Capítulo XXXVII
“Si sangra significa que puede mancharte”
Un tipo con camisa de fuerza que afirmaba ser Don Limpio
Justo cuando mi corazón se disponía a tomarse un respiro, tiene que volver a ponerse a hacer horas extras. Pero ante todo, no nos engañemos. No es que me importe una mierda verrugosa esa cría, a la que considero poco menos que una supurante llaga en el ojete. Lo que de verdad me preocupa es el motivo por el que ha gritado.
«No olvides parecer triste y afectado por la muerte de la pequeña bastarda. Sino, la tetona es capaz de dejarte sin sexo durante semanas, lo que dadas tus expectativas de supervivencia puede ser el resto de tu vida».
Puede que me esté haciendo viejo, el sexo y más concretamente la falta del mismo no está entre mis preocupaciones prioritarias.
Marta, algo lenta de reflejos (quizás por la falta de práctica), por fin se decide a reaccionar y se mueve hacia la puerta gritando el nombre de la pequeña Sonia. La retengo agarrándola mediante un rápido movimiento de mi mano derecha. Ella me mira con ojos de pantera y durante un par de segundos, estoy seguro de que va a dispararme.
—Silencio —le ordeno—. Déjame a mí.
Doy una mirada a los chuchos zombis, que siguen acercándose a paso de caracol y luego a la hematóloga, que algo más calmada, asiente con la cabeza.
«Si fuera el Chatarrero, habríamos oído su camión».
Pueden ser mil cosas distintas, pero no se me ocurre ni una sola buena. Asomo fugazmente la cabeza y veo a un grupo de tipos con traje de camuflaje y fusiles de asalto. Anestesia, de rodillas y con las manos sobre la cabeza, se rinde mientras Esparqui le lame la cara.
«Fíjate en ese despliegue. ¡Estos no son paletos disfrazados!»
Estos son militares de verdad y por lo que veo, saben lo que se hacen.
«Si el fuego del sótano no se extiende, lo mejor será esconderse hasta que se marchen. Puede que no registren la casa».
Esa posibilidad se esfuma cuando veo como la pequeña Sonia, a la que uno de los milicianos parece preguntarle algo que no alcanzo a oír, señala con decisión hacia la casa.
«¡Hija de puta!»
—¡Zorra malnacida! —exclamo.
—¿Qué está pasando? —pregunta Marta.
—Los militares —le informo.
Cuatro hombres miran en nuestra dirección.
«No deben encontrar la cabeza. ¡Si nos toman por cultistas, estaremos bien jodidos! Tira ese despojo al sótano. Con un poco de suerte será pasto de las llamas».
Marta parece incluso animada por la noticia.
—No te alegres tanto —le advierto—, si sospechan que somos miembros del Culto, puede que nos ejecuten sin más.
—¿Y por qué habrían de creerlo?
«Ahora no hay tiempo de explicárselo. ¡Mueve el jodido culo!»
—¡Dame la pistola! —exijo.
—¿Por qué?
—Es un modelo militar. Pertenece a un oficial o a un suboficial asesinado.
Parece hacerse la luz en la cabeza de la doctora, que me entrega el arma como si de repente le quemara en las manos. Sin detenerme a dar más explicaciones, subo hacia el segundo piso.
«¡No te compliques la vida! ¡Entrarán de un momento a otro!»
Quizás arrojar la cabeza envuelta en sábanas a las llamas sea lo más sencillo. Pero he dado mi palabra y tengo intención de cumplirla o por lo menos intentarlo. Por ello, solo se me ocurre un lugar lo suficientemente seguro como para que Chanquete nos espere.
Del piso inferior me llega el sonido de los militares irrumpiendo en la casa. Luego el de algunos disparos.
«Tranquilo. Deben estar dándole matarile a los chuchos. Por cierto, no doy dos duros por la vida de Esparqui».
A mi mente acuden las lejanas imágenes de un perro siendo perseguido por un helicóptero en la pantalla del televisor. ¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿Una semana? No tengo ni idea. Coño, ni siquiera sé qué día es hoy. En cualquier caso, Esparqui tendrá que buscarse la vida.
—¡Fuera de la casa! —grita una voz seca.
Oigo a Marta respondiéndoles algo y pisadas sobre los escombros en dirección a las escaleras. Será mejor darse prisa. Entro en la cocina y abro la nevera. El hedor de los alimentos putrefactos es terrible, pero no creo que a Chanqui le importe. Aparto los restos de un agusanado pollo y coloco en su lugar la pistola y la cabeza envuelta en una sábana. Me las apaño para volver a meter el pollo a presión mientras oigo como los pasos se aproximan.
—¡No disparen! —grito mientras cierro la puerta de la nevera—. ¡Me rindo!
Dos hombres entran en la cocina.
—¿Por qué te escondías? —me pregunta un tipo que me cae mal en el acto y que lleva galones de sargento—. ¿Vas armado, cabrón?
—No llevo nada —respondo levantado los brazos.
Los soldados se fijan rápidamente en mis pantalones de camuflaje y en las botas militares de goretex.
«¡Cuidado! Ahora es probable que te tomen por un desertor».
—¿De dónde has sacado esas botas? —me pregunta el suboficial sin dejar de apuntarme con su fusil de asalto—, ¿eres un desertor o un saqueador?
Su compañero, un soldado de aspecto curtido, me separa las piernas y me apoya en la mesa antes de empezar a registrarme.
—Lo compré en el rastro —respondo—, en la zona de Cascorro.
—Está limpio —confirma el soldado al terminar el registro.
«Eso no se lo cree ni él».
Los dos hombres hacen una rápida inspección visual de la cocina. El sargento abre la nevera pero vuelve a cerrarla rápidamente al ver, y sobre todo oler, el percal.
—¡Joder, menuda peste!
—Se estropeó el grupo electrógeno —le explico—, estaba intentando repararlo cuando se produjo un incendio en el sótano y entonces, fue cuando los perros entraron y…
—¿Los perros entraron o se le escapó la niña?
Miro al hombre sin terminar de comprender.
—¿Cómo dice?
—La niña nos ha explicado —dice el suboficial con una voz cargada de desprecio—, las cosas que le hiciste, jodido degenerado.
El militar me propina una patada en las costillas.
—¡Miente! —consigo decir entre toses—. Esa niña no está bien de la cabeza. Le falta su medicación e imagina cosas.
«Su historia es bastante más creíble que la tuya. Esa pequeña puta te ha jodido a base de bien».
—Eso —continúa el tipo—, por no hablar del hombre al que tenéis atado y drogado hasta las trancas.
«¡Cuidadín!»
—¡No se les ocurra desatarle! —grito—. ¡Es peligroso!
El soldado me pone violentamente en pie antes de gritar:
—¡Desnúdate!
«Vaya. Puede que no tengas credibilidad, pero al parecer creen que eres sexy».
Vacilo, pero por ahora será mejor obedecer.
—No te hagas ilusiones —me dice el sargento—, solo queremos comprobar que no tengas ningún mordisco.
«Bueno. También puede que no».