Capítulo XXI

“Nunca te molestes en correr en pos de una deuda, de una desgracia o de la muerte. Ya se encargarán ellas de alcanzarte cuando llegue el momento”.

Anónimo

El bar del área de servicio nos parece un buen lugar para tomarnos un respiro.

Recuerdo que un par de días atrás, el mapa de España no tenía buen aspecto. Hoy es el jodido mapamundi el que no tiene buena pinta. Como reza el dicho: “En todas partes cuecen habas”, y por lo que veo en la pantalla de una baqueteada televisión, no me sorprende lo más mínimo que salvo excepciones puntuales como Francia, donde el Culto parece haberse hecho especialmente fuerte en la capital, u otros como Reino Unido y Suiza, donde por el momento parecen aguantar el tipo; en el resto de países, los fanáticos se han hecho especialmente fuertes en las zonas pobres, mientras que las autoridades se han atrincherado en las capitales desde las que se organizan para intentan recuperar el control. Por mucho que la civilización se disfrace, cuando se le quitan unas cuantas capas de comodidad y abundancia, su máscara empieza a resquebrajarse.

La táctica del Culto parece ser la misma en todas partes. Se extiende de un modo casi sobrenatural. Sus líderes parecen abrazar esa nueva religión casi de la noche a la mañana y de algún modo, consiguen que la aterrorizada población les siga, bien sea por miedo o convicción. Asesinan brutalmente a quien se les opone y se dedican a destruir o a sabotear los recursos alimenticios y energéticos de su zona. En la mayoría de casos, para cuando llegan las autoridades, las cosechas se han perdido, las instalaciones han sido saboteadas y el agua contaminada. Sus líderes tienden a inmolarse antes de ser capturados o niegan recordar nada de lo sucedido, en el hipotético caso de llegar a ser apresados con vida.

Aparto mi atención de la pantalla y observo al variopinto grupo que formamos. La doctora Marta, eminente hematóloga, intenta consolar (sin demasiado éxito todo sea dicho) a la niña que acaba de quedar huérfana. Anestesia tiene la mirada fija en la pantalla, mientras bebe su cuarta PepsiCola. Nicolai, que ya va servido, ignora por completo la pantalla y centra sus esfuerzos en rebuscar ruidosamente por el mostrador.

«¿Sabes? No salimos demasiado bien parados, si entramos en comparación con cualquier grupo de aventureros más o menos conocido».

¿Cómo?

«La gran mayoría suelen estar cortados por el mismo patrón. Casi todos se forman, en medio o para, enfrentarse a una gran crisis y suelen estar constituidos por un grupo de personajes, digamos, estándar».

No tengo ni idea de a qué cojones te refieres.

«Todos los grupos suelen constar de un líder carismático como Aragorn en el señor de los anillos o Tanis en la Dragonlance».

Genial. Creo que me tomaré otro refresco.

«También de uno o varios guerreros, un mago, un ladrón y una curandera».

Cojo otra lata de 33 centilitros e intentando ignorar al cabrón paranoico, vuelvo a centrar mi atención en la pantalla de televisión, donde un grupo de politicastros se turnan para acusarse a grito pelado de la mala gestión de esta crisis, de ocultación de datos y solo dios sabe de cuantas cosas más.

«Pero fíjate en vosotros. En lugar de tener como objetivo el solucionar las cosas, os estáis jugando el pellejo por una estupidez como llevar la cabeza de un viejo mochales a un parque infantil gabacho».

Marta se acerca con la niña y me pregunta:

—¿Y ahora qué?

—Descansaremos un poco, conseguiremos un coche o cambiaremos los neumáticos del que nos trajo hasta aquí y… —dirijo mi mirada hacia la guía de carreteras—, seguiremos por esta carretera hasta…

—¡Eso me importa una mierda, joder! —me interrumpe la doctora—. Me refiero a la niña.

«Aparte. Fíjate en nuestro grupo. Un líder al que encargan la búsqueda de compresas y gafas de sol. Supongo que Anestesia podría ser el equivalente de un hobbit o un kender, pero dudo que sea capaz de abrir algo más complicado que una caja de zapatos».

—¿Quieres que nos la llevemos? —pregunto con cierta cautela, ya que Marta parece bastante cabreada.

—¡No! Vamos a dejarla aquí para que se la coman las ratas —replica con un tono de voz preñado de ironía—. ¡Pues claro que nos la llevaremos!

«Ella supongo que es la curandera del grupo y tiene buenas domingas, lo que es una las normas no escritas más importantes de cualquier grupo aventureril, pero por otro lado, habla como una camionera y es un tanto promiscua».

—Está bien —acepto—, os dejaremos a las dos en el primer puesto de socorro que encontremos.

—¡¿Cómo?! —Ahora Marta sí parece realmente cabreada—. ¿Ahora piensas deshacerte de mí como si fuera exceso de equipaje?

«Y en cuanto al chupóptero… casi mejor ni hablar. Parece a dos pasos de perder el control y lanzarse a tu garganta».

—¿Y qué propones? —Miro a los ojos de la hematóloga—. Nosotros somos fugitivos de todo y de todos. No creo que en el tiempo que llevamos juntos, hayas desarrollado el Síndrome de Estocolmo así que…

Marta me propina un sonoro bofetón.

—¿Por quién coño me tomas?

«Buena pregunta»

—Mira. —Me siento demasiado cansado para discutir. Así que lo mejor será poner las cartas sobre la mesa de una vez—. No soy tan tonto ni estoy tan loco como piensas. No tengo ni idea del motivo por el que prácticamente me violaste en vuestra base y más tarde, supongo que pensaste en seducirme para pegarte a mí y descubrir qué es eso que piensas que me hace especial. Es decir, el motivo por el que me buscan esos chalados del Culto.

El rostro de Marta enrojece. Supongo que he acertado o como mínimo me he acercado mucho. La mujer me mira con una expresión que no soy capaz de descifrar.

¿Odio?, ¿tristeza? Espero que ella diga algo al respecto, pero no abre la boca, así que prosigo:

—Desengáñate. No hay en mí ni una sola cosa que me haga especial.

«Eso no es del todo cierto».

—Cuando te trajeron —explica la hematóloga con una voz fría como el hielo—, me acosté contigo porque estaba segura de que no había en ti ni una maldita cosa que diera algo de esperanza a esta locura. Siempre había hecho lo correcto y quise hacer algo totalmente incorrecto e inadecuado… antes del fin.

En fin, supongo que es una explicación tan buena como otra cualquiera.

«Y eso que aún no he pasado a comentar los factores de cohesión de los miembros del grupo».

—¿Y ahora qué piensas? —pregunto con genuina curiosidad.

—Que más vale una pequeña, remota e improbable esperanza a la desesperación.

«Vaya. Parece que el único que no cree en ti, eres tú mismo».

Por la televisión comentan algo sobre protestas por la carestía de alimentos, oleadas de suicidios y también sobre censura informativa. Vuelvo mi vista hacia el mapa de la caótica red de carreteras de Galicia, donde unas líneas llamadas AP-9, FE-14 o N-558 conectan lugares que llevan a otros lugares.

«Son como las tripas que conectan un estómago con un montón de culos».

¿Cuál es el peor camino a seguir? En las rutas más directas y principales es probable que terminemos topando con el ejército, teniendo en cuenta que somos fugitivos indocumentados, en medio del actual panorama de paranoia, no parece una buena idea. Si nos movemos por pequeñas carreteras y caminos rurales, no solo tardaremos más, sino que tendremos que vérnoslas con el Culto y con los descontentos y desconfiados supervivientes.

—Allá a donde vamos —comento— o hacia donde intentamos llegar, las cosas están muy feas. Mucho peor que aquí.

—¡¿Acaso no ves las noticias?! —Ahora Marta parece indignada—. ¡Ya no queda un solo lugar seguro!

Vuelve a hacerse un tenso silencio entre nosotros. Bueno, supongo que podría referirme a este silencio como silencio relativo, ya que entre el televisor, los lloros de la pequeña y los trastos que salen despedidos en todas direcciones, mientras Nicolai sigue rebuscando por distintas cajoneras, el local dista mucho de ser un lugar silencioso. Finalmente, Marta me pregunta:

—¿Puedes decirme cual es el maldito plan?

«No te cortes. Si forma parte del grupo, tiene todo el derecho del mundo a saberlo».

—El plan —digo sintiéndome muy cansado— es viajar aún no sé muy bien cómo en dirección a París.

La cara de la doctora se ilumina.

—¿Al instituto Pasteur?

—A Disneyland París.

«Seguro que tampoco hay tanta diferencia. ¿Acaso Louis Pasteur es más famoso que el jodido Mickey Mouse?»

—¡Las encontré! —grita Nicolai—. ¡Por fin encontré las gafas!

—¿Para qué? —pregunta Marta, que no creo que se hubiese mostrado menos sorprendida de haberle dicho que el plan consiste en ir a la luna para cazar gamusinos.

—Por qué le dimos nuestra palabra a Chanquete.

Marta mira hacia la cabeza que cuelga del cuello de Nicolai, que ahora tiene un cierto aspecto de desastrada estrella de Rock, inflada de drogas, gracias a sus nuevas gafas de sol.

«Puede que ahora lo reconsidere».

—Bueno —dice la hematóloga—, quizás eso anime a Sonia. —Su mirada se detiene en la niña, que sorprendentemente, se ha quedado dormida sin tocar el refresco ni las palomitas.

Este siempre ha sido un mundo curioso. A veces, la vida puede parecer muy fácil. Claro que otras veces no.