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LA HUIDA

—¡Paladyr! —gritó Llew—. ¡Tegid! ¡Es Paladyr!

—Ya lo le visto —repliqué, y con los ojos de la mente vi que Meldron se volvía hacia su paladín. Paladyr volvió grupas y desapareció del acantilado.

—¿Adónde habrá ido? —se preguntó Llew—. ¿Lo ves, Tegid?

—No lo veo —repuse, con el corazón encogido de negros presentimientos.

Cynan se acercó a nosotros, chorreando agua y sangrando de un tajo en el antebrazo.

—¿Dónde están los demás? —inquirió.

—Boru ha muerto —le dijo Llew—. Y también todos los aprendices de guerrero. —Bajando la voz añadió—: Govan también ha muerto. Pero no creo que Scatha lo sepa todavía.

—¿Y Gwenllian?

—No lo sé —respondió Llew—. Scatha dijo que las habían hecho prisioneras cuando ella se negó a unirse a la banda de Meldron. Ella y Goewyn pudieron escapar.

—A lo mejor Gwenllian también pudo escapar —observó con esperanza Cynan.

Al oírlo, me invadió tan espantoso pavor que me tambaleé como si me hubieran golpeado; tuve que agarrarme a la borda y sostenerme la cabeza entre las manos.

Llew se dio cuenta y me agarró del brazo para impedir que me cayera.

—¿Qué te pasa?

Como no le respondía, me sacudió por el hombro.

—Tegid, ¿qué sucede? ¿Algo va mal? ¿Qué ha pasado?

Abrí la boca para hablar, pero sólo pude emitir un gemido, que se convirtió en un alarido. No podía callarme, no podía dominarme.

—¡Mirad! —exclamó Bran.

Llew y Bran dirigieron los ojos hacia el acantilado. Paladyr había regresado y se había detenido al borde del precipicio; llevaba algo al hombro.

—¿Qué es eso? ¿Qué lleva? —preguntó Cynan.

—No… —murmuró Llew con la voz quebrada por el dolor.

Paladyr arrojó al suelo su fardo y lo enderezó de una violenta sacudida. Aunque ya sabía lo que era, el corazón me dio un vuelco.

Mo anam! —juró Cynan.

Llew soltó un reniego entre dientes; Bran maldijo a Meldron y a su chusma de seguidores; Scatha, paralizada de horror, miraba a su hija Gwenllian, que estaba de pie, al borde del precipicio, junto al paladín de Meldron.

En lo alto del acantilado, Paladyr agarró el manto de la banfáith por la capucha y se lo arrancó con violencia. La muchacha tenía las manos atadas y luchaba débilmente por liberarse. Paladyr le dio un puñetazo en la cara. La cabeza se le venció hacia atrás, las rodillas se le doblaron y cayó contra Paladyr.

—¡Gwenllian! —gritó Scatha.

Los demás podían desviar la mirada, si querían, pero yo no podía librarme de la visión de los ojos de mi mente, que registraban sin compasión toda la escena. ¡Ojalá la oscuridad de la ceguera total me hubiera invadido de nuevo!

Paladyr cogió en brazos a Gwenllian y la levantó por encima de su cabeza. La muchacha se debatía y pateaba, pero él la sostuvo firmemente en alto y, avanzando hacia el borde del precipicio, la arrojó al abismo.

Gwenllian soltó un desesperado grito, y su cuerpo se estrelló contra las rocas. Con el violento choque se le rompió la espina dorsal y se le quebraron brazos y piernas. El cuerpo, que resaltaba blanco entre los negros y resbaladizos peñascos, cayó rodando hasta el mar dejando detrás una estela carmesí.

—¡Gwenllian! —aulló Scatha, y su grito se convirtió en un sollozo.

Me apreté la cabeza entre las manos para librarme de tan espantosa visión, pero los ojos de mi mente miraron el acantilado y vi a Paladyr contemplando las aguas con una sonrisa. Meldron dijo algo a su paladín, y éste se volvió a contestarle. Luego Paladyr se inclinó, recogió el manto y lo blandió en alto para que lo viéramos. Después lo soltó y fue cayendo lentamente hacia el mar. Meldron volvió grupas y desapareció. Pero Siawn Hy se quedó unos minutos contemplando los barcos. Cuando se aseguró de que lo estábamos mirando, sonrió y blandió la lanza como si nos saludara.

Después también desapareció y ante los ojos de mi mente sólo quedó la imagen del cuerpo de una hermosa mujer flotando sin vida entre las aguas, con las carnes desgarradas, los rojos cabellos ondeando entre las algas a merced de la corriente, los verdes ojos apagados, los labios partidos y la boca abierta y llena de agua…

Luego la imagen se fue desvaneciendo en una oscuridad neblinosa y la ceguera me invadió de nuevo.

Mientras los enemigos vociferaban de rabia sobre el acantilado, viramos los barcos robados y enfilamos la costa oeste de Ynys Sci. Al crepúsculo avistamos nuestros barcos. Al principio emprendieron veloz huida, pero los barcos de Meldron eran más rápidos y pronto los alcanzamos y nos dimos a conocer. Acercando casco contra casco sobre la ondulante corriente, transbordamos unos cuantos guerreros y emprendimos el viaje de regreso.

Llew instaló a Scatha y a su hija en un lugar resguardado junto al mástil y me rogó que les comunicara a ambas que habíamos hallado el cadáver de Govan. Les relaté los tristes hechos y añadí que habíamos podido enterrarla. Goewyn se cubrió la cabeza con el manto y lloró amargamente. Scatha soportó su dolor sin derramar una lágrima, con una dignidad encomiable.

—Gracias, Tegid Tathal —dijo, y se dispuso a consolar a su hija—. Déjanos solas, por favor.

El viento siguió soplando firme y regularmente en el estrecho, y al alba llegamos a una protegida ensenada de la costa norte de Caledon. Desembarcamos para descansar y trazar la segunda parte de nuestro plan. Cuando los hombres estuvieron instalados cómodamente, Bran, Cynan, Llew y yo nos reunimos en un cercano otero que se levantaba sobre la arenosa playa. Las olas, al romper en la playa, producían un melancólico susurro.

—La deuda de sangre es enorme, y Meldron tendrá que saldarla —declaró Cynan en tono firme—. Pasará cierto tiempo antes de que pueda abandonar esa isla. Propongo que ataquemos ahora mismo y destruyamos a todos los que lo apoyan.

—Estoy de acuerdo —coincidió Bran—. Debemos atacar mientras el grueso de sus tropas está en Ynys Sci. Quizá no volvamos a tener una oportunidad como ésta.

Cynan y Bran explicaron la conveniencia de su plan, y Llew los escuchó con atención. Luego sentí que me tocaba en el hombro.

—¿Qué opinas, Tegid?

—¿Qué puedo decir que no haya sido dicho ya? Hemos asestado un buen golpe a Meldron. Hay que combatirlo por todos los medios.

Llew notó en mi respuesta una nota de desaprobación.

—¿Cuál es el problema, Tegid? ¿Qué es lo que va mal?

—¿Acaso he dicho que algo va mal?

—No, pero podría jurar que lo piensas —repuso dándome unos golpecitos en el brazo con su muñón—. ¿De qué se trata? No es momento de adivinanzas.

—Las Piedras Cantarinas… —empecé a decir.

—¡Ah, vaya! —me interrumpió irritado—. ¿Qué pasa con ellas?

—Atacar la fortaleza de Meldron… está muy bien pensado —repliqué—. Pero sería un esfuerzo inútil si no podemos recuperar las piedras.

—Dijiste que las lleva siempre con él —observó Llew.

—Dije que probablemente así es. Pero, como no pudimos registrar Ynys Sci, creo que sería conveniente que registráramos su fortaleza.

Bran terció en la conversación:

—Ésas Piedras Cantarinas de las que estáis hablando deben de ser muy valiosas. Sin embargo, jamás había oído hablar de ellas.

—Cuéntaselo, bardo. Yo ya conozco la historia, pero tendré sumo gusto en volver a oírla —dijo Cynan.

Asentí y guardé silencio unos instantes para encontrar las palabras adecuadas.

—Antes de que el sol, la luna y las estrellas hubieran empezado a recorrer sus interminables órbitas, antes de que las criaturas respiraran, mucho antes del principio de todo lo que existe y existirá, fue cantada la Canción de Albión. La Canción sostiene este mundo y en ella se sustenta todo lo que existe. La Canción es el inestimable tesoro de este mundo y no puede ser expoliado por criaturas de almas mezquinas o por servidores indignos.

En cuanto hube empezado el relato, las palabras fueron brotando y fluyendo por sí mismas con el lirismo de los bardos.

—Meldryn Mawr, el Soberano Señor, al igual que los poderosos reyes de Prydain que lo habían precedido, defendió la Canción durante los largos años de supremacía de nuestro clan. En lo más profundo de la montaña sobre la que se alzaba la fortaleza de Findargad, el Phantarch de Albión, el Supremo, dormía su sueño encantado, seguro y protegido por el baluarte de un verdadero rey. Pero el Gusano de ardiente aliento mordió profundamente, y de su mordisco brotó la corrupción. Las raíces de la dignidad real de Prydain se pudrieron. La legítima soberanía declinó; el defensor bajó la guardia y los enemigos de la Canción aprovecharon la ocasión. El Phantarch fue asesinado para silenciar la Canción, pero su fuerza era la fuerza de la Canción de Albión y su sagrada misión prevaleció. En efecto, aunque el Phantarch, el Bardo de Bardos, descendió a los abismos de la muerte, la Canción fue salvada.

Bran confesó que no acertaba a explicarse cómo podía haber ocurrido.

—Yo tampoco podía entenderlo cuando me lo contaron —terció Cynan—. Pero escucha y verás. Continúa —añadió dirigiéndose a mí.

—Tú ya conoces la historia —repuse—. Cuéntala tú.

—Con sumo gusto —replicó Cynan con entusiasmo—. Esto fue lo que sucedió: el Phantarch, con poderosos hechizos, ató la Canción a las piedras con las que lo habían lapidado. Mientras la vida lo abandonaba, el sabio bardo insufló la inestimable Canción a las piedras que le servían de sepultura, para que la Canción no se perdiera. ¿Lo he explicado bien? —me preguntó cuando hubo acabado.

—Con todo detalle —afirmé.

—Perdonadme —dijo Bran—, pero hay algo que todavía no entiendo. Si Meldron quería silenciar la Canción, ¿por qué carga con las Piedras Cantarinas? ¿Por qué no las destruye ahora que las tiene en su poder?

—Eres muy perspicaz, Bran —observé—. Has dado precisamente en el meollo de la cuestión.

—Explícamelo si puedes —pidió el Jefe de Batalla.

Me disponía a hacerlo, pero Llew se me adelantó.

—La clave está en Siawn Hy —dijo—. No pertenece a este mundo. Es un extraño aquí, lo mismo que yo. Pero, a diferencia de mí, Simon, que así se llama en mi mundo, no creía en el poder de la Canción de Albión. Pensó que, silenciando al Phantarch, podría hacerse dueño de todo… o, al menos, logró convencer a Meldron de que lo intentara.

—Así fue como durante un tiempo la Canción de Albión permaneció en silencio —proseguí yo—. Y entonces se desató el Cythrawl, la Criatura del Abismo, porque la Canción, una vez silenciada, ya no pudo impedir que se escapara. El Bardo Supremo Ollathir detuvo y rechazó al instrumento de los infiernos, pero no pudo impedir que antes de que desapareciera invocara a Nudd, el príncipe de Uffern, y a su Horda de Demonios, para que sembrara la destrucción en el pueblo de Prydain por haberse atrevido a proteger la Canción. Resistimos innumerables y amargas penalidades, y por fin el ancestral enemigo fue vencido ante las puertas de Findargad.

Cynan no pudo guardar silencio por más tiempo.

—Llew llevó a cabo la Heroica Hazaña sobre la muralla —exclamó, y contó cómo Llew había encontrado las Piedras Cantarinas y cómo, inspirado por el awen del Bardo Supremo, las había utilizado para salvar Albión—. Nudd y los perversos coranyid fueron arrojados de nuevo al Annwn.

—Después de la batalla, recogimos los fragmentos de las piedras que portaban la Canción —explicó Llew—. Y Meldron se las quedó.

—No sabíamos por entonces lo que estaba planeando; de otro modo no se lo habríamos permitido —añadí yo—. Pero Meldron ha visto con sus propios ojos el poder de las piedras y planea ahora aprovecharse de ese poder para proclamarse Supremo Rey de Albión.

—No lo logrará mientras me quede un hálito de vida —juró Bran—. Nunca lo verán mis ojos convertido en Soberano Rey.

—Lo mismo digo —añadió Cynan—. No habrá para nosotros descanso hasta que hayamos liberado las Piedras Cantarinas de las garras del Salvaje Sabueso.

Seguimos hablando de este y otros asuntos, y después Bran y Cynan regresaron junto a sus hombres. Cuando se hubieron marchado, le dije a Llew:

—No has expresado tu opinión acerca del ataque a la fortaleza del Salvaje Sabueso; Cynan y Bran se mostraron de acuerdo, pero tú no has dicho nada. ¿Es que no lo apruebas?

—No es eso —repuso él—. Considero que es el momento adecuado, puesto que Meldron se ha quedado aislado en Ynys Sci y le costará tiempo y trabajo reparar sus barcos.

—Podemos recuperar las piedras y regresar a Dinas Dwr antes de que pueda poner a flote un casco —dije—. ¿Por qué, pues, te muestras reacio al ataque?

—No es que me muestre reacio, Tegid —contestó con tono crispado—. Simplemente creo que todos estos planes sobre las piedras son una temeridad.

—¿Por qué?

—Ya tenemos más que suficientes preocupaciones como para añadir la de las piedras. Además, es probable que Meldron las lleve consigo dondequiera que vaya; tú mismo lo dijiste. Es una pérdida de tiempo y no servirá de nada.

—Entonces ¿por qué tienes miedo de ir a buscarlas?

—¿Acaso he dicho que tenga miedo? —me espetó—. Adelante… Busca todo lo que quieras si eso te hace feliz.

—Llew —dije tratando de calmarlo—, debemos hacerlo. Todo esto no acabará hasta que hayamos recuperado las Piedras de la Canción y…

—¡Tegid, todo esto no acabará hasta que Simon regrese al lugar de donde vino!

Se alejó bruscamente y me esquivó el resto del día. Por la noche, a la luz de las fogatas del campamento, canté Pwyll, príncipe de Prydan, una leyenda muy hermosa. Scatha y su hija durmieron en uno de los barcos, y nosotros lo hicimos bajo las estrellas. Nos levantamos al alba y, mientras el sol comenzaba su viaje a través del cielo azul, pusimos rumbo sur, hacia Prydain.

Maffar, la más bella de las estaciones, nos bendijo con un mar en calma y vientos suaves. Nuestros barcos volaban como gaviotas surcando el verde espejo del mar. Por la noche acampábamos en las cuevas de la costa y al día siguiente reemprendíamos viaje. A lo largo de la costa avistamos poblados desiertos y campos de labor convertidos en eriales; de vez en cuando vislumbrábamos la escurridiza silueta de un lobo en las montañas. Vimos halcones, zorros, patos salvajes y otros animales, pero ni rastro de seres humanos.

Prydain era un desierto. Meldron, en lugar de hacer todo lo que estaba en su mano para devolver la prosperidad a la tierra de nuestro pueblo, había agravado aún más la desolación sembrada por Nudd y los coranyid. En efecto, había llevado la destrucción a parajes por donde no había pasado el temible Nudd; ahora Llogres y Caledon sangraban bajo su cruel rapacidad.

No lograba entenderlo. Ya otras veces había meditado largamente en aquel misterio. ¿Por qué el perverso Nudd había atacado sólo a Prydain? ¿Por qué Llogres y Caledon habían escapado a su odio? ¿Es que de algún modo era Prydain más vulnerable que los otros dos reinos?

Quizá la explicación de tal hecho tenía que ver con el Phantarch y con la Canción. O quizás existía otra razón que todavía ignoraba.

Fuera como fuera, la desolación de mi tierra me desgarraba el alma; sufría en mi espíritu el abandono de todos aquellos hogares, de todos aquellos poblados desiertos. Me sentía abrumado por el dolor de todos los muertos del reino de Prydain; muertos que nadie había llorado ni enterrado, muertos sólo conocidos por el mismísimo Dagda. A medida que nuestro viaje se acercaba a su fin, yo me iba sumiendo en la más dolorosa desesperación jamás experimentada. No podía encararme con toda aquella devastación, crueldad, rapacidad, angustia y sufrimiento sin experimentar una aflicción infinita.

Scatha buscaba en mí consuelo para su pena. Pero yo no podía procurárselo. ¿Cómo habría podido aliviar su dolor cuando todo Prydain reclamaba de mí una palabra de consuelo y yo no sabía qué decir? Ante tanto sufrimiento permanecía mudo. No podía decir nada que reparara tanta ruina y mitigara tanta pena.

«Laméntate y entristécete, porque el dolor asuela Albión en tres frentes», había dicho la banfáith. ¡Ay, Gwenllian, por tu boca había hablado la verdad!