Capítulo XLV
“¿Pero eso no puede hacerlo otro?”
Homer Simpson
Acostumbra a ser aceptada como cierta la afirmación que dice aquello de: “la distancia más corta entre dos puntos es la línea recta”. Por desgracia, la vida real no tiene mucho que ver con las matemáticas y, desde luego, más corto no siempre equivale a más seguro.
Gracias a Buitrales, por fin avanzamos en la dirección correcta. No es que, para variar, tenga una idea exacta de donde nos encontramos. Supongo que fuera de Galicia. Aunque eso es algo que deduzco basándome en el acento de las gentes con las que topamos en nuestra larga peregrinación hacia Francia.
«A veces hay que tener fe».
Cierto. Buitrales ha resultado ser una buena adquisición después de todo.
Después de circular durante un tiempo entre los cultistas, no deja de sorprenderme su variedad. No se trata solamente del hecho de que carezcan de cualquier tipo de santo y seña, sino de lo dispares que pueden ser sus distintas comunidades. Mientras algunas parecen vivir en una suerte de cruce entre un campo de concentración y una comuna hippie, el modo de vida de otras me recuerda más al de las comunidades ultra católicas que alguna vez había visto en televisión (generalmente en películas americanas).
Aunque distintos entre sí, a la hora de convivir y aplicar sus normas, todos comparten a rajatabla una serie de ideas comunes. Siendo el meollo de la cuestión, algo a lo que se refieren como “la purga”. No es que sea algo tan extraño. Llevo años oyendo decir cosas como que el hombre es el cáncer del planeta, que el mundo sería mejor sin los seres humanos y demás comentarios en pro de la extinción de mi especie. Pero una cosa es oírlos y otra muy distinta ver a grandes cantidades de gente dispuestos a ponerse manos a la obra.
«Reconoce que no deja de tener su morbo».
Desde luego. Creía haber visto ya casi de todo en ese sentido: mujeres prostituyendo a sus hijas, hombres vendiendo a sus hijos como carne de cañón, gente consumiendo carne de personas de cierta raza, en la creencia de que esta los convertiría en invulnerables, artesanos pergeñando minas con forma de juguete, para dejar sin manos y sin cara a los niños… Pero de algún modo, esto es distinto. Puedo entender que la necesidad, la miseria, el odio y la incultura están detrás de muchas cosas. Pero estas personas hablan de envenenar depósitos de agua, de organizar ataques a campamentos de refugiados, o de destruir recursos básicos, sin que les mueva más razón que el exterminio de su propia raza, en pro de un credo al que acaban de abrazar recientemente.
«No es la primera vez que ves cometer atrocidades por motivos religiosos».
Sí. Pero una religión suele necesitar de mucho más tiempo para extenderse. Ninguna secta se había propagado jamás con semejante virulencia.
«En la época en la que se propagó el cristianismo, no existía internet».
Esta gente no son precisamente católicos con un mensaje bienintencionado. Estamos hablando de comunidades enteras, cometiendo atrocidades impensables a veces contra sus propios familiares y vecinos. Se trata de un Culto totalmente autodestructivo.
«Cierto y te recuerdo que si llegan a sospechar que no compartes sus ideas, eres hombre muerto».
Por suerte, en las últimas comunidades solo había un par de pastores y me mantuve convenientemente alejado de ellos para no ser descubierto. Ese es uno de los elementos más inquietantes. Los pastores generalmente actúan bajo algún tipo de influencia como le ocurría a Cucaracho, pero sus seguidores de a pie como Buitrales, lo hacen por propia voluntad.
«No es algo tan raro. Recuerda por ejemplo a los apóstoles de la religión católica. Ellos fueron iluminados por el profeta y convirtieron a cientos de personas a su religión».
No creo que sea el mismo caso en absoluto.
—Ya nos estamos acercando —comenta Buitrales haciéndome emerger de mis cavilaciones—. Por lo que me contaron, deberemos aprovisionarnos bien aquí. Este es a la vez el último y el mayor asentamiento que tenemos. De ahora en adelante, si seguimos hacia el norte entraremos en la tierra de nadie.
«Me gusta cómo suena eso de tierra de nadie».
A mí no. Por lo general, esa suele ser la definición que se da al espacio que separa las líneas amigas de las enemigas. Aunque en este caso, nuestros amigos moverían cielo y tierra para quitarme de en medio, en caso de descubrir quién soy. Lo peor del caso es que ni yo mismo conozco el motivo.
«Asume que eres un sujeto impopular».
Durante los últimos días, hemos pintado el Vamtac de un horroroso color amarillo limón. Hubiera preferido algo menos cantoso. Pero después de que nos tirotearan un par de veces al acercarnos a los asentamientos del Culto al confundirnos con miembros de una unidad militar, optamos por un color lo bastante llamativo, como para que nos vean desde lejos y lo suficientemente ridículo, como para evitar ser confundidos por una unidad militar. Nicolai se las ha arreglado para alimentarse. Él no ha mencionado cómo y yo no tengo la menor intención de preguntárselo. Lo único que espero es que no nos relacionen con el rastro de fiambres desangrados que debemos estar dejando a nuestras espaldas.
«Como si a estas alturas te viniera de eso».
No tardo en alegrarme del nuevo look del vehículo cuando topamos con el primer control de los cultistas. En esta ocasión, no se trata de garrulos con rifles y escopetas de caza, sino de tipos armados con fusiles de asalto e incluso un par de lanzagranadas de procedencia soviética.
«Qué más quisieran ellos. Serán armas fabricadas en china bajo patente y revendidas a precio de saldo en el mercado negro».
Sea como sea, no me parece buena idea cabrear a esta panda de chalados, que visten como si un miliciano palestino hubiera atracado un Coronel Tapioca.
—Será mejor que hable con ellos —dice Buitrales.
Nadie abre la boca, pero con cierta alarma vemos como nuestro guía es violentamente derribado y registrado en cuanto sale del vehículo.
«Tu amigo parece estar perdiendo su don de gentes».
Mientras dos lanzagranadas RPG-7, que me hacen pensar en sendas pollas circuncidadas, apuntan en nuestra dirección, un tipejo que empuña un pequeño subfusil nos grita que salgamos del vehículo.
«Será mejor que le hagas caso».
Una desagradable y, por desgracia, conocida sensación en mi cabeza, me indica que como mínimo hay un pastor cerca. Abro la puerta y, con movimientos deliberadamente pausados, salgo del vehículo manteniendo las manos bien visibles. También yo soy violentamente derribado y registrado sin muchos miramientos.
«¿No pensarías que te ibas a librar?»
Encuentra mi pistola; el dolor de cabeza empeora a marchas forzadas y no es por el trato que me están dispensando.
«Mierda, se está acercando».
Oigo a mi espalda los gritos de Sonia, los ladridos de Esparqui y las protestas de Marta y Anestesia.
—¡Son espías! —dice alguien a nuestra espalda.
«¿No te preguntas quién la habrá cagado?»
—¡Esperad! —ruega Buitrales—. ¡No lo somos! ¡Estamos en una misión secreta!
Nuestros captores se ríen mientras a mis oídos llega el sonido de un arma al ser amartillada.
«Si no haces algo rápido, palmaremos aquí».
¿Y qué esperas que haga? Si por lo menos fuera de noche, Nicolai tendría una oportunidad, pero ahora… Cierro los ojos mientras los gritos de Sonia aumentan de intensidad. Noto un sabor salado en la boca cuando el pinchazo en mi cabeza empeora.
—¿Quiénes son estos?
Aunque no puedo distinguir al que ha hecho la pregunta, estoy seguro de que se trata del pastor. Arriesgo una mirada de reojo, pero no alcanzo a ver nada.
—Ese cabrón puede ser el que buscamos —comenta la voz del recién llegado.
—Este otro —recibo una patada en las costillas, que me hace pensar que se refieren a mí—, llevaba una pistola.
Se produce un incómodo silencio.
«¿Crees que estos cabrones serán miembros de una asociación para la no proliferación de armas? Pues no veas como se pondrán cuando encuentren el fusil de asalto».
No creo que esto sea por la pistola. Buscaban a Nicolai, supongo que debieron relacionarle con el cadáver de su última comida. Pero como no creo que la idea del vampirismo se les haya pasado siquiera por la cabeza, puede que piensen que lo desangramos para torturarlo. Seguramente creerán que somos espías.
—Levantadlo.
Soy puesto en pie. Frente a mí veo a un tipo, que de no ser porque lleva una especie de gorro de papel de aluminio en la cabeza, podría pasar por una persona seria. Me fijo con más detenimiento en su persona. Le calculo una edad de entre treinta y muchos a cuarenta y pocos años. Se viste con un pulcro traje gris, zapatos negros manchados de polvo y cubre su cabeza con un pañuelo de nudos forrado de papel de aluminio, que le confiere todo el aspecto de ser un vendedor de seguros huido de un manicomio.
«Dicen que uno siempre reconoce a los de su condición».
Al mirar un poco más allá, veo a unos cuantos muertos vivientes, que parecen haber forrado con ese papel de plástico que se utiliza para envolver los alimentos antes de meterlos en el congelador. Los seres parecen esperar algo con una paciente expresión que conozco demasiado bien.
—Así que una misión secreta, ¿no? —me pregunta.
«Lo curioso del caso es que no parece que a este tipo le afectes lo más mínimo. Me pregunto si ese gorro de papel de aluminio tendrá algo que ver».
¡Joder! Déjate de putos gorros. Una idea genial este viaje al fondo de la secta. Esta panda no parece ser de los que hacen prisioneros. ¡Será mejor que pienses en algo!
—¡Nosotros servimos al Culto! —grita Buitrales como si acabaran de cortarle las pelotas.
—Y podréis seguir haciéndolo —le responde el sujeto del gorro plateado, mientras dirige una mirada casual a los fiambres envueltos en plástico—. La cuestión —añade— es si le serviréis mejor vivos o… menos vivos.
«Tengo una idea. Acusa a la pequeña bastarda».
No puedo evitar una maliciosa sonrisa antes de vociferar mirando hacia la cría:
—¡Ella es el objetivo! ¡Nos prometieron un montón de pasta por traer a esa pequeña víbora hasta aquí! ¡Los militares le metieron un localizador!
«¡Sí, señor! ¡Buena jugada!»
—¡Miente! —chilla la niña—. ¡Él vendrá a por mí!, ¡os lo hará pagar!
—¡Hijo de puta! —exclama Marta, con un tono que deja a las claras que será mejor que no entre en mis expectativas el mantener relaciones sexuales con ella, durante los próximos cien o doscientos años.
«Tranquilo. Millones de pajilleros no pueden estar equivocados».
En cuestión de segundos, la niña pasa a convertirse en el foco de atención de la panda de tarados.
—¡Registradla! —ordena el tipo del traje gris—. A fondo.
La cría grita mientras la ropa le es arrancada sin demasiados miramientos.
—¡Tiene una cicatriz reciente! —anuncia triunfalmente uno de sus registradores.
«¡Toma, toma y retoma!»
—Aseguraos. —Aunque el tipo del gorro de papel de aluminio se refiere a Sonia, por algún motivo lo dice sin apartar la mirada de mis ojos—. Quiero estar seguro.
«¡Cuidado! No me gusta un pelo la forma en la que te está mirando».
Uno de los esbirros empuña un machete. Marta y Sonia gritan simultáneamente. Aunque entre las dos se las apañan para armar una considerable escandalera, no gritan lo bastante alto como para ahogar el ruido de unas atronadoras bocinas.
—¿Qué diablos? —exclama sorprendido el tipo de la cabeza forrada, mientras aparta su vista de mí para escudriñar el horizonte—. ¡Rayos!
También yo reconozco el camión del Chatarrero.
«El diablo los cría y ellos se juntan».
Contra todo pronóstico, no puedo decir que no me alegre de la aparición del vehículo, que avanza a toda velocidad en nuestra dirección.