Capítulo II

“Si algo parece demasiado malo como para ser verdad, probablemente sea cierto”

Don Pésimo… o alguien que se le parecía mucho

La sensación de estar adentrándome en un laberinto se intensifica a medida que recorremos más y más pasillos. Todos me parecen exactamente iguales: largos, blancos y anodinos. Su regularidad solo es rota por algunos rótulos en las puertas que se encuentran a los lados, en los que leo textos tan reveladores como: “QUIRÓFANO A”, “ALMACEN F” o incluso otros mucho más misteriosos como “JDF-1”. Me encuentro tan perdido, que no cambiaría a nuestra guía por un aparato GPS.

«Pero eso es por sus tetas. Sigo pensando que te precipitaste al rechazar un segundo polvo».

Ignoro al cabrón paranoico y continúo caminando. Asumo que es posible que la doctora Marta nos esté dando un tour turístico, mientras el servicio de seguridad nos tiende una emboscada, o incluso que tampoco ella sea capaz de orientarse. Nicolai parece detectar a los guardias mediante su oído o quizás olfato (no estoy en absoluto seguro de cuál de los dos), pero hace un buen rato que solo nos cruzamos con aterrorizados civiles más interesados en huir que en causarnos problemas.

«Tu mejor opción es seguir a esas ratas hacia la salida. Te diriges hacia una trampa. Si yo fuera el calvo cabrón, te prepararía una sorpresa en la celda de esos inútiles que te empeñas en ir a buscar, o bien en la salida».

Eso sería lo lógico. Espero poder comprobarlo dentro de poco.

Seguimos a nuestra guía durante un par de tensos minutos, hasta que esta nos señala una habitación cerrada. La puerta no supone demasiado problema para Nicolai, que arranca el pomo con estremecedora facilidad.

«Bueno. Este es el momento».

Sigo al vampiro hacia el interior, donde encontramos a Anestesia viendo la televisión, tranquilamente tumbado en la cama. Nadie para vigilarle y tampoco veo ningún rastro del llorón pelirrojo.

«Afortunadamente. Ese llorica malnacido me saca de quicio».

—¿Ya nos vamos? —pregunta con una voz cargada de sueño—. El camino va a ser complicado —añade—. Las noticias dicen que el ejército ha tenido que empezar a bombardear ciudades.

—¿Estás seguro de eso? —No termino de estar muy convencido.

«Muy mal tienen que estar las cosas para que les dejen transmitir esa noticia».

El despreocupado joven asiente con la cabeza mientras añade:

—Dicen que no les quedó otro remedio, la culpa es de unos terroristas que se dedican a contaminar las reservas de agua, provocando un contagio masivo de la población. Parece que la mayor parte del norte de España es ahora zona de guerra. Las autoridades desaconsejan viajar en esa dirección.

—Tampoco es que yo lo aconsejara, la verdad —murmuro.

«Saben hacia donde nos dirigimos. No creo que sea casualidad».

Puede ser. Pero no voy a preocuparme por eso, cuando aún no he salido de esta. Al pensar en el exterior, me doy cuenta de que Nico y Anestesia todavía van vestidos con las batas hospitalarias, así que les pedimos amablemente sus ropas a un par de civiles rezagados. Mientras mis amigos se cambian y los asustados propietarios escapan en ropa interior; la doctora, que no parece muy contenta con nuestra compañía, pregunta con fastidio:

—¡Ya tienes lo que querías! ¿Puedo irme ya?

—¿Significa eso que la oferta de un segundo polvo ya no sigue en pie?

Por toda respuesta, la hematóloga me escupe en la cara.

«Supongo que eso es un no».

—En fin, tú te lo pierdes. Pero antes de marcharte, ¿te importaría acompañarnos hasta la salida?

La doctora me dedica una mirada cargada de furia.

—Cuanto antes salgamos —le recuerdo—, antes nos perderás de vista.

«Pues yo sigo diciendo que en el fondo le gustas».

Una vez vestidos de forma moderadamente decente (a Nicolai los zapatos y los pantalones le quedan un par de tallas grandes y a Anestesia los pantalones le quedan ridículamente cortos y estrechos), nos ponemos nuevamente en marcha. Guiados de nuevo por la doctora de buenas domingas, continuamos moviéndonos por corredores interconectados. O esto es enorme o la doctora Marta nos está paseando de aquí para allá.

«Lo que pasa es que no quiere separarse aún de ti».

Giramos sin contratiempos por otro pasadizo y nos encontramos frente a una gruesa puerta metálica de color verde, sin inscripción alguna.

—Esa es la puerta del aparcamiento —afirma nuestra guía.

«Qué curioso que no haya ni un triste rótulo de garaje. Yo digo que pase ella primero. Si el calvo tiene intención de joderte, aquí es donde habrá concentrado todo lo gordo».

Todos parecemos pensar lo mismo y nadie parece ansioso por ser el primero en atravesar la puerta. Al cabo de un par de silenciosos segundos, Nicolai se vuelve hacia Anestesia y le pregunta:

—¿Sabes utilizar un arma?

—¡Por supuesto! —responde—. Las armas no tienen secreto alguno para mí.

Con cierto reparo, veo como Nicolai le hace entrega del subfusil al más que dudoso superhéroe.

«¿Crees que es buena idea?»

En absoluto. Probablemente Anestesia con un subfusil tenga más peligro que un mono con dos puñales. Pero como la aleta selectora está en la posición de seguro y dudo mucho que sepa siquiera para lo que sirve, supongo que el riesgo de que me pegue un tiro es asumible. Quizás sería buena idea enseñarles cómo utilizarlas, si más adelante tengo ocasión.

«¿Te parece prudente enseñarles a usar armas?»

Puede que no sea muy prudente y por lo que he visto a Nicolai no le hace puñetera falta, pero dentro de poco, puede que tengan que utilizarlas. A no ser que los vampiros sean inmunes a los virus, dudo que quiera arriesgarse a enfrentarse cuerpo a cuerpo contra los infectados.

Nicolai abre la puerta.

«¡Cuidado! Si van a intentar algo, será ahora cuando lo hagan».

Doy un fugaz vistazo a mi arma y compruebo que está lista para disparar. Puede que hayan soltado perros o que varios tiradores tengan la puerta centrada en su mira. Pero el vampiro abre la puerta como si tal cosa y la atraviesa tan campante.

—¡Pasad! ¡No hay nadie!

Obedecemos y veo que en efecto se trata de un parking, que en poco se diferencia del de cualquier gran centro comercial. Grandes fluorescentes de luz blanca iluminan una superficie de columnas de cemento, ordenadas por números y letras. Aparte de media docena de coches y un pequeño microbús, el lugar se encuentra totalmente desierto.

Caminamos con desconfianza hacia el microbús, como si el suelo pudiera hundirse bajo nuestros pies de un momento a otro.

«Demasiado bonito para ser cierto. Esto apesta a trampa a leguas de distancia».

Es verdad. Lo más probable es que hayan colocado una bomba en el vehículo. Me tiendo en el suelo para inspeccionar los bajos. No veo nada que sobresalga, aunque tampoco la luz es la más idónea.

«¿Crees que se arriesgarían a destrozar tus preciosos órganos vitales con una explosión?»

No lo sé. Depende de hasta qué punto les interesen. Nicolai inspecciona el motor sin encontrar nada fuera de lugar.

«Puede que estén escondidos arriba».

Mientras yo cubro la puerta, Anestesia sube al interior. Al cabo de unos segundos, exclama excitadísimo:

—¡No os lo vais a creer! El autocar está lleno de provisiones.

—¿Puedo marcharme ya? —pregunta la doctora sin molestarse en disimular su fastidio.

«¡No te fíes! Puede que ella sea más importante de lo que te han dejado entrever. No creo en las casualidades, te están poniendo la salida en bandeja. Retenla un poco más».

—¿No te apetece una excursión?

La doctora intenta escapar hacia la puerta, pero la agarro por el hombro mediante un rápido movimiento.

—¡Vamos! —le digo tratando de calmarla—. Será divertido. No puede ser sano pasar tanto tiempo sin ver la luz del sol.

Ella forcejea, me araña y por último, al ver que poco puede hacer para escapar de mí, vuelve a escupirme en la cara. Yo carraspeo, preparo un gargajo verde realmente consistente y le devuelvo el escupitajo en plena cara.

—Mira zorrita. —Esta vez no hago el menor intento por ocultar mi mal humor—. No creo que este vehículo sea una prueba de buena voluntad de ese calvo cabrón. Así que te marcharás con nosotros. Si cuando estemos fuera te portas bien, puede que te libere. Si me jodes, ten por seguro que te mataré.

La doctora deja de debatirse. La suelto y se limpia la cara con la manga. Sin mediar palabra, me dedica otra mirada cargada de odio y se sube al vehículo.

«Me gusta. Esta zorra tiene carácter».

Desde luego carácter no le falta. Anestesia llega a mi lado.

—No podemos marcharnos aún ¿dónde está Follacamas?

Follacamas está muerto. Si existe un cielo para los locos, estará pelándosela en él. Con un poco de suerte, también el bastardo pelirrojo estará allí dándose por culo con su amiguito Rogelio.

—Follacamas —empiezo dispuesto a informarle de su muerte, pero era el mejor amigo de Anestesia, así que me limito a decir—: no va a venir.

—¿Volveremos a verlo?

—¡Claro! Antes o después nos reuniremos en un lugar mejor y nos reiremos de toda esta mierda.

Nicolai, que ya ha subido, dice:

—Las llaves están puestas y el depósito lleno.

Anestesia se da la vuelta y entra en el microbús. Soy el último en montarme en el nuevo vehículo. Está claro que todos caeremos tarde o temprano. Pero antes, llevaremos a Chanqui hasta Disneylandia. Las puertas se cierran y el vehículo emprende la ascensión de una empinada rampa. La sólida puerta de salida se abre al llegar junto a ella.

Salimos al exterior, ha anochecido y no tengo ni la menor idea de donde rayos estamos. De la única cosa de la que estoy seguro es de que no nos hemos escapado, nos han puesto la salida en bandeja. Algo traman, eso seguro. La pregunta es ¿qué?, o mejor dicho, ¿por qué?