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DRUIM VRAN

—Te la regaló —dijo Llew—. Quería que te la quedaras.

La tentación era grande; jamás había tocado un arpa tan magnífica.

—¿Ha dejado algo más? —pregunté.

Llew se detuvo y echó una ojeada al campamento.

—No —dijo—. Sólo el arpa. No hay rastro del tonel de cerveza, ni de las jarras; ni siquiera de las sobras de la comida. Todo ha desaparecido excepto el arpa. Es tuya, créeme. Incluso tiene una correa.

Al despertarnos, la cueva estaba vacía; el señor de la fragua había desaparecido. Pero había olvidado el arpa. Quizá, como insistía en repetir Llew, Gofannon deseaba que me la quedara. Pero yo había empezado a albergar dudas acerca de nuestro gigantesco anfitrión.

—Deberías quedártela, Tegid —insistió Llew— no puedes dejarla ahí tirada.

—Tienes razón, hermano. —Cogí la correa y me cargué el arpa al hombro—. Vámonos.

Silenciosamente, para no perturbar la paz del nemeton, emprendimos el camino; Llew abría la marcha, y yo lo seguía con la mano izquierda sobre su hombro, tanteando el camino con la vara que llevaba en la mano derecha. No regresamos al campamento del día anterior, sino que seguimos el sendero que bordeaba el río. Caminamos largo rato. Llew iba sumido en sus pensamientos, y yo también tenía suficientes preocupaciones con las que entretenerme.

El día era templado. Caminábamos por la ribera del río, cosa que hacía más fácil la marcha. A mediodía nos detuvimos a beber, cogiendo el agua con las manos, y después nos sentamos en el herboso bancal a descansar.

—Anoche fue la primera vez desde que…, desde que Meldron… —Llew se interrumpió—, la primera vez que no sentí dolor.

Me di cuenta de pronto que mi herida ya no me molestaba ni me ardía. Me llevé una mano a mis destrozados ojos; aunque la herida estaba aún tierna, el dolor había desaparecido por completo.

—Al parecer Gofannon nos ha favorecido con su bendición, tal como prometió —observó Llew.

—No creo que fuera Gofannon —dije más para mí mismo que para que me oyera Llew.

—¿Qué quieres decir?

—Tomó la apariencia de Gofannon —respondí—, pero creo que no fue el Artífice de la Forja quien nos hospedó anoche.

—Entonces ¿quién era?

—Otro gran señor, mucho más poderoso y ancestral. Quizá la mismísima Mano Segura y Certera.

—Quizá —repuso Llew pensativamente—. No lo viste mientras cantaba. Pero yo lo observé con mucha atención. Cambió por completo, Tegid. Antes tenía una apariencia salvaje, imponente, pero, mientras escuchaba tu canción, adquirió un aspecto totalmente distinto. Te lo aseguro, hermano, cambió por completo.

—¿De verdad?

—Si lo hubieras podido ver, lo creerías. Cuando terminaste de cantar, no podía ni hablar. Ni yo tampoco. Siempre has cantado muy bien, Tegid, pero anoche… —Llew hizo una pausa, como buscando las palabras más adecuadas—. Anoche cantaste como el mismísimo Phantarch.

Me quedé pensativo. A decir verdad, mientras cantaba, me había parecido que podía ver. Mientras la canción salía de mi boca y las palabras me iban fluyendo a los labios, dejé de ser ciego. Durante todo el tiempo que estuve cantando, vi el esplendor del mundo ante mí, como si mis tinieblas se iluminaran con la luz de la canción, como si la visión de la canción se convirtiera en mi vista.

Reanudamos la marcha y nos fuimos internando en las boscosas colinas de Caledon. Bajo mis pies noté que la tierra comenzaba a ascender, las colinas eran más altas y los valles más profundos a medida que nos acercábamos a los picos de las montañas. El río se fue haciendo más estrecho, más profundo, más rápido, y la corriente más ruidosa. Llew me guiaba con habilidad: se había convertido en mis ojos.

Pero, a medida que el sendero ascendía y el bosque se espesaba, nuestra marcha se hizo más lenta y se convirtió en una penosa ascensión. Para aliviar el cansancio, íbamos charlando de la tierra, de las estaciones, de los movimientos del sol en la bóveda celeste. Discutíamos el nombre y la posición de las estrellas: la Uña del Cielo, el Bendito Salvado, el Carro, el Oso y el Jabalí, las Siete Doncellas, Arianrhod con la Rueda de Plata y todas las demás. Ahondábamos en misterios a la vez antiguos y sagrados. Charlábamos de cosas secretas y de cosas conocidas, de cosas visibles y de cosas invisibles, como los poderes del aire y del fuego, de la tierra y del agua; de principios y verdades como la sinceridad, el honor, la lealtad, la amistad y la justicia. Hablábamos de grandes reyes y jefes, de líderes sabios y de líderes locos. También charlamos largamente de la dignidad real, del derecho a gobernar pueblos y naciones, de los secretos del recto juicio, de la sagrada naturaleza de la soberanía.

Como siempre, Llew mostraba gran interés por todo. Su capacidad era asombrosa. Tenía una memoria de bardo. Aprendía y recordaba. Su sabiduría crecía, como crecen los árboles cuando alcanzan con sus raíces las aguas subterráneas: a lo alto y a lo ancho, extendiendo sus ramas y sobresaliendo en la espesura. Como hubiera dicho Ollathir, se estaba convirtiendo en un roble de sabiduría.

Le dije muchas cosas que sólo conocían los bardos. Pero ¿qué importaba? Ya no había bardos en Albión, y la sabiduría, igual que el fuego, se acrecienta cuando se comparte.

Pero, aunque iban acrecentándose sus conocimientos, no vislumbré en él la menor chispa del awen, el menor destello del resplandor que se escondía en su alma. El awen de Ollathir permanecía oculto como una gema escondida, aguardando revelarse cuando y donde quisiera.

Comíamos lo poco que encontrábamos, pero el hambre era nuestra compañera inseparable. En cambio, no padecíamos sed, porque bebíamos agua del río hasta saciarnos. Nuestros cuerpos enflaquecieron por el ayuno y se fortalecieron con los rigores del camino. Las privaciones nos acercaron aún más a nuestras almas. Llew y yo nos convertimos en hermanos de corazón, porque nos unía un lazo más estrecho que el de la sangre.

Un día, después de muchas jornadas de viaje, nos despertaron la lluvia y el viento del norte. Permanecimos bajo los árboles esperando a que el temporal cesara. Llovió todo el día y, cuando finalmente cesó la lluvia y las nubes se despejaron, era ya demasiado tarde para emprender la marcha. Pero, así y todo, ascendimos hasta el final del sendero para ver el panorama.

—Estamos en la cima de una colina que se cierne sobre una cañada —me explicó Llew—. La colina que se alza al otro lado de la cañada es muy alta, más que ésta.

—¿Qué hay más allá?

—No lo veo; hay una pared alta y escarpada. Será difícil escalarla. Quizá sea mejor buscar otro camino.

Asentí, tratando de grabar en mi mente el paisaje que acababa de describirme.

—¿Qué aspecto tiene el bosque?

—Abundan sobre todo los pinos, muy densos en las cañadas, pero un poco más escasos en las cimas. —Hizo una pausa para abarcar todo el panorama a izquierda y derecha—. Creo que la colina forma parte de una enorme cordillera; parece que hay un camino que la recorre de norte a sur. Si es así, podríamos seguirlo en dirección sur.

Medité unos instantes. ¿Era posible que hubiera en Caledon algún sendero antiguo? Tal vez, pero yo no sabía de ninguno. De pronto el viento arreció y cambió de dirección soplando del sur y llevándose la lluvia; el aire se llenó de un fuerte aroma a pino húmedo.

Inspiré el agradable perfume, y ante los ojos de mi mente apareció la imagen de un lago: el lago de mi visión. De pronto, vi la escarpada ladera de la cañada que se hundía en el bosque y los altos pinos que se alzaban hacia un despejado cielo azul, que se reflejaba en la límpida superficie del lago.

—¿Qué te sucede, Tegid? —preguntó Llew, que ya se iba acostumbrando a mis lapsos—. ¿Qué estás pensando?

—Subamos al punto más alto de la sierra.

Llew no dijo que no.

—Queda poco tiempo de luz; estamos lejos y se hará de noche antes de que lleguemos a la cima.

—A mí me da exactamente igual.

Llew me dio un codazo.

—¿Es un chiste, Tegid? Es la primera vez que bromeas a costa de tu ceguera.

Luego observó el camino que teníamos que seguir y suspiró.

—Vamos.

Descendimos muy deprisa, pero la ascensión de la otra ladera fue muy penosa. Llew se apresuraba todo lo que podía mientras la luz iba apagándose. Habría ido más deprisa sin mí, pero tampoco mucho más, pues, aunque los matorrales me golpeaban constantemente las espinillas, me había convertido casi en un experto en tantear el camino con mi bastón y podía andar con relativa velocidad.

A medida que la pendiente iba haciéndose más abrupta, las instrucciones de Llew fueron haciéndose más sucintas; hablaba sólo lo necesario para guiarme, y me pregunté asombrado si era consciente de lo bien que lo hacía. ¿Acaso era muy diferente guiar a un ciego que gobernar a los hombres? Escoger la dirección adecuada, elegir el sendero más seguro, advertir de las irregularidades del camino con palabras de ánimo, guiar, abrir la marcha sin alejarse demasiado… En el fondo, ¿no consistían en lo mismo el trabajo de guía y el de rey?

—Ya queda poco —comentó Llew—. Casi hemos llegado.

—¿Qué ves? —le pregunté.

—Estaba en lo cierto al pensar que se trataba de una cordillera. —Me cogió del brazo y tiró de mí hasta colocarme junto a él—. El panorama es espléndido, Tegid. El sol se ha puesto y el cielo tiene el color del brezo. Estamos en un risco muy alto. Ante nosotros se abre una vasta cañada en forma de escudilla, rodeada casi enteramente por la pared del risco. Un arroyo atraviesa la pared en algún lugar ahí abajo y desemboca en un lago que hay en el centro de la cañada. Altos árboles bordean el lago por tres lados; en el cuarto hay un hermoso prado cubierto de yerba. El lago es como un espejo; se ven las nubes reflejadas en el agua… y las estrellas que han comenzado a aparecer. Es bellísimo —concluyó—. Me gustaría poder describírtelo mejor. Me gustaría que pudieras verlo con tus propios ojos.

—Lo he visto —repliqué—. Y realmente es muy bello.

—¿Conocías este lugar?

—Nunca había estado aquí —le expliqué—, pero estoy casi seguro de que es el paraje que vi en mi visión.

—La visión que tuviste en el bote…, ya recuerdo. —Luego contempló otra vez el lago—. ¿Qué más viste, Tegid?

Reavivé los recuerdos de aquella tormentosa noche y busqué los resplandecientes destellos de mi visión.

—Vi un lago…, vi una fortaleza de enormes y robustos troncos… Vi un ejército incomparable…, centenares de guerreros reunidos en torno a un trono que se levanta sobre un montículo —le dije reviviendo las imágenes—. Vi…

—Espera; quisiera que describieras el paraje con todo detalle. Procura ser muy preciso.

Me concentré, asiendo en mi mente las imágenes.

—Veo —comencé despacio— un soto de altos pinos que asoman por el risco a nuestra derecha. La ladera es escarpada y boscosa y se levanta desde la misma orilla del lago.

—Sigue.

—El lago es más largo que ancho; ocupa casi toda la longitud del valle. Como has dicho, está bordeado de árboles por tres lados, y en el cuarto hay un prado herboso.

—¿Cómo es el prado?

—Forma una pequeña llanura entre el lago y la montaña; una llanura perfectamente resguardada porque el risco se alza desde el suelo formando una escarpada pared a modo de muralla natural.

—¿Qué más?

—El lago está rodeado por una playa rocosa; de piedras negras, del tamaño de hogazas. Del bosque salen algunos senderos de caza que van a parar al lago.

—Es increíble —asintió Llew—. Es tal y como lo describes. —Me dio una palmada en el hombro—. Bajemos al lago. Acamparemos allí.

—Pero has dicho que ha oscurecido. ¿Cómo vas a ver el camino?

—No lo veo —contestó alegremente—. Es de noche. Pero no necesito ver el camino. Tú me guiarás.

—¿Te burlas de mí?

—¿No dijiste que te daba exactamente igual? —repuso—. Tu vista interior nos llevará hasta allí. Ni tropezaremos ni nos perderemos. No daremos ni un solo paso en falso.

Se oyó el graznido de un cuervo. Agucé el oído y oí otro en respuesta, luego muchos más. Pronto la cima de la montaña resonó con los desgarrados y agudos graznidos. Los cuervos se estaban reuniendo en el risco para pasar la noche.

—¿Has oído? —dijo Llew—. Los guardianes de este lugar nos están saludando. Vamos, hermano, sin duda seremos bien recibidos en estos parajes.

Estábamos en Druim Vran, el Risco de los Cuervos… «Es sin duda el lugar que apareció en mi visión», pensé, y me pareció oír de nuevo las proféticas palabras de la banfáith. «Pero Caledon se salvará; la Bandada de Cuervos acudirá en tropel a sus umbrías cañadas, y el graznido será su canción».

Llew estaba en lo cierto. Me sumergí de nuevo en la visión que me había sido concedida y, ¡sí!, como si estuviéramos a plena luz del día, vi el camino que se extendía a mis pies.

—Muy bien —asentí—. Probemos la exactitud de mi visión. Bajaremos juntos.

Me ajusté la correa del arpa al hombro y di un paso con alegre audacia. Mi pie se posó en el camino que había visto mi mente. Luego di otro paso y otros dos más. Ante mi sorpresa, el camino que veía con los ojos del alma iba apareciendo a medida que avanzábamos. Vislumbré el estrecho sendero que descendía ante mí, aunque más que camino era un curso seco de agua preñado de raíces y de rocas desprendidas. Peligroso incluso a plena luz del día, iba a resultar muy traicionero para Llew en plena oscuridad.

Di unos cuantos pasos más.

—El sendero desciende abruptamente ahora —indiqué a Llew describiéndole lo que veía en mi mente—. Apoya tu mano en mi hombro. Bajaremos muy despacio.

Llew obedeció, y juntos emprendimos el lento descenso hacia el lago. Me concentré con todos mis sentidos; pese al frío de la noche, el sudor me corría por la frente y por la espalda. Cada paso era una prueba de confianza, una promesa que se renovaba y nos acercaba penosamente a la recompensa final.

Así íbamos descendiendo siguiendo el tortuoso sendero. Contrariamente a la optimista afirmación de Llew, perdíamos a menudo pie: tropezábamos en las piedras y nos enredábamos con las raíces; resbalábamos en los cantos rodados y nos arañábamos con ramas y matojos. Pero seguíamos adelante haciendo caso omiso de todos esos insignificantes obstáculos.

—Tegid, eres una auténtica maravilla —jadeó Llew con alivio cuando hubimos terminado el penoso descenso.

Caminamos un poco más hasta un lugar desde el que se veía el lago. Los árboles eran muy altos; encontramos un abrigo entre las ramas y nos dejamos caer sobre un lecho de pinaza.

—Estoy rendido —añadió con un gemido.

No tardó en quedarse dormido en el mismo lugar donde se había dejado caer.

Yo también estaba exhausto. Pero mi mente ardía de agitación. Ciego, había logrado salvar aquel camino traicionero. Guiado sólo con mi visión mental, había encontrado el invisible sendero, y sentía que dentro de mí un nuevo poder surgía como la llama de un fuego recién encendido. La visión que había tenido aquella pavorosa noche de tormenta se había hecho realidad. Paso a paso, habíamos comprobado que era cierta.

Estaba ciego, pero había encontrado una nueva capacidad para ver. Y me parecía que la vista que ahora poseía era más fidedigna que la que tenía antes. ¡Podía ver! Ya no me sentía confinado en las limitaciones de la luz y la distancia. ¡Podía ver! Si podía ver más allá de los más lejanos panoramas, ¿podría también ver más allá del presente y del futuro, podría ver lo que todavía tenía que ocurrir?

No pude conciliar el sueño. ¿Cómo hubiera podido? Me arrebujé en mi manto, contemplando mentalmente el lago, tal como era, tal como quizá podría ser. Rasgué suavemente las cuerdas del arpa y me puse a cantar, expresando con mi voz la visión que ardía en mi alma. El Supremo Sabedor es el Sumo Dador; que todos los hombres honren y veneren al que sostiene todo lo creado con su Mano Segura y Certera.