas—. Envainad las espadas o morid.

—¡Entonces moriré! —gritó uno de los hombres, un oriental alto y musculoso.

Sus labios se contrajeron en una mueca furiosa y se abalanzó contra los pretorianos. Hubo un breve frenesí de golpes, durante el cual alcanzó a uno de sus enemigos y lo hizo salir de la formación. Los pretorianos de ambos lados se volvieron entonces contra el gladiador. Éste se las arregló para parar el primer golpe, pero luego recibió una cuchillada en el costado. Se retiró para sacarse la hoja con un gruñido, y de inmediato fue atacado por el otro lado, y luego de frente. Unos cuantos golpes brutales más acabaron abatiéndolo, hasta que se desplomó y quedó tendido en el suelo, con el pecho palpitante mientras se desangraba.

La forma brutal en que terminó su muestra de desafío puso nerviosos a los últimos que aún tenían las espadas en la mano, y que tras devolverlas a sus vainas retrocedieron. A sus espaldas aparecieron los auxiliares, que recorrían entonces el adarve por detrás de la empalizada con las jabalinas listas para ser lanzadas.

—Justo a tiempo —comentó Macro agriamente.

El tribuno Burro llegó a la escena al cabo de un momento, y desplegó a sus hombres a ambos lados de la sexta centuria, arrinconando así a los gladiadores. Se acercó a la tribuna de observación con paso firme, y saludó al emperador.

—¿Sus órdenes, señor?

Claudio tamborileó con los dedos de una mano sobre la baranda con expresión fría y despiadada: con la otra mano seguía sujetando firmemente la copa.

—Un único destino aguarda a aquellos que desafían al emperador. Haría que os mataran ahora mismo… de no ser por esa chusma de allí —Claudio hizo un gesto con la cabeza en dirección a la multitud que cubría las laderas del otro lado del lago. El aplauso contrariado había ido aumentando de intensidad—. Resulta —continuó diciendo— que moriréis allí, en el agua, si es que hay justicia. ¡B-b-burro!

—¿Señor?

—Mete a esta escoria en los barcos de inmediato.

—¡Sí, señor!

Claudio lanzó una última mirada con el ceño fruncido, dio media vuelta y se alejó de la baranda para entrar de nuevo en el pabellón. El tribuno laureado atravesó las filas de sus soldados y se acercó a los gladiadores. Colocó las manos en las caderas, y los miró con cara de pocos amigos.

—Ya habéis oído al emperador. En vuestro lugar, yo me aseguraría de presentar un buen combate cuando subáis a esos barcos. Si impresionáis lo suficiente a la multitud, puede que algunos de vosotros salgáis vivos de ésta. ¡Embarcad ahora!

Los gladiadores empezaron caminar arrastrando los pies para dirigirse a los barcos que aguardaban.

—¡Moveos! —les gritó de nuevo Burro—. ¡Ya habéis hecho el ridículo lo suficiente! Corred antes de que les diga a mis hombres que os metan las jabalinas por el culo, cabrones.

Los hombres apretaron el paso y bajaron al trote hacia la orilla. Uno de ellos se rezagó y se acercó al tribuno con vacilación.

—¿Y bien? —le espetó Burro.

—Señor, el jefe de nuestra flota está muerto —el gladiador señaló al hombre que Macro había matado—. No tenemos comandante.

—Pues ahora lo eres tú —Burro le dio con el dedo—. El empleo es tuyo. Sal de mi vista.

El gladiador inclinó la cabeza con nerviosismo, y luego se alejó corriendo hacia el mayor de los barcos, en cuyo mástil ondeaba el gallardete rojo. Cuando el último de ellos estuvo a bordo de la embarcación correspondiente, se izaron las pasarelas y los combatientes se apiñaron en la parte posterior; de este modo la proa se alzaba lo suficiente para que los remeros pudieran llevar los barcos al centro del lago. A Macro y Cato, que habían servido en la armada durante una campaña contra un nido de piratas, las maniobras de las flotas improvisadas de persas y griegos les parecieron torpes. Aun así, al ver que los barcos se dirigían a sus líneas de salida, la multitud del otro lado del lago se puso de pie y el lento aplauso cesó, dando paso a un creciente murmullo de expectación.

Como los gladiadores ya no suponían ningún peligro para el emperador, el tribuno Burro retiró a su cohorte, y la sexta centuria ocupó sus posiciones en torno al pabellón. Los auxiliares se llevaron los cadáveres, y los heridos fueron atendidos a toda prisa por el médico imperial, quien no quería perderse el espectáculo que tenía lugar en el lago.

Mientras las dos líneas de batalla formaban a unos ochocientos metros de distancia por la anchura del lago, el centurión Tigelino pasó revista a sus hombres. Cato y Macro se cuadraron cuando se acercó a ellos. Antes de decir nada, Tigelino los observó con detenimiento unos instantes.

—Fue una idea muy rápida la que tuvisteis aquí atrás —dijo en voz baja—. Cuando ordenasteis a los soldados para que formaran en cuadro.

—Parecía lo mejor que se podía hacer dada la situación, señor —respondió Macro.

—Entiendo. Fue como si estuvieras acostumbrado a dar órdenes. Quien no lo supiera, podría pensar que una vez habrías sido oficial. Un optio, quizá, o incluso un centurión.

A Macro no le vaciló la mirada al responder:

—Gracias, señor.

—No lo digo como un cumplido, Calido. Era una observación. Dime, ¿cómo es que dos soldados rasos son capaces de comportarse como dos hombres acostumbrados al mando?

El gesto desconfiado del centurión era inconfundible.

Macro frunció los labios con aire calmado.

—No hay mucho que decir, señor. Cuando has servido en tantas campañas como yo, aprendes a hacer lo que exigen las circunstancias. He vivido más de una ocasión en la que mi centurión ha caído en combate, y el optio también. Entonces alguien tiene que dar un paso adelante y hacerse cargo de la situación. Lo he hecho algunas veces, y Capito aquí presente también. Y así lo haría cualquier veterano que se precie.

Tigelino consideró su respuesta y asintió con la cabeza.

—Está bien. Entonces menos mal que estáis… de mi lado. Cuando llegue el momento, puede que algunos hombres buenos cambien el destino de Roma —el centurión se acercó más y fue pasando la mirada de uno al otro—. No sois sólo lo que parecéis a simple vista. Mejor será que eso sea bueno.

Cato frunció el ceño.

—¿Señor?

—Tengo que hacer unas cuantas indagaciones. Si resultáis ser otra cosa distinta de lo que afirmáis ser, entonces estaréis haciéndole compañía a Lurco tan pronto como pueda arreglarse.

No esperó respuesta, sino que giró sobre sus talones y se alejó con paso firme. Cato dejó escapar un suspiro preocupado.

—Estamos con la mierda hasta el cuello, amigo mío.

—Tonterías —replicó Macro—. Nuestra tapadera es muy sólida. Para cuando pueda descubrir algo sobre nosotros, habremos terminado el trabajo y estaremos muy lejos de Roma. Siempre y cuando Narciso cumpla su promesa.

—Como ya he dicho, estamos jodidos —Cato miró la espalda de Tigelino que se retiraba, y añadió—. Espero que tengas razón en cuanto a él.

Los interrumpió el clamor de unas trompetas procedente del otro lado del pabellón, y se volvieron a mirar al lago. Había dos barcazas ancladas entre las dos flotas, y un gran cesto lleno de piedras suspendido entre ellas. En cuanto se dio la señal, los hombres de las barcazas cortaron el cesto para soltarlo y éste cayó al agua.

Macro arrugó el entrecejo.

—¿De qué va todo esto?

Siguieron observando, y distinguieron una turbulencia en el agua a una corta distancia de las dos barcazas. Tres pinchos relucientes salieron del lago, seguidos por un asta y luego una mano y un brazo. Mientras el agua caía en cascada del objeto que surgía de ella, Macro meneó la cabeza con asombro.

—¿Qué demonios es eso?

Cato sonrió.

—Creo que es el primer número que ha montado Apolodoro para complacer a la multitud.

Entonces ya estaba claro qué era el objeto: una enorme imagen de Neptuno, pintado de color dorado, y cuando el contrapeso se hundió hasta el fondo del lago, el impresionante mecanismo que el ingeniero le había prometido a Claudio se alzó unos seis metros bien buenos, de manera que el agua lamía los pies de la imagen como si la estructura se apoyara en la superficie. La multitud de la otra orilla prorrumpió en una gran ovación, y un brillo parpadeante ondeó por las laderas que daban al lago, donde la gente agitaba tiras de tela de colores para enfatizar su aprobación.

—¡Vaya, eso ha estado bien! —Macro sonrió con deleite—. Muy ingenioso.

Mientras tanto, las tripulaciones de las dos barcazas remaban frenéticamente hacia la orilla, ansiosas por alejarse de las dos flotas antes de que éstas se enfrentaran. Otro toque de trompetas dio la señal para que empezara la naumaquia. Se oyó una breve aclamación de desafío por parte de cada una de las flotas de veinte embarcaciones, y a continuación el sonido constante de los tambores de los que marcaban el ritmo en cada barco. Los remos golpeaban el agua con torpeza, pero los pequeños trirremes de guerra fueron adquiriendo cada vez más velocidad. Algunos eran más rápidos que otros, y las filas no tardaron en volverse irregulares y más caóticas todavía por la incapacidad que mostraban unos cuantos para seguir una línea recta.

—No es la demostración de habilidades náuticas más impresionante que he visto —comentó Cato—. Incluso la tripulación más novata de la flota les da mil vueltas a ésos.

—Sí, sí —respondió Macro con irritación—. ¿Por qué no dejas de hacerte el veterano curtido conmigo y te limitas a disfrutar del espectáculo, eh?

Cato miró a su amigo.

—La calmada reserva del guerrero…

—¡Chssst!

Los barcos que iban en cabeza se hallaban a un tiro de proyectil el uno del otro, y Cato distinguió entonces una delgada columna de humo en las cubiertas de ambos. No hubo ningún intento de maniobra para cambiar de posición a fin de utilizar mejor el espolón, y los dos barcos simplemente chocaron: las proas se golpearon y rebotaron. El mástil improvisado del barco griego se partió cerca de cubierta, se abatió con las jarcias serpenteando tras él y cayó encima de los combatientes amontonados en la proa. Una aclamación excitada llegó desde la otra orilla. Mientras los soldados hacían todo lo posible por liberarse de las jarcias, sus oponentes lanzaron arpeos y acercaron las embarcaciones, tras lo cual empezaron a abordarlos. Desde la orilla, el distante brillo de las espadas y armaduras decía muy poco sobre cuál de los dos bandos tenía ventaja.

Más embarcaciones se fueron abriendo camino torpemente hacia el combate, y las que fueron más lentas en la salida se llevaron entonces el beneficio de poder elegir un objetivo al que embestir con el espolón en el bao. El primero de tales ataques se manejó con tosquedad, y la velocidad era demasiado lenta para que el espolón hiciera mella en el casco. La tripulación remó hacia atrás una corta distancia para volver a intentarlo, pero sólo consiguieron que uno de sus enemigos les diera de lleno. Astillas de madera de los remos destrozados se alzaron en el aire cuando el pequeño barco se sacudió con el impacto, arrojando a algunos hombres al agua. Unos cuantos de los que llevaban armadura consiguieron permanecer brevemente en la superficie, antes de que el peso los arrastrara hacia abajo. El inmenso impacto del barco que embistió también resultó ser su perdición, pues el enorme brasero utilizado para encender las flechas incendiarias se volcó y derramó por la cubierta las brasas ardiendo, que rápidamente prendieron fuego a las jarcias embreadas. El barco no tardó en ser pasto de las llamas que, avivadas por la brisa suave que soplaba por el lago, se propagaron a la embarcación que había sido embestida. El combate cesó porque los hombres de ambos bandos hicieron todo lo posible por salvarse y, desesperados, se despojaron de la armadura antes de agarrarse a cualquier cosa que pudiera darles impulso suficiente para saltar por la borda.

—Pobres diablos —masculló Cato mientras la vasta audiencia gritaba con deleite.

A las dos horas de que se diera la señal para el inicio de la batalla, la superficie del lago estaba cubierta de restos de los barcos. Una de las embarcaciones se había hundido, y otras tres estaban ardiendo. El resto se hallaban enzarzadas en una serie de duelos y escaramuzas enmarañadas ante los vítores de la multitud, que devoraba la comida que los funcionarios del emperador habían repartido anteriormente. Al observarlos, y al oír algún que otro comentario en voz alta desde el pabellón, Cato admitió que el espectáculo estaba teniendo un éxito admirable como distracción de las dificultades que acosaban la capital. Si el entretenimiento y el aprovisionamiento podían alargarse un día o dos más, la naumaquia habría logrado su propósito.

El sonido de unos cascos distrajo su atención del lago y, al volver la cabeza, vio a un mensajero imperial que galopaba siguiendo la orilla procedente de donde se hallaba la calzada que llevaba a Roma. El jinete iba muy inclinado sobre su montura, espoleándola, y la espuma que rezumaba del bocado del animal indicaba que habían cubierto los ocho kilómetros al galope. Frenó bruscamente la montura delante del pabellón, se deslizó de la silla y corrió hacia las escaleras que conducían al palco del emperador.

—Me pregunto por qué tendrá tanta prisa —Macro se frotó la mejilla—. ¿Malas noticias?

—¿Cuándo fue la última vez que hubo una buena noticia? —repuso Cato.

Se pusieron a mirar otra vez el combate, pero Cato no podía evitar preguntarse qué información le había traído el mensajero al emperador con tanto apremio. La luz del día empezaba a apagarse a medida que el sol se iba deslizando por debajo del horizonte. Las trompetas sonaron de nuevo y, siguiendo las instrucciones establecidas, los barcos supervivientes de ambas flotas empezaron a abandonar el combate y a regresar a duras penas a la orilla en la que se hallaba el pabellón. Las pequeñas embarcaciones se dividieron a ambos lados del pabellón, con lo que fue posible contarlas y ver que los persas habían salido ganando aquel primer día de espectáculo. Uno a uno, los barcos se fueron varando y las tripulaciones y combatientes agotados bajaron tambaleándose por las pasarelas, tras lo cual fueron rápidamente desarmados y conducidos a sus recintos, bajo la atenta mirada de las tropas auxiliares.

Macro le dio un leve codazo a Cato y señaló un momento.

—Mira allí, ¿ése no es Séptimo?

Cato miró en la dirección que Macro le había indicado, y vio a cuatro hombres cargados con odres de vino que seguían las instrucciones de un individuo que llevaba la túnica sencilla de color púrpura de los sirvientes de palacio. Una mirada rápida bastó para confirmar la identidad de aquel hombre.

—Es él.

—¿Y qué está haciendo aquí?

—Debe de tener algo que ver con Narciso.

Macro miró a Cato con desaliento.

—A eso ya había llegado yo sólito, gracias.

Observaron a aquellos hombres que iban pasando de un grupo de pretorianos al siguiente, y que empezaron a acercarse a Cato y Macro. Cuando se aproximaban, Séptimo señaló los odres y exclamó:

—¡Una muestra de gratitud de su majestad imperial para sus leales soldados!

Séptimo chasqueó los dedos, y uno de los hombres empezó a desatar uno de los odres. Séptimo se acercó más a los dos soldados, y continuó sonriendo afablemente al tiempo que hablaba en voz baja y tono apremiante.

—Narciso me envió en cuanto el mensajero transmitió su misiva. Era la única manera de informaros sin llamar la atención. No digáis nada. Limitaos a coger el vino y a escuchar —Séptimo echó un vistazo a su alrededor para asegurarse de que no había nadie lo bastante cerca como para oírles, y continuó diciendo en un susurro—: Hay noticias de Ostia. La flota de grano procedente de Sicilia se perdió en una tormenta. Sólo sobrevivieron dos barcos, que se vieron obligados a arrojar por la borda gran parte de su carga.

Macro silbó suavemente.

—Eso joderá las cosas de verdad.

—No me digas —replicó Séptimo con sequedad—. El emperador contaba con ese grano para mantener el orden en Roma en cuanto terminara la naumaquia. Y ahora…

No acabó la frase, y Cato pudo imaginar fácilmente el caos que se desataría en las calles de la capital en cuanto la gente averiguara que nada podía salvarles de morir de hambre. Cato alargó la mano para coger el odre de vino que uno de los esclavos le tendía. Se dirigió a Séptimo en voz baja.

—¿Qué piensa hacer Narciso?

—No hay mucho que pueda hacer. Dependerá de la Guardia Pretoriana mantener el orden en las calles a toda costa. El prefecto Geta ha sugerido que regrese a Roma y avise al resto de la Guardia para que empiecen a preparar la defensa del palacio imperial, el Senado y los templos. Claudio se quedará aquí esta noche, y por la mañana presidirá los juegos una vez más, después se escabullirá con el resto de la familia imperial.

—¿Y qué quiere Narciso que hagamos nosotros? —preguntó Macro.

—Nada todavía. Sólo estar preparados para actuar en cuanto él os mande el recado.

—Sí que podemos hacer algo —dijo Cato—. Algo que tenemos que hacer ahora, en estos momentos.

—¿Ah sí?

—Encontrar ese grano que desapareció del almacén —Cato miró fijamente a los ojos de Séptimo—. Dile a Narciso que tenemos que encontrarlo. La Guardia Pretoriana no podrá retener a la multitud mucho tiempo. Ahora sólo ese grano puede salvar al emperador.