15

Lo importante es el juego

«¡Silencio!» Los delicados dedos de Vierna transmitieron la orden varias veces en el complicado código manual de los drows. Sonó el chasquido de los enganches de dos ballestas mientras sus portadores se situaban en posición, atentos al hueco donde había estado la puerta.

Detrás de ellos, al otro extremo de la pequeña cueva, se oyó un siseo mientras la flecha mágica se disolvía, soltando a su víctima, que se desplomó junto a la pared. Dinin se apartó del cadáver, y las protecciones córneas de sus ocho patas repicaron en la piedra.

«¡Silencio!»

Jarlaxle gateó hasta el borde de la entrada, atento a cualquier sonido al otro lado de la impenetrable oscuridad de los globos. Escuchó un leve susurro y desenvainó una daga, señalando a los ballesteros que estuviesen preparados.

El mercenario bajó la guardia cuando la figura, uno de sus exploradores, salió de la oscuridad y entró en la cueva.

–Se han ido -explicó el explorador mientras Vierna se acercaba a Jarlaxle-. Es un grupo pequeño, y ahora más reducido porque uno de ellos resultó aplastado por vuestra magnífica pared. – El guardia y Jarlaxle hicieron una reverencia en señal de respeto a Vierna, que mostró una sonrisa perversa a pesar del súbito desastre.

–¿Qué ha pasado con Iftuu? – preguntó Jarlaxle. Se refería al centinela que vigilaba el túnel cuando comenzaron los problemas.

–Muerto -informó el explorador-. Tenía el cuerpo destrozado.

–¿Qué sabes de nuestros enemigos? – le preguntó Vierna a Entreri, que la miró alerta, recordando las advertencias de Drizzt contra las alianzas con su gente.

–Wulfgar, el gigante, lanzó el martillo que destrozó la puerta -respondió muy seguro de sí mismo. Entreri miró a los dos cadáveres que se enfriaban en el suelo-. La muerte de estos dos es cosa de Catti-brie, una mujer humana.

Vierna se volvió hacia el explorador de Jarlaxle y tradujo al idioma drow las palabras de Entreri.

–¿Es alguno de ellos el que resultó aplastado por la pared? – inquirió la sacerdotisa.

–No. El muerto es un enano -contestó el soldado.

–¿Bruenor? – dijo Entreri al reconocer la palabra drow para la gente barbuda, y se preguntó si por azar habrían asesinado al rey de Mithril Hall.

–¿Bruenor? – repitió Vierna, que desconocía el nombre.

–Cabeza del clan Battlehammer -explicó Entreri-. Pregúntale -le dijo a Vierna, indicándole al explorador, mientras pasaba una mano por la barbilla como quien se acaricia la barba-. ¿Pelo rojo?

Vierna hizo la traducción, escuchó la respuesta, y después se volvió hacia Entreri para darle la información.

–No había luz. El explorador no lo sabe. – El asesino se maldijo a sí mismo por ser tan tonto. No conseguía acostumbrarse a la visión infrarroja, donde las figuras eran poco definidas y los colores se basaban en la cantidad de calor y no en el reflejo de la luz-. Se han ido y no debemos preocuparnos por ellos -añadió Vierna.

–¿Dejarás que escapen después de haber matado a tres de tu grupo? – protestó Entreri, al ver adónde podía conducirlos este razonamiento y poco dispuesto a aceptarlo.

–Los muertos son cuatro -lo corrigió Vierna con la mirada puesta en la víctima de Drizzt, tendida junto a la boca del tobogán.

–Ak'hafta persigue a tu hermano -apuntó Jarlaxle.

–Entonces los muertos son cinco -afirmó Vierna en tono severo-, pero mi hermano se encuentra en el nivel inferior y tendrá que pasar entre nosotros para unirse a sus amigos.

La sacerdotisa inició una conversación con los otros drows en su lengua nativa, y, aunque Entreri no dominaba el idioma, comprendió que Vierna organizaba el descenso por el tobogán para perseguir a Drizzt.

–¿Qué hay de nuestro trato? – la interrumpió.

–Has tenido tu duelo -contestó Vierna-. Te concedemos la libertad, tal como acordamos.

Entreri mostró una expresión complacida al escuchar la respuesta; sabía muy bien que demostrar su cólera significaría unirse a los cadáveres en el suelo. Pero el asesino no estaba dispuesto a aceptar las pérdidas con tanta ligereza. Miró a su alrededor en busca de alguna distracción, algo que le permitiera alterar los planes de la sacerdotisa.

Hasta este momento, Entreri lo había planeado todo a la perfección, excepto que, en el tumulto, no había podido seguir a Drizzt por el tobogán. Una vez allá abajo, él y su archirival hubieran tenido tiempo más que suficiente para dirimir su disputa de una vez por todas, pero ahora la posibilidad de poder encontrarse a solas con Drizzt parecía cada vez más remota.

El taimado asesino había salido bien librado de situaciones más peligrosas que ésta aunque, como se dijo prudentemente a sí mismo, esta vez se enfrentaba a los elfos oscuros, los maestros de la intriga.

–¡Chisss! – siseó Bruenor con la mirada puesta en Wulfgar y Catti-brie, aunque era Thibbledorf Pwent, que roncaba como sólo un enano puede roncar, el culpable del ruido-. ¡Creo que he oído algo!

Wulfgar apoyó el casco del camorrista contra la pared, cubrió con una mano la boca de Pwent, y con los dedos de la otra le apretó la nariz. Las mejillas de Pwent se inflaron un par de veces y entonces se oyó un sonido extraño que surgía por alguna parte. Wulfgar y Catti-brie intercambiaron una mirada; el gigante llegó incluso a mirar un lado de la cabeza de Pwent, intrigado por saber si el enano era capaz de roncar por las orejas.

Bruenor se encogió ante el estallido, pero estaba demasiado atento a lo que escuchaba como para darse vuelta y reñir a los compañeros. Desde el túnel llegó otro suave susurro, apenas perceptible, y después un tercero, más cercano. El enano sabía que no tardarían en ser descubiertos; ¿cómo podían escapar si Wulfgar y Catti-brie necesitaban la luz de la antorcha para moverse por el laberinto de túneles?

Sonó otro ruido, delante mismo de la caverna.

–¡Ahora nos veremos las caras! – gritó enfurecido el rey, lanzándose a través de la pequeña abertura que dejaba la lápida utilizada por Wulfgar para cerrar en parte la entrada. El enano levantó el hacha por encima de la cabeza. Vio la silueta oscura e intentó alcanzarla de un hachazo, pero la criatura fue más rápida que él y se coló en la cueva sin hacer ruido-. ¿Qué demonios? – protestó Bruenor con el hacha en alto, mientras se volvía con tanta prisa que estuvo a punto de caer.

¡Guenhwyvar! -oyó que gritaba Catti-brie desde el otro lado de la lápida.

Bruenor volvió a entrar en la caverna en el momento en que la pantera abría la boca y dejaba caer la estatuilla de ónice… junto con la negra mano del infortunado drow que la había cogido cuando la fiera había ido en pos de su amo.

Con una expresión de disgusto, Catti-brie apartó de un puntapié la mano amputada.

–¡Un animal de primera! – exclamó Bruenor, sin disimular la alegría ante la aparición de una aliada tan poderosa.

Guenhwyvar respondió con un rugido tan potente que resonó por los túneles hasta una gran distancia. Pwent abrió los soñolientos ojos al escuchar el sonido, y se quedó pasmado al ver una pantera de trescientos kilos sentada a un metro de sus pies.

Animado por la descarga de adrenalina, el camorrista pronunció una retahíla de palabras al mismo tiempo que movía los brazos y las piernas desesperado por ponerse de pie (tanta era su agitación que se propinó un puntapié en la canilla). Insistió en sus esfuerzos por lanzarse al ataque, hasta que Guenhwyvar pareció comprender sus intenciones y con una zarpa, las garras ocultas, le dio una bofetada.

El casco de Pwent sonó como una campana cuando el enano chocó contra la pared. El camorrista pensó que no le vendría mal otra siesta, pero se dijo a sí mismo que era un guerrero legendario, y, a su juicio, estaba a punto de participar en una batalla salvaje. Sacó una frasca de debajo de la capa, bebió un buen trago, chasqueó los labios y sacudió la cabeza para despejarse. Reconfortado en parte, el camorrista se afirmó sobre los pies listo para atacar.

Wulfgar lo sujetó por la bayoneta del casco y lo levantó en el aire, mientras Pwent pataleaba indefenso.

–¿Qué te propones? – protestó el camorrista, pero se le fueron las ínfulas y se puso pálido, cuando Guenhwyvar lo miró, con las orejas pegadas al cráneo, y soltó un gruñido enseñándole los dientes.

–La pantera es una amiga -contestó Wulfgar.

–¿Quién es el condenado animal? – tartamudeó Pwent.

–Un animal condenadamente bueno -lo corrigió Bruenor, que dio por acabada la discusión. Volvió a vigilar el túnel, complacido por tener a la pantera a su lado, y consciente de que necesitarían de todas las fuerzas de Guenhwyvar, y quizás un poco más.

Entreri vio a un drow herido sentado contra la pared, al que atendían dos compañeros; los vendajes que le aplicaban resultaban insuficientes para contener la hemorragia, y unos segundos después de colocados chorreaban sangre. Reconoció al herido: era el que había tratado de coger la estatuilla de ónice después de que Drizzt llamara a la pantera, y al recordar a Guenhwyvar el asesino tuvo una idea.

–Los amigos de Drizzt te perseguirán, incluso por el tobogán -afirmó Entreri muy serio, interrumpiendo a Vierna una vez más. La sacerdotisa se volvió hacia él, preocupada por su razonamiento, preocupación que también compartió Jarlaxle-. No los subestimes -añadió el asesino-. Los conozco, y sé que son leales hasta las últimas consecuencias; su lealtad es casi comparable con la de una sacerdotisa para la con la reina araña -señaló, como una deferencia a Vierna porque no quería convertirse en un trofeo drow-. Planeas perseguir a tu hermano, pero, aun en el caso de que consigas atraparlo sin demoras y marchar hacia Menzoberranzan a toda prisa, sus amigos irán tras de ti.

–No eran más que un puñado -objetó Vierna.

–Pero regresarán con muchos más, sobre todo si el enano aplastado debajo de la pared era Bruenor Battlehammer -declaró Entreri.

Vierna miró a Jarlaxle en busca de una confirmación de las palabras del asesino, pero el mercenario se limitó a encoger los hombros y sacudió la cabeza para demostrar su ignorancia al respecto.

–Vendrán mejor equipados y con muchas armas -afirmó Entreri, con más confianza al ver que la duda crecía en los drows-. Quizá traigan magos, y muchos clérigos. Además del arco mortal -echó una mirada al cadáver junto a la pared- y el martillo del bárbaro.

–Los túneles forman un laberinto -razonó Vierna, poco dispuesta a aceptar el razonamiento de Entreri-. No podrán seguirnos. – La sacerdotisa le dio la espalda y volvió a ocuparse de su plan inicial.

–¡Tienen la pantera! – gruñó el asesino-. La pantera es la amiga más querida de tu hermano. Guenhwyvar te perseguirá aunque te refugies en los nueve infiernos.

–¿Tú qué opinas? – le preguntó Vierna a Jarlaxle, sin ocultar la preocupación.

–La pantera era bien conocida entre las patrullas cuando tu hermano vivía en la ciudad -admitió el mercenario, rascándose la puntiaguda barbilla-. Nuestro grupo no es muy numeroso, y hemos perdido a cinco soldados.

–A la vista de que pareces conocer tan bien a toda esa gente -le dijo Vierna a Entreri, con un tono cargado de sarcasmo-, ¿qué nos sugieres?

–Ir detrás de los fugitivos -contestó Entreri, señalando a través del hueco de la puerta el corredor oscurecido por los globos-. Atraparlos y acabar con ellos antes de que puedan buscar ayuda en la ciudad de los enanos. Yo te traeré a tu hermano. – Vierna lo miró recelosa, y al asesino no le gustó lo que vio en sus ojos-. A cambio quiero tener otro duelo con Drizzt -añadió, para que el plan resultara más creíble.

–Cuando nos volvamos a encontrar -repuso Vierna, con un tono helado.

–Desde luego. – El asesino hizo una reverencia y corrió hacia la boca del tobogán.

–Y no irás solo -decidió Vierna. Miró a Jarlaxle, y el mercenario señaló a dos de sus soldados que acompañaran al asesino.

–Trabajo solo -protestó Entreri.

–Morirás solo si buscas a mi hermano en los túneles -lo corrigió Vierna, con un suave tono de burla, pero Entreri comprendió que sus palabras no tenían nada que ver con Drizzt.

Carecía de sentido proseguir la discusión. Encogió los hombros e indicó a uno de los drows que abriera la marcha. En la práctica, tener a un drow capaz de levitar hizo que el descenso por el peligroso tobogán fuera mucho más cómodo.

Entreri aterrizó ágilmente detrás del primer drow y el segundo se posó como un pluma a sus espaldas. El primer soldado sacudió la cabeza desconcertado y tocó con el pie el cuerpo caído, pero Entreri, buen conocedor de los muchos trucos de Drizzt, apartó al elfo oscuro y descargó un fuerte golpe con la espada sobre el presunto cadáver. Con mucho cuidado, el asesino hizo girar el cuerpo para confirmar que no era Drizzt disfrazado. Satisfecho, envainó la espada.

–Nuestro enemigo es muy astuto -explicó Entreri, y uno de los compañeros, que entendía el lenguaje de la superficie, asintió antes de traducir las palabras al otro drow.

–Éste es Ak'halta -le informó el elfo oscuro a Entreri-. Muerto, tal como dijo Vierna.

A Entreri no lo sorprendió encontrar al soldado muerto debajo mismo de la boca de salida del tobogán. Él, mejor que nadie en el grupo de Vierna, comprendía la talla del rival. No dudaba que los dos elfos oscuros que lo acompañaban, guerreros veteranos pero sin conocimiento previo del oponente, no tenían muchas posibilidades de atrapar a Drizzt. A su juicio, si estos dos hubiesen bajado por el tobogán solos, Drizzt habría acabado con ellos en un periquete.

El asesino sonrió para sus adentros al pensarlo, y después casi reveló la sonrisa al comprender que estos dos aparte de desconocer al rival tampoco conocían a su aliado.

Lanzó una estocada cuando el segundo drow pasó a su lado, y le atravesó los pulmones. El otro elfo, más rápido de lo que Entreri había esperado, se volvió con la ballesta lista para disparar.

La daga del asesino se adelantó al movimiento y rozó la mano armada del drow lo suficiente para desviar el disparo. Sin amilanarse, el elfo oscuro soltó un gruñido y desenvainó un magnífico par de espadas.

Una vez más Entreri se asombró al ver la facilidad que tenían los elfos oscuros para luchar con dos armas de la misma longitud. Cogió el fino cinturón de cuero de los pantalones y lo sujetó doblado en la mano izquierda para utilizarlo a modo de látigo mientras lanzaba puntazos con la espada para mantener a raya al rival.

–¡Estás de parte de Drizzt Do'Urden! – lo acusó el drow.

–No estoy de la tuya -lo corrigió Entreri.

El elfo lo atacó con fuerza, moviendo las espadas como tijeras, y el asesino apenas si tuvo tiempo de parar los golpes. El ataque era hábil y muy rápido, pero Entreri advirtió de inmediato la diferencia esencial entre este drow y Drizzt, el toque sutil que destacaba a Drizzt -y también a él- por encima de los demás espadachines. El doble ataque cruzado había sido ejecutado de una manera impecable, pero durante los segundos que había tardado en realizar la maniobra, las defensas del elfo oscuro habían quedado descuidadas. Como muchos otros buenos guerreros, era perfecto en el ataque, y también en la defensa, pero no en ambas cosas a la vez.

Se trataba de un detalle menor; la velocidad del drow compensaba el defecto y muchos espadachines no habrían notado la evidente debilidad. Pero Entreri no era como los demás guerreros.

Una vez más el drow insistió en el ataque. Una espada buscó el rostro de Entreri, y sólo fue desviada en el último instante. La segunda siguió el mismo camino, aunque más abajo, y Entreri invirtió la inercia de su espada para desviar la hoja atacante hacia el suelo.

Furioso, el drow reanudó la embestida, las espadas como aspas, buscando cualquier hueco, sólo para ser interceptado por la espada de Entreri o enganchado y lanzado a un lado por el cinturón de cuero.

Y mientras tanto el asesino cedía terreno, se tomaba su tiempo, a la espera del momento oportuno.

Las espadas se cruzaron, se abrieron y volvieron a cruzarse en busca del vientre de Entreri; el elfo oscuro repetía el ataque inicial.

Pero esta vez la defensa no fue la misma y el asesino avanzó a una velocidad fulminante.

El cinturón de Entreri se enrolló en la punta de una de las espadas del drow, que se cruzaba por debajo de la otra; entonces, el asesino tiró hacia la izquierda para unir las espadas y después desviarlas.

El drow comenzó a retroceder, y las espadas se libraron fácilmente del nudo improvisado; pero el elfo oscuro, que había perdido el equilibrio defensivo en aras del ataque, necesitó una fracción de segundo para recuperar la posición.

La espada de Entreri no necesitó tanto tiempo. Se hundió en el flanco desprotegido del drow y atravesó la carne en línea descendente por debajo de las costillas.

El guerrero se apartó con el estómago y los intestinos destrozados, y Entreri permaneció en su sitio en la posición de ataque.

–Estás muerto -dijo el asesino mientras el drow luchaba por mantenerse de pie con las espadas en alto.

El elfo no podía negar la verdad de la afirmación y tampoco podía hacer nada para evitar el ataque final del asesino.

–Me rindo -anunció y dejó caer las espadas.

–Bien dicho -lo alabó Entreri, mientras con una sonrisa de burla hundía la espada en el corazón del vencido. Limpió la hoja en el piwafwi de la víctima, recuperó la daga y después miró a uno y a otro extremo del túnel hasta donde alcanzaba su infravisión-. Ahora, querido Drizzt -manifestó en voz alta-, las cosas son como las había planeado.

Entreri sonrió, felicitándose a sí mismo por haber sabido resolver de forma brillante una situación tan comprometida.

–¡No he olvidado las cloacas de Calimport, Drizzt Do'Urden! – vociferó, dejándose llevar por la cólera-. ¡Ni tampoco he perdonado!

El asesino se calmó en unos segundos, consciente de que la cólera había sido el fallo en su combate contra Drizzt en la ciudad sureña.

–Puedes estar seguro, mi querido amigo -añadió en voz baja-, de que ahora comienza nuestro juego, de la manera como debió ser desde el principio.

Drizzt volvió a la salida del tobogán poco después de la marcha de Entreri. Comprendió de inmediato lo que había ocurrido cuando vio los dos cadáveres, y supo que no era casualidad. Drizzt había engatusado a Entreri en la caverna del nivel superior, se había negado a participar en el juego según las reglas del asesino. Pero al parecer Entreri se había adelantado a la renuencia de Drizzt y había preparado, o improvisado, un plan alternativo.

Ahora tenía a Drizzt, sólo a él, en los túneles inferiores, uno contra uno. Ahora, también, si había que combatir, Drizzt estaba decidido a luchar hasta el final, consciente de que ganar le brindaría la oportunidad de poder escapar.

Drizzt movió la cabeza como una silenciosa felicitación al oportunismo de su enemigo.

Pero las prioridades de Drizzt eran muy diferentes de las de Entreri. Al vigilante le interesaba encontrar a sus amigos y ayudarlos ante el peligro. Para Drizzt, Entreri era sólo otra pieza de una amenaza mayor.

Si por azar se cruzaba con Entreri en el camino, Drizzt Do'Urden estaba dispuesto a acabar el juego.