Capítulo V
“Si lo dicen por la tele, es que es verdad”
Homer Simpson
La habitación no está mal. Tampoco es que yo sea un cliente muy exigente. Hay cama, una pequeña televisión con su mando a distancia y un cuarto de baño moderadamente limpio. Por veinticinco euros día, creo que puede considerarse todo un chollo.
Aunque hemos alquilado dos habitaciones, nos encontramos reunidos en la que el encargado bautizó como: la suite nupcial. A pesar del sugerente nombre, creo que “junta de vecinos” hubiese servido mejor para describir lo que en ella está sucediendo.
Mientras Anestesia vuelve al vehículo para buscar algunas cosas, Nicolai insiste en que lo ayudemos a quitar los cables que sobresalen de la cabeza de Chanqui. Pero Marta, que es la única de nosotros que tiene idea de qué es lo que le han hecho, lo desaconseja.
—Yo dejaría esos cables donde están —nos advierte la doctora.
«Ten cuidado. Puede que sea un localizador o incluso una bomba. Esos hijos de puta bien pudieron rellenarle la cabeza de Semtex».
No lo creo.
—¡Le molestan! —insiste Nicolai.
Lo que más me apetece es darme una ducha y acostarme un rato. Así que cuanto antes termine con esto, antes podré hacerlo. Me aproximo y examino la cabeza. En la coronilla, hay una pequeña calva, en la que pueden verse unas visibles cicatrices de las que sobresale un cable amarillo, uno azul y otro negro.
«Eso significa que no podremos cortar el cable rojo».
Está claro que le han insertado algo. No creo que sea un explosivo, aunque no descarto lo del localizador. Dirijo mi atención a la hematóloga y le pregunto:
—¿Por qué deberíamos dejar esos cables en su sitio?
Tengo la desagradable certeza de que solo me esperan un montón de evasivos tecnicismos. Pero más vale eso que nada. Marta nos mira como un profesor que se preparase para dar una conferencia de ingeniería avanzada a una tribu de cazadores de cabezas. Pero al cabo de un par de segundos, suspira con resignación y dice:
—Es un hecho que los muertos vivientes utilizan algún tipo de comunicación telepática entre ellos. Una especie de… —duda unos segundos, buscando la palabra correcta— radar, que les permite tanto localizarnos a nosotros como comunicarse entre sí.
—¡Lo has dejado aislado del mundo! —grita Nicolai—. ¡Eso es horrible!
—¿Prefieres que todos los muertos vivientes en kilómetros a la redonda sepan que aquí tienen comida fresca?
«¿Kilómetros a la redonda?»
—¿Kilómetros? —exclamo con tanta sorpresa como incredulidad—. ¿Pueden comunicarse a tanta distancia?
—Realmente no lo sabemos —reconoce Marta—. Por el momento, todo son conjeturas. Con tiempo, medios y experimentación, podrían llegar a descubrirse los mecanismos de su funcionamiento. Podríamos incluso controlarlos. Eso nos abriría un mundo lleno de posibilidades. Incluso podría poner punto y final a esta plaga.
«O utilizarlos para sus propósitos».
—Sí, claro —añado con cierta desgana—. Seguro que vuestros motivos son de lo más altruistas.
—¡Hablamos de salvar a la humanidad!
«Y apuesto a que de paso alguna que otra cuenta corriente».
La habitación vuelve a quedar en silencio cuando unos golpes en la puerta nos sobresaltan. Mi mano se dirige hacia la pistola, pero Nicolai cuyos sentidos siguen agudizados, por lo menos hasta que llegue el temido síndrome de abstinencia, anuncia al visitante antes de abrir la puerta:
—Es Anestesia.
Efectivamente. El joven entra en la estancia, vistiendo un chaleco antibalas ridículamente grande, que le confiere cierto aspecto de destartalada tortuga ninja.
—Buenas —saluda—, me preguntaba si podría recuperar mi camisa.
Aliviado, termino de quitarme la ajustada prenda, sintiéndome incluso mejor que si acabara de desembarazarme de una camisa de fuerza. Una vez recuperada su prenda, Anestesia se sienta en la cama. Parece que no tiene prisa por marcharse a su habitación. Algo de lo es más normal teniendo en cuenta con quien la comparte.
—Bueno, ya que estamos todos aquí —anuncio—, podemos votar si le quitamos ese trasto de la cabeza a Chanquete.
—Voto por quitárselo —se apresura a decir Anestesia, antes de que pueda siquiera comentar los pros y los contras de la operación.
—Quitárselos puede dañar su cerebro —explico—, y por lo que sabemos, delatar de nuestra presencia a los fiambres.
—Yo también voto por quitárselo. —Nicolai no parece tener intención de permitir que Anestesia cambie su voto, por ello añade lo de “también”—. Quitarle eso no le hará más daño que dejárselo y si yo estuviera ciego, también preferiría correr el riesgo.
—Voto por dejar eso donde está —anuncia la doctora Marta.
—¿Ella tiene derecho de voto? —pregunta Nicolai—. Es un rehén.
Todos me miran como si yo fuera el juez y jurado de esta votación. Una vez más, me veo erigido en líder del grupo. El caso es que no sé hasta qué punto es buena idea dejar ese trasto en la cabeza de Chanquete. Pero siendo sincero, no me apetece ponerme a hacer bricofrikadas.
—Mientras esté con nosotros y su pellejo esté en juego junto al nuestro, supongo que tiene derecho a votar —sentencio—. Y yo voto por dejar por ahora ese cachivache con cables donde está.
«¿No vas a preguntarme mi opinión?»
Supongo que no.
Nicolai parece furioso y durante un segundo estoy seguro de que reaccionará violentamente, pero se domina y añade:
—¿De qué le servirá entonces llegar hasta Disneylandia si no puede darse cuenta de donde está? Lo mismo daría tirarlo en un cubo de basura.
«¡Mierda! Ese bocazas acaba de soltar hacia donde nos dirigimos. Ahora no puedes liberar a la tetona».
Ese, ahora mismo, es el menor de mis problemas. Disneylandia aún está demasiado lejos.
—Podemos quitárselo cuando lleguemos allí —propongo.
Eso parece calmar los ánimos de todo el mundo. Pero Nicolai, quizás por tener la última palabra, añade:
—De acuerdo. Al llegar o… si se descubre que ella miente.
Marta, visiblemente ofendida, parece a punto de decir algo al respecto, pero ha visto cómo se las gasta Nicolai y demostrando ser la persona más inteligente de la habitación, opta por guardar silencio.
—Me parece bien —acepto.
—Promételo.
—Lo prometo.
Mi promesa parece calmar definitivamente los ánimos de Nico.
«Espero que tu novia no te haya colado una bola».
—Bueno, ya es muy tarde y este ha sido un día de muchas emociones. —Miro a Anestesia que, sin levantarse de la cama, maniobra para colocarse frente al televisor que aún no he encendido—. Creo que ya va siendo hora de acostarse.
—Claro —dice Anestesia encendiendo la tele—. Vosotros ir acostándoos.
Nicolai, que sí ha captado la indirecta, agarra a su amigo por el cuello de su preciada camisa y empieza a caminar hacia la puerta.
—Antes de iros a la cama —añado cuando están a punto de salir—, recoged las armas y guardadlas en vuestra habitación.
«Buena idea».
Mis compañeros me miran con sorpresa. Pero no me fío ni medio pelo de la doctora y cuantas menos armas tenga por mi cuarto, mejor. Por otro lado, tampoco quiero encontrarme por la mañana con que nos han robado el microbús o que una horda de infectados lo rodea con nuestras provisiones y armamento dentro.
—Así lo haremos —me asegura Nicolai cerrando la puerta a sus espaldas.
Por la televisión, un reportero nos obsequia con una vista aérea de como una horda de cientos de fiambres, conducidos por un trío de pastores de muertos, despeja el campo de minas que con tanto esfuerzo han sembrado los militares, para proteger lo que parecen unas grandes refinerías, quizás en Tarragona. La situación no parece tener buena pinta para los defensores de la instalación, un heterogéneo grupo compuesto por un puñado de militares, algunos guardias de seguridad vestidos con chalecos reflectantes y por una pareja de policías. Está claro que en cuanto los fiambres lleguen hasta ellos no les quedará más remedio que retirarse.
La horda de carne putrefacta avanza tambaleándose o arrastrándose, en medio de las explosiones que los hacen saltar por los aires. El campo de minas es un gran elemento disuasorio, pero ese ejército de no muertos está más allá de toda disuasión. Puede que el jefe de ese cotarro esté solicitando apoyo aéreo o informando de la inminente evacuación del punto sensible. Apenas un centenar de metros es todo lo que separa a los defensores de una muerte horrible.
El helicóptero de las noticias desciende un poco más, mostrando con toda claridad como a un soldado se le termina la munición. El militar se cuelga el arma a la espalda y después de gritar algo que la cámara no puede recoger, da la vuelta y echa a correr. La cosa parece jodida.
«Son una panda de estúpidos. Semejante cantidad de muertos vivientes puede verse desde muy lejos. ¿Cómo pensaban detenerlos?»
Es posible que no los vieran hasta que fuera demasiado tarde. Puede que los defensores se hayan relajado confiando en el campo de minas.
«Si caen las refinerías, no tardará en llegar la escasez de combustible».
Cierto. Eso es Tarragona, ¿no fue Anestesia el que dijo que el norte de España es la zona más castigada por el Culto? Eso también explicaría la escasez de medios de los defensores, que no parecen contar ni con un triste vehículo blindado.
A pesar del feo aspecto de la situación, la suerte da un giro inesperado cuando un francotirador, que la cámara no ha conseguido localizar, abre fuego desde su escondrijo. Dos de los pastores de muertos son abatidos en directo, cuando la horda se encuentra apenas a cincuenta metros de la instalación. El tercero se lleva las manos a la cabeza. El cámara que sobrevuela la zona centra el potente zoom de su cámara en el desgraciado cabrón. Se trata de un sujeto pequeño y pálido, que ahora parece realmente desorientado.
«Parece que hay demasiado arroz para tan poco pollo».
Los cadáveres ambulantes empiezan a detenerse y a caminar erráticamente, como si estuvieran despertando de un largo sueño y se encontraran de repente en medio de un lugar extraño.
«Son demasiados para él solo».
Aunque no puedo verlo, imagino al francotirador. A estas alturas debe tener al sectario centrado en la mira de su rifle, pero no dispara. Se limita a observar y disfrutar del espectáculo.
«Puede que ande corto de munición, sea un hombre curioso o un jodido sádico».
Una bala de grueso calibre destroza la rodilla derecha del pastor. El pobre bastardo se derrumba en el suelo aullando de dolor. Eso le hace perder el precario control que aún mantenía sobre la horda. Los más próximos caminan decididamente hacia el herido, para detenerse a medio metro escaso de él. Los aumentos de la lente aproximan el drama a los telespectadores. En los ojos del pobre diablo, se hace evidente que sabe lo que le espera. Casi siento lástima por él.
«El cámara sabe lo curtidos y morbosos que somos los espectadores de la franja nocturna».
La situación se prolonga durante casi medio minuto, durante el cual, tanto la doctora como yo mismo guardamos silencio. Finalmente, el pastor de muertos cierra los ojos. Puede que haya perdido el conocimiento por la herida de la pierna o puede que simplemente se rinda. Los fiambres vacilan durante un par de segundos antes de lanzarse sobre un festín, que todo sea dicho, no toca a demasiado por barba.
«Parece que la refinería aguantará, al menos por ahora».
Los cuerpos, en diverso estado de putrefacción, se abalanzan sobre el herido, cubriéndolo y dejando a los espectadores sin saber demasiado bien qué es lo que ocurre. Poco después, el cámara deleita al respetable público con las morbosas peleas por los restos, en la que dan bastante juego los órganos de textura elástica (pulmones, intestinos…). Terminado el ágape, los zombis pronto vuelven a centrar su atención en la instalación.
Sin la guía de los cultistas, basta una simple trampa para acabar con su amenaza. Un ruidoso grupo a bordo de un vehículo todoterreno se aproxima a la horda y atrae su atención, dejándose seguir hasta una enorme explanada.
«Puede que sí tuvieran un plan después de todo».
Al principio, pienso que pretenden alejarlos de las instalaciones. Pero pronto veo que no se trata de eso. Una vez llegados a determinado punto, los hombres del todoterreno lanzan una bengala y se alejan a toda velocidad mientras el suelo se cubre de llamas.
«Menudo despilfarro de combustible».
Los pastores nunca hubieran caído en semejante trampa, imagino que esa explanada tiene que apestar a bencina y líquidos inflamables, pero los muertos vivientes no tardan en ser engullidos por las llamas.
«No creo que sea la primera vez que lo hacen. Esos fiambres pueden ser buenos cazadores en manada, pero no son rivales para la mente humana. Al menos por ahora».
Cierto. Pero de no haber sido por el francotirador que quitó de en medio a los cerebros, puede que el resultado hubiera sido muy distinto.
La doctora apaga el televisor.
—Voy a darme una ducha —anuncia.
—Adelante —respondo mientras intento hacerme con el mando para volver a poner en marcha el aparato.
Ella deja el chisme fuera de mi alcance y pregunta con un sensual tono de voz:
—¿Es que no piensas acompañarme?
La oferta me desconcierta. No tengo muy claro qué es lo que trama. Por otro lado, supongo que no es buena idea el dejarla sola.
—Sí —acepto—, creo que a mí también me vendrá bien.
Después de todo, donde se ducha uno, se duchan dos.