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Superados

Thibbledorf Pwent tomó por un pasaje lateral, que corría paralelo y a unos seis metros a la derecha del túnel por el que avanzaban los compañeros, para efectuar una prudente maniobra por el flanco. Oyó el estampido de la puerta destrozada por el martillo, el crepitar de las flechas de Catti-brie, y gritos en diversos lugares, incluso un par de gruñidos, y maldijo su suerte por estar tan lejos de la diversión.

Con la antorcha por delante, el camorrista giró a la carrera por un desvío a la izquierda, con la esperanza de reunirse con los demás antes de que se acabara el combate. De pronto se detuvo al distinguir una figura que parecía tan sorprendida como él ante la aparición inesperada.

–¡Eh, tú! ¿Eres el drow amigo de Bruenor? – preguntó el camorrista. Pwent observó el movimiento de la mano del elfo y escuchó el chasquido de la ballesta. El dardo golpeó la armadura y, colándose por una de las rendijas, arrancó una gota de sangre del hombro del enano-. ¡Creo que no! – gritó Pwent entusiasmado, al tiempo que dejaba caer la antorcha y se lanzaba al ataque. Corrió con la cabeza gacha, apuntando con la bayoneta del casco a su oponente, que, pasmado ante la ferocidad de la embestida, tardó en desenvainar la espada.

Casi sin ver pero atento a la defensa, Pwent sacudió la cabeza de un lado a otro mientras se acercaba al objetivo, y desvió la estocada del drow. Entonces volvió a erguir el torso y se arrojó sobre el elfo oscuro.

Los dos cuerpos se estrellaron contra la pared; el drow logró conservar el equilibrio, pese a que Pwent colgaba en el aire, aferrado a él, pero estaba completamente desconcertado por este tipo de combate abrazados.

El drow consiguió librar la mano de la espada, mientras Pwent comenzaba a sacudirse para que las púas de la armadura cortaran el pecho del enemigo. El elfo se movió frenético, y la desesperación de sus acciones sólo sirvió como ayuda al ataque del camorrista. También Pwent consiguió librar un brazo y, aullando como un poseso, descargó una lluvia de puñetazos con el guantelete de clavos que perforaron la suave piel negra. El enano lo golpeó con las rodillas y los codos, le aporreó las costillas, y lo mordió en la nariz. Sintió el calor de la sangre de su enemigo, y la sensación empujó al más salvaje de los camorristas a nuevas cotas de ferocidad.

El drow se desplomó sin que Pwent dejara de golpearlo. En unos instantes, el rival dejó de moverse, pero el enano no cedió la ventaja.

–¡Maldito drow asqueroso! – rugió mientras machacaba con la frente el rostro del elfo oscuro.

Por fin Pwent se apartó, arrastró al drow hasta la pared y lo acomodó en la posición de sentado. El camorrista sintió dolor en la espalda y comprendió que la espada del rival lo había herido por lo menos una vez. Sin embargo, lo preocupaba más el entumecimiento de uno de los brazos, consecuencia del veneno de la saeta. Furioso, agachó la cabeza, raspó las botas contra el suelo para coger carrerilla, y se lanzó contra el cadáver para ensartarlo con la bayoneta en el pecho.

Esta vez, cuando se alejó, el cuerpo del drow cayó al suelo en medio de un gran charco de sangre, que manaba del pecho destrozado.

–Espero que tú no seas el amigo de Bruenor -comentó el camorrista en voz alta, al comprender de pronto que el combate podía haber sido consecuencia de un malentendido-. Bueno, ahora es absurdo lamentarse.

Cobble, que buscaba trampas con ayuda de la magia, se encogió involuntariamente cuando otra flecha voló por encima de su hombro y cruzó la bien iluminada cueva que tenía delante. El clérigo volvió a su trabajo, ansioso por acabar cuanto antes y no perderse la carga de Bruenor y los demás.

Una saeta lo hirió en una pierna, pero el clérigo no se preocupó por el pinchazo ni por el veneno, porque se había protegido contra los efectos del veneno con varios encantamientos. Aunque lo hirieran con una docena de dardos, pasarían horas antes de que le hicieran efecto.

No encontró ninguna trampa en el pasillo, y llamó a los demás, que, llevados por la impaciencia, ya venían hacia él. Sin embargo, cuando volvió a mirar hacia la caverna ocupada por el enemigo, vio algo poco habitual en el suelo: limaduras metálicas.

–¿Hierro? – susurró. Instintivamente metió una mano en la bolsa llena de pequeñas bombas mágicas, y se agazapó, al tiempo que levantaba la otra mano para alertar a los demás.

Se concentró y, en medio del estruendo de la súbita batalla, escuchó una voz de mujer que en idioma drow recitaba la letanía de un hechizo.

Los ojos del enano se abrieron de espanto. Se volvió, gritando a sus amigos que se fueran, que se alejaran. Él también intentó correr, y movió las piernas con tanta prisa que las botas resbalaron en la piedra.

Escuchó la culminación del hechizo.

Las limaduras se convirtieron en una pared de hierro, inclinada y sin soportes, que cayó encima del pobre Cobble.

Se produjo una gran ráfaga de viento como consecuencia del choque de toneladas de hierro contra el suelo, y los chorros de sangre a presión y de carne azotaron los rostros de los tres atónitos compañeros. Un centenar de pequeñas explosiones, el estallido de las diminutas bombas del clérigo, sonaron debajo de la pared caída.

–Cobble -susurró Catti-brie desconsolada.

Se apagó la luz mágica en la caverna lejana. Un globo de oscuridad apareció delante de la entrada de la cueva, cerrando el extremo del túnel. Después aparecieron un segundo y un tercero, que ocultaron el borde trasero de la pared de hierro.

–¡A la carga! – les gritó Thibbledorf Pwent, que pasó a la carrera junto a sus amigos.

El camorrista se detuvo bruscamente cuando un globo de oscuridad le cerró el paso. Los chasquidos de las ballestas al otro lado del globo era incesantes, y una lluvia de saetas se abatió sobre el grupo.

–¡Atrás! – ordenó Bruenor. Catti-brie disparó otra flecha; Pwent, herido una docena de veces, se tambaleó. Wulfgar lo sujetó por la bayoneta del casco y lo arrastró detrás del rey.

–¡Drizzt! – gimió Catti-brie. Hincó una rodilla en tierra y comenzó a disparar mientras rogaba para que su amigo no se interpusiera en la trayectoria de las flechas si se le ocurría salir de la caverna en aquel instante.

Un dardo, con la punta rezumando veneno, golpeó contra el arco y se perdió en el aire.

No podía permanecer allí por más tiempo.

Efectuó un último disparo y se volvió para correr detrás de su padre y los demás, lejos del amigo que había venido a rescatar.

Drizzt cayó unos cuatro metros, chocó contra una de las paredes del tobogán, y después se deslizó por la fuerte pendiente. Mantuvo las cimitarras bien sujetas contra el pecho, temeroso de perder alguna y acabar traspasado en uno de los bruscos vaivenes del descenso.

Ejecutó una voltereta para bajar con los pies por delante, pero volvió a encontrarse en la posición anterior en la siguiente caída vertical, donde recibió un golpe que casi lo dejó sin sentido.

En el momento en que se disponía a intentar la misma maniobra, el tobogán le envió por un desvío en diagonal a un pasillo inferior. El vigilante pasó por el desvío a gran velocidad, aunque conservó la serenidad suficiente para mantener las cimitarras apartadas del cuerpo.

Chocó violentamente contra el suelo, rodó sobre sí mismo, y fue a detenerse contra un saliente de piedra que se le clavó en la rabadilla.

Drizzt Do'Urden permaneció muy quieto.

No pensó en el dolor -que se convertía rápidamente en entumecimiento- en las piernas: no revisó los muchos cortes y morados recibidos en el descenso. Ni siquiera pensó en Entreri; en aquel terrible momento, sólo una cosa dominaba al miedo que sentía por los amigos.

Había roto su juramento.

Cuando el joven Drizzt había abandonado Menzoberranzan, después de matar a Masoj Hun'ett, había jurado que nunca más volvería a matar a un drow. A pesar de los riesgos, había mantenido el juramento cuando su familia lo había perseguido por las regiones remotas de la Antípoda Oscura, y también en el duelo con la hermana mayor. Con el recuerdo de la muerte de Zaknafein aún fresco en su mente, el deseo de matar a Briza había sido casi imposible de contener; pero, pese a estar medio loco de pena y de diez años de supervivencia en la soledad más absoluta, Drizzt no había faltado al juramento.

Pero ahora todo había cambiado. No había ninguna duda de que había matado al centinela en la entrada del tobogán; las cimitarras habían abierto unos tajos limpios, una equis perfecta en la garganta del elfo oscuro.

Había sido necesario, se dijo a sí mismo, algo inevitable si quería verse libre de la banda de Vierna. Él no había precipitado la violencia, no la había buscado. Nadie lo podía culpar por emprender cualquier acción necesaria para escapar de las manos de la sacerdotisa de Lloth, y tratar de ayudar a sus amigos frente a adversarios tan poderosos.

Nadie podía acusarlo, pero, mientras yacía en el suelo, y las piernas recuperaban la movilidad, la conciencia de Drizzt no podía eludir la verdad final.

Había roto el juramento.

Bruenor los guió a ciegas por el laberinto de túneles. Wulfgar le pisaba los talones, cargado con Pwent dormido (el gigante tenía que soportar la molestia de los cortes producidos por las púas y rebordes afilados de la armadura), y Catti-brie se encargaba de la retaguardia; cuando parecía que los perseguidores se acercaban demasiado, hacía un alto y disparaba un par de flechas.

Muy pronto reinó el silencio en la zona, roto sólo por el jadeo del grupo, un silencio demasiado extraño a juicio de los compañeros. Sabían con cuánto sigilo se movía Drizzt, sabían que el sigilo era la especialidad de los elfos oscuros.

¿Hacia dónde escapar? Desconocían esta región y para orientarse y buscar el camino de regreso necesitaban de un tiempo que no disponían.

Por fin, Bruenor llegó a un pequeño pasaje lateral que se abría en tres ramas, que a su vez se bifurcaban un poco más adelante. El rey escogió una al azar y guió a los otros primero a la izquierda después a la derecha, y no tardaron en llegar a una cueva no muy grande, construida por los goblins y con una gran lápida junto a la entrada por el lado interior. En cuanto entraron, Wulfgar colocó la lápida en la entrada, y se sentó con la espalda apoyada en la piedra.

–¡Drows! – susurró Catti-brie, incrédula-. ¿Cómo han venido a Mithril Hall?

–Por qué, no cómo -la corrigió Bruenor en voz baja-. ¿Por qué están los elfos oscuros en mis túneles? – El rey miró a su hija, la querida Catti-brie, y a Wulfgar, el muchacho orgulloso al que había convertido en un hombre de primera, con una expresión muy seria-. ¿En qué nos hemos metido esta vez?

Catti-brie no supo qué responder. Los compañeros habían combatido contra numerosos monstruos, habían superado obstáculos increíbles, pero ahora se enfrentaban a los elfos oscuros, los terribles, malvados e infames drows, que al parecer tenían prisionero a Drizzt, si es que todavía conservaba la vida. El grupo había atacado con fuerza y sin demora para rescatar a Drizzt, había pillado a los elfos oscuros por sorpresa. No habían conseguido su objetivo sencillamente porque se habían visto superados en número; habían sido rechazados sin conseguir nada más que una visión fugaz del que podía ser el amigo prisionero.

La muchacha miró a Wulfgar en busca de apoyo y descubrió que él la miraba con la misma expresión de desaliento que había en el rostro de Bruenor.

Catti-brie desvió la mirada, sin tener tiempo ni ganas de consolar al bárbaro. Sabía que Wulfgar seguía más preocupada por ella que por sí mismo -esto era algo que no se lo podía reprochar- pero, como guerrera, también sabía que, si su novio estaba pendiente de ella, no prestaría la debida atención a los peligros que tenía delante.

En esta situación, ella representaba un riesgo para Wulfgar, no por falta de capacidad o de deseos de sobrevivir, sino por la propia debilidad del bárbaro, por su incapacidad de ver a Catti-brie como un aliado con las mismas fuerzas.

Y, con los elfos oscuros a su alrededor, ¡cuánta falta les hacía tener aliados!

El drow que perseguía a Drizzt utilizó los poderes de levitación innatos para bajar desde la salida del tobogán, y su mirada se fijó inmediatamente en la forma acurrucada debajo de la capa en el suelo del túnel.

Empuñó el garrote y corrió, con un grito de entusiasmo por las recompensas que recibiría por haber capturado a Drizzt. Descargó el garrotazo y se llevó una sorpresa cuando la madera rebotó en la piedra oculta por la capa del fugitivo.

Silencioso como la muerte, Drizzt se descolgó de su escondite por encima de la salida del tobogán, directamente detrás del adversario.

Con los ojos desorbitados por la sorpresa, el drow recordó en aquel momento la piedra junto a la salida.

La primera intención de Drizzt fue la de golpear con las empuñaduras; el corazón le rogaba que respetara el juramento y no matara a más drows. Un golpe bien dado podía tumbar al rival y dejarlo inconsciente. Después podía atarlo y despojarlo de las armas.

Si Drizzt hubiese estado solo en los túneles, si sencillamente hubiese tenido que atender al deseo de escapar de Vierna y Entreri, entonces habría atendido la llamada del corazón. Pero no podía olvidar a los amigos en el nivel superior, que sin duda ahora luchaban contra los mismos enemigos que él había dejado atrás. No podía correr el riesgo de que este soldado, en cuanto se viera libre, se constituyera en una amenaza para Bruenor, Wulfgar o Catti-brie.

La punta de Centella penetró en la espalda del drow y, después de atravesarle el corazón, asomó por el pecho, con su brillo azul empañado por un tinte rojizo.

Cuando quitó la cimitarra, Drizzt Do'Urden tenía más sangre en las manos.

Pensó una vez más en los amigos en peligro y apretó los dientes, diciéndose que la sangre acabaría por limpiarse.