Capítulo IX

La víspera de la celebración de los juegos de la Ascensión estuvo dedicada a los preparativos. Durante varios días, se había estado construyendo una arena temporal en la plaza de armas situada fuera del campamento. Cuando los esclavos recogieron sus herramientas y se marcharon, a una de las cohortes pretorianas se le asignó la tarea de pintar las tribunas de madera y decorar el palco imperial con guirnaldas frescas de hojas de roble. Se erigió un gran dosel púrpura sobre la zona de asientos del palco imperial para proteger al emperador y a su familia de los elementos. En el frontal del palco, algunos de los pretorianos con más dotes artísticas pintaron un mural grande que representaba a Claudio aclamado por los guardias el día en que se había convertido en emperador. Otro mural mostraba al emperador repartiendo monedas de oro a los soldados para recordarles la beneficencia especial que mostraba para con sus pretorianos y la lealtad que éstos le debían a cambio.

La noche del vigésimo quinto día de enero estuvo todo terminado. La arena era lo bastante grande para acomodar a todos los soldados del campamento tras la baja barrera. Frente al palco imperial, había una puerta ancha por donde entrarían los participantes de los juegos, y dos pequeñas salidas a cada lado para retirar a los heridos o muertos de la arena recién esparcida que cubría el patio de armas. En el cuartel, salones y galerías se habían llenado de mesas y bancos, listos para el banquete del día siguiente. Carros procedentes de la campiña circundante cargados con pan, carne curada, queso, fruta y vino habían entrado pesadamente en el campamento, y su contenido se descargó en los almacenes, bajo la atenta mirada de los oficiales subalternos para asegurar que nadie robara nada.

Caía la noche en el campamento pretoriano, y Macro y Cato estaban sentados en la sala caliente de la casa de baños. Tras intercambiar unas cuantas cortesías con sus nuevos compañeros, habían ocupado uno de los bancos de un rincón algo alejado de los otros hombres dispersos por el caldario. Algunos se hallaban enfrascados conversando, pero la mayoría de ellos permanecían sentados con el sudor corriéndoles por el cuerpo, disfrutando del calor.

Del ancho entrecejo de Macro cayó una gota que le hizo parpadear. Se enjugó la frente con el antebrazo y miró a Cato. Su amigo estaba absorto en sus pensamientos, con la vista fija en el suelo teselado frente a él. Aquel mismo día, Cato había visitado el apartamento, y había encontrado un mensaje de Séptimo que pedía un informe sobre los progresos. Tenía que reunirse allí con él dentro de dos días.

—Un sestercio por tus pensamientos —dijo Macro en voz baja.

—¿Eh? —Cato se volvió a mirarlo.

—Conozco esta expresión. ¿Qué es lo que te preocupa?

—La falta de progresos. Es que no veo cómo se supone que tenemos que hacer lo que quiere Narciso. Como era de esperar, los Libertadores no están haciendo precisamente publicidad para conseguir nuevos miembros, y tampoco hemos descubierto nada particularmente siniestro.

—¿Qué me dices de Sinio? —preguntó Macro—. Parece un tipo sospechoso.

—Es verdad. Pero no tenemos ninguna prueba de que esté involucrado en alguna conspiración —Cato se mordió el labio—. Lo cual plantea una segunda perspectiva: ¿Acaso Narciso se inquieta por nada? ¿Y si los que tendieron la emboscada al convoy sólo querían la plata?

—Es posible —admitió Macro—. Pero, ¿y el hombre al que Narciso había torturado? Dijo que trabajaba para los Libertadores, y dio un nombre.

—No resulta sorprendente. Los interrogadores conocen bien su oficio y pueden desmoronar a cualquiera. ¿Cuán fiable es la información conseguida bajo tortura? Me figuro que, después de una buena sesión, uno diría cualquier cosa para intentar poner fin al tormento.

Macro lo consideró unos instantes y asintió con la cabeza.

—De acuerdo. Pero supongamos que la información es fiable. Deberíamos centrar la atención en el centurión Lurco cuando regrese al campamento. Seguirle y ver con quién habla. Si es uno de los cabecillas de la conspiración, no tardaremos en enterarnos.

—Supongo que sí —Cato suspiró—. Sea como sea, él es la única posibilidad real que tenemos ahora mismo.

Se quedaron allí un poco más, antes de utilizar las estrígilas metálicas para rasparse la mugre que su piel había exudado. Luego pasaron a la sala fría y saltaron a la piscina, donde la impresión del agua helada les cortó la respiración. Cato empezó a nadar enérgicamente y, tras recorrer dos largos de piscina, salió y se dirigió a toda prisa a la zona de vestuarios, donde se frotó con una de las toallas que se secaban en el perchero colocado sobre los respiraderos del hipocausto. Macro se reunió allí con él y empezaron a vestirse.

—Ya sabes —empezó diciendo Macro— que, si no hay ninguna conspiración y estamos buscando a una banda de ladrones, las cosas van a resultarnos mucho más difíciles. Una conspiración necesita seguidores para lograr sus fines. Cualquiera que esté involucrado en un simple robo no va a mostrar nunca sus cartas.

Cato hizo un gesto de asentimiento.

—En cuyo caso —continuó Macro— estamos bastante jodidos, porque Narciso no va a recompensarnos por nada. Aunque parezca una locura, será mejor que recemos para que haya una conspiración que descubrir.

Cuando llegaron a la entrada del cuartel, Tigelino los estaba esperando. Agitó el pulgar para señalar las dependencias del centurión.

—Lurco ha regresado. Quiere veros —Tigelino sonrió de satisfacción—. Envió a buscaros hace una hora. Es una pena que no pudiera encontraros, el centurión no es muy dado a tolerar los retrasos —el optio soltó una seca risotada y, acto seguido, se alejó paseando tranquilamente hacia el cuarto del pelotón—. Buena suerte.

Macro apretó los labios, aguardó a que Tigelino ya no pudiera oírle y espetó entre dientes apretados:

—Cabrón. Él sabía dónde estábamos. Nos la ha jugado.

Cato se encogió de hombros.

—Ahora ya no podemos hacer nada al respecto. Vamos.

Se dirigieron a la puerta del pequeño despacho adyacente a las dependencias privadas del centurión, y vieron que estaba abierta. Lurco estaba de pie junto a la ventana, mirando la ciudad que se extendía más allá del muro del campamento, iluminada por los parpadeantes destellos de antorchas y lámparas. Permanecía inmóvil, con la mirada fija en dirección al palacio imperial, y con la espalda levemente iluminada por la única lámpara de aceite que relucía sobre su mesa. Cato le hizo un gesto a Macro para indicarle que se detuviera: se quedaron justo a la entrada. Respiró hondo, y dio unos golpecitos en el marco de madera.

—¿Nos mandó llamar, señor?

Lurco se dio la vuelta rápidamente, y Cato vio que el centurión era más joven de lo que se había esperado, tendría alrededor de veinticinco años. Tenía el cabello oscuro, y lo llevaba artificiosamente arreglado en unos rizos untados sobre un rostro de rasgos delicados y más bien atractivo. Su semblante bien parecido se endureció con un gesto ceñudo.

—¿Sois los nuevos? ¿Capito y Calido? —preguntó con voz aguda y aflautada.

—Sí, señor.

—No os quedéis ahí parados. Pasad.

Entraron con paso resuelto y se detuvieron frente a la mesa de su comandante. El hombre era más alto que Cato, e inclinaba levemente la cabeza hacia atrás, con lo cual daba aún más la impresión de mirar a los demás por encima del hombro.

—¿Dónde os habíais metido? Envié a buscaros hace una eternidad. ¿Por qué no estabais en el cuartel?

—Le ruego nos disculpe, señor, pero estábamos en los baños —explicó Macro.

—Para zafaros de alguna obligación, seguro.

—No, señor. Somos veteranos. Se nos ha dispensado del servicio de fajina.

—¿Veteranos? —dijo Lurco con desdén—. ¿Y pensáis que tenéis derecho a que os lo den todo regalado? Sin duda os creéis mejor que el resto de nosotros. Sólo porque os habéis ensuciado un poco las botas de barro y os habéis hecho unos cuantos rasguños —agitó la mano en un gesto despectivo hacia el rostro de Cato—. No me importa si sois veteranos. Los soldados de mi centuria son todos iguales por lo que a mí concierne. Y ahora parece ser que dependéis todos tanto de mí que me han ordenado que interrumpa mi permiso y regrese al campamento para el pequeño y tedioso espectáculo que se celebra mañana en honor del emperador. Podría haber estado en una fiesta en la ciudad pegando un buen polvo con la esposa o la hija de algún senador, pero no, estoy aquí, encerrado en el campamento. De modo que, si yo tengo que renunciar a mis amigos para estar aquí, lo menos que podéis hacer vosotros es tener el jodido detalle de acudir cuando os llaman.

Cato sintió una antipatía instintiva por aquel hombre, y de pronto fue consciente de la cicatriz que había estropeado su rostro. Lurco, con su atractivo exquisitamente arreglado, era de esa clase de oficiales jóvenes que tendrían éxito entre las damas de la capital. Posiblemente fuera el tipo de persona que una mujer como Julia podría encontrarse, y de quien sin duda podría encapricharse. Era una idea estúpida, se dijo a sí mismo, enojado por haber relajado su dominio de los sentimientos que se había estado esforzando por reprimir.

—Vinimos en cuanto nos dijeron que quería vernos, señor —contestó Macro.

—Pues no es lo bastante pronto —replicó Lurco con brusquedad. Se los quedó mirando y se le ensancharon las ventanas de la nariz—. Bueno, ahora ya nos conocemos y ya sabéis lo que no tolero. En un futuro, cuando yo dé una orden espero que la obedezcáis de inmediato. Si no lo hacéis, me encargaré de que se os revoque la condición de veteranos y os tendré con la mierda hasta el cuello haciendo turno de letrinas el resto del año. ¿Me he explicado con claridad?

—Sí, señor —respondieron Macro y Cato al unísono.

—Entonces dejadme. Marchaos. Fuera de mi vista.

Saludaron y se dieron media vuelta. Macro fue el primero en salir de la habitación. Se dirigieron a las escaleras, y el veterano centurión soltó aire con un fuerte suspiro.

—Joder, menudo gilipollas integral. Apuesto a que a ese cabrón engreído lo ha rechazado alguna mujer. Y ahora se desquita con nosotros. En cuanto a esas tonterías que dijo sobre los veteranos… ¡Maldita sea! Ese tipo nos debe un poco más de respeto —hizo un esfuerzo por contener su ira, y luego continuó hablando—. Todo es culpa de Tigelino. Él sabía dónde habíamos ido. Estaba en la habitación cuando nos fuimos a los baños. Voy a tener unas palabras con el optio, de manera que ayúdame.

—Será mejor que no —replicó Cato—. No si queremos evitar que nos castiguen por insubordinación.

—Yo estaba pensando en algo un poco más contundente que la insubordinación —dijo Macro con una sonrisa enigmática—. Se merece que le pateen bien el culo. Conozco a los de su calaña. Nos tenderá trampas a la menor oportunidad. Es de la clase de optios que hacen todo lo que pueden para retirar la escalera tras ellos, ahora que prácticamente está esperando su nombramiento como centurión.

—Olvídalo —dijo Cato con calma—. No vamos a quedarnos aquí tanto tiempo como para que pueda amargarnos la vida. De modo que será mejor que no le hagamos mucho caso y nos concentremos en el trabajo.

Macro soltó un gruñido.

—Si resulta que nuestro querido optio forma parte de alguna conspiración, me aseguraré de ofrecer mis servicios a cualquiera que vaya a interrogarlo.

* * *

Al alba, el tribuno Burro dio órdenes para que su cohorte se reuniera frente al cuartel. El cielo estaba nublado y la atmósfera se notaba húmeda y pegajosa mientras los soldados formaban por centurias y permanecían en posición de descanso. Macro y Cato se contaron entre los primeros en formar, y observaron a los demás guardias que salían dando tumbos del edificio, algunos de ellos abrochándose todavía el cinturón encima de la túnica. El centurión Lurco fue uno de los últimos en salir, pálido y con ojos de sueño.

Cato se inclinó hacia Macro.

—Ha estado bebiendo.

—El pobre muchacho debe de tener el corazón destrozado —respondió Macro sin un atisbo de compasión.

Tigelino, situado dos pasos por delante en la primera fila, volvió la cabeza y bramó:

—¡Silencio! ¡El próximo que diga una jodida palabra más quedará arrestado!

El sonido de su voz hizo que Lurco crispara el rostro, al tiempo que, arrastrando los pies, se situaba delante del optio y del portaestandarte de la centuria. Cuando el último soldado de la cohorte estuvo en su lugar, se hizo un breve silencio hasta que la figura robusta del tribuno Burro salió por la entrada principal del edificio del cuartel de la cohorte. El centurión de más rango de la cohorte, el trecenario, inspiró profundamente y exclamó:

—¡Oficial al mando presente!

Los soldados se cuadraron con el fuerte estrépito de las botas claveteadas contra las piedras del pavimento. Burro avanzó a grandes zancadas, y se detuvo frente a los hombres que comandaba con las manos juntas a la espalda y sacando pecho, mientras paseaba su ojo bueno por las líneas de soldados formados en sus centurias.

—La mayoría de vosotros ya conocéis la instrucción. Hay unos cuantos que se han incorporado a nuestras filas desde los últimos juegos de la Ascensión. Voy a explicarlo todo en detalle para que todos sepamos qué es lo que se espera de nosotros. El emperador, su familia y unos invitados selectos de la corte imperial pasarán el día con la Guardia Pretoriana. Siendo la unidad que estará en más cercana proximidad al cortejo imperial, somos el patrón por el que se va a juzgar al resto de la Guardia. Vais a comportaros lo mejor posible, y le arrancaré las pelotas a cualquiera que se emborrache o actúe de cualquier manera que desacredite el honor de la Guardia Pretoriana —hizo un momento de pausa, y continuó en tono menos áspero—. Como ya sabemos, el emperador tiene sus peculiaridades. Tiene tendencia a tartamudear, y cuando se pone nervioso suele babear. No es la más edificante de las imágenes, os lo garantizo. Sin embargo, Claudio es el emperador y hemos jurado honrarle y obedecerle. De modo que si el viejo empieza con ésas no habrá risas, ni siquiera la más débil risita tonta. ¿Ha quedado claro? Si pillo a alguien burlándose del emperador, os aseguro que no va a ser cosa de risa.

Burro se dio media vuelta, caminó una corta distancia y se volvió de nuevo.

—Hay otra cosa. La nueva emperatriz va a acudir a los juegos por primera vez. Bueno, estoy seguro de que algunos de vosotros todavía estáis un poco sorprendidos, o incluso escandalizados, por el hecho de que el emperador haya decidido contraer matrimonio con su sobrina.

Hubo unos murmullos discretos por parte de algunos de los guardias, y Cato fue consciente de que, a su lado, los soldados se movían incómodos. Burro alzó una mano para acallarlos.

—Sean cuales sean vuestros sentimientos, el matrimonio fue autorizado por el Senado y, por consiguiente, es legal. La moralidad de la situación no es de nuestra incumbencia. Nosotros somos soldados y obedecemos órdenes, buenas o malas, y no hay más que hablar. Así pues, si alguno de vosotros alberga algún recelo sobre la nueva esposa del emperador, que se lo reserve. Es una orden. No quiero oír de vuestros labios ni una sola palabra de descontento —hizo una nueva pausa para dejar que asimilaran sus palabras—. Una última cosa. Se supone que el día de hoy estrechará los lazos entre el emperador y la Guardia Pretoriana. Claudio es quien paga por el entretenimiento y el banquete subsiguiente. Por lo tanto, sería cortés por nuestra parte expresar nuestra gratitud en todo momento. Le ovacionaréis, a él y a su familia, como si vuestras vidas dependieran de ello. Eso complacerá mucho al viejo. Un emperador feliz es un emperador generoso. Cada vez que lo aplaudáis, entra dinero en el cofre de la paga. O entrará cuando sea que vaya a obsequiar a la Guardia con el próximo donativo… Se espera que el séquito imperial llegue al campamento dos horas después de la salida del sol. Para entonces, ya tiene que estar todo el mundo en su asiento, vestido y calzado. ¡Esto es todo!

Cuando el tribuno volvió a dirigirse a la entrada del cuartel, el centurión jefe bramó:

—¡Cohorte, rompan filas!

La orden resonó en las paredes del cuartel, y los soldados abandonaron la posición de firmes y empezaron a romper la formación. Macro estaba mirando al tribuno que se retiraba.

—Bueno, ha sido sucinto y ha ido al grano —alzó la mirada al cielo—. Tal vez fuera buena idea ir a buscar las capas, antes de ver si podemos conseguir unos asientos decentes.

Cuando subieron por las escaleras de la parte trasera de la arena temporal, ya había cientos de hombres acomodados en sus sitios. A Burro y los suyos les habían asignado unos asientos que flanqueaban el palco imperial, que se alzaba por encima del lado norte de la arena para recibir el calor que ofreciera el sol. A diferencia de los asientos inclinados de la grada erigida para los pretorianos, el palco imperial se había construido sobre una plataforma a modo de tribuna, situada al mismo nivel que los asientos posteriores. Cato señaló hacia ellos.

—Allí arriba.

—Pero si queremos ver bien el entretenimiento deberíamos situarnos delante —protestó Macro.

—A quien tenemos que ver bien es al emperador y a su séquito. Ése es el mejor sitio.

Macro masculló algo entre dientes, dirigió una mirada apenada a los asientos vacíos que había justo al lado de la arena, y luego se volvió para seguir a su amigo por las escaleras empinadas entre las hileras de asientos. Una vez arriba, Cato miró hacia el palco y se movió para alejarse un poco más, y así dejar que la curva que describían los asientos le permitiera ver mejor al cortejo imperial. Satisfecho con la elección, se sentó. Macro miró las hileras de bancos que se extendían delante de él y que se estaban llenando rápidamente, y suspiró.

—Bonita vista —dijo de manera inexpresiva.

—Es la mejor para nuestros propósitos —replicó Cato, que se puso la capa y echó la capucha hacia atrás, de manera que su cabeza quedara expuesta.

En torno a ellos, los pretorianos seguían entrando sin parar por los accesos y se apresuraban hacia los mejores asientos que quedaban. La atmósfera se llenó de conversaciones amistosas a medida que la luz se intensificaba poco a poco. El cielo seguía encapotado, pero había una zona un poco más despejada en la que se marcaba la posición del sol, que se esforzaba por abrirse paso en el cielo y arrojar un poco más de calor sobre la ciudad y la campiña circundante. Los oficiales entraron entre los últimos; eligieron el lugar donde querían sentarse en la primera fila, y desplazaron a los soldados que ya se habían acomodado allí. Macro sonrió al verlo, disfrutando por instinto de la desilusión de aquellos hombres. Directamente debajo de ellos, ocuparon sus asientos el tribuno Burro y sus centuriones, y detrás se sentaron los optios y portaestandartes. Cato observó a Lurco, que se acomodó cerca del palco imperial, pero no tanto como para que no pudieran verle los que bordeaban el séquito del emperador. En el brazo izquierdo llevaba puesto un llamativo brazalete de oro, y sin duda albergaba la esperanza de llamar la atención de un posible patrono que promoviera su carrera. Tigelino estaba sentado detrás y a un lado de su centurión, y Cato pudo notar el desprecio en la expresión del optio cuando éste se volvió a mirar a Lurco.

A la hora prevista, un ruido irregular de pasos de botas procedente de la dirección de la puerta Viminal anunció la aproximación del cortejo imperial. La escolta de germanos montados encabezaba la marcha, y luego iban las primeras literas que transportaban a los invitados del emperador. Los esclavos, pulcramente vestidos con túnicas limpias, se esforzaban bajo la carga de las varas de las literas, en tanto que los que iban dentro de ellas charlaban apaciblemente. A través de los muros de la ciudad, apareció una sección de otros ocho guardias germanos a pie, cuyas barbas pobladas y extraña armadura les daba un aspecto bárbaro. Luego llegó la litera que llevaba a Agripina y a Nerón, y detrás la que llevaba al emperador, acompañado por Británico. A éstas seguían más literas con el resto del grupo: Narciso, Palas, Séneca (el nuevo tutor de Nerón, recientemente llamado del exilio) y por último aquellos senadores y sus esposas que habían sido honrados con una invitación para reunirse al séquito del emperador.

La columna se detuvo frente a la entrada del palco imperial, y los invitados de menor rango se apresuraron a salir de sus vehículos y ocupar sus lugares, antes de que el emperador y su familia tomaran asiento. El prefecto de la Guardia Pretoriana, Geta, salió del palco imperial y le hizo una reverencia al emperador, sentado aún en su litera. El prefecto intercambió unas palabras con Claudio antes de reunirse con los demás invitados en el palco.

Muchos de los guardias que ocupaban los asientos más altos volvieron la cabeza para observar a los que llegaban. Cato y Macro vieron que Narciso alzaba brevemente la mirada hacia los rostros por encima de él, pero si los vio no dio muestras de haberlos reconocido antes de desaparecer de la vista. Finalmente, el séquito imperial estuvo preparado para entrar, y Nerón se apeó de su litera de un salto y le sostuvo la mano a su madre para ayudarla a salir.

—Un hijo atento —comentó Macro con ironía—. Y mira cómo adora a su padrastro y hermanastro.

Después de atender a su madre, Nerón se había vuelto hacia la última litera con una mirada gélida. Británico salió de dicha litera, e inclinó la cabeza respetuosamente mientras el emperador se esforzaba por levantarse de sus cojines púrpura bordados. De la mano de su hijo, Claudio avanzó cojeando y moviendo la cabeza convulsivamente hasta que llegó a la entrada. Sonrió, hizo un gesto a Agripina y Nerón para que les siguieran, y entonces aguardó mientras diez de los guardias germanos formaban delante de la familia y empezaban a subir las escaleras hacia el palco imperial. Los pretorianos observaban con expectación.

Los miembros de la escolta formaron a los lados y por detrás de los invitados para no obstaculizar la vista de la arena. Tras una breve pausa, Narciso hizo un gesto discreto con la mano, y los ocupantes del palco se pusieron de pie.

Los pretorianos siguieron su ejemplo de inmediato y profirieron un vítor ensordecedor, que fue in crescendo cuando la corona dorada sobre la cabeza del emperador apareció balanceándose. Claudio subió los últimos peldaños y caminó torpemente hasta la tarima en la que se habían dispuesto dos sillas grandes, una al lado de la otra. Agripina se reunió con él, y los dos chicos se colocaron uno a cada lado. Claudio mantuvo una expresión neutra mientras se esforzaba por contener su tic y volvía la cabeza lentamente para responder a las aclamaciones que le dirigían desde todas partes. Al final, tomó asiento y, una vez acomodado, se sentó Agripina, seguida del resto de los invitados.

—Es un bombón, no hay duda —comentó Macro en voz alta al oído de Cato—. Ya se ve por qué el viejo fue a por ella.

—Pero hay algo más aparte de su atractivo —replicó Cato—. Posee influencias e inteligencia, y viene con un hijo sano que podría resultar un heredero útil para Claudio si Británico cayera en desgracia.

Las aclamaciones de la multitud se fueron apagando cuando los pretorianos empezaron a sentarse. Cato y Macro hicieron lo mismo, y no tardó en reinar un barullo excitado en tanto que el director de los juegos consultaba con sus subordinados para cerciorarse de que todo estaba preparado. Satisfecho, el director miró por encima de la baranda frente al palco imperial, y dirigió la señal con la cabeza a los cuatro soldados que esperaban abajo en la arena sosteniendo sus largos cuernos metálicos. Alzaron los instrumentos e hicieron sonar una serie de notas ascendentes. Los pretorianos guardaron silencio de inmediato, y el director levantó los dos brazos frente al palco imperial.

—¡Su majestad imperial, Tiberio Claudio Druso Nerón Germánico, da la bienvenida a sus compañeros de la Guardia Pretoriana! —El director poseía una voz muy bien modulada que llegaba hasta el otro extremo de la arena, y que todos los presentes pudieron oír con claridad.

—De acuerdo con su deseo de asegurar a sus valientes soldados que su lealtad hacia él es de igual modo correspondida y con gran afecto, su majestad imperial, en honor del día en que los gentiles ciudadanos de Roma le confiaron su bienestar, ofrece así un día de entretenimientos…

El director leyó todo el programa, suscitando tandas de aplausos apreciativos con cada acto que se mencionaba. Mientras él hablaba, Cato tenía centrada su atención en el palco imperial. El emperador estaba sentado todo lo inmóvil que le permitía su tic, atendiendo al director. Daba las gracias moviendo la cabeza con cada ronda de aplausos. Junto a él, Agripina tenía el codo apoyado en el brazo de la silla y la cabeza en la mano. Daba la impresión de estar sumamente aburrida con los preliminares y, al cabo de unos momentos, se volvió para pasear la mirada por el palco imperial hasta que la detuvo en el grupo más pequeño de asientos donde se hallaban los consejeros del emperador. Narciso conversaba en voz queda con uno de sus compañeros. El otro hombre asentía con la cabeza, entonces se dio cuenta de que la emperatriz lo estaba mirando, y dirigió una rápida sonrisa por encima del hombro de Narciso. Narciso se percató de ello, y volvió la cabeza justo cuando la emperatriz desvió la mirada. Tras una brevísima pausa, continuó su conversación en tono apagado.

Cato desvió su atención hacia los demás miembros del palco y vio a Británico, de pie con rigidez al lado de su padre, con el brazo izquierdo oculto bajo los pliegues de su pequeña toga. El hecho de que llevara toga era significativo. Estaba claro que Claudio quería indicar con ello que a su hijo pronto se le concederían títulos y honores por encima de los correspondientes a su edad, al igual que los había recibido su hijo adoptivo, Nerón. Este último, también vestido con una toga, había tomado la mano de su madre, y en aquellos momentos se la llevó a los labios y la besó, entreteniéndose en ella un momento, hasta que la retiró.

—¿Has visto eso? —dijo Macro entre dientes—. ¿A qué cree que está jugando? ¿Acaso quiere desatar un escándalo?

Cato miró a los soldados, pero nadie parecía haber reaccionado al descaro de Nerón.

—Quizá la gente esté acostumbrada a este tipo de demostraciones —sugirió Cato—. Afrontémoslo, la familia imperial tiene una apariencia. Podría ser inocente. Podría no serlo. No sería la primera vez que los miembros de la familia imperial juguetean con el incesto.

Macro hizo una mueca de repugnancia.

—Pervertidos…

El director concluyó su discurso, lo cual suscitó otra ovación ensordecedora, y Claudio sonrió y levantó el brazo para saludar a sus soldados. No hubo más preámbulos antes del primer acontecimiento: un combate de lucha entre dos enormes numidios. Les habían untado la piel con aceite, y relucían como el ébano mientras se ponían en guardia e iniciaban el combate. Entre el público, los pretorianos enseguida se pusieron a hacer apuestas sobre el resultado y a gritarse las probabilidades unos a otros. El asalto se prolongó algún tiempo más, y en torno a los dos combatientes la arena estaba ya salpicada de sangre, pues las ataduras de cuero que les envolvían los puños se desgarraban y rompían. Al final, uno de ellos lanzó un golpe que derribó al contrario, y que provocó una mezcla de gruñidos y vítores por parte de los espectadores. Siguió una demostración de tiro con arco por parte de un hombre de piel oscura y vestiduras orientales que disparaba sus flechas con una precisión impresionante, incluso rodeó con ellas al chico que le hacía de ayudante y que se situó contra un blanco de paja con los brazos extendidos. Después hubo un corto descanso, tras el cual el director anunció la «Cabalgata Troyana», una exhibición de manejo del caballo que llevaban a cabo los hijos de la aristocracia romana. Hubo un aplauso tolerante por parte de los pretorianos.

Entraron en la arena una veintena de jinetes con unos cascos dorados que ocultaban sus rostros. Tras ellos, salieron algunos de los guardias con postes y monigotes de paja que servían de blanco y que colocaron formando líneas por toda la arena. Cuando se completaron los preparativos, Claudio se puso de pie para responder al saludo de su portaestandarte, el cual montaba una yegua de un blanco puro.

—¡P-po-podéis e-e-empezar! —la cabeza del emperador dio una sacudida, y él se sentó pesadamente.

Los muchachos se turnaron para recorrer a toda velocidad la línea de postes, arremetiendo contra los blancos de paja con sus espadas. Luego les entregaron unas jabalinas ligeras y empezaron a galopar por la línea para elegir un blanco, contra el que finalmente arrojaban su arma. Había empezado a soplar una fuerte brisa que les obligaba a esforzarse mucho para compensarla al apuntar. Los que fallaban se retiraban de la competición y abandonaban la arena. No tardaron en quedar sólo tres de ellos, y se aumentó la distancia de tiro. Tras otra pasada, otro más abandonó la competición. Los dos últimos, uno de ellos el portavoz, eran excelentes tiradores, y una vez más se inició una furiosa ronda de apuestas cuando los chicos empataron y se aumentó la distancia. Al final, el rival del líder falló, y la multitud profirió otra ovación, en tanto que el ganador agitaba el puño en el aire, hacía girar su montura para acercarse al palco imperial y allí la refrenó levantando la arena.

—Menudo jinete —dijo Cato—. Me pregunto quién será.

Macro se encogió de hombros.

—Uno de esos malditos niños mimados dándose tono.

El jinete llevó las manos al barboquejo del casco para deshacer las correas, y se lo quitó rápidamente para dejar su rostro al descubierto. La multitud soltó un grito ahogado de sorpresa, y a continuación un tumultuoso vítor hendió el aire cuando vieron que se trataba de Nerón.

Cato dirigió la mirada hacia el emperador, y recordó vagamente haber visto a su hijastro retirarse al fondo del palco poco antes. Agripina estaba de pie aplaudiendo con deleite, y el emperador sonreía satisfecho. Los vítores de los pretorianos fueron sincronizándose gradualmente y pasaron a ser un clamor que repetía su nombre. «¡Nerón! ¡Nerón! ¡Nerón!».

El muchacho dio la vuelta a la arena lentamente, sentado con altivez en la silla mientras se deleitaba con los vítores. Macro le dio un leve codazo a Cato y señaló el palco imperial.

—Hay uno que no está muy contento.

En la plataforma, al lado de su padre, estaba el joven Británico; su expresión se había endurecido en un gesto frío y ceñudo, y tenía la mano derecha con el puño apretado. Sólo se relajó cuando por fin su rival abandonó la arena y los pretorianos dejaron de aclamarlo. Pasaba de mediodía, y el director anunció un breve intermedio, durante el cual se retiraron los blancos y se preparó la arena para el entretenimiento principal del día, diez combates de gladiadores, que culminarían con una lucha entre un secutor conocido como la «Paloma», el actual preferido del populacho, y el «Neptuno de Nuceria», un reciario. Algunos de los ocupantes del palco imperial se apresuraron escaleras abajo para aliviarse o para tomar un refrigerio en la zona de debajo del palco.

—Voy a echar una meada rápida —anunció Macro al tiempo que se ponía de pie.

Cato asintió con la cabeza cuando su amigo empezó a descender los peldaños para dirigirse a la escalera que conducía al exterior de la arena. Seguía absorto pensando en la expresión que había visto en el rostro de Nerón justo antes de que abandonara la arena. La llama de la ambición que allí ardía era inconfundible. Había sido una actuación calculada ante los pretorianos, y de momento era sin duda su preferido.

* * *

Macro se sacudió y se bajó la túnica. Las letrinas estaban llenas de hombres que aprovechaban el descanso. Salió de allí, y se dirigió a la puerta que daba al patio de armas. Pasó por entre las literas y los esclavos agachados en silencio junto a ellas, hasta que llegó al recinto situado debajo del palco imperial. Dos guardias germanos flanqueaban los pesados faldones de cortina roja que cubrían la entrada. Cuando Macro se aproximó allí, uno de ellos extendió la mano y le dijo algo en su áspero idioma.

—Tranquilo, Herman —gruñó Macro—. Sólo pasaba por aquí. Que no se te enrosque la barba, joder.

En ese momento, una racha de viento echó hacia atrás las cortinas y Macro tuvo una clara visión del hombre que había estado sentado al lado de Narciso en el palco imperial. Tenía un brazo en torno a una mujer a la que besaba en el cuello arqueado. La otra mano estaba bajo los pliegues de su estola, entre sus piernas, y la mujer tenía la boca abierta, en éxtasis. Al alzarse las cortinas, ambos volvieron la mirada rápidamente y sus ojos se toparon con los de Macro durante lo que pareció un largo instante. La ráfaga se desvaneció entonces con la misma brusquedad con la que había surgido, y las cortinas volvieron a caer en su lugar. Macro no se había movido y el germano le gritó otra advertencia.

—Ya me voy —le dijo entre dientes, y volvió a entrar en la arena a toda prisa.

Un frío temblor de preocupación le recorrió la espalda. La mujer a la que acababa de ver sumida en éxtasis era Agripina. Lo último que quería era ser testigo de la infidelidad de la emperatriz. Era una información peligrosa. Seguro que Agripina había aprendido de los errores de su predecesora, y sería consciente de la necesidad de deshacerse de cualquiera que pudiera denunciarla al emperador.

Macro subió los escalones para volver con Cato, tomó asiento con rapidez y se echó hacia atrás en el banco para asegurarse de que no lo vieran desde el palco imperial.

—¿Qué te ocurre? —le preguntó Cato—. Estás blanco como una toga.

—Estoy bien… perfectamente.

—¿Qué pasa? —Cato rara vez había visto tan preocupado a su amigo.

Macro meneó la cabeza.

—Ahora no puedo contártelo —e hizo un gesto para señalar a los hombres que tenían sentados delante y a ambos lados—. Aquí no.

Abajo, en la arena, la primera pareja de gladiadores habían dedicado su saludo al emperador y, en aquellos momentos, se situaron agazapados en equilibrio, a la espera de la señal para empezar. El director sacó todo el partido posible de la tensión, alargándola tanto como se atrevió antes gritar la orden:

—¡Que empiece el combate!

El más ágil y menudo de los dos luchadores se lanzó al ataque y se precipitó contra su oponente, y por toda la arena resonó el entrechocar de las hojas y los golpes sordos de las espadas contra los escudos. Entonces se separaron y empezaron a moverse uno alrededor del otro con cautela. Cato sonrió por el número de teatro que los gladiadores habían utilizado para abrir el combate con un golpe de emoción. En torno a ellos, los pretorianos observaban con avidez, y comentaban entre dientes el físico y estilo de combate de los dos gladiadores mientras hacían sus apuestas. Cato se inclinó hacia Macro y, en un susurro, le dijo:

—Ahora no hay peligro en hablar. Todo el mundo está concentrado en la acción.

Macro echó un vistazo por delante de Cato hacia el palco imperial. A menos de diez metros de distancia, la emperatriz había vuelto a su asiento y miraba hacia la arena con semblante tranquilo. El hombre que le había estado metiendo mano no se hallaba a la vista. Macro relató en voz baja lo que había visto.

—¿Estás seguro de que te vieron bien? —preguntó Cato.

—Lo suficiente como para reconocerme si me vieran otra vez.

—Mierda —Cato frunció el ceño—. Eso no nos ayuda nada.

—Pues bien, perdóname —gruñó Macro.

Cato se rascó el mentón y trató de pensar detenidamente en las implicaciones. Si Agripina ya se había echado un amante de entre el séquito del emperador, desde luego estaba metida en un juego muy peligroso. A menos que estuviera utilizando a aquel hombre con algún otro propósito… Pero ¿cuál? ¿Y estaría relacionado de alguna manera con la conspiración que Narciso intentaba sacar a la luz y frustrar?

Mientras Cato permanecía sumido en la contemplación, Macro vio que Narciso se acercaba al emperador y se inclinaba para hablarle al oído. Claudio lo escuchó, y entonces se volvió en su asiento y lo miró con expresión preocupada. Tuvieron una breve conversación, tras la cual el emperador asintió con la cabeza y le hizo un gesto con la mano en dirección al prefecto Geta. Al cabo de unos momentos, unos guardias salieron a toda prisa del pabellón para hacer llegar mensajes a los funcionarios de la arena. Muchos de los pretorianos situados cerca del palco imperial estaban mirando con curiosidad, y el tribuno Burro se puso de pie e hizo bocina con las manos.

—¡Sexta centuria! ¡Formad en el exterior de la arena de inmediato!

Lurco se levantó de su banco de un salto, hizo señas a Tigelino y se dirigió apresuradamente a la entrada. Sus hombres empezaron a seguirle.

—¿De qué va todo esto? —preguntó Macro—. ¿Crees que tiene que ver con lo que vi?

—No tardaremos en saberlo.

Mientras bajaban por las escaleras, Cato dirigió una última mirada al palco. El emperador y su familia ya habían abandonado sus asientos, y Narciso y otros salieron después de ellos. El resto de invitados permanecieron donde estaban, tratando de aparentar imperturbabilidad mientras la lucha continuaba en la arena.

Los soldados de la sexta centuria se reunieron en torno a Lurco, en tanto que a una corta distancia los esclavos de las literas estaban de pie y preparados para levantar sus cargas en cuanto se diera la orden. Cuando Macro, Cato y los últimos salieron de la arena, el centurión habló en voz alta para hacerse oír por encima del ruido de la arena.

—El emperador regresa a palacio. Acaba de recibir un informe de que en el Foro han estallado disturbios a causa de la comida. Las cohortes urbanas se están encargando del asunto, pero el emperador quiere asumir el control de la situación en persona. El prefecto Geta ha decidido reforzar la guardia personal del emperador con la sexta centuria. Esto no es ceremonial. Tenemos órdenes de proteger a nuestro emperador, a su familia y consejeros a toda costa. Si alguien intenta cerrarnos el paso, estamos autorizados a utilizar la fuerza necesaria para conseguir que pasen las literas —Lurco hizo una pausa para tomar aliento—. Id a buscar las armas y la armadura al cuartel. Después regresad aquí preparados para marchar. ¡A paso ligero!