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TÁN N’RIGH
—Prefiero morir y pudrirme en mi tumba —juré—, antes de otorgar la dignidad real de mi pueblo a esa víbora sibilante de Meldron. Si fuera una serpiente, le arrancaría la cabeza y arrojaría su cuerpo culebreante al fuego.
—Pero Meldron se ha nombrado a sí mismo rey.
—¡No es rey en modo alguno! Sólo la soberanía puede convertir a un hombre en rey. Y sólo un verdadero bardo puede conferir la soberanía —declaré solemnemente—. Yo soy el único que posee la dignidad real de Prydain. Y a mí me corresponde otorgarla a quien escoja. Así lo dicta nuestra antigua y honorable tradición.
Estábamos sentados en la solitaria ladera al pie de la arruinada fortaleza de Sycharth y hablábamos en voz baja. Había juzgado prudente parlamentar en secreto, lejos de los ojos y los oídos de Meldron, y estaba seguro de que nadie nos molestaría en aquel lugar tan cercano a la devastada fortaleza.
Llew sacudió la cabeza lentamente.
—No me gusta, Tegid. ¿Acaso esperas que Meldron se quede tan tranquilo mientras tú coronas a otro? Ésta misma noche nos habría matado si el pueblo no se lo hubiese impedido.
—Y se lo impedirá una vez más. Ya viste lo que ocurrió; no permitirán que Meldron te haga ningún daño. Te quieren, Llew. Te respetan. Dales la oportunidad de que escojan entre Meldron y tú, y ya verás como te siguen a ti.
Llew guardó silencio largo rato.
—Muy bien, Tegid —dijo al cabo—. Acepto que me nombres rey.
Antes de que pudiera responderle, alzó un dedo y añadió:
—Pero sólo hasta que mi tarea aquí finalice. Entonces tendrás que escoger a otro.
—De acuerdo —me apresuré a asentir.
—¡Que quede bien claro, Tegid! Seré rey hasta que logre encontrar el modo de obligar a Simon a que regrese a donde pertenece. ¿Entendido?
—Perfectamente.
Me escrutó en silencio.
—Sólo hasta que Siawn Hy sea sojuzgado. Entendido, hermano. De verdad —le aseguré.
La tensión pareció abandonarlo por fin.
—¿Qué tenemos que hacer para que yo me convierta en rey?
—Existen varios ritos para conferir la dignidad real —le expliqué—. Emplearé uno que Meldron no conoce, un rito muy antiguo. El Tán n’Righ.
—¿Fuego del Rey? —repitió intrigado Llew—. Suena doloroso… ¿Lo es?
—No —repuse—, no si se hace bien. Pero es necesario que me escuches con suma atención y hagas exactamente lo que yo te diga.
Hablamos hasta muy entrada la noche, envueltos en nuestras capas, temblando y contemplando las fogatas del campamento que brillaban al pie de la colina. Cuando terminamos, el alba estaba ya muy cerca.
—¿Y ahora qué? —preguntó Llew entre bostezos.
—Ahora tenemos que descansar. Y tú debes mantenerte fuera de la vista de todos. Meldron no debe encontrar la menor excusa para desafiarte. Es muy importante que no entre en sospechas; de otro modo nos causará problemas. Conozco un sitio donde puedes esconderte.
Le indiqué dónde podía dormir lejos del campamento. Nos levantamos y nos pusimos en marcha.
—¿Estás seguro de que puede hacerse en un solo día? —me preguntó Llew.
—Sólo hace falta un día. Déjalo en mis manos. Vendré a buscarte o mandaré por ti cuando todo esté listo.
Nos separamos y cada cual siguió su camino. Mientras bajaba por la ladera hacia el campamento, mi cabeza no dejaba de trazar y trazar planes. Si, había mucho que hacer y había que actuar con rapidez. ¡La ceremonia se llevaría a cabo aquella misma noche!
Trabajé duro todo el día, pero calladamente y sin excesiva precipitación. Recogí piedras de los cuatro puntos cardinales: piedras negras del norte, blancas del sur, verdes del oeste y rojizas del este. Saqué agua de un helado manantial. Reuní las Nueve Maderas Sagradas: sauce de las orillas de un arroyo, avellano del roquedal, aliso de los pantanos, abedul de la cascada, tejo de los lugares abiertos y endrino de los recónditos, olmo de la umbría, serbal de la colina, roble de la solana. A estas Nueve Maderas Sagradas, el Nawglan, añadí acebo con su vistoso adorno de espinas, saúco con sus duras bayas púrpuras y manzano con su dulce y suave corteza.
Quemé las maderas en una fogata sobre una piedra plana. Luego recogí con sumo cuidado las cenizas y las metí en un saquito de cuero que até a mi cinturón. Cuando hube terminado todos estos preparativos, regresé al campamento y me dispuse a reunir la leña necesaria para el Tán n’Righ, el Fuego del Rey. Había que coger rescoldos de cada una de las fogatas que el pueblo había encendido la noche anterior y leña de cada uno de los montones apilados en el campamento.
La única dificultad residía en obtener rescoldos y leña de la fogata del príncipe. Pero el Supremo Sabedor me sonrió, y Meldron, preocupado por atender a las necesidades del campamento que consideraba bajo su autoridad, salió a cazar al mediodía. Sólo tuve que aguardar a que él y los guerreros de la Manada de Lobos se hubieran perdido de vista para proveerme de lo que necesitaba sin que el príncipe lo advirtiera.
Al crepúsculo fui a buscar a Llew y nos apresuramos a regresar al campamento para esperar la vuelta del príncipe.
En la hora-entre-horas, mientras la luna se levantaba a mi izquierda y el sol se ponía a mi derecha, preparé el Fuego del Rey disponiendo en círculo las piedras recogidas de los cuatro puntos cardinales. Luego convoqué al pueblo con el cuerno de uro. El sonido del cuerno no había sido oído desde que Meldryn Mawr nos condujo a Findargad, y los hombres del clan se alarmaron al oírlo; les ordené que se dispusieran en torno al círculo de fuego y después llamé a Llew para que saliera de mi tienda.
Mientras Llew acudía a ocupar su lugar, el príncipe Meldron se abrió paso entre la multitud congregada seguido de Siawn Hy.
—¿Qué sucede, Tegid? —exclamó Meldron—. ¿Qué nueva necedad se te ha ocurrido?
Hice oídos sordos al insulto, porque no quería darles pie a que hablaran.
—Quítate las botas —ordené a Llew.
Cuando se hubo desabrochado los cordones y se hubo quitado los buskins, le dije:
—Extiende tu manto en el suelo, detrás de ti.
Me obedeció y se volvió otra vez hacia mí.
—Quítate el siarc, el cinturón y los breecs —le ordené.
Llew dudó un instante, pero se dispuso a obedecer.
—Deja a un lado tus ropas y ponte delante de mí —le indiqué.
Ante los ojos de todo el clan allí reunido, Llew se fue desnudando y fue dejando la ropa sobre el manto extendido en el suelo. Luego se colocó frente a mí, y le hice dar tres vueltas al círculo de piedras siguiendo la órbita del sol.
—Es bochornoso —murmuró entre dientes mientras completaba la primera vuelta.
—Sigue caminando.
—¡Se están riendo de mí! —susurró al dar la segunda.
—Deja que lo hagan. Pronto chillarán como cerdos a punto de ser degollados.
Continuó caminando y tras completar la tercera vuelta se detuvo ante mí.
—¿Es necesario todo esto?
—Es indispensable. Debes demostrar que no hay mancha alguna en ti —le dije—. Extiende tu mano derecha.
La extendió.
—Ahora la izquierda —le indiqué.
Mientras lo hacía, me acerqué a la fogata, cogí dos brasas que había preparado y me puse detrás de él.
—Recuerda —susurré a su espalda—. No digas nada. Y no muevas ni un músculo.
Con una brasa en cada mano, comencé a pasarle los tizones por el cuerpo desnudo. Empecé por los talones, seguí por las pantorrillas, muslos, nalgas, costillas, y luego por los brazos que tenía extendidos. Llew permanecía inmóvil, sin mirar ni a izquierda ni a derecha, sino al frente, con los ojos clavados en la luna que iba ascendiendo en el cielo.
Luego le pasé las llamas por el pecho y el estómago y fui descendiendo por las ingles, los genitales, las piernas y los pies. El vello del pecho y de las piernas se socarró cuando el fuego le rozó la piel, y el aire se llenó de olor a chamusquina.
Con la mandíbula apretada me echó una mirada asesina, pero ni pestañeó ni soltó el menor grito.
—¡Llew! —exclamé con potente voz irguiéndome para mirarlo a la cara—. Has comparecido ante el pueblo. Y no hallo mácula alguna en ti.
Al oír mis palabras, un guerrero de la Manada de Lobos saltó:
—¿Cómo puedes ver a través de todo ese hollín?
Todos se echaron a reír sin sospechar nada, lo cual demostró hasta qué punto eran unos ignorantes.
—Puesto que el fuego limpia y purifica —continué yo depositando con sumo cuidado las antorchas en la fogata—, declaro ante todos que estás limpio y purificado de toda corrupción.
Luego cogí la bolsa que llevaba al cinto, vacié su contenido en mi mano izquierda y, con la punta de los dedos de la mano derecha, marqué a Llew con el Nawglan, con las Nueve Maderas Sagradas: en la planta de cada pie, en el estómago, en el corazón, en la garganta, en la frente, bajo la espina dorsal y en torno a cada una de sus muñecas.
Los llwyddios contemplaban la escena perplejos. Miré de reojo al príncipe y constaté que su altiva sonrisa se había desvanecido por completo y parecía muy preocupado por lo que estaba viendo. Los ojos de Siawn Hy expresaban una fría amenaza.
Cuando hube acabado, me coloqué de nuevo ante Llew.
—Alza la voz, Llew. Declara ante el pueblo: ¿a quién sirves?
—¡Sirvo al pueblo! —contestó él, tal como yo le había indicado.
—¿De dónde procede tu vida?
—¡Mi vida es la vida del pueblo!
—¿Dónde vivirás?
—¡Vivo en la voluntad del pueblo!
—¿Cómo gobernarás?
—¡Gobernaré con la sabiduría del pueblo!
—¿Cómo la obtendrás?
—¡La obtendré en el bienestar y la felicidad del pueblo!
Alcé las manos ante su rostro con las palmas hacia fuera.
—He oído lo que has declarado —exclamé en voz muy alta para que todos me oyeran—. ¡Que así sea!
Me di la vuelta y cogí las teas. Con celeridad, para no darle tiempo a pensar en lo que estaba ocurriendo, las puse en las manos de Llew, con las llamas hacia abajo. El fuego se avivó, y al momento las manos de Llew quedaron envueltas en llamas. Sin embargo, permaneció quieto, asiendo con fuerza las teas mientras las llamas le lamían la carne. No emitió el menor grito; ni siquiera pestañeó o soltó las antorchas.
El pueblo contenía el aliento. El príncipe Meldron y sus vocingleros camaradas contemplaban la escena boquiabiertos.
—Que las llamas del fuego confirmen lo que has declarado —proclamé yo.
Llew alzó las teas por encima de su cabeza y lentamente fue dando la vuelta para que todos vieran que el fuego consumía las teas sin quemarlo.
Como todos los ojos contemplaban la maravilla de aquellos puños cerrados en torno al fuego, nadie me vio rebuscar bajo el manto y sacar la torques. Y, mientras las teas ardían más y más, yo, detrás de Llew, le deslicé la torques de oro en la garganta. Luego le impuse las manos sobre la cabeza y dije:
—¡Por el poder del Tán n’Righ te proclamo rey!
Después me volví hacia el pueblo y comencé a cantar:
Por el poder del viento que levanta galernas en el mar eres rey.
Por el poder del sol que vence al reino de las tinieblas eres rey.
Por el poder de la lluvia que reverdece las lejanas colinas, eres rey.
Por el poder de la tierra que se levanta en escarpadas montañas, eres rey.
Por el poder de la piedra que engendra el reluciente hierro, eres rey.
Por el poder del toro, del águila, del salmón y de todas las criaturas que
nadan, vuelan y recorren los recónditos espacios de la tierra, el cielo y el
mar, eres rey.
Por el poder del Sumo Dador, que con su mano Segura y Certera establece
y sostiene todo lo que existe en los mundos, eres rey.
Cuando hube terminado de cantar, alcé mi vara y proclamé:
—¡Contempladlo! ¡Llew, soberano de Prydain, rey de los llwyddios! ¡Rendidle homenaje! ¡Disponeos a honrarlo!
Cuando algunos iban ya a hincarse de hinojos, la voz del príncipe los detuvo.
—¡No! ¡No! ¡Él no es vuestro rey!
Meldron se precipitó en el círculo de fuego y arrancó violentamente la torques de la garganta de Llew.
—¡El rey soy yo!
Antes de que nadie pudiera alzar la mano para impedírselo, Siawn Hy puso su lanza sobre las costillas de Llew.
—¡Meldron es el rey! —gritó—. ¡Meldron es el rey!
Luego obligó a Llew a bajar los brazos y le arrancó las teas de las manos. A una señal suya, la Manada de Lobos se precipitó en el círculo mirando nerviosamente al pueblo congregado; constaté que evitaban mis ojos.
Meldron alzó la torques por encima de su cabeza y se proclamó rey diciendo:
—¡Escuchadme todos! Yo poseo la torques de los reyes llwyddios. La dignidad real de mi padre me corresponde a mí por derecho.
—¡No existe tal derecho! —grité yo—. Sólo un bardo puede otorgar la dignidad real. ¡Y yo se la he conferido a Llew!
—¡Tú no tienes poder ni autoridad aquí!
—Soy el Bardo Supremo de nuestro pueblo —repliqué con calma y seguridad—. Sólo yo poseo la soberanía. Sólo yo tengo el poder de conferir la dignidad real.
—¡Tú no eres nadie! —rugió el príncipe amenazándome con el puño en el que apretaba la torques—. ¡Yo tengo la torques de mi padre y por lo tanto yo soy el rey!
—Permíteme que te diga que el hecho de tener la torques no te convierte en rey, como tampoco el hecho de estar en el bosque te convertiría en árbol.
Algunos celebraron mi salida con risas, que enardecieron aún más la rabiosa furia de Meldron.
—¡Haz lo que quieras! —añadí desafiándolo temerariamente—. Ponte la torques y capitanea el gosgordd de guerreros. Vístete de finos ropajes y cubre de oro y plata a esa vociferante jauría que te jalea. Haz lo que te venga en gana, Meldron. Pero recuerda siempre esto: la soberanía no reside en la torques, ni en el trono, ni siquiera en la fuerza de la espada.
Me encaré con el pueblo; había llegado la hora de que intervinieran, de que rechazaran a Meldron de una vez por todas.
—¡Escuchadme! Meldron no es el rey. Todos acabáis de contemplar a quién he otorgado la dignidad real: Llew es el rey. ¡Oponeos a Meldron! ¡Desafiadlo! No tiene poder alguno. No puede… Antes de que pudiera pronunciar otra palabra, Meldron gritó a su Manada de Lobos:
—¡Prendedlos! ¡A los dos!