Capítulo XVI
“No desprecies a la serpiente por no tener cuernos, quizás algún día pueda reencarnarse en dragón”.
Proverbio Chino
No puede decirse que los soldados del punto de socorro se tomasen demasiado bien el ver una pistola en la mano de Anestesia. Eso, por no hablar del chaleco antibalas que llevaba puesto (que estaba claro que no era suyo por venirle un montón de tallas grande). Pero lo que realmente terminó de joder la situación, fue cuando encontraron la extraña granada, de la que me había olvidado por completo, en un bolsillo de mi pantalón.
—¡Somos refugiados! ¡Somos refugiados! —repito como si se tratara de un mantra, aunque me temo que no servirá de nada—. ¡Necesito atención médica!
—Y yo una mamada —me responde una brusca voz a mi derecha—. ¡Cabo!, ponga a estos saqueadores bajo custodia.
Con una eficacia nacida de la práctica habitual, somos desnudados y maniatados con bridas de plástico.
—¡Exijo un abogado! —grita Anestesia—. ¡Tengo derecho a hacer una llamada!
Oigo un golpe sordo, la voz del hombre que nos acusó de saqueadores dice ahora:
—Aquí y ahora, solo tienes derecho a sangrar en silencio.
La voz de Nicolai me llega con claridad desde algún lugar a mi derecha.
—No se te ocurra tocarme.
«Ten cuidado. Si al chaladete se le va la olla, esto será un baño de sangre».
—¡Tranquilo, Nico! —grito con la esperanza de que me haga caso.
De repente el lugar queda en el más absoluto silencio. El repiqueteo de unas botas sobre el asfalto gana intensidad. Todo parece indicar que se acerca un mandamás.
—Vaya, vaya, esto sí que es toda una sorpresa. —La voz me resulta desconocida, pero tiene un extraño tono que me es demasiado familiar—. Sargento, libere a estos hombres.
—¿Los conoce mi capitán?
—Por supuesto —dice—, ¿no reconoce a la última esperanza blanca y a sus dos compinches?
—¿Perdón?
—Eso solo puede concedértelo el Señor. Yo no estoy aquí para perdonar.
«Mierda. Ahora sí que estamos de mierda hasta los ojos».
Aún no sé muy bien el porqué, pero empiezo a sentir de nuevo una desagradable sensación en el estómago.
—Si te soy sincero —susurra la voz del desconocido capitán cerca de mi oído—, no esperaba que lo consiguieras.
«Es Gabriel».
Imposible. Su voz no se parece en nada. ¿Acaso es ventrílocuo?
«¿Nunca te has preguntado por qué al arcángel Gabriel a veces lo representan de forma masculina y otras femenina? Las alas de los ángeles y arcángeles son simbólicas. No tienen un cuerpo físico».
¿De qué cojones estás hablando?
«¿Has oído hablar de las posesiones demoníacas, no?»
Claro, joder.
«Y sabes que Lucifer fue un ángel desterrado a los infiernos…»
Pero los ángeles y los demonios no existen.
«¿Y qué me dices de los vampiros?, ¿y los muertos no pueden andar, verdad?»
Soy puesto en pie de forma quizás demasiado brusca. Pierdo el equilibrio, pero alguien me sujeta antes de que caiga.
—Este hombre está muy mal —dice una voz que no soy capaz de identificar.
Supongo que luego añade algo más, pero mi oscuro mundo decide que este es un buen momento para ponerse a girar. Soy demasiado viril para desmayarme (eso es cosa de nenas), pero creo que estoy a punto de perder el conocimiento. No puedo desmayarme ahora. Tengo que preguntarle dónde está Marta…
«¿Y la cabeza de Chanquete?»
Los vivos tienen prioridad.
—¿Dónde…? —Mi voz suena como un débil graznido a duras penas inteligible.
Mierda. Creo que eso tendrá que esperar.