Capítulo XV
“No llores si la ceguera te impide ver los ojos de tu amada pues aún podrás acariciar sus domingas”.
Escrito en braille en la puerta de unos urinarios públicos
Docenas de manos golpean contra los laterales del microbús. ¿Están sus cristales blindados? No tengo ni idea, pero si no es así, no sé cuánto aguantarán. Después de vendarme la muñeca con cinta aislante y los ojos con una sábana, Anestesia me ha subido al vehículo. Mientras, en el exterior, Nicolai, totalmente rodeado por muertos vivientes que por algún motivo lo ignoran, intenta ejercer labores de mecánico.
«Es curioso».
¿El qué?
«Desde que ha probado la sangre, al chaladete no se le va la olla al estar rodeado de muertos vivientes».
Eso puede ser porque yo estoy cerca. Sabemos que de alguna forma, mi cerebro está sintonizado en una frecuencia distinta o tiene algo que les interfiere.
«¿Lo sabemos? Suponemos muchas cosas, pero sabemos muy pocas».
A la ceguera se suma un amago de jaqueca, que empeorará cuando Nicolai se acerque.
Está bien. ¿Qué es lo que supones ahora?
«Que cada vez que prueba la sangre, no es solo su cuerpo el que se fortalece, sino también su mente. ¿No te has fijado en su modo de hablar? Hace apenas unos días, preguntaba en las sesiones de terapia si los críos a los que mató volverían para poder disculparse».
Los recuerdos acuden a mi mente. Parece mentira que solo hayan pasado unos pocos días desde aquellos hechos, que ahora me parecen tan lejanos. ¡Joder! Aquello era por la medicación. Todos íbamos chutados hasta las trancas. ¿No tienes nada que decirme sobre ese cabrón de Gabriel?
«Nada que vayas a creerte».
Últimamente, mi capacidad para creer en increíbles se ha incrementado considerablemente. Estoy a punto de insistir cuando un sonido en la puerta me sobresalta y hace que al menos por el momento, el cabrón paranoico pase a un segundo plano.
—Ya está.
Reconozco la voz de Nicolai por encima de varios ruidos extraños que no soy capaz de identificar.
—¡No los dejes entrar! —Anestesia, terriblemente alarmado, pasa por mi lado en dirección a la parte frontal del microbús—. ¡Empuja!
Oigo algunos golpes, gemidos y por fin, lo que solo puede ser la puerta al cerrarse. Mi oído, pese a los estragos sufridos, empieza a recuperarse.
—¿Podemos marcharnos? —pregunto mirando en la dirección en la que supongo se encuentra Nicolai.
—Podemos —me responde—. La cuestión es hasta dónde llegaremos.
—¿No lo has reparado?
—No tengo con qué. Hemos perdido el aceite del cárter. He hecho una chapuza con cinta aislante y he metido algo en el cárter que quizás nos haga un apaño durante un rato.
No quiero pensar en lo que puede ser ese algo.
—Con suerte —prosigue—, podremos recorrer unos cuantos kilómetros antes de que el motor se gripe y entonces, será mejor que ese puesto de socorro exista.
—Bueno. Tal como están las cosas, tampoco tenemos muchas alternativas.
El motor se pone en marcha con un sonido muy poco alentador. Pero lo que importa es que de momento funciona y el vehículo empieza a moverse. Anestesia toma asiento a mi lado y me dice:
—No te preocupes, seguro que todo sale bien. ¿Conoces las películas de Zatoichi? Se trata de un yakuza ciego que se gana la vida jugando a los dados y dando masajes.
Me concentro y consigo abstraer mi mente de las palabras de Anestesia. ¿Qué haremos cuando lleguemos al puesto de socorro? Entre los tres llevamos encima menos papeles que un conejo de campo.
«No te preocupes por eso. Si la cosa está tan mal como sospecho, todo estará lleno de refugiados indocumentados. Pero cuando te registren… quizás sería mejor que te deshicieras de la pistola».
Tiene razón. Aparte, de poco nos sirve ahora mismo. Interrumpo a Anestesia en su relato sobre las aventuras de un masajista, que va repartiendo justicia y sablazos por Japón.
—Perdona. —Agarro la pistola y la sostengo ante mí esperando que la coja—. ¿Podrías acercarte a la parte frontal y tirar esto por la ventana?
—Pero…
—Está sin munición y si nos la encuentran en el puesto médico, los militares pueden tomarnos por fugitivos.
—Es que somos fugitivos —dice Nico desde el puesto del conductor.
—¡De eso nada! —miento—. A partir de ahora, somos refugiados.
«No deja de ser cierto».
Anestesia finalmente toma la pistola de mi mano, pero el sonido que me llega de la parte frontal no es el de una ventanilla al abrirse, sino algo muy distinto. Algo que suena como a motor yéndose a la mierda por la vía rápida, acompañado por una más que generosa cantidad de maldiciones del conductor.
—Parece que la chapuza —dice Nicolai— no ha aguantado tanto como tenía previsto.
El vehículo finalmente se detiene y Anestesia vuelve a cogerme de la mano.
—Vamos —dice el joven que cree ser un superhéroe—. Seguiremos a pie.
Mis pies vuelven a encontrarse sobre el asfalto.
—¿Llegaste a tirar la pistola?
—Iba a hacerlo, pero…
«Eso significa no».
—¡Joder, deshazte de ella, cojones!
—Es una lástima abandonar todo esto aquí —dice Nicolai—, esas provisiones nos hubieran venido bien.
«Es curioso que lo diga alguien que funciona a base de sangre».
Doy un traspié. Las heridas y el cansancio me pasan factura. Unas manos de hierro me alzan en el aire como si fuera un muñeco. Solo puede tratarse de Nicolai.
—Será mejor que nos apresuremos —dice—. Les llevamos unos kilómetros de ventaja, pero cuando lleguen al puesto de socorro, a no ser que esté muy bien defendido…
—No creo que un par de docenas de cadáveres putrefactos… —empiezo a decir.
—¿Un par de docenas? Un par de miles querrás decir.
«¿Miles?»
—¿Tantos?
—Cuando os marchasteis —continúa el vampiro mientras avanza por la carretera—, dijeron algo sobre dos grandes movilizaciones. Una fue en Francia. Parece ser que un científico descubrió algo en el Instituto Pasteur de París.
—¿Y eso que tiene que ver?
—A la media hora de hacerse pública la noticia, todas las células del Culto parecieron movilizarse en las ciudades de los alrededores. Cometieron una serie de atentados y suicidios masivos, como si estuviesen poniendo en marcha un plan de contingencia que ya tuviesen previsto. Una horda de millones de muertos vivientes entró en la ciudad. El ejército no puede bombardear la zona, sin antes evacuar la ciudad…
—Lo entiendo. Pero esto es Galicia.
—Poco después, dijeron que el mismo fenómeno había ocurrido aquí, en Galicia.
—Eso no tiene sentido.
«Claro que lo tiene».
Algunas de las frases de ese demente de Gabriel, resuenan en mi mente: Será mejor que te abras de orejas, porque tienes poco tiempo. Pero no es posible. O encontraré la forma de motivarte. Creedme, eso es lo que hago… y se me da bien.
—¡Qué hijo de puta! —grito—. Perdón.
Supongo que mis compañeros de aventuras me deben estar mirando con suspicacia, aunque solo lo supongo. El estar ciego también tiene sus ventajas.
—El caso —dice Nicolai volviendo a hablar tras un incómodo silencio—, es que la aviación está ya desbordada, se están quedando sin combustible y sin munición.
Recuerdo los ataques a las refinerías. No me cuesta suponer que los polvorines también estarán entre sus objetivos.
—El ejército está evacuando a la población hacia el centro o hacia el sur. Pero no creo que este despliegue de medios sea casual.
—¿Crees que me buscan a mí?
—Sé que te buscan a ti.
—¿Te lo han dicho las voces en tu cabeza?
Nicolai no llega a responder, el sonido de unos altavoces hace que se paralice.
—¡Quietos donde están!
Supongo que por fin hemos llegado al punto de socorro.
—Anestesia —pregunto—, ¿te deshiciste de la pistola?
—Iba a hacerlo, pero…
«Eso significa no».
—¡Mierda!
—Joder.
—Nico andaba tan deprisa que…
Apuesto a que a Zatoichi no le pasaban estas cosas.