Capítulo XIV
“Carreteras, esas negras heridas que afean el rostro del paisaje. Por ellas se mueven los virus de la peor de las enfermedades: la civilización”.
Escrito en la puerta de los cagaderos de una institución mental
Me incorporo con la ayuda de Anestesia. Soy torturado por múltiples dolores. Estoy peor de lo que pensaba. Supongo que mi cuerpo lleva aguantando demasiado, durante demasiado tiempo. Toso de modo casi incontrolable. Mi amigo me da unas palmaditas en la espalda, con mejor intención que resultado, ya que difícilmente podrán hacer efecto a través del pesado chaleco antibalas.
«Será mejor que empieces a mover el culo».
Unos espeluznantes gemidos suenan demasiado cerca, lo que resulta un buen estímulo para ponerme en marcha.
—¿Ves el G-36 por algún lado?
La voz de Anestesia me deja a las claras dos cosas: que no tiene ni idea sobre lo que le estoy hablando y que por muy superhéroe que crea ser, el miedo está empezando a hacer mella en su confianza.
—¿El qué?
—El fusil de asalto.
—No lo veo y no creo que sea buena idea quedarse a buscarlo. Los tenemos encima.
No hace falta que sea más específico. No es que considere la pérdida del arma una desgracia irreparable. El mundo está lleno de ellas, pero como Anestesia no lleva el subfusil encima, deduzco que debió dejárselo a la hematóloga para su defensa.
«Lo que demuestra que tu amigo está como una cabra. No sé si recuerdas que esa puta quería jodernos ayer mismo».
Solo quería utilizar un teléfono, algo de lo más normal. En cualquier caso, nuestra única arma es la pistola que dejé sin balas con la esperanza de que ese tiparraco se delatara usándola contra mí.
«De haberte querido matar, Gabriel no hubiese necesitado una pistola».
—Sí, claro —se me escapa en voz alta—, hubiese utilizado una espada de fuego. ¡No te jode!
«Esa es una mala costumbre que tienes».
—¿Cómo dices? —pregunta Anestesia.
—Nada, nada. Cosas mías.
«Haces mal al burlarte de un arcángel, que es mencionado tanto en la religión católica como en la judía y en la musulmana».
Yo no creo en arcángeles.
«Ya. Pero sí crees en vampiros, ¿no?»
No creo que este sea el mejor momento para ponernos a discutir de teología. Me pongo en marcha, tropiezo y caigo arrastrando conmigo a Anestesia. Al ensordecedor estruendo de rayos y truenos, se le une el de una lluvia que parece provenir de varias mangueras contraincendios.
—¿Estás bien? —Se interesa mi compañero de infortunios, gritando casi junto a mi oreja para conseguir hacerse oír por encima del estruendo que nos rodea.
No. Lo cierto es que no estoy ni pizca de bien. Me duele todo el cuerpo, estoy medio sordo de un oído, me han dejado ciego y cada vez me cuesta más respirar. Me quito el chaleco antibalas y lo tiro a un lado. El dolor de mis costillas empeora un poco, pero respiro con mayor facilidad.
—Sí —miento con convicción—. Ya estoy bien.
—¿Quieres el chaleco?
—No. Déjalo.
—¿Te importa si me lo pongo yo?
—Todo tuyo.
El agua golpea contra mi cara. Pero no mitiga ni un ápice el escozor de mis ojos. Mientras supongo que Anestesia se coloca el chaleco, hago auténticos esfuerzos por mantener los párpados cerrados. La tentación gana intensidad, cuando llega a mis oídos un espantoso rugido procedente de alguna parte frente a nosotros.
—¿Qué ha sido eso?
«A no ser que Dumbo se haya comprado una moto…»
La voz de mi compañero de aventuras vacila al responder:
—Parece un… un tipo enorme.
«Hasta aquí hemos llegado».
Un relámpago, truena desagradablemente cerca. Anestesia susurra junto a mi oído.
—Es un infectado, pero parece que algo o alguien le ha dejado ciego. Sus ojos cuelgan fuera de las cuencas sujetos por el nervio óptico.
«Tres a uno a que adivino quién se ha tomado tantas molestias».
Yo también me hago una idea. Pero guardo silencio mientras mi amigo continúa susurrando.
—Si nos movemos despacio… sin hacer ruido… creo que pasaremos.
Quiero decirle que me parece una idea de mierda. Pero tengo miedo. Me siento como un animalillo herido y acorralado en la oscuridad. Anestesia, que puede ser lo que sea, pero no me ha abandonado para salvar su pellejo como hubiera hecho más de uno, continúa:
—No podemos volver atrás… Los tenemos casi encima… Vamos.
«Reconozco que el taradete los tiene como piedras».
Estoy de acuerdo. Anestesia puede ser un flipao de la vida, pero se ha ganado el respeto póstumo del cabrón paranoico y eso no es moco de pavo.
Doy un paso hacia delante con toda la lentitud y suavidad que soy capaz de reunir. Pero me siento como una mula que intentara bailar ballet. Otro rugido suena casi frente a mi cara. A unos escasos dos metros según mis cálculos.
Intento calmarme, seguro que en esta situación, todo debe parecerme más próximo de lo que realmente está. Mi corazón se acelera y tengo la desagradable certeza de que puede oírse a varios metros de distancia.
«¡Vamos! ¡Tienes que dar otro jodido paso!»
Lo intento. Pero estoy sufriendo un ataque de ansiedad. Mi respiración se está acelerando.
«Mierda, no. Tranquilízate o conseguirás que nos maten».
Anestesia me suelta y se aleja unos pasos.
«Uno que abandona el barco».
Hizo lo que pudo. No puedo reprocharle nada.
—¡Aquí, aquí! —Los gritos del joven que cree ser un superhéroe me llegan claramente desde un punto situado varios metros a mi derecha—. ¡Vamos, estoy aquí!
El rugido del invidente infectado se hace más potente cuando se lanza en la dirección de los gritos. Luego, el rugido aumenta de intensidad al igual que varios gemidos. Me sobresalto cuando la mano de Anestesia, vuelve a tomar la mía para guiarme.
—Aprovechemos.
«No es tan tonto como pensaba».
Desde luego. Aprovechó la ceguera del infectado para atraerlo hasta los muertos vivientes que nos persiguen. Una vez allí, dejó que se apañasen entre sí.
Seguimos caminando en silencio bajo la lluvia. El tiempo parece carecer de sentido. ¿Cuánto habremos caminado ya?, ¿un kilómetro?, ¿diez? Mi tos está empezando a empeorar. Querría parar, pero la preocupación por lo que me encontraré al llegar al motel, me impulsa a seguir hacia delante a pesar de todo.
—¡Ya hemos llegado!
Frente a mí, tengo la pequeña escalera que asciende hasta las habitaciones.
—Hay sangre en el suelo y agujeros de bala en la entrada.
—Entremos.
Anestesia abre la puerta y entramos. Piso lo que supongo es un casquillo de nueve milímetros. Supongo que Marta hizo uso del arma. Huele a sangre y a sudor. La voz de Nicolai me llega increíblemente débil.
—Se la ha llevado. —Se diría que cada palabra le cuesta un gran esfuerzo, como si estuviese gravemente herido—. Ella le disparó. Sangraba, pero no murió. Se la llevó a ella y a Chanqui.
«¿Se habrá llevado la cabeza por si pasabas de rescatar a tu novia?»
No puede decirse que sea mi novia.
—¿Cómo está Nico? —pregunto a Anestesia.
—Sigue atado a la cama. Tal como lo dejamos. Pero le han quitado la ropa. Le han hecho unos cortes en las muñecas, como si quisiesen desangrarle y han escrito algo con sangre sobre su pecho.
—¿Qué pone?
—“Te esperamos.”
—¿Solo eso?
—Sí.
Unos espantosos gemidos nos llegan desde el exterior.
—Marchaos —dice Nicolai—, estoy acabado.
«Andando no llegaremos muy lejos».
Me acerco a la cama donde yace el agonizante vampiro.
—Dame un cristal.
Tengo que repetírselo un par de veces, pero finalmente, oigo el estridente sonido de los vidrios al romperse y a mi mano llega un afilado fragmento.
—No lo hagas. —La voz de Nicolai es suplicante—. La maldición se hará más intensa.
Utilizo el cristal sobre mi muñeca derecha. Mi sangre se derrama sobre la boca de Nicolai.
—Bebe y calla. Otras personas dependen de nosotros. No tienes derecho a morir.
La voz de Nicolai adquiere un tono extraño. Resuena lo que supongo son sus ataduras al reventar bajo una fuerza sobrenatural.
—Hasta que Chanquete descanse en Disneylandia.
—Sí —respondo—. Hasta entonces.