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EL REGRESO DEL HÉROE
—Bienvenido, hermano.
Lo saludé cuando Llew se detuvo ante mí. Lo hubiera abrazado como a un familiar, pero la expresión de su rostro y de su mirada revelaba tan espantosa determinación que me abstuve de hacerlo.
—Me alegro de verte —añadí.
No respondió a mi saludo, sino que se encaró a Siawn Hy.
—Todo ha terminado —dijo con voz pausada, pero tono muy enérgico—. Aparta esa espada. Volvemos a casa.
Siawn Hy se puso tenso. La espada que blandía pasó con rápido movimiento de mi garganta a la de Llew; pero Llew agarró la desnuda hoja con una mano y la apartó violentamente.
—¡Prendedlo! —gritó Meldron empuñando su cuchillo.
Una docena de lanzas se abalanzaron hacia Llew. Pero las puntas de las lanzas, todavía envueltas en trapos, temblequeaban vacilantes. Los guerreros de la Manada de Lobos de Meldron se habían apresurado a obedecer al príncipe, pero era evidente que les resultaba incómodo amenazar al paladín del rey. La multitud se agitó inquieta; se oyeron algunos gritos de desafío a la orden de Meldron. Aunque el pueblo no entendía lo que estaba ocurriendo, era obvio que les desagradaba.
—¡Llew! —exclamé apartando las amenazadoras lanzas con mi vara—. ¡Bienvenido, Llew! —Alcé la vara y me dirigí a la multitud—. ¡Nuestro paladín ha regresado! ¡Dadle todos la bienvenida!
Los llwyddios prorrumpieron en vítores al oír mis palabras. Llew dirigió su mirada a la muchedumbre, que nos rodeaba con las antorchas en alto y expresión anhelante. De pronto se me ocurrió que Llew no tenía ni la menor idea de la impresión que había producido su repentina aparición: el paladín de Meldryn había surgido del Montículo de los Héroes. Un rey había cruzado el oscuro umbral de la muerte, pero un hombre de carne y hueso había aparecido misteriosa e inexplicablemente ante los ojos de todos: un héroe del Otro Mundo se equiparaba así al rey que acabábamos de enterrar.
Antes de que Meldron pudiera reaccionar, levanté las manos para imponer silencio y dije:
—El rey está muerto, hermano, pero tú vives. Tu regreso al lado de tu pueblo es motivo de regocijo.
La gente expresó ruidosamente su aquiescencia. Meldron frunció el entrecejo al darse cuenta de que acababa de perder protagonismo. Había sobrestimado su poder y había subestimado la devoción que el pueblo sentía por Llew.
Al punto trató de recuperar el terreno perdido.
—¿Qué pretendes al aparecer entre nosotros de esta manera? —preguntó.
—He venido a rendir homenaje al rey —contestó con calma Llew.
Sus ojos se clavaron un instante en el príncipe para volver a encararse enseguida con Siawn Hy. Entre ambos pasaba algo que se me escapaba. Vi que Siawn se encendía de cólera y que el rostro de Llew se ensombrecía de nuevo revelando una determinada resolución.
—Y para hacer algo que debería haber hecho hace mucho tiempo —añadió.
—Hablas de rendir homenaje al rey —dijo Meldron con desprecio—, pero sólo pretendes robárselo.
—Llew era el paladín del rey —intervine yo, juzgando prudente recordar a todos que Meldryn Mawr había conferido ese honor a Llew; había sido el último acto del monarca y el que había causado su muerte—. ¿Quién puede negar al paladín del rey el derecho a rendir homenaje a su señor?
—¡No tienes autoridad alguna aquí, bardo! —exclamó Meldron con voz amenazadora y preñada de desprecio—. Tú y los de tu casta engatusasteis a mi padre con vuestras astutas palabras e hipócritas maneras. Pero a mí no me engañas.
—¿Cómo podría hacerlo? —pregunté yo—. Estás rodeado de sabios consejeros —añadí fijando la mirada en el malevolente rostro de Siawn—. Es natural que confíes en ellos.
—Yo confío en la espada que sostiene mi mano —espetó el príncipe—. Y en mis guerreros. Prefiero la camaradería de mis soldados a las vacías palabras de un bardo.
Meldron había llevado las cosas demasiado lejos y no sabía cómo retirarse con cierta dignidad. En vez de abrazar a Llew, lo cual habría aumentado su poder, porque era evidente que el pueblo amaba a su paladín, escogía el camino de la mofa y la injuria.
Se volvió hacia la muchedumbre y dijo sin disimular su desprecio:
—¡Llew ha regresado! No tenemos nada que temer ahora que el paladín de mi padre está de nuevo entre nosotros. —Alzó un dedo y señaló acusadoramente a Llew—. No obstante, no puedo dejar de pensar que, si Llew hubiera honrado al rey como ahora pretende hacer, Meldryn Mawr estaría todavía vivo. ¿Cómo es posible que el rey esté muerto y su paladín viva?
Pronto advertí lo que el príncipe pretendía conseguir con sus temerarias palabras: envenenar el aprecio que el pueblo sentía por Llew. Al parecer, imaginaba que sacaría algún provecho poniendo en entredicho la lealtad y habilidad de Llew. Pero, en lugar de sembrar la duda, sembró la confusión.
La gente se miró perpleja.
—¿Qué dice Meldron? ¡Fue Llew quien nos salvó de los coranyid!
Algunos osaron protestar abiertamente.
—¡Paladyr mató al rey! ¡Fue Paladyr, no Llew! —gritaron.
«Sí —pensé—, Paladyr mató al rey. Y ¿dónde está ahora Paladyr?».
Pero me mordí la lengua y no dije nada. «Si es cuestión de sembrar la sospecha —me dije—, dejemos que anide en el mismísimo tejado de Meldron». En verdad es empresa arriesgada difamar a un héroe que se ha ganado con pleno derecho la estima de su clan. Meldron mostraba poco juicio al intentarlo, porque el pueblo tiene buena memoria y encuentra siempre la manera de desagraviar las ofensas.
Tras tamaña osadía, Meldron ordenó a la muchedumbre que se pusiera en marcha, y dio media vuelta abriéndose paso entre la multitud congregada. Siawn Hy se permitió una cínica sonrisa y siguió al príncipe. La Manada de Lobos se agitó incómoda y ocupó su puesto tras Meldron.
Me alegré de que se alejaran y me alegré igualmente de tener de nuevo a Llew junto a mí.
—Temía que hubieras muerto —le susurré.
El pueblo iba desfilando ante nosotros con los ojos clavados en Llew. Algunos lo saludaban sin reservas con calurosas palabras de bienvenida y sinceras expresiones de respeto. Pero la mayoría de ellos no osaban dirigirle la palabra y se limitaban a llevarse el dorso de la mano a la frente cuando pasaban ante él.
Llew me dedicó una tosca sonrisa.
—Debería haberte confiado lo que tramaba —dijo—. Pero juzgué más prudente marcharme sin decir nada. Lo siento. La próxima vez te lo diré.
—¿Significa eso que te marcharás? —pregunté.
—Sí —replicó Llew poniéndose de nuevo en tensión—. Lo siento, Tegid. No puede ser de otro modo. Ya me entiendes.
—No entiendo nada en absoluto —repuse.
—Entonces simplemente tendrás que aceptar lo que te estoy diciendo.
—Pero ¡si no me estás diciendo nada!
No replicó, así que tendí mi mano y le agarré con fuerza el brazo; lo noté muy tenso.
—Llew, somos hermanos. Hemos bebido de la misma copa, y no dejaré que te vayas sin que me des una explicación más convincente y más clara que la que acabas de darme.
Llew frunció el entrecejo, pero permaneció en silencio y desvió la mirada para contemplar la marcha de los llwyddios. Comprendí cuán dura le resultaba la decisión que había tomado. Creo que deseaba abrirme su corazón, pero no sabía por dónde o cómo empezar. Por eso le sugerí:
—No me digas nada ahora. Aguardaremos a que todos se hayan alejado y los seguiremos a una prudente distancia para que nadie pueda oírnos. Puedes hablar mientras caminamos; nadie nos molestará.
Llew se mostró de acuerdo, y esperamos a que los últimos del cortejo hubieran emprendido el regreso a casa a través de Glyn Du. Entonces nos pusimos en marcha y caminamos un buen trecho en silencio hasta que Llew encontró las palabras que había estado buscando.
—Lo siento, Tegid —dijo—. Hubiera debido decírtelo, pero temí que me lo impidieras.
—¿Que te impidiera marcharte?
—Que me impidieras hacer lo que tenía que hacer…, lo que debía hacer —contestó.
Intuí la confusión que rebullía en su alma; intenté decirle alguna palabra de consuelo, pero me lo impidió.
—No, Tegid, espera. Tengo que decirlo.
Permaneció un rato en silencio. Ambos escuchábamos el suave roce de nuestros pasos sobre la yerba. Allá delante, la cabeza del cortejo había llegado a la entrada de la cañada y estaban apagando las antorchas en el arroyo. Cuando llegamos a aquel lugar, sólo quedaba un tenue olor a vapor y humo. El cortejo se internaba en el valle del Modornn. Se había levantado una luna muy pálida y podíamos vislumbrar la larga hilera de caminantes que se destacaba como un reguero de plata en la oscuridad del valle.
Se me encogió el corazón al verlo, porque se me figuraba que era una raza moribunda caminando bajo una luz mortecina hacia la oscuridad del olvido. Pero me guardé muy bien de hacer comentario alguno y esperé a que Llew me abriera su corazón.
Comenzó a hablar al salir de la oscura boca de la cañada.
—Una guerra está asolando mi mundo —dijo en voz muy baja—. No se trata de una guerra de espadas y lanzas. ¡Ojalá lo fuera! Entonces podríamos combatir al enemigo cara a cara. Pero el enemigo está aquí —añadió golpeándose el pecho—. El enemigo está en nuestros corazones; nos ha infectado. Tenemos el espíritu enfermo, Tegid. Siawn y yo estamos contagiados y hemos traído la ponzoña a Albión. Si nos quedamos aquí, envenenaremos todo…, destrozaremos todo.
—Pero, Llew, si no hubiera sido por ti, todo estaría destruido en estos momentos. Nos salvaste cuando nadie podía hacerlo.
No pareció oírme, porque continuó en el mismo tono.
—Simon…, Siawn ha sembrado la ponzoña por doquier. Ha metido en la cabeza del príncipe ideas que no tienen cabida en Albión.
—Seguro que no le ha costado demasiado trabajo. Meldron siempre codició tener más de lo que se le daba.
—Estoy seguro de que el asesinato de Meldryn fue idea de Siawn. Creía que los reyes eran escogidos por derecho de sucesión y…
—¿Derecho de sucesión? —pregunté asombrado, deteniéndolo—. Jamás he oído hablar de semejante derecho.
—Dilyn hawl —dijo escogiendo otras palabras—. Significa que la dignidad real pasa de padres a hijos. En nuestro mundo ésa es la costumbre. Simon, es decir, Siawn Hy, no sabía que podía transmitirse de otro modo. Pensó que, si Meldryn Mawr moría, la dignidad real pasaría directamente al príncipe Meldron.
—¿Te lo dijo él así?
—No con esas palabras, no. Pero conozco muy bien a Simon; sé cómo piensa, y convenció a Meldron de que juntos podrían cambiar la forma en que la dignidad real se obtiene y se confiere, de que podrían alterar los ritos de la soberanía.
—Por eso trataron de silenciar la Canción —dije yo—. Por eso se han guardado las Piedras Cantarinas.
—La Canción de Albión… —murmuró Llew antes de quedarse callado, recordando algo.
—Creen que las piedras serán la salvaguarda de su poder —le expliqué—. Esperan usar la Canción como un arma.
—Entonces la situación es aún más grave de lo que imaginaba —murmuró Llew—. Si hubiera hecho lo que vine a hacer, nada de esto habría ocurrido.
Se detuvo y me agarró el brazo.
—¿Me has oído, Tegid? Toda aquella gente…, tu pueblo, Tegid, el rey y todos los demás estarían todavía vivos si yo hubiera hecho lo que vine a hacer. Meldryn Mawr y todos los que sucumbieron ante Nudd estarían aún con vida.
—¿Qué pretendes decirme con esas palabras? —inquirí—. Es justo al revés; gracias a ti quedamos algunos vivos. Te debemos la vida.
—¡Por mi culpa murieron todos aquellos hombres! —insistió él—. Tegid, escúchame. Vine aquí para llevarme a Simon y fracasé. Me permití el lujo de quedarme boquiabierto, encantado ante las maravillas de este lugar y ante la idea de que podía quedarme aquí.
—Si no hubieras venido —repliqué tratando de calmarlo—, Meldron y Siawn se habrían salido con la suya.
—Tegid —la tenebrosa determinación volvía a sonar en su voz—, Simon debe ser detenido. No pertenece a este mundo… ni yo tampoco. Tenemos que regresar al nuestro. Debo llevármelo de aquí, pero necesito tu ayuda, hermano. Préstamela, te lo ruego.
Así su brazo como es costumbre entre parientes y le dije:
—Llew, sabes bien que haré lo que me pidas. Pero tengo que pedirte a mi vez otra cosa.
—Dime lo que sea. Lo haré si puedo.
—Permite que te nombre rey —dije yo.
Retrocedió unos pasos.
—¡No has escuchado nada de lo que te he dicho! —exclamó soltándose—. ¿Cómo puedes pedirme semejante cosa?
—Eras el paladín del rey. Con la Hazaña Heroica nos salvaste cuando nadie más podía hacerlo. El pueblo te respeta; te apoyarán frente a Meldron.
—¡Tegid, no puede ser! —contestó echando a andar con rápidas y decididas zancadas.
—No puedo permitir que Meldron se convierta en rey —repliqué alcanzándolo—. No perpetrará su maldad con mi ayuda. Tengo que otorgar la dignidad real a algún otro… y pronto.
—Pues, otórgasela a otro.
—No hay ningún otro.
Se dio la vuelta para mirarme cara a cara.
—¡No lo entiendes! Simon debe ser detenido antes de que destruya absolutamente todo. Tengo que lograr que regrese al mundo al que pertenece. ¿Es que no quieres oír lo que te estoy diciendo?
—Te oigo, hermano —repuse en tono apacible—. Pero piensa en mis palabras. Como rey, podrías detener a Siawn Hy y a Meldron. Como rey podrías remediar todo el mal que Siawn ha hecho.
Hizo amago de alejarse, pero lo retuve asiéndolo del hombro.
—Escúchame, Llew —añadí con voz enérgica—. Dices que Siawn ha extendido la ponzoña en este mundo. Si es cierto, deténlo. Te estoy dando la oportunidad de hacerlo.