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A LA DERIVA

Nos llevaron a rastras desde la Roca Blanca hasta la playa y nos arrojaron a uno de los curraghs. Medio inconsciente, sentí que el bote era empujado por la arena y botado al agua; así fuimos abandonados al capricho de las olas.

Los ojos me ardían. Yacía en el fondo del curragh, ausente de todo excepto de mi agónico sufrimiento. Grité y recibí por toda respuesta burlonas risotadas. Luego se fueron perdiendo en la lejanía, sustituidas por el graznido de las gaviotas. Oí el chapoteo del agua contra los flancos del bote… y me desmayé.

No sé cuánto tiempo estuve inconsciente. Pero me despertó un agudo dolor de cabeza y me incorporé. El movimiento me causó tanto dolor que el estómago se me revolvió y vomité. Me dejé caer otra vez y tropecé con mi hermano.

Llew emitió un gemido, y me acordé de su mano. ¡Su mano!

Como pude me puse en pie agarrándome a la borda. Mi cabeza parecía a punto de estallar. El rostro me palpitaba. Me incliné sobre la borda, cogí agua entre las manos y me la eché por la cara. La sal del agua me escoció en los ojos y sentí un dolor agudo en extremo, como si tuviera brasas en los ojos. Me tambaleé y volví a derrumbarme.

Por fin se me despejó la cabeza y me incorporé. Maldiciendo a Meldron y a mi propio sufrimiento, tendí las manos hacia el inerte cuerpo de Llew y procedí a examinarlo.

Estaba tendido de costado, con el brazo doblado por el codo y el antebrazo cruzado sobre el pecho. Tanteé con el brazo hasta llegar a la muñeca y la mano. Allí estaban; así pues, había caído sobre el brazo herido.

Me puse de rodillas y con dificultad logré darle la vuelta y ponerlo boca arriba. Con sumo cuidado le levanté el brazo herido, lo apoyé contra mi pecho y tanteé la herida con extrema delicadeza.

La sangre fluía del muñón, espesa y caliente. Creo que, al caer sobre el brazo herido, el peso del cuerpo había constreñido el muñón e impedido el flujo de la sangre; eso le había salvado la vida. Al darle la vuelta la herida había comenzado a sangrar, y, si quería auxiliarlo de algún modo, tenía que examinarlo minuciosamente. Con la punta de los dedos, le limpié el muñón. La espada de Meldron estaba muy afilada y había cortado limpiamente huesos y carne.

Bajé con extremo cuidado el muñón y me apresuré a desgarrar el borde de mi siarc. Después hice unas vendas con jirones, me arrastré hasta la borda y las empapé en agua. Mi cabeza parecía a punto de estallar. Apretando los dientes para soportar el dolor, reuní fuerzas para acabar la rudimentaria cura. Cogí otra vez el brazo herido y vendé el muñón con los jirones empapados de agua de mar.

La sangre surgía a borbotones a cada latido del corazón de Llew. Sentía las palpitaciones a través del vendaje. Desgarré otro jirón de tela y lo até en torno a la muñeca; luego, con un tercer vendaje, até las dos puntas de los otros dos tan fuerte como pude. Doblé el brazo por el codo y lo dejé sobre el pecho. Sólo cabía esperar que no se desangrara; no podía hacer nada más por él.

Aturdido y débil por el esfuerzo, desgarré otro jirón de mi siarc, lo empapé de agua y, pese al escozor que me producía la sal, lo até en torno a mis ojos. Luego, sin fuerza alguna, me derrumbé en el fondo del bote, gimiendo de fatiga y dolor.

¡Ciego! Todo en torno a mí era una oscuridad informe. Nunca volvería a ver los rostros de mis compatriotas y hermanos, nunca volvería a ver la luz. ¡Ciego! El mundo era tan oscuro como el sufrimiento, tan oscuro como una tumba sellada, tan oscuro como el negro abismo de Uffern, tan oscuro como la muerte eterna.

Acurrucado en el fondo del bote, lloré amargamente por mi perdida visión, por la agonía de mis arruinados ojos, hasta que por fin, rendido por el sufrimiento, me hundí en un sueño vacío.

Me despertó el agudo dolor de mis ojos. No hice el menor movimiento, sino que permanecí muy quieto con el oído aguzado. El viento era suave, las olas chapoteaban sin fuerza contra el bote. La marea en torno a las islas no es fuerte; nos llevaría a poca distancia de la costa oeste de Ynys Oer. Luego estaríamos al albur de las corrientes del mar y de los elementos.

Si seguía soplando el viento del norte, nos empujaría hacia el sur a lo largo de la costa occidental de Albión y nos arrastraría hacia algún lugar de la deshabitada costa. Si los vientos se tornaban caprichosos e irregulares, como era de esperar en aquella cambiante estación, nos arrastrarían lejos, hacia el oeste, y llegaríamos quién sabe adónde.

Meldron había sido muy hábil. No nos había matado, sino que nos había dejado al albur del mar. De este modo podría, con toda razón, afirmar que no sabía dónde estábamos. No incurriría en una deuda de sangre por nuestras muertes.

Sin embargo, la deuda de sangre que había contraído por la muerte de los derwyddi ya era suficientemente grave. Aunque poseyera una resplandeciente montaña de oro y todas las ovejas, ganado y criados de los Tres Reinos, no podría pagarla.

¡El sol y las estrellas eran testigos! Nudd, príncipe de Uffern y Annwn, rey de los coranyid, Soberano de la Noche Eterna, era quien había asesinado a los bardos de Prydain. Pero el príncipe Meldron había acabado con la vida de los demás. Ya no quedaban bardos en Caledon y en Llogres. Ya no quedaban bardos en la Isla de la Fuerza.

No, no… Yo todavía estaba vivo, y las hijas de Scatha estaban a salvo en Ynys Sci.

Llew gimió y se despertó. Alcé mi dolorida cabeza y le tendí una mano.

—¡Tranquilo, hermano! —le dije—. Estoy aquí. No te muevas.

—¡Tegid! —comenzó a decir, pero se estremeció de dolor.

Cerró la boca y ahogó un grito, que se convirtió en un torturado gemido. Busqué su espalda con temblorosa mano. Sentí cómo se estremecía de dolor con los músculos tensos y la ropa empapada en sudor. Se desvaneció otra vez y se quedó muy quieto.

Yo me dormí.

Cuando desperté, había refrescado y el mar estaba en calma. Reconocí por eso que era de noche. Llew debía de estar esperando a que me despertara, porque cuando yo me moví dijo:

—¿Dónde estamos? ¿Qué ha sucedido?

Su voz temblaba y denotaba el sufrimiento que padecía.

—Vamos a la deriva —dije—. Meldron nos ha abandonado a nuestra suerte.

Guardó silencio un rato y luego dijo en tono lastimero:

—Tengo mucho frío.

—Ten —dije buscando mi manto y tendiéndoselo.

Él cogió un extremo, yo el otro, y compartimos el precario abrigo.

—Mi mano, tus ojos… Tegid, ¿qué va a ser de nosotros?

—El mar tiene la palabra. A nosotros sólo nos queda aguardar.

Aguardamos toda aquella noche inacabable y eterna. Y seguimos aguardando todo el día siguiente sin apenas movernos. Cuando el sol se deslizó por el horizonte del mundo, nos acurrucamos en el fondo del bote muy juntos para darnos calor. Dormitamos penosamente sin poder conciliar del todo el sueño por el dolor de nuestras heridas. Mis ojos, su mano… ¿Qué iba a ser de nosotros?

El buen tiempo se mantenía y nos contentábamos con esa bendición. De vez en cuando, Llew se incorporaba y miraba en torno. Pero estábamos muy lejos de la tierra firme y yo no podía localizar nuestra situación con las escasas descripciones que me procuraba.

Al cuarto día, se levantó viento del oeste. El mar se rizó, y las olas subían y bajaban balanceando peligrosamente el bote. A cada movimiento nos veíamos empujados contra la borda y topábamos contra la barandilla de madera del curragh. Llew gritaba cada vez que se golpeaba la herida del muñón.

Por la noche tampoco pudimos descansar. El temporal arreció. El mar se encrespó aún más; las olas amenazaban con tragarnos. Exhausto, Llew se desmayó y yo lo sostuve abrazado contra mi pecho para protegerlo de las sacudidas. El infeliz musitaba incoherentemente mientras el mar balanceaba nuestro pequeño bote. Oí un extraño ruido y agucé el oído hasta caer en la cuenta de que lo producía Llew castañeteando los dientes. Hice un nudo en la punta del manto y se lo metí entre los dientes para impedir que se mordiera la lengua.

La furia de la galerna fue en aumento durante la noche. Oí un trueno y sentí en mi rostro el latigazo de la lluvia, pero no vi rayo alguno. Mientras el fragor de la tormenta estallaba sobre nuestras cabezas, Llew volvió en sí.

—¡Canta, Tegid! —lo oí gritar entre el ulular del viento.

Creí que deliraba.

—Calma, hermano. Tranquilo. Pronto terminará todo —dije pensando que nuestro bote naufragaría de un momento a otro y seríamos arrastrados al fondo del mar.

Llew se debatió.

—¡Canta! —insistió—. ¡Canta nuestra arribada a tierra!

Mientras el viento aullaba con violencia sobre nuestras cabezas y las olas del mar rompían contra la borda, alcé la voz y me puse a cantar. La galerna me arrancaba de la boca las palabras y me las lanzaba después contra la cara.

—¡No sirve de nada! —grité.

—¡Canta! —me rogó Llew—. ¡Tu canto llegará hasta la Mano Segura y Certera, Tegid!

Alcé de nuevo la voz y entoné un canto en loor del Sumo Dador. Canté las innumerables virtudes del omnipotente y bondadoso Dios; canté la celosa providencia con que la Mano Segura y Certera sostiene y auxilia a quienes lo invocan.

Y, mientras brotaba mi canto, vividas y claras imágenes fueron tomando forma en mi mente. Vi una cañada de escalonadas laderas en un frondoso bosque de pinos que se elevaban hacia los cielos…, vi un recóndito lago y una fortaleza de troncos…, vi sobre un montículo cubierto de yerba un trono de asta, adornado con una piel de buey de nívea blancura…, vi un escudo bruñido en el que se había posado un cuervo negro…, vi una almenara que resplandecía en la cima de una distante colina y fogatas que se encendían en respuesta en las colinas cercanas…, vi surgir de la niebla a un jinete sobre un pálido caballo bayo, cuyos cascos hacían saltar chispas de las rocas…, vi un poderoso contingente de guerreros bañándose en un lago de aguas tintas en sangre…, vi de pie en una verde enramada a una mujer con un manto blanco, cuyos cabellos refulgían al sol como un fuego de oro…, vi un cairn en una recóndita cañada, un túmulo fúnebre escondido y secreto…

Canté, y la tormenta arreció. Nuestro bote de cuero se balanceaba, zarandeado arriba y abajo por el oleaje. Volábamos sobre la ondulada corriente como la espuma del mar es arrastrada por el ímpetu de la galerna. El agua caía sobre nosotros, empapándonos. La boca se me llenaba de agua y la sal me quemaba en las heridas.

A cada sacudida del bote, Llew gemía de dolor.

—¡Canta, Tegid! ¡Canta! —seguía gritando, y creí que debía de estar delirando de dolor.

Sin embargo, como insistía e insistía, yo seguí cantando. Y las visiones se retorcían y danzaban en mi mente a un ritmo tan vertiginoso como el de la tormenta que arreciaba en torno.

—¿Has oído, Tegid? —gritó Llew, y el viento se tragó su voz.

Agucé el oído y sólo percibí el ulular del viento y el rugir de las olas al precipitarse contra las rocas… ¡Contra las rocas!

—¿Has oído, Tegid?

—¡Sí! ¡Lo he oído!

En efecto, se oía el estruendo del oleaje al golpear y romper contra las rocas. La tormenta nos estaba empujando hacia la orilla.

—¿Ves algo?

—No —contestó Llew—. ¡Espera! Sí, veo algo. Veo rocas. Veo la rompiente.

—¿Ves tierra?

—No. Está muy oscuro.

Con su mano sana me agarró el brazo con fuerza.

—¡Sigue cantando, Tegid! ¡Canta nuestra arribada a tierra!

Canté, y el rugido de las olas en la rompiente creció hasta llenar por completo la noche. El estruendo sonaba cada vez más cerca, y casi podía sentir los escarpados dientes de las rocas rechinando en la tormenta, emergiendo entre el oleaje muy cerca, surgiendo en la oscuridad para desgarrarnos, aplastarnos, destruirnos. El agua caía a chorros sobre nosotros como si todo el océano se precipitara sobre las rocas que nos rodeaban. Mi voz se perdía en el estruendo del océano, pero yo seguía cantando, suplicando que nuestro pequeño barquichuelo se salvara en un pequeño círculo trazado en medio del fragor de las olas.

Sentí que el mar se cernía sobre nosotros como una bestia feroz. Éramos empujados hacia lo alto, sacudidos, zarandeados como una hoja arrastrada por un remolino. El mar retumbaba en torno, atronaba nuestros oídos y nuestras mentes, sacudía nuestras almas.

Enseguida éramos arrastrados hacia abajo, para volver a ser alzados de nuevo. Oí cómo el mar se estrellaba contra la roca y sentí que nuestro bote se balanceaba peligrosamente con el reflujo. El barquichuelo se quedó unos instantes suspendido entre el mar y el cielo. El mar pareció alzarse y sostuvo en alto el bote. Luego fuimos precipitados hacia abajo, chocamos contra una roca y oí un agudo crujido mientras las cuadernas de madera se quebraban.

—¡Agárrate, Tegid! —chilló Llew.

Tendí las manos buscando a tientas la borda del bote, pero topé con la superficie helada de una roca. Cuando de un empujón me ponía a apartar el bote de la rompiente, noté que el curragh era arrastrado por el remolino de las olas. En pocos instantes seríamos engullidos por las aguas. Tomé aliento y con un último grito supliqué que nos salvaran de la tumba marina que se abría bajo nosotros.

El reflujo de la corriente nos arrastraba. El bote se ladeó y comenzó a dar vueltas. Se me llenaron de agua la boca y los pulmones. El mar me retorcía brazos y piernas arrastrándome hacia sus insondables abismos, zarandeándome, golpeándome, tragándome.

De pronto, mi rodilla chocó con algo duro y mi hombro derecho golpeó algo semejante a una pared. La fuerza del agua me aplastaba contra ella como si fuera la enorme manaza de un gigante. Me faltó el aire y luché para darme impulso y librarme de aquella pared de roca.

Y después…

¡Me di cuenta de que milagrosamente había emergido! Abrí la boca para respirar y me atraganté con la espuma del oleaje. Luego la corriente, en lugar de estrellarme contra un acantilado, me empujó hasta una playa de cantos rodados. Las olas rompieron sobre mí y me inmovilizaron bajo su peso; luego me levantaron y me arrastraron playa adentro. Jadeando, me arrastré como un cangrejo sobre resbaladizas rocas para alejarme y librarme de la fuerza del reflujo.

El agua se me aferraba a las piernas; las algas se me enrollaban en brazos y muslos. Rompió otra ola que me llegó hasta las caderas, la cintura y el pecho; de nuevo fui arrastrado y empujado hacia delante. Cuando la corriente retrocedió, me encontré de rodillas con las manos enterradas entre los guijarros de la playa.

Me incorporé y avancé unos pasos, pero tropecé y caí de bruces. Oí el rugido de las olas que rompían una vez más. Busqué instintivamente un apoyo para mis pies, pero la resaca me arrastró y mis manos se desprendieron de su asidero. Otra vez estaba a merced del mar.

De pronto sentí que algo me cogía y me ayudaba a incorporarme. Instantes después, por encima del fragor del viento y del oleaje, oí la voz de Llew.

—¡Tegid! —gritó—. ¡Ponte en pie! ¡Apóyate en mí!

Me tiró del brazo y me ayudó a incorporarme. Apoyándonos el uno en el otro, nos alejamos de la rompiente y nos derrumbamos sin fuerzas sobre la arena.

—Lo conseguiste, Tegid. Tu canto nos trajo a tierra —dijo Llew.

Luego lo oí gemir y sentí que se retorcía de dolor.

—¡Llew! —grité tendiéndole las manos.

Se aferró a mi brazo con su mano sana y emitió un gemido desgarrador. Lo sostuve hasta que el dolor remitió.

—Tu canto nos trajo a tierra —repitió con voz trémula cuando pudo volver a hablar—. Nos salvaste cuando ya estábamos perdidos.

—El Sumo Dador oyó nuestra canción, nos sostuvo con su Mano Segura y Certera y nos salvó del mar…, de la tumba que Meldron nos había preparado.

Yacíamos sobre la arena, temblando de frío y debilitados por el dolor de nuestras heridas. Llew gemía de tanto en tanto, cuando la agonía se le hacía insoportable, pero no emitió ni un grito. Yacimos toda la noche en la arena, mientras la tormenta iba cediendo en torno. Cuando el alba asomó entre los desgarrones de nubes, sentí que el primer rayo de sol me templaba el rostro, y me puse a cantar la canción que me había sido inspirada.

Canté a la cañada de escalonadas laderas escondida en un frondoso bosque. Canté a la fortaleza del lago y al trono de asta, cubierto con una piel blanca de buey, que se alzaba sobre el herboso montículo. Canté al bruñido escudo sobre el que se había posado con las alas extendidas un cuervo negro cuyo severo graznido llenaba la cañada. Canté a la almenara que alzaba sus llamas al cielo de la noche, y a las señales que en respuesta se encendían en las colinas cercanas. Canté al fantasmal guerrero montado en un caballo bayo que, envuelto en la niebla, hacía saltar chispas de las peñas. Canté a los guerreros que se bañaban en el lago de la montaña mientras el agua se iba tiñendo de rojo por sus heridas. Canté a la mujer de rubios cabellos en la enramada bañada por la luz del sol, y canté al recóndito Montículo de los Héroes.

Cuando mi canto finalizó Llew se había quedado dormido a mi lado. Me eché en la arena y me dormí acunado por el sonido de las olas contra las rocas.