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GLORIOSOS PROYECTOS

Los extranjeros estaban haciendo una empalizada para los caballos entre la arboleda, cuando llegamos al campamento. Llew aguardó a que acabaran y luego los invitó a sentarse con nosotros. Los seis hombres se acomodaron en el suelo en torno al fuego.

—Sé que sois hombres acostumbrados a alojamientos más confortables —dijo Llew—. Pero quizá preferís compartir el techo del cielo con hombres honrados a alojaros en el palacio de un rey en compañía de traidores.

—Has dado en el clavo —repuso el guerrero que parecía el jefe—. Preferiríamos vivir como proscritos a sentarnos a la mesa de alevosos señores y perversos maquinadores.

—Nosotros no somos hombres de esa calaña —le aseguró con firmeza Llew—. También nosotros hemos abandonado casa y parientes para no tener que soportar la injusticia y la vergonzosa persecución de seres despreciables.

Los guerreros se agitaron inquietos. El jefe vaciló unos instantes y luego preguntó:

—¿Sabes quiénes somos, señor?

—Sí —contestó Llew con convicción—. Creo que sois guerreros rhewtanos.

—Es cierto —replicó el guerrero—. Somos los Cuervos de los rhewtanos.

Clanna na cù! —murmuró Llew.

Oí una palmada y supuse que el hombre se había dado un manotazo en el brazo.

—En otros tiempos esto era una marca de honor…

Según había dicho Rhoedd, todos llevaban en el brazo que sostenía la espada un pájaro tatuado.

—… pero ahora se ha convertido en una vergüenza. Es una marca de deshonra. —El guerrero se palmeó otra vez el brazo y añadió con amargura—. Nos lo cortaríamos si pudiéramos.

—No —dijo Llew—. Conservadla como una marca indeleble de honor, porque habéis renunciado a vuestro rango y dignidad por negaros a servir a un pérfido rey. Meldron ha robado la dignidad de vuestro rey, pero no le permitisteis que os robara vuestro sentido del honor. Por eso, os damos la bienvenida.

Al oír el nombre de Meldron, los extranjeros prorrumpieron en murmullos de asombro.

—¿Quién eres, señor, que estás enterado de todas esas cosas? —inquirió el jefe, confuso.

—Me llamo Llew. Y el hombre que está conmigo es Tegid ap Tathal, Bardo Supremo de Prydain.

Los guerreros prorrumpieron en gritos de asombro.

—¡Hemos oído hablar de vosotros! —exclamó el jefe.

—¡Oímos decir que habíais muerto! —añadió otro.

—Eso es lo que algunos desearían —repuso Llew.

—También se rumoreaba que eras el rey de Prydain —afirmó el guerrero, y sus palabras sonaron como un reto.

—Lo era… —admitió Llew—. Ya no lo soy. Meldron se aseguró bien de que no pudiera reclamar tal dignidad.

—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó un tercero.

—Vinimos en busca de refugio y nos quedaremos para construir una fortaleza —replicó Llew, y en pocas palabras les explicó la alianza que había hecho con los galanaes que habitaban más al sur.

—Entonces necesitarás hombres que te ayuden —afirmó con resolución el paladín de los rhewtanos—. Nos quedaremos contigo, si lo deseas.

Sus palabras tenían el tono de una súplica. Y mientras hablaba mi visión interior se avivó. Se oyó un rumor de ropas que me indicó que los guerreros se habían puesto en pie para presentarse.

—Me llamo Drustwn —dijo una voz potente y solemne, que me pareció de un hombre de ancho cuello y semblante adusto, muy seguro de sí mismo.

—Yo soy Emyr Lydaw —se presentó otro, y el ojo de mi mente vio a un hombre de hermosos cabellos con un enorme carynx de cobre colgado al hombro con una correa de cuero.

—Yo me llamo Niall —declaró un tercero con voz alegre, de un guerrero de astutos y despiertos ojillos y una boca dispuesta a la risa.

—Yo soy Garanaw —habló el cuarto con una voz que podía hacer saltar chispas del hierro; era un hombre de enorme vitalidad, de anchos hombros, robusto, con los cabellos y la barba rojizos.

—Yo Alun Tringad —anunció el quinto, con una voz vivaz y ligera; y en mi mente apareció la imagen de un hombre flaco, de largas piernas, frente ancha y noble, y ojos muy azules, tan aficionado a la lucha como a la broma.

—Y yo soy Bran Bresal —concluyó quien parecía el líder, con una voz que denotaba lo orgulloso que se sentía de sus hombres.

Con el ojo de mi mente vi a un hombre alto, de largos cabellos oscuros, barba trenzada y un espeso vello negro en brazos y manos. Miraba fijamente a Llew con penetrantes ojos oscuros.

—Te suplicamos nos permitas compartir la libertad de tu hogar, señor —dijo abriendo los brazos como para abarcar con ellos a todos sus hombres.

Yo avancé unos pasos hacia ellos y alcé mi mano por encima de mi cabeza.

—Vuestra llegada nos fue anunciada, y por tercera vez os damos la bienvenida. Ojalá podamos vivir todos juntos en armonía. Ojalá encontréis aquí lo que buscáis. —Bajé la mano—. Desearía poder ofreceros la copa de bienvenida, pero no tenemos copa, ni cerveza con que llenarla.

—Vuestra bienvenida es ya suficientemente reconfortante —aseguró Bran Bresal—. No os resultaremos huéspedes onerosos. Estamos dispuestos a compartir todo lo que tenemos…

—¡Más de lo que tenemos! —añadió uno de los guerreros, creo que Drustwn.

—Sí, más de lo que tenemos —continuó Bran—. Estamos dispuestos a ponernos a trabajar ahora mismo.

—Os lo agradecemos —replicó Llew—. Pero el trabajo puede esperar. Descansad ahora; recobrad las fuerzas. Debéis de estar rendidos por tan largo viaje.

—Rendidos, sí, y también polvorientos —reconoció Bran—. Un buen baño sería una auténtica bendición para nosotros, señor.

—Entonces lo tendréis —dijo Llew—. Rhoedd tiene jabón; os mostrará dónde podéis bañaros.

Los seis guerreros se dirigieron hacia el lago con Rhoedd, dejándonos solos a Llew y a mí.

—¿Qué me dices ahora? —le pregunté cuando se hubieron marchado—. ¿Aceptas la veracidad de la profecía?

—¿Hay algo que tú no sepas? —me preguntó a su vez.

—Respóndeme —insistí—. ¿Estás dispuesto a emprender la senda que se abre ante ti?

—Sí, hermano —contestó—. Pero quiero pedirte algo a cambio.

—Dímelo y te lo concederé si puedo.

—No volverás a mencionar la dignidad real.

—Pero, Llew…

—Estoy hablando muy en serio, Tegid. Nunca más… ¿entendido?

Creí más prudente dejar las cosas como estaban y no insistir más por el momento. Llew ya había dado el primer paso en la senda; con eso me conformaba… en un principio.

—Muy bien —asentí—. No volveré a hablar de la dignidad real.

—Los Cuervos —murmuró Llew—. ¿Quién hubiera podido adivinarlo?

—¡Escucha! —dije.

Nos quedamos callados y el sonido que había captado mi oído, de forma débil e imprecisa primero, se convirtió en una canción: camino del lago los guerreros se habían puesto a cantar.

—«Caledon se salvará —recité—. La Bandada de Cuervos acudirá en tropel a sus umbrías cañadas…».

—«… y el graznido será su canción» —añadió Llew acabando la frase.

Al llegar al lago, las voces de los guerreros resonaron fuertes y melodiosas en el aire del anochecer, llenando la cañada con sus ecos.

—Cantan bien esos Cuervos —comentó Llew.

Nos dirigimos al lago para unirnos a ellos; cuando hubieron acabado de bañarse, Llew les mostró dónde se levantaría la fortaleza. Les encantó la idea del crannog y se mostraron deseosos de colaborar en su construcción. Creo que se habrían puesto enseguida manos a la obra si no les hubiéramos hecho ver que no teníamos herramientas con las que comenzar a trabajar.

Afortunadamente, la ayuda prometida por Cynan llegó tres días después. El príncipe en persona venía al frente de una partida de más de veinte hombres. Traía ocho carretas de herramientas, provisiones y suministros; también traía siete caballos, cinco yeguas y dos sementales, para comenzar a criar una manada, y además cuatro perros de caza con los que formar una jauría. Entre los obreros que venían con él, había once albañiles, algunos acompañados de sus mujeres e hijos.

—Se quedarán contigo hasta terminar la construcción de la fortaleza —explicó Cynan cuando hubimos intercambiado los saludos de rigor—. Le expuse a mi padre tus planes, que calificó de «glorioso proyecto». «Es un hermoso y glorioso proyecto», fueron las palabras textuales de Cynfarch; y prometió ayudarte en todo lo que necesites hasta que puedas autoabastecerte. Ansia que hagas realidad tu sueño para poder establecer una firme alianza en el norte. —Hizo una pausa al ver que Bran se acercaba—. Y me parece que ese día está próximo.

—Te presento a Bran Bresal —dijo Llew—, líder de los Cuervos. Van a ayudarnos a construir Dinas Dwr.

Noté que Llew omitía mencionar el detalle de que Bran y sus hombres eran rhewtanos.

—Que los conozca primero. ¿Para qué buscarnos problemas? —me explicó más tarde, y no pude menos que admirar su sutileza y discreción.

Cynan y Bran se saludaron y enseguida el príncipe pidió una copa.

—¡Brindemos por los nuevos amigos y por los gloriosos proyectos! —exclamó Cynan.

Llew se echó a reír.

—Cynan, eres un auténtico prodigio. Me encantaría poder ofrecerte una copa, pero sabes muy bien que no tenemos cerveza.

—¿No? —musitó Cynan—. ¿Y qué es esa espumante tinaja que hay junto al hogar?

El príncipe, en efecto, había traído cerveza y había ordenado a sus hombres que la pusieran junto al hogar. Mientras Cynan hablaba, oí el ruido de la cerveza al llenar la copa.

—¡Por nosotros! —exclamó Cynan—. Báncaraid gu bráth!

Slàinte môr! —respondimos al punto mientras la copa iba pasando de mano en mano.

Por la noche, cenamos copiosamente y mientras el fuego ardía canté la Batalla de los Árboles: un canto a la unión y a la causa común, un canto que anima a los hombres a la acción. Al día siguiente, el trabajo dio comienzo.

Los albañiles reunieron las herramientas y los materiales en el prado, junto al lugar que yo había elegido para el emplazamiento de la fortaleza. Llew, Cynan y yo discutimos nuestro proyecto con el capataz, un hombre llamado Derfal, que era el maestro de obras del rey Cynfarch. Mientras hablábamos, sus hombres limpiaron el terreno para construir algunas cabañas. Los guerreros, entretanto, fueron a talar árboles para obtener la madera necesaria para construir las cabañas y también algunos botes. Necesitábamos además seis u ocho sólidas y amplias balsas para transportar piedras y troncos para los cimientos.

Los primeros días toda la actividad se centró en el transporte de troncos, que eran arrastrados por bueyes desde el bosque hasta el prado. Luego se levantaron las cabañas para los albañiles y comenzaron a tomar forma los botes. Cuando los botes fueron echados al agua y empezaron los trabajos de construcción, nuestro campamento en el bosque, antes tan apacible y tranquilo, se convirtió en un ruidoso y alegre hervidero de actividad.

De la mañana a la noche resonaban en el bosque los golpes de las hachas y los mugidos de los bueyes. El campamento bullía con las voces de las mujeres que incansablemente amasaban pan y asaban carne para los trabajadores, siempre hambrientos. En la orilla del lago se oían risas de los niños y ladridos de los perros. El aire se estremecía de variados sonidos; un arco iris de alegría se extendía sobre la cañada. Yo deambulaba de aquí para allá, escuchando la alegre algarabía. «Caledon se salvará», pensaba.

Se prepararon enormes troncos para los cimientos; primero se limpiaron y pulieron cinco troncos de roble y luego otros cinco. Con ingente esfuerzo y trabajo se echaron al agua y fueron arrastrados hasta el lugar elegido, donde fueron clavados en el fondo del lago de modo que sus extremos sobresalieran del agua. Después los albañiles y sus aprendices manejaron sin cesar los botes transportando innumerables cargamentos de piedras desde la orilla. Las piedras fueron arrojadas en torno a cada uno de los troncos de roble, que quedaron así asegurados en un lecho de piedras.

A los cinco pilares que sobresalían del agua fueron unidos los otros cinco troncos, formando un pentágono en medio del lago. Luego, una sólida urdimbre de ramas fue tejida entre los cinco lados del anillo. Así se logró construir una plataforma que fue cubierta primero con piedras y después con tierra. Sobre la plataforma se construirían las primeras viviendas de madera de la fortaleza.

A este crannog se añadiría otro, luego, otro, más tarde hasta formar un conjunto de pequeños crannogs unidos por puentes y pasadizos, rodeado por una sólida muralla de troncos. En cuanto se hubo terminado el primer crannog se procedió a la construcción del segundo.

El proyecto iba tomando cuerpo bajo la atenta mirada de Llew. Siempre estaba entre los obreros, trabajaba con ellos durante el día y por la noche planeaba con Derfal las obras del día siguiente. Cynan también se mostraba entusiasmado. Supervisaba la construcción de Dinas Dwr como si se tratara de una obra suya. Creo que era la primera vez que tenía un verdadero trabajo que llevar a cabo, un trabajo de importancia y envergadura. Desde luego, su padre era un excelente gobernante, pero de esa clase de hombres a quienes desagrada delegar en los que lo rodean; seguramente al príncipe jamás se le habían encomendado tareas de responsabilidad en casa de su padre. Por eso había hecho suya la aventura de Llew y se había consagrado a ella con todo el ardor de su joven y generosa alma.

Las brumas de maffar pasaron entre sudores y esfuerzos. Luego llegó rhylla, la estación de la sementera, bendiciéndonos con el frescor de sus días y sus noches. Teníamos la intención de trabajar mientras el tiempo lo permitiera, y todavía faltaban muchos días para que el frío y las heladas de sollen pusieran fin a nuestras actividades.

Cynan, que se había quedado con nosotros todo el tiempo que pudo, nos anunció que debía regresar al sur.

—Pronto comenzará la cosecha y tendré que recaudar los tributos del rey —explicó—. Pero regresaré antes de que empiece a nevar con las provisiones necesarias para soportar el sollen.

—Eres un amigo y un hermano —le dijo Llew cuando el príncipe y sus compañeros se disponían a montar; Cynan se marchaba con cuatro hombres y dejaba con nosotros a todos los demás que lo habían acompañado—. Espera a que empiece el buen tiempo para volver. Estoy seguro de que las provisiones que nos has traído nos bastarán y sobrarán para sobrevivir hasta gyd.

Cynan rechazó con un gesto la sugerencia.

—Te traeré noticias de cómo va el mundo más allá de esta cañada —declaró.

—Vete en paz —repuso Llew—. Que tengas un buen viaje, y regresa cuando quieras.

Cuando Cynan se hubo marchado, bajamos hasta el lago. Hasta nosotros llegaba el ruido de los hachazos con los que los obreros limpiaban y preparaban los troncos, las lentas pisadas de los bueyes que arrastraban los leños hasta el patio de los carpinteros, y el chapoteo de los niños en la orilla del lago.

Nos sentamos en unas rocas junto a un aromático montón de virutas y pasamos revista a todo lo que habíamos conseguido: dos crannogs terminados —el primero de ellos con dos viviendas y un almacén— y un tercero a medio construir; un redil en el prado para los bueyes y caballos; dos cabañas para herramientas y materiales, y cuatro viviendas grandes en la orilla del lago. Era un magnífico comienzo.

—Hemos trabajado mucho —comentó Llew—. Ya comienza a tener apariencia de fortaleza. Me gustaría que pudieras verlo con tus propios ojos, Tegid.

—Ya lo he visto —le recordé—. Lo he visto todo.

—Has visto cómo será, quizá. Pero…

—Sí, cómo será… y cómo es —repuse llevándome los dedos a la frente—. Desde que estamos aquí mi don ha ido en aumento.

—¿De veras?

—Se manifiesta cuando quiere, como el awen; no puedo dominarlo a mi antojo. A veces aparece caprichosamente, pero casi siempre lo despierta una palabra, o un sonido. Nunca sé cuándo va a avivarse. Sin embargo, cada vez veo mejor.

Durante las duras noches de rhylla, el lago se cubría de neblina y los días se teñían de oro al ponerse el sol. Pero poco a poco se iban apagando, se iban volviendo grises, como el fuego se convierte en cenizas…, como el fuego del Samhein que también acaba convirtiéndose en cenizas tras haber pregonado en las cimas de las colinas el comienzo del año y haber acorralado con su resplandeciente luz las tenebrosas tinieblas de la noche; días grises de lluvia que parecen no tener fin hasta que la oscuridad se los traga y se los lleva lejos. Después del Samhein empecé a oler el invierno en el aire. La piel de los bueyes y de los caballos se suavizaba, se espesaba, crecía. Los guerreros cazaban, pescaban y cortaban leña para la estación de las nieves. Las mujeres ahumaban y salaban la carne y amasaban el pan negro que comeríamos durante el invierno. Los niños se cubrían sus bronceados miembros con mantos de lana y polainas. Los obreros engrasaban las herramientas por la noche, las envolvían en trapos y las guardaban lejos del lago para que no se oxidaran.

Abandonamos nuestro campamento entre los árboles y nos trasladamos a las viviendas junto a la orilla del lago. Éramos poco más de treinta hombres, así que las amplias cabañas nos ofrecieron un cómodo abrigo… hasta que llegaron los primeros refugiados.