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El juguete de los enanos

Drizzt se escabulló por un pasaje tranquilo, y fue dejando atrás el fragor de la batalla salvaje. El drow avanzaba confiado, porque sabía que su sombra, Guenhwyvar, se movía en silencio en la posición de vanguardia. En cambio lo preocupaba Regis, que se empecinaba en seguirlo. Por fortuna, el halfling marchaba tan silenciosamente como el elfo, sin apartarse de las sombras, y no planteaba ningún riesgo.

La necesidad de mantener el silencio era la única cosa que impedía a Drizzt interrogar al halfling ahora mismo, pero el drow no podía dejar de preguntarse cómo haría Regis, poco experto en el combate, para mantenerse apartado del peligro si tropezaban con alguna partida de goblins.

Adelante, la pantera negra hizo una pausa y miró a Drizzt. Después se escabulló por una abertura para situarse junto a una de las paredes de una caverna pequeña. Más allá de la entrada, el drow escuchó las guturales voces de los goblins.

Drizzt miró a Regis, a los puntos rojos que delataban la visión infrarroja de su amigo. Los halflings también podían ver en la oscuridad aunque no tan bien como los drows o los goblins. El elfo levantó una mano para indicar a Regis que esperara en el corredor, y avanzó hasta la entrada.

Los goblins, al menos unos seis o siete, se amontonaban casi en el centro de la pequeña caverna, moviéndose entre los muchos pilares naturales que parecían dientes.

A la derecha, junto a la pared, Drizzt notó un movimiento y comprendió que se trataba de Guenhwyvar, que esperaba pacientemente a que él hiciera el primer movimiento.

«Qué maravilla tener a la pantera como aliada en el combate», pensó Drizzt. Como siempre, Guenhwyvar aguardaba a que Drizzt decidiera el curso de la batalla, para después acomodar sus acciones al plan establecido.

El vigilante drow se movió hasta la estalagmita más cercana, se arrastró hasta otra, y rodó sobre sí mismo hasta situarse detrás de una tercera, cada vez más cerca de la presa. Ahora podía ver a nueve goblins, muy ocupados en discutir los planes futuros.

No había centinelas, ignorantes de que el peligro se encontraba tan cerca.

Un goblin se separó del grupo tan sólo un metro y medio para sentarse con la espalda apoyada en una estalagmita. Una cimitarra le atravesó el vientre y subió hasta los pulmones antes de que pudiera llegar a gritar.

Quedaban ocho.

Drizzt apartó el cadáver con mucha suavidad y ocupó su lugar, con la espalda contra la piedra.

Un segundo más tarde, uno de los goblins lo llamó, confundiéndolo con el compañero muerto. Drizzt contestó con un gruñido. Una mano le palmeó un hombro, y el drow no pudo disimular la sonrisa.

El goblin lo palmeó una vez, después otra, más despacio, y luego comenzó a pasar la mano sobre la gruesa capa del drow, al parecer advertido de que algo no iba bien.

Con una expresión de curiosidad en su feo rostro, el goblin se asomó por el costado de la estalagmita.

Entonces quedaron siete, y Drizzt saltó sobre ellos y descargó un vendaval de golpes que acabaron con los dos goblins más cercanos en un abrir y cerrar de ojos.

Los cinco restantes chillaron espantados y echaron a correr con tanto desorden que algunos chocaron contra las estalagmitas y otros se llevaron por delante entre sí.

Un goblin se acercó a Drizzt, sin dejar de pronunciar una retahíla incomprensible al tiempo que abría los brazos en lo que podía interpretarse como un gesto amistoso. Por lo visto, la malvada criatura no se había dado cuenta todavía de que tenía delante a un elfo oscuro, porque cuando lo hizo intentó retroceder desesperado. Las cimitarras se movieron con la velocidad del rayo, dibujando una equis de sangre caliente en el pecho del enemigo.

Guenhwyvar pasó como una flecha junto al drow y atacó a un goblin que escapaba hacia el extremo más alejado de la caverna. Un zarpazo fue suficiente para reducir a tres el número de rivales.

Por fin, dos goblins recuperaron la tranquilidad suficiente para acercarse al drow en un ataque coordinado. Uno intentó alcanzarlo con el garrote, pero Drizzt desvió la trayectoria del arma casi en el acto.

Su cimitarra, la misma que había utilizado para desviar el golpe, se movió a la izquierda y a la derecha, y repitió las estocadas dos veces más. La criatura miró asombrada las seis heridas mortales que le abrían el pecho mientras se desplomaba.

Entretanto, la segunda cimitarra de Drizzt había detenido sin problemas los ataques desesperados del otro goblin.

Cuando el drow se volvió para enfrentarse al rival, la criatura comprendió que estaba perdido. Lanzó la espada contra Drizzt, sin conseguir ningún resultado, y corrió a ocultarse detrás de la estalagmita más cercana.

En aquel momento el último de los goblins asomó detrás de la misma estalagmita, con la consiguiente sorpresa del drow, y asegurando la huida del primero. Drizzt maldijo la suerte del goblin. No quería dejar escapar a ninguno, pero estos dos, ya fuera adrede o por casualidad, corrían en direcciones opuestas. Una fracción de segundo después, el drow oyó un golpe seco al otro lado del pilar, y el goblin que le había arrojado la espada apareció a la vista con el cráneo destrozado.

Regis, provisto con su pequeña maza, asomó detrás de la estalagmita y encogió los hombros.

Desconcertado, Drizzt le devolvió la mirada y se volvió para perseguir al goblin restante, que corría velozmente hacia la boca de un túnel al otro lado de la caverna.

El drow, más rápido y ágil, acortó distancia paulatinamente. Advirtió que Guenhwyvar, el morro sucio con la sangre de la última víctima, seguía un curso paralelo; cada salto de la pantera equivalía a una docena de pasos del fugitivo. Drizzt sabía que ahora la criatura no tenía ninguna escapatoria.

En la entrada del túnel, el goblin se detuvo de improviso. Drizzt y Guenhwyvar buscaron refugio entre los pilares, mientras una serie de explosiones luminosas envolvían el cuerpo de la criatura, sacudiéndola como un pelele, al tiempo que volaban trozos de ropa y carne.

Las continuas explosiones mantuvieron erguido el cadáver del goblin durante un buen rato. Por fin cesaron y el cuerpo cayó al suelo, envuelto en el humo que soltaban varias docenas de quemaduras.

El drow y la pantera se mantuvieron en sus puestos, en absoluto silencio, sin saber qué nuevo monstruo los amenazaba.

De pronto la caverna se llenó de luz mágica.

Drizzt intentó a toda prisa acomodar la visión a la vez que empuñaba las cimitarras.

–¿Todos muertos? – escuchó que preguntaba una voz conocida. Abrió los ojos y vio entrar en la caverna al clérigo Cobble, con una mano metida en una bolsa grande sujeta al cinto, y la otra sosteniendo el escudo.

Varios soldados entraron detrás de él, y uno de ellos murmuró:

–Un hechizo de primera, clérigo.

Cobble se acercó para examinar el cadáver destrozado, y a continuación asintió satisfecho. Drizzt abandonó el escondite.

El clérigo, sorprendido, sacó la mano de la bolsa y arrojó un puñado de objetos pequeños -¿canicas?– contra el drow. Guenhwyvar rugió, Drizzt se zambulló, y las canicas golpearon la roca a su lado, lo que inició otra serie de explosiones.

–¡Drizzt! – gritó Cobble, al comprender el error-. ¡Drizzt! – Corrió hacia el drow, que miraba interesado las marcas chamuscadas en el suelo de piedra-. ¿Estás bien, querido Drizzt?

–Un hechizo de primera, clérigo -respondió Drizzt en una buena imitación de la voz de un enano, con una sonrisa de admiración.

Cobble le palmeó la espalda con tanta fuerza que casi estuvo a punto de hacerlo caer.

–A mí también me gusta -dijo el clérigo, mostrándole la bolsa llena de canicas explosivas-. ¿Quieres unas cuantas?

–Yo sí -intervino Regis, que había estado oculto detrás de una estalagmita, muy cerca de la entrada de túnel.

Drizzt parpadeó, asombrado ante los avances del halfling en cuestiones de guerra.

Otra compañía de unos cien goblins había ocupado posiciones en los corredores a la derecha de la caverna principal, con la intención de realizar un ataque por el flanco cuando se presentara la ocasión. Con el fracaso de la trampa y la carga de Bruenor (precedida por las terribles flechas plateadas), la derrota de los ettins, y la aparición de las tropas de Dagnabit, hasta los estúpidos goblins habían tenido la sensatez de dar media vuelta y correr.

–¡Enanos! – gritó uno de los goblins que iban a la cabeza, y los demás repitieron el grito con tonos que iban desde el terror a la furia cuando las criaturas creyeron que habían encontrado a una pequeña banda de enanos, quizás un grupo de exploración.

En cualquier caso, no parecía que estos enanos tuvieran la intención de pelear, y comenzó la persecución.

Unas cuantas vueltas y revueltas acercaron a los enanos y a los perseguidores a un túnel amplio y bien trabajado, alumbrado con antorchas, que había sido excavado por los pobladores de Mithril Hall varios centenares de años atrás.

Por primera vez desde aquellos tiempos, los enanos estaban allí de nuevo, a la espera.

Los enanos colocaron los grandes discos de piedra en la viga de madera, uno al costado del otro, hasta que todo el conjunto parecía un rodillo tan alto como un enano y casi del mismo ancho que el túnel, y con un peso que superaba la tonelada. La estructura se completaba con unas cuantas cuñas bien colocadas, una envoltura metálica (con rebordes muy afilados claveteados en la plancha), y dos manivelas con muescas que salían de los extremos del rodillo para poder dirigirlo y empujarlo.

Como detalle final y para mantener a los goblins enfilados hasta que no tuviesen tiempo para retroceder, ocultaron el aparato detrás de una tela pintada con enanos que corrían.

–Ya vienen -informó uno de los exploradores en cuanto se reunió con el grupo principal-. Aparecerán por aquella esquina dentro de unos minutos.

–¿Están listos los ojeadores? – inquirió el enano que dirigía la brigada del «juego goblin».

Los demás asintieron, y los encargados recogieron las pértigas y colocaron las manos en las muescas. Cuatro soldados tomaron posición delante del aparato, listos para simular una fuga desesperada, mientras que el resto se ubicaba detrás de los que empujaban.

–Tenemos a los goblins a cien pasos -les recordó el jefe a los soldados-. ¡No falléis el blanco! ¡Una vez que esto eche a andar, no podremos pararlo!

Al otro extremo del corredor sonaron los gritos de terror fingido de los enanos, seguidos por los aullidos de los goblins.

El jefe enano sacudió la cabeza. Resultaba tan fácil tender una trampa a los goblins… Bastaba con hacerles creer que tenían la ventaja de su parte para que engulleran la carnada.

Los soldados de vanguardia comenzaron a marchar al trote, los encargados de empujar cogieron el ritmo, y la tropa avanzó entre el estruendo del rodillo que giraba lentamente.

Se oyó otra serie de gritos, y entre ellos sonó uno inconfundible: «¡Ahora!».

Los soldados que iban a la cabeza rugieron y echaron a correr. El enorme rodillo cogió velocidad. Por encima del tronar de la apisonadora, los enanos entonaron una canción guerrera:

El túnel es muy estrecho,

el túnel es muy bajo.

Más te vale correr, goblin,

porque acabarás maltrecho.

La carga sonaba como una avalancha, y el trueno ponía fondo a los aullidos de los goblins. Los ojeadores saludaron a los compañeros y se pararon junto a los nichos, desde donde no dejaron de proferir insultos contra los perseguidores.

El jefe enano mostró una sonrisa severa, consciente de que el rodillo pasaría por delante de los nichos -los únicos refugios que había en el túnel- una fracción de segundo antes que la horda atacante.

Tal como habían planeado los enanos.

Sin espacio para poder retroceder, y convencidos de que se enfrentaban a un reducido número de enanos, los goblins continuaron el avance aullando como demonios.

Los soldados de la vanguardia se unieron a los ojeadores; juntos se zambulleron en los nichos, y el rodillo pasó junto a ellos. Los goblins que encabezaban el grupo demoraron el paso al ver la tela pintada, ante la posibilidad de que fuese una trampa.

Los aullidos de terror reemplazaron a los gritos de batalla, y las voces de alarma recorrieron toda la columna. Un goblin atacó la imagen pintada, arrancó la tela, y los demás pudieron ver cómo el cilindro de piedra aplastaba al compañero.

Los terribles enanos habían bautizado al artefacto con el nombre de «el exprimidor», y el puré sanguinolento que apareció por el otro lado del rodillo demostró que el nombre era muy apropiado.

–¡Cantad, enanos! – ordenó el jefe, y todos cantaron a todo pulmón ahogando los chillidos de los goblins.

Cada salto es una cabeza goblin,

charcos de sangre de los goblins muertos.

Corred, valientes enanos, empujad el rodillo,

exprimid a los pequeños niños goblins.

El mortífero rodillo saltaba cada vez que aplastaba un obstáculo; los encargados de empujarlo resbalaban en el suelo pringoso de carne machacada. Pero, cada vez que caía un enano, otra docena estaba preparada para ocupar su lugar en la pértiga, con nuevos bríos.

Unos cuantos soldados se retrasaron para rematar a los goblins moribundos, pero los demás mantuvieron la formación porque ahora avanzaban por un sector del corredor donde había túneles laterales. Las brigadas penetraban en ellos en cuanto pasaba el rodillo y se encargaban de liquidar a los goblins que se habían refugiado allí.

–¡Vuelta cerrada! – gritó el jefe enano, y saltaron chispas de las ruedas exteriores cuando el rodillo dio la vuelta.

Los enanos tenían la intención de utilizar este sector para frenar el final del corredor, donde una docena de goblins arañaban la roca desesperados en busca de una salida.

–¡Soltadlo! – ordenó el jefe, y la tropa le obedeció aunque sin dejar de correr, llevada por el entusiasmo.

Con otra tremenda explosión que hizo temblar el suelo, el rodillo se estrelló contra la pared del fondo. A los enanos que gritaban victoria no les costaba mucho imaginar qué había sido de las criaturas pilladas en el choque.

–¡Excelente trabajo! – El jefe se volvió para mirar al otro lado del túnel, donde se veía la larga hilera de goblins caídos. La tropa enana todavía peleaba, aunque no tardaría mucho en acabar con la resistencia; tras aplastar a más de la mitad de los goblins, ahora disfrutaban de una amplia ventaja numérica-. ¡Excelente trabajo! – repitió, satisfecho con la destrucción de sus más odiados enemigos.

En la caverna principal, Bruenor y Dagnabit intercambiaron besos y abrazos de victoria; «compartían la sangre de los enemigos», según el decir de los enanos. Habían tenido algunas bajas mortales y había muchos heridos, pero ninguno de los dos líderes había esperado conseguir un triunfo tan holgado.

–¿Qué te ha parecido, muchacha? – le preguntó Bruenor a Catti-brie cuando ésta se cercó, con el largo arco colgado del hombro.

–Nos comportamos como era debido -replicó la joven-. Y no niego que los goblins resultaron ser una pandilla de traidores. Pero no me arrepiento de mis palabras. Hicimos bien en intentar parlamentar primero.

Dagnabit escupió en el suelo; en cambio Bruenor, el más sabio de los dos, asintió a lo manifestado por su hija.

–¡Tempus! – escucharon que gritaba Wulfgar en son de victoria. Al ver a los reunidos, el bárbaro corrió hacia ellos, agitando el poderoso martillo de guerra por encima de la cabeza.

–Todavía pienso que todos vosotros os complacéis demasiado en la matanza -le comentó Catti-brie a Bruenor. Al parecer poco dispuesta a hablar con Wulfgar, se alejó para ir a atender a los heridos.

–¡Bah! – exclamó Bruenor a su espaldas-. ¡Tú tampoco te has quedado atrás a la hora de usar el arco!

Catti-brie apartó los rizos del rostro sin mirar atrás. No quería que Bruenor viera su sonrisa.

La brigada encargada del rodillo apareció media hora más tarde, e informó al rey que el flanco derecho estaba libre de goblins. Al cabo de unos minutos los siguieron Drizzt, Regis y Guenhwyvar. El drow comunicó a Bruenor que las tropas de Cobble estaban a punto de acabar con el enemigo en los corredores de la izquierda y el fondo.

–¿Has conseguido matar a algunos? – preguntó el enano-. Me refiero, además de los ettins.

–Así es -contestó Drizzt-. También Guenhwyvar… y Regis. – Tanto el drow como el enano dirigieron una mirada de curiosidad al halfling, que permanecía muy tranquilo, con la maza ensangrentada en la mano. Al ver que lo miraban, Regis escondió el arma detrás de la espalda como si sintiera vergüenza.

–No esperaba que vinieras, Panza Redonda -le dijo Bruenor-. Pensé que te quedarías aquí, engullendo más comida, mientras los demás nos ocupábamos de la pelea.

–Consideré que me encontraría mucho más seguro en compañía de Drizzt -explicó Regis, y Bruenor aceptó la respuesta como la más acertada.

–Podremos comenzar a excavar dentro de unas semanas -le indicó Bruenor a Drizzt-. Después de que una expedición de mineros vaya hasta allí y declare que es un lugar seguro.

Pero el drow casi no lo escuchó. Le interesaba mucho más el hecho de que Catti-brie y Wulfgar, que atendían a los heridos, se evitaban mutuamente.

–Es el muchacho -comentó Bruenor al observar el interés del vigilante.

–Piensa que el campo de batalla no es lugar para una mujer -replicó Drizzt.

–¡Bah! – exclamó el enano barbirroja-. Es tan buena como cualquier guerrero. Además, sesenta enanas han participado en la batalla, y dos de ellas han resultado muertas. – En el rostro del drow apareció una expresión de sorpresa mientras miraba al rey. Sacudió la cabeza en un gesto de incredulidad y se alejó con la intención de reunirse con Catti-brie, pero se detuvo para volver a mirar a su amigo con expresión escéptica-. Sesenta -repitió Bruenor, para despejar cualquier duda-. Enanas, te lo digo yo.

–Amigo mío -contestó Drizzt-, nunca me hubiera dado cuenta.

Las fuerzas de Cobble se reunieron con los demás enanos dos horas más tarde, e informaron que su sector se encontraba despejado de enemigos. Bruenor y los comandantes decidieron que la victoria había sido total y que no quedaba ni un goblin vivo.

Nadie entre las tropas enanas había advertido las siluetas de los elfos oscuros -los espías de Jarlaxle- flotando entre las estalactitas por encima de los lugares donde se habían librado los combates, atentos a todos los detalles y técnicas de los enanos.

La amenaza goblin había acabado, pero ésta había sido el menos importante de los problemas de Bruenor Battlehammer.