8

Pesadillas

Las gruesas gotas de sudor corrían por los esculturales brazos del bárbaro; las llamas de la forja marcaban unas sombras bien definidas en los bíceps y antebrazos, acentuando los enormes y poderosos músculos.

Con gran facilidad, como si utilizara una pluma, Wulfgar descargaba una y otra vez el martillo de diez kilos contra la varilla de metal. Chispas de hierro al rojo volaban por los aires y salpicaban las paredes, el suelo y el grueso mandil de cuero que llevaba, porque el bárbaro había cometido el error de recalentar el metal. Manaba sangre de los anchos hombros de Wulfgar, pero el hombre siguió impertérrito con su trabajo. Lo animaba la certeza de que sólo a través del esfuerzo conseguiría librarse del dominio que se había apoderado de su corazón.

Encontraría consuelo en el agotamiento.

Hacía años que Wulfgar no trabajaba en la forja, desde que Bruenor lo había librado de la servidumbre en el valle del Viento Helado, un lugar y una vida que le parecían a millones de kilómetros de distancia.

Ahora Wulfgar necesitaba el hierro, necesitaba los golpes automáticos del martillo, el esfuerzo físico capaz de apaciguar el vendaval de emociones que no lo dejaban descansar. El martilleo rítmico lo obligaba a seguir una línea de pensamiento ordenada; sólo le permitía un pensamiento entre golpe y golpe.

Hoy deseaba resolver muchas cosas, sobre todo para recordarse a sí mismo las cualidades que lo habían atraído en la muchacha que pronto se convertiría en su esposa. Sin embargo, en cada intervalo, aparecía en su mente la misma imagen: Aegis-fang casi rozando la cabeza de Drizzt.

Había intentado matar a su mejor amigo.

Con renovado vigor, descargó el martillo contra el metal, y una lluvia de material incandescente voló por el recinto.

¿Por los nueve infiernos, qué le pasaba?

Una vez más, saltaron las chispas.

¿Cuántas veces Drizzt Do'Urden le había salvado la vida? ¿Qué sería de su vida sin la presencia del amigo negro?

Gruñó furioso cuando el martillo aplastó el hierro.

Pero el drow había besado a Catti-brie -¡a su Catti-brie!– en las afueras de Mithril Hall el día de su regreso.

La respiración del Wulfgar se convirtió en un jadeo forzado, pero su brazo continuó, incansablemente, descargando su furia a través del martillo. Cerraba los ojos con la misma fuerza que la mano empuñaba el mango, los músculos hinchados por el esfuerzo.

–¿La has hecho para lanzarla en las esquinas? – preguntó la voz de un enano.

Wulfgar abrió los ojos y se volvió a tiempo para ver a uno de los enanos, que pasaba por delante de la puerta de la herrería, festejando su comentario con una sonora carcajada. Cuando el bárbaro miró otra vez su trabajo, comprendió el motivo de la broma, porque el mástil de la lanza tenía la forma de una curva por culpa de los golpes demasiado fuertes.

El gigante arrojó la lanza estropeada a la pila de chatarra y dejó caer el martillo al suelo.

–¿Por qué me has hecho esto? – gritó a voz en cuello, aunque, desde luego, Drizzt no podía oírlo. Su mente retenía la imagen del elfo y su amada Catti-brie abrazados en un beso, una imagen que el celoso Wulfgar no podía olvidar aunque de hecho no la había visto en realidad.

Se enjugó el sudor de la frente con una mano, lo que dejó un rastro de hollín en la piel, y se desplomó sobre una silla junto a la mesa de piedra. No había esperado que las cosas se complicaran tanto, que Catti-brie se comportara de un modo tan escandaloso. Recordó la primera vez que había visto a su amada, cuando ella apenas había dejado atrás la infancia, saltando por los túneles del valle del Viento Helado sin la menor preocupación, como si hubiese olvidado los muchos peligros de aquella terrible región, y todos los recuerdos de la reciente guerra contra la tribu de Wulfgar.

Al joven Wulfgar no le costó mucho comprender que Catti-brie había capturado su corazón con aquel comportamiento despreocupado. No había conocido nunca a una mujer como ella; en su tribu, donde los hombres eran los únicos amos, las mujeres eran casi esclavas, sometidas al arbitrio de los varones. Las mujeres bárbaras no se atrevían a desobedecer a sus hombres, y desde luego no los avergonzaban como había hecho Catti-brie cuando él había insistido en que no debía acompañar a la fuerza enviada a parlamentar con los goblins.

Wulfgar tenía la inteligencia suficiente para recordar sus faltas, y se sentía como un tonto por la forma en que le había hablado a Catti-brie. Pese a ello, no podía negar que necesitaba una mujer -una esposa- a la que proteger, una esposa que le permitiera asumir su lugar como hombre.

Las cosas se habían complicado cada vez más, y entonces, sólo para empeorarlo todo, Catti-brie, su Catti-brie, le había dado un beso a Drizzt Do'Urden.

Wulfgar abandonó el asiento de un salto y corrió a recoger el martillo, consciente de que pasaría muchas horas en la forja, muchísimas horas dedicadas a descargar en el metal la rabia de sus agarrotados músculos. Porque el hierro aceptaría su voluntad de una manera que Catti-brie se negaba, cedería al poder de los golpes.

El gigante descargó el martillo con todas sus fuerzas, y el metal al rojo blanco se sacudió con el impacto. Las chispas azotaron el rostro de Wulfgar, y una abrió una herida en la comisura de un ojo.

Con el rostro manchado de sangre, Wulfgar continuó con la tarea, imperturbable al dolor.

–Enciende la antorcha -susurró el drow.

–La luz alertará a nuestros enemigos -protestó Regis sin alzar la voz.

Los compañeros escucharon el eco de un gruñido ronco en algún lugar del túnel.

–La antorcha -repitió Drizzt, mientras alcanzaba a Regis la caja con la yesca y el pedernal-. Espera aquí con la antorcha encendida. Guenhwyvar y yo daremos un rodeo.

–¿Ahora soy el cebo? – preguntó el halfling.

Drizzt, con todos los sentidos atentos a cualquier señal de peligro, no oyó la pregunta. Con una sola cimitarra empuñada -mantuvo a Centella en la vaina para evitar ser delatado por el resplandor mágico del arma-, avanzó en el más absoluto silencio y desapareció en las tinieblas.

Regis, sin dejar de protestar, utilizó el pedernal para encender la antorcha. No vio a Drizzt por ninguna parte.

Un gruñido hizo que el halfling se volviera con la velocidad del rayo, la maza en alto, pero sólo se trataba de Guenhwyvar, que volvía sobre sus pasos por un pasaje lateral. La pantera dejó atrás a Regis, atenta al rastro de Drizzt, y el halfling se apresuró a seguirla, consciente de que no podía mantener la misma velocidad de la bestia.

En cuestión de segundos volvió a estar solo, con la única compañía de las sombras alargadas sobre las paredes desiguales. Sin separar mucho la espalda de la roca, Regis avanzó palmo a palmo, silencioso como la muerte.

La boca oscura de un túnel lateral apareció unos pocos pasos más allá. El halfling continuó la marcha, sosteniendo la antorcha con el brazo estirado hacia atrás y la maza dispuesta a golpear. Presintió una presencia a la vuelta de la esquina, algo que avanzaba hacia él muy lentamente desde la otra dirección.

Regis dejó la antorcha en el suelo con mucho cuidado y acercó la maza al pecho, mientras separaba los pies para equilibrar el peso.

Dobló la esquina como una centella y descargó la maza. Algo azul interceptó el golpe; sonó el ruido del choque de metal contra metal. Al instante Regis lanzó otro ataque en un plano horizontal más bajo.

Otra vez se oyó el ruido de la parada.

La maza acabó su trayectoria, e inició otra idéntica. Sin embargo, el experto adversario del halfling no se dejó engañar y otra vez la espada paró el golpe.

–¡Regis! – La maza giró por encima de la cabeza del halfling, lista para el próximo ataque, pero Regis bajó el brazo al reconocer la voz-. Te dije que permanecieras en tu posición con la antorcha -le reprochó Drizzt, emergiendo de las sombras-. Tienes mucha suerte de estar con vida.

–Lo mismo digo -replicó Regis con calma, y su tono frío hizo aparecer una expresión de asombro en el rostro de Drizzt-. ¿Has encontrado algo? – preguntó el halfling.

–Nos hallamos cerca -contestó el drow, sacudiendo la cabeza-. Guenhwyvar y yo estamos seguros de ello.

Regis recogió la antorcha y sujetó la maza en el cinturón al alcance de la mano. El súbito gruñido de la pantera les llegó de un lugar del largo túnel, y ambos echaron a correr.

–¡No me dejes atrás! – chilló Regis. Alcanzó a cogerse de la capa de Drizzt y no la soltó, mientras movía a toda velocidad los peludos pies, daba saltos, e incluso patinaba sobre la roca en sus esfuerzos por mantenerse a la par.

Drizzt aminoró el paso cuando vio el reflejo de los ojos de Guenhwyvar más allá de la zona iluminada por la antorcha, en una esquina donde el túnel torcía en ángulo recto.

–Creo que hemos encontrado a los enanos -murmuró Regis, muy serio. Le alcanzó a Drizzt la antorcha y soltó la capa, para después seguir al elfo hasta donde esperaba la pantera.

Drizzt espió; Regis lo vio torcer el gesto y avanzó. La luz de la antorcha iluminaba la terrible escena.

Efectivamente, habían encontrado a los enanos desaparecidos. Unos cuantos cadáveres yacían en el suelo; a los demás los habían dejado apoyados contra las paredes a intervalos irregulares a lo largo del túnel.

–¡Si no quieres llevar el mandil, pues no lo llevas y se acabó! – gritó Bruenor, harto de tanta discusión. Catti-brie asintió, satisfecha de haber conseguido su propósito.

–Pero, mi rey… -protestó Cobble, el tercero de los presentes en el aposento privado con Bruenor y Catti-brie. Los dos enanos sufrían de una terrible resaca como consecuencia del exceso de agua bendita.

–¡Bah! – exclamó el rey enano para hacer callar al bien intencionado clérigo-. No conoces a mi hija ni la mitad que yo. Si dice que no lo llevará, entonces ni todos los gigantes de la Columna del Mundo podrán hacerla cambiar de opinión.

–¡Bah para ti también! – afirmó una voz inesperada fuera de la cámara, seguida de un golpe tremendo contra la puerta-. ¡Sé que estás aquí, Bruenor Battlehammer, que se llama a sí mismo rey de Mithril Hall! ¡Abre la puerta ahora mismo y recibe a quien te supera!

–¿Conocemos esa voz? – preguntó Cobble, intercambiando una mirada de curiosidad con Bruenor.

–¡He dicho que abras! – Una vez más el grito estuvo acompañado de un golpe. La madera saltó hecha astillas cuando un clavo sujeto en los nudillos de un guantelete metálico atravesó la puerta-. ¡Ah, maldita sea!

Bruenor y Cobble se miraron el uno al otro, incrédulos.

–¡No! – gritaron al unísono.

–¿Quién es? – inquirió Catti-brie, impaciente.

–No puede ser -contestó Cobble, y a la muchacha le pareció que el clérigo deseaba con toda el alma que sus palabras fueran ciertas.

Un gruñido les advirtió que la criatura al otro lado de la puerta había conseguido sacar el clavo de la madera.

–¿Quién es? – interrogó Catti-brie a su padre, con los brazos en jarras.

La puerta se abrió de golpe, y apareció el enano de aspecto más estrafalario que Catti-brie había visto en toda su vida. En cada mano llevaba guanteletes con clavos y los dedos abiertos; también tenía clavos en los codos, las rodillas y las punteras de las recias botas, y vestía una armadura (fabricada a medida para acomodarla al cuerpo, parecido a un tonel) de aros metálicos con un centímetro de separación entre ellos desde el cuello hasta medio muslo y desde los hombros a los antebrazos. El yelmo gris rematado por una bayoneta de unos sesenta centímetros de largo, casi la mitad de la estatura del enano, estaba sujeto por unas correas que desaparecían en la monstruosa barba negra.

–Eso -respondió Bruenor, con un tono desdeñoso- es un camorrista.

–No «un» camorrista -precisó el estrafalario enano de barba negra-, sino ¡«el» camorrista; el más salvaje camorrista! – Caminó hacia Catti-brie y sonrió de oreja a oreja con la mano extendida. La armadura chirriaba con cada movimiento de una forma tan desagradable que a la muchacha se le erizaron los pelos de la nuca-. ¡Thibbledorf Pwent a tu servicio, bella dama! – dijo el enano, con ínfulas de caballero-. Primer guerrero de Mithril Hall. Tú debes de ser la Catti-brie de la que tanto me han hablado en Adbar. Dicen que eres la hija humana de Bruenor, aunque estoy perplejo al ver una mujer Battlehammer sin una barba hasta los pies.

El olor nauseabundo de la criatura estuvo a punto de descomponer a Catti-brie. La muchacha se preguntó si se habría quitado la armadura alguna vez durante el último siglo.

–Intentaré dejarme la barba -prometió.

–¡Hazlo! ¡Hazlo! – berreó Thibbledorf, y se alejó a saltitos para plantarse delante de Bruenor-. ¡Mi rey! – vociferó. Hizo una reverencia, y la bayoneta del casco casi partió por la mitad la larga y puntiaguda nariz de Bruenor.

–Por todos los demonios de los nueve infiernos, ¿qué haces aquí? – preguntó Bruenor.

–Y vivo -añadió Cobble, que respondió a la mirada incrédula de Bruenor encogiendo los hombros.

–Creía que habías muerto cuando el dragón Tiniebla Brillante se apoderó del nivel inferior -añadió Bruenor.

–¡Su aliento era mortal! – gritó Thibbledorf.

«Mira quién habla», pensó Catti-brie, pero se guardó el comentario.

Pwent siguió con su relato, moviendo los brazos violentamente y dando vueltas de aquí para allá, la mirada perdida en el espacio como si recordara una escena muy lejana.

–Un aliento maligno. Me vi rodeado de una profunda oscuridad que me arrebató la fuerza de los miembros. ¡Pero conseguí librarme! – chilló de pronto Thibbledorf, volviéndose hacia Catti-brie para señalarla con un dedo rechoncho-. Escapé por una puerta secreta de los túneles inferiores. ¡Ni siquiera aquel dragón fue capaz de detener a Pwent!

–Pudimos mantener las defensas durante dos días antes de que los duergars de Tiniebla Brillante nos hicieran retroceder al Valle de los Custodios -señaló Bruenor-. No escuché ninguna noticia de que habías vuelto a combatir junto a mi padre y a mi abuelo, que entonces era el rey de Mithril Hall.

–Pasó una semana antes de que recuperara las fuerzas y consiguiera cruzar los pasos hasta la puerta occidental -explicó Pwent-. Para entonces ya habíamos perdido la batalla. Al cabo de un tiempo -añadió el enano, peinándose la barba con los clavos del guantelete-, escuché que un grupo de jóvenes, entre los que estabas tú, se había marchado al oeste. Algunos comentaron que teníais la intención de trabajar en las minas de Mirabar; pero, cuando llegué allí, nadie sabía nada de vosotros.

–¡Doscientos años! – gruñó Bruenor con un aire tan feroz que la sonrisa aparentemente perpetua desapareció del rostro de Pwent-. Tuviste doscientos años para encontrarnos, y nunca nos enteramos de que estuvieses vivo.

–Regresé al este -repuso Pwent, muy tranquilo-. He vivido… muy bien, por cierto, empleado como mercenario… en Sundabar y para el rey Harbromme de Ciudadela de Adbar. Fue al volver allí, hace sólo tres semanas, después de pasar algún tiempo en el sur, cuando me enteré de tu regreso, de que un Battlehammer ocupaba el trono de Mithril Hall. Así que aquí estoy, mi rey -añadió, con una rodilla en tierra-. Señálame tus enemigos. – Dirigió a Catti-brie un guiño insolente y acercó una mano roñosa a la bayoneta sujeta al yelmo.

–¿El más salvaje? – preguntó Bruenor, casi en tono de mofa.

–Como siempre -contestó Thibbledorf.

–Te pediré una escolta -dijo Bruenor-, para que puedas ir a bañarte y comer.

–Acepto la comida -replicó Pwent-, pero te puedes quedar con el baño y la escolta. Conozco este lugar tanto como tú, Bruenor Battlehammer. Tal vez más, dado que sólo eras un crío cuando nos echaron. – Acercó una mano a la barbilla de Bruenor, y se la apartaron de un bofetón. La risa aguda como el graznido de un halcón acompañó los chirridos de la armadura mientras el personaje salía de la sala.

–Un tipo agradable -comentó Catti-brie.

–Pwent está vivo -murmuró Cobble, y la muchacha no comprendió si esto era una buena o mala noticia.

–Nunca me lo habías mencionado -le dijo Catti-brie a Bruenor.

–Créeme, hija mía -contestó Bruenor-. No es digno de mención.

Agotado, el bárbaro se tendió en el catre en busca del sueño reparador. Sintió que el sueño volvía a su mente antes incluso de poder cerrar los ojos. Se sentó violentamente, rechazando las imágenes de Catti-brie entre los brazos de Drizzt Do'Urden.

No las pudo evitar.

Vio miles de puntos luminosos, un millón de fuegos reflejados, que giraban invitándolo a sumergirse en la vorágine.

Wulfgar gruñó desafiante e intentó ponerse de pie. Le costó un rato descubrir que no lo había conseguido, que aún seguía sentado en el catre, y que se hundía, siguiendo el rastro luminoso, hacia la pesadilla de las imágenes.