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LA PIEDRA DEL GIGANTE

Pasé la noche en vela en el soto de los abedules, desnudo y sentado en el suelo, sintiendo en mi piel el calor de la noche, escuchando el anormal silencio reinante y buscando con los ojos de la mente lo que en otros tiempos hubiera buscado en el Cuenco Adivinatorio. Escruté las misteriosas sendas del futuro en busca de algún presagio. Mi visión interior vislumbró muchas imágenes, todas ellas desoladoras y descorazonadoras: niños famélicos de miembros esqueléticos y vientres hinchados, reses muertas junto a arroyos envenenados, poblados silenciosos, cosechas agostadas, cuervos posados en los costillares de los cadáveres…

Me pareció que la tierra se estaba ahogando bajo una opresión que era como un pellejo pesado, viscoso y vasto: un pellejo putrefacto y corrupto que sofocaba todo bajo su peso.

Me levanté con el corazón encogido, me vestí y me dirigí hacia el lago donde los carros y los caballos estaban listos para la marcha. Goewyn estaba entre los pocos que se habían reunido para despedirnos.

—No te preocupes, Tegid. Me ocuparé de los mabinogi durante tu ausencia —dijo apretándome las manos; y noté el calor de las suyas.

—Gracias, Goewyn.

—Te veo preocupado. ¿Por qué? —preguntó sin soltarme las manos—. ¿Qué has visto?

—Nada bueno… Si de mí dependiera, no nos marcharíamos.

La muchacha se inclinó y sentí el calor de su aliento al besarme.

—Que tengas buen viaje y regreses sano y salvo —deseó.

Llew y Bran se nos acercaron con los caballos. Goewyn se despidió de ellos y, como Llew pareció no reparar en ella, se apresuró a retirarse.

—Tú y Alun conducid los carros —dijo Llew dirigiéndose a Bran—. Yo cabalgaré con Tegid, Rhoedd y los demás.

Montamos a caballo y se dio la señal de marcha. Oí el crujir de las ruedas de madera sobre los guijarros mientras los carros emprendían su lenta marcha hacia el risco. Esperamos a que el último de los carros hubiera pasado y ocupamos nuestros puestos en retaguardia.

La comitiva estaba formada por seis carros de gran tamaño, cargados con pellejos y vasijas de agua fresca, y diez guerreros comandados por Bran y dos Cuervos. Los Cuervos restantes se quedaban para proteger Dinas Dwr a las órdenes de Calbha y Scatha.

Aunque hacía muy poco que el sol había salido, el calor era ya considerable. Tras los carromatos fuimos ascendiendo la ladera de Druim Vran; luego, con sumo cuidado, descendimos por el escarpado camino del risco. Cuando llegamos a la cañada que se abría en la otra vertiente, estábamos sudorosos y fatigados, a pesar de que el viaje no había hecho más que comenzar.

Seguimos el curso del río hacia el sureste. Nuestros dos Cuervos, Alun Tringad y Drustwn, cabalgaban a la cabeza para explorar el camino por si topábamos con algún espía de Meldron. Pero no encontramos ninguno. Tampoco vimos señal alguna de que la plaga de Meldron hubiera invadido la región norte de Caledon. Los ríos y fuentes eran claros y cristalinos; los lagos límpidos. Aun así, obedeciendo el consejo de Rhoedd, nos abstuvimos de beber agua.

Las dos primeras jornadas de viaje, estuve alerta a cualquier sonido, a cualquier olor, en busca de alguna señal, por débil que fuera, del destino que sentía que se cernía sobre nosotros a medida que nos alejábamos de Dinas Dwr. Y, aunque no ocurrió ningún percance, mis temores no me abandonaban.

Al tercer día dejamos el río y tomamos Sarn Cathmail, la escarpada senda que une los umbríos bosques del norte con las colinas cubiertas de brezo del sur. Nuestros exploradores se adelantaron bastante cuando llegamos a terreno abierto y, aunque tomaron todas las precauciones posibles, no vieron a nadie. De este modo seguimos avanzando mientras mis oscuros presentimientos iban en aumento.

A media jornada del cuarto día avistamos el mojón de piedra que marca la mitad del camino de Sarn Cathmail. Carreg Cawr, la Piedra del Gigante, es un enorme monolito de color negro azulado que sobrepasa tres veces la altura de un hombre y se cierne sobre el camino pavimentado de losas. A semejanza de otros mojones, está labrada con símbolos sagrados que protegen la carretera y salvaguardan a los viajeros.

—Creo que sólo nos queda un día de camino —dijo Llew—. Pese al calor hemos mantenido una buena marcha. Todo está muy seco por aquí…, la yerba está requemada.

Mientras hablaba, mi visión interior se despertó y vi la larga carretera de color pizarra que se extendía ante nosotros entre una llanura herbosa rodeada por suaves colinas, bajo un cielo blanco y calinoso. Vi los carros cargados que traqueteaban por el camino y la negrura de Carreg Cawr brillando al sol.

Los exploradores habían pasado junto a la Piedra del Gigante y habían seguido adelante sin vislumbrar nada sospechoso; luego pasaron junto al mojón Bran y los guerreros y después, uno tras otro, lo hicieron los carros. Pero, mientras me acercaba a la piedra, los tenebrosos presagios que me habían inquietado desde el inicio del viaje aumentaron hasta convertirse en una palpable sensación de pavor.

Ya cerca de la piedra, tiré de las riendas y detuve mi caballo. Llew, que me precedía, se detuvo casi debajo del monolito. Alzó la mirada y examinó los antiguos símbolos con curiosidad.

—¿Sabes qué significan esos símbolos? —me preguntó por encima del hombro.

—Sí —repuse secamente—. Son señales sagradas que bendicen y protegen la calzada.

—Eso ya lo sé —insistió él—. Pero ¿qué dicen?

Sin aguardar mi respuesta, se dio la vuelta en la silla, alzó las riendas y obligó al caballo a acercarse a la piedra. Yo agucé el oído. Sólo se oía el viento que mecía la yerba de las suaves colinas y, allá lejos, el chillido de un halcón. De pronto oí un grito de Llew.

Fue un grito de sorpresa, no de dolor. Vislumbré una sombra tras la Piedra del Gigante mientras Llew se volvía bruscamente.

—¿Qué fue eso? ¿Has oído algo?

—No.

—Acaba de golpearme algo. He sentido en la espalda algo…, como una piedra. Habría podido…

—¡Shh! ¡Escucha!

Llew guardó silencio y oí un ligero arañazo tras la Piedra del Gigante. Luego un apagado sonido metálico, como producido por los eslabones de una cadena de hierro; después… nada.

—Hay alguien emboscado tras la Piedra del Gigante —le dije a Llew, quien al punto empuñó la espada que llevaba colgada a la silla de montar.

Avanzó hacia el monolito.

—Sal —ordenó—. Sabemos que estás ahí. Sal de una vez.

Aguardamos, pero no hubo respuesta. Llew iba a hablar de nuevo, pero se lo impedí con un gesto.

—¡Escucha! —grité dirigiéndome a la piedra—. Te habla el Bardo Supremo de Albión. Te ordeno que salgas ahora mismo. No vamos a hacerte ningún daño.

Por un momento reinó el más absoluto silencio. Luego oí el rumor de unos pasos sobre la yerba seca que crecía en la base del monolito.

Apareció una delgada figura, cubierta con los andrajos de un siarc y de un manto color verde. Y junto a aquella misteriosa aparición surgió un sabueso de color negro pizarra con una mancha blanca sobre una de las patas delanteras. Los reconocí al instante, antes incluso de que Llew exclamara:

—¡Ffand!

Desmontó de un salto y corrió hacia la niña. El perro se puso a ladrar y fue silenciado al momento.

—¡Twrch!

—¡Ffand! ¡Mi valiente Ffand! —dijo Llew abrazándola y alzándola en volandas. La niña se echó a reír mientras Llew le besaba las sucias mejillas—. ¿Qué estás haciendo aquí sola tan lejos de casa?

—No estoy sola —repuso Ffand—. Twrch está conmigo —añadió acariciando al perro que le llegaba hasta la cadera.

¡Twrch! —lo llamó Llew tendiendo la mano hacia el perro.

El animal estiró el cuello y olisqueó la mano de Llew. ¿Reconoció el olor de su dueño? Desde luego, porque al instante comenzó a ladrar y de un salto colocó sus enormes patas sobre los hombros de Llew y le lamió la cara. Llew abrazó al perro y le acarició el cuello con su muflón, que Twrch se apresuró también a lamer.

—¡Tranquilo, tranquilo, Twrch! —Luego miró a Ffand—. ¿Qué estás haciendo aquí? ¿Por qué has venido?

—Te buscaba —contestó Ffand.

—¿Me buscabas? —repitió, sorprendido y divertido a la vez.

—Supe que Llew estaba formando un reino en el norte y que Meldron te busca también en el norte. Así que yo también vine al norte.

—Muy lógico —observó Llew.

—Me dijiste que volverías a buscar al perro —dijo Ffand con cierto enojo—. Volviste, pero no nos esperaste. —Su tono era acusatorio, pero enseguida lo suavizó—. Por eso decidimos venir en tu busca.

—¿Que no os esperé? ¿A qué te refieres?

—Cuando fuiste a Caer Modornn.

Yo desmonté y caminé hacia ellos.

—Es cierto que fuimos a Caer Modornn, pero no te vimos, Ffand.

—Os olvidasteis de mí —replicó la niña, enfadada.

—Sí —admitió Llew—. Lo siento mucho. Si hubiera sabido que nos estabas esperando, jamás nos habríamos marchado sin ti.

—Y yo no habría tenido que tirarte piedras —añadió ella, y mi visión interior se despertó con la imagen de una joven delgada de largos cabellos castaños, enormes ojazos y piel bronceada.

Aunque era evidente que había recorrido una enorme distancia, tenía un aspecto saludable pese a sus harapos y a su delgadez.

Había crecido desde la última vez que la habíamos visto, pero aún conservaba los aires de una niña. Con sus ágiles movimientos parecía una salvaje criatura del bosque. En realidad, según nos contó, así había vivido durante los años que siguieron a nuestra huida.

Como no había comida, ella y Twrch iban al bosque. Pasaban largo rato cazando y llevaban al poblado todo lo que podían capturar.

—Liebres y ardillas. Era la única carne que podíamos conseguir.

—Ffand —dijo Llew—, eres una auténtica maravilla. ¿Tienes hambre?

—Tengo más sed que hambre. Por aquí el agua es mala.

Volví junto a mi caballo y cogí la bolsa de provisiones. Saqué un pedazo de queso y algunas rebanadas de pan de cebada, que fueron muy bien recibidas. Después le tendí a la niña el pellejo de agua, que casi agotó antes de ofrecérselo a Twrch. El perro bebió lo que quedaba.

Ffand comenzó a devorar una de las rebanadas. Como suponíamos, estaba verdaderamente hambrienta. El perro, sentado junto a ella, se lamía el morro y aguardaba con paciencia.

—No me extraña que Meldron te tenga tanto miedo —comentó la niña partiendo otra rebanada y metiéndose una mitad en la boca.

—¿Cómo sabes que Meldron me tiene miedo?

—Desde que fuiste a Caer Modornn —contestó ella masticando con avidez—, no ha cesado de buscarte. No hay nadie en toda Albión que no haya sido interrogado por la Manada de Lobos de Meldron: «¿Dónde está el tullido Llew? ¿Y el ciego Tegid?». —Tragó un bocado y prosiguió—: Ha jurado acabar contigo. Ha dicho que el que te encuentre será premiado con tierras y riquezas…, muchas riquezas.

—Por eso saliste en mi busca.

Ffand se tomó la broma en serio.

—¡No! ¡Jamás ayudaría a Meldron! —protestó horrorizada de que Llew pudiera sospechar de ella—. He venido a avisarte y a traerte a Twrch. Es un perro magnífico… Yo misma lo he adiestrado…, y todos los reyes deben tener un perro.

—Te lo agradezco, Ffand —repuso cariñosamente Llew—. Me será de gran utilidad un buen perro, aunque ya no soy rey. Al parecer, he contraído una segunda deuda contigo.

El último carro había desaparecido tras la cima de una colina.

—Debemos marcharnos —dije, observando el mojón con los ojos de mi mente—. No deberíamos permanecer más tiempo aquí.

—Tegid tiene razón; tenemos que unirnos a los demás.

—Ven, Ffand, cabalgarás conmigo hasta que alcancemos los carros —me dirigí hacia mi caballo, monté y le tendí la mano.

La niña me observó con curiosidad y se mordió el labio.

—¿Puedes verme? —me preguntó intrigada.

—Sí —respondí—. Así que deja de mirarme y dame la mano.

La subí a la grupa. Llew montó también y reanudamos la marcha. Twrch trotaba entre los dos, primero junto a Llew, luego junto a Ffand y a mí, como si quisiera dividirse entre sus dos dueños.

Antes de que mi visión interior se apagara, vislumbré al sabueso con la cabeza levantada olisqueando el viento y caminando con sus ágiles y largas patas junto a Llew como si toda la vida hubiera gozado de la compañía de un verdadero rey.

Al cabo la imagen se desvaneció y reinó una total oscuridad. Comencé a calibrar el significado de lo que acababa de ocurrir. Era evidente que Ffand no suponía amenaza alguna para nosotros y, no obstante, mis oscuros temores persistían. Presentía algo. La Piedra del Gigante proyectaba sobre la senda su negra y abrumadora mole, pero pasamos junto a ella sin sufrir daño alguno.

De pronto me pareció que sentía un extraño latido en mi estómago y en mi pecho. Y en ese preciso instante oí un ruido: algo pesado se movía lentamente; parecía que rechinaran enormes piedras de molino. Tiré de las riendas y volví grupas.

—Ffand —dije con urgencia—, observa con atención la Piedra del Gigante. Mira bien y dime lo que está sucediendo. ¿Qué ves?

—Yo no…

—¡Deprisa, muchacha! ¡Dime lo que ves!

Mis gritos alertaron a Llew, que detuvo su caballo y me gritó:

—¿Qué pasa, Tegid?

—Veo la piedra —repuso Ffand—. Nada más. Está… —Hizo una pausa—. ¿Qué fue eso?

—¿Viste algo?

—No, sentí algo… aquí, en el estómago.

El caballo se puso nervioso; relinchó y retrocedió unos pasos.

—Observa bien la piedra —le indiqué—. Dime todo lo que veas.

—Bien —comenzó de nuevo—, la piedra está allí. Como iba a decirte, está… —Contuvo el aliento—. ¡Mira!

—¿Qué pasa? ¡Ffand! Dime qué ocurre.

—¡Tegid! —gritó Llew, y oí el golpeteo de las herraduras de su caballo que se espantaba y piafaba.

El mío sacudió la cabeza y relinchó sobresaltado. Yo tiré firmemente de las riendas, y Ffand se agarró a mi manto.

—¡Habla de una vez, muchacha!

Llew se detuvo junto a nosotros.

—La piedra está moviéndose —dijo—. Está temblando o vibrando muy despacio. Y el suelo en torno a ella se está abriendo.

Oí un ruido como el que produce el tronco de un árbol al partirse de raíz… y después, silencio.

—¿Qué más? ¿Qué ocurre ahora?

—Nada —replicó Llew—. La piedra está de nuevo inmóvil.

Percibí un ruido sordo y me di cuenta de que lo hacía Twrch, el perro estaba gruñendo amenazadoramente.

—Tranquilo, Twrch —lo calmó Ffand.

Oí una especie de trino… no, un silbido. Era una señal; alguien estaba emitiendo una señal, una especie de silbido…

Twrch se puso a ladrar y arañar el suelo.

¡Twrch! ¡Vuelve! —gritaba Ffand.

—Dime qué está ocurriendo —grité—. ¡No puedo verlo!

—El perro —dijo Llew—. Twrch ha echado a correr hacia la piedra.

—¡Mira! —exclamó Ffand, y sentí que su cuerpo temblaba de agitación—. Ha aparecido algo…

—¡Dime qué es! ¡Dímelo!

—Es un animal —contestó Llew—. Creo que un zorro. No, sus patas son demasiado cortas y su cabeza demasiado grande. Quizá sea un tejón… —Hizo una pausa—. No, está demasiado lejos, no puedo distinguirlo bien. Pero ha surgido de la base de la piedra.

Twrch ladró otra vez. Su ladrido sonó bastante lejos.

—El animal ha visto a Twrch. Huye.

—¿Hacia dónde?

—Corre trazando un ángulo desde la piedra hacia nosotros. Twrch lo persigue. Está a punto de alcanzarlo…

¡Twrch! —gritó con todas sus fuerzas Ffand—. ¡No!

Me pasó el brazo por la cintura, se inclinó hacia un lado y desmontó de un salto. Oí el ruido de sus buskins sobre las losas del camino; la niña corría hacia el perro sin dejar de gritar.

¡Twrch! ¡Detente! ¡Vuelve!

A media distancia, oí un aullido de Twrch en el momento en que alcanzaba al animal. Luego un gruñido que me indicó que aquella bestia se había dado la vuelta para defenderse. El gruñido se convirtió en un quejido lastimero, que de pronto se interrumpió. Pese a la distancia oí el crujido de su cuello entre las mandíbulas del sabueso y supe que Twrch lo había matado.

—Bien —dijo Llew—, todo ha concluido. Fuera lo que fuera, Twrch lo ha matado.

Dejamos la calzada y cabalgamos sobre la herbosa llanura hacia el lugar donde Ffand sostenía por el collar al perro. Cuando desmontamos, Twrch se puso a ladrar, muy satisfecho de su presa.

—No —gimió Llew—. Oh, no…

—¿Qué es? —preguntó Ffand intrigada. Supuse que estaba mirando al animal que yacía sin vida sobre la yerba y que no sabía qué era.

—¿Sabes qué es, Llew?

—Un perro…, una especie de perro —contestó en un tono que expresaba a la vez recelo y lástima.