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DONDE SE CRUZAN DOS CAMINOS
Al calor del día había sucedido un bochorno sofocante; incluso ya avanzada la noche no había refrescado. Pese a todo avanzábamos a marchas forzadas. Llew, cuatro guerreros de Cynan y yo cabalgábamos vigilando a los extranjeros que iban en dos de los carros de Cynfarch. Cynan iba a la cabeza con una antorcha, explorando el camino, Bran y Alun cerraban la marcha.
Nuestro destino era el lugar donde Sarn Cathmail, la calzada que habíamos seguido desde el norte, se cruzaba con la senda que conducía hacia el oeste, a las colinas del corazón de Caledon. Según Cynan, esa encrucijada estaba coronada por un bosquecillo de abedules. Era un lugar sagrado, y allí íbamos a intentar enviar a los dyn dythri de regreso a su mundo.
Llew se había empeñado en que los extranjeros debían regresar inmediatamente a su mundo, y no parecía haber razón para contradecirlo. Así pues, nos habíamos puesto en marcha con la esperanza de llegar a la encrucijada al alba, a la hora-entre-horas, cuando la puerta entre los mundos permanece abierta unos instantes en los lugares sagrados.
La oscuridad de la noche dificultaba la marcha; no había luna que nos iluminara el camino y el viaje estaba resultando más largo de lo que esperábamos. Por eso teníamos que darnos prisa para llegar a tiempo a la encrucijada.
—Es extraño —murmuró Cynan—. Conozco perfectamente estos parajes. Quizás hemos pasado de largo junto al bosquecillo. —Detuvo el caballo y me miró—. Será mejor que retrocedamos.
En medio de la oscuridad reinante se oyó la voz de Llew.
—No —replicó en tono tenso acercándose a nosotros—. Pese a la oscuridad habríamos visto alguna señal del camino que conduce al bosquecillo. Seguiremos adelante.
—¡Imposible ver algo! —protestó Cynan—. Si no me puedo ver siquiera la mano ante la cara, ¿cómo quieres que distinga el camino?
Llew permaneció en sus trece.
—Seguiremos adelante, Cynan. No estoy dispuesto a permitir que esos hombres permanezcan en Albión ni un día más.
Cynan suspiró, pero espoleó a su caballo.
A mí me daba igual que fuera mediodía o medianoche. Mi visión interior permanecía apagada. Como no veía nada, estaba atento a todos los sonidos que me llegaban a través del inmóvil aire de la noche: oía el trote de Twrch, que de vez en cuando olisqueaba el sendero; oía el chisporroteo de la antorcha, la trápala de las herraduras de los caballos y el crujido de las ruedas de los carros. En una ocasión oí un pájaro que, asustado, echó a volar con un graznido que se convirtió en un grito incorpóreo al perderse en el vacío informe de la noche.
Poco después descendimos por una ladera y llegamos a un valle. Cynan hizo un alto para localizar nuestra posición. Los carros se detuvieron.
—No veo nada —se quejó Cynan—. Tegid sería más capaz que yo de encontrar la encrucijada en estas tinieblas.
—No podemos estar muy lejos —opinó Llew—. ¿Conoces este valle?
—No —contestó Cynan, nervioso y desorientado.
—Pero debes de tener alguna idea aproximada de dónde nos encontramos —insistió Llew.
—La tendría si pudiera ver algo —repuso con impaciencia Cynan.
Llew se quedó unos instantes callado. La antorcha chisporroteó y la frustración de Cynan se tradujo en palabras.
—¿Y ahora qué? —preguntó.
—Seguiremos adelante —decidió Llew—. Quizás este sendero conduzca hasta Sarn Cathmail.
—Quizá sí… —asintió sombríamente Cynan— o quizá no.
Llew chasqueó la lengua y azuzó al caballo. Oí el latigazo de las riendas y el crujido de las ruedas cuando los carros reemprendieron la marcha. Seguí la comitiva, deseando que mi visión interior se despertara y me revelara algún detalle del paraje en que nos encontrábamos. Pero, igual que mis compañeros, seguí avanzando en la oscuridad más completa.
Me pareció que cabalgábamos un buen trecho sin encontrar ni el camino ni el montículo. Nadie decía nada; sólo se oía la trápala de las herraduras de los caballos y el traqueteo de los carros. Debí de quedarme dormido en la silla sin darme cuenta, porque de pronto me encontré subiendo la suave pendiente de una colina y oí que alguien exclamaba:
—¡Se está haciendo de día allá en el este!
En ese preciso instante Cynan gritó:
—¡Allí está!
Me despabilé de golpe.
—¡Allí está el montículo! —dijo Cynan—. ¡Hacia el sur!
—¿A qué distancia? —pregunté a Llew.
—No demasiado lejos —contestó—. Si nos damos prisa, llegaremos a tiempo. ¡Adelante! —ordenó sacudiendo las riendas.
Al instante, todos azuzamos las cabalgaduras hacia el montículo. Yo me orienté por el ruido de las herraduras y llegué justo después que Llew.
—Sarn Cathmail! —gritó desmontando de un salto.
Corrió hacia mi caballo y sujetó las riendas para detenerlo.
—¡Deprisa, Tegid! No nos queda demasiado tiempo.
Desmonté y me apresuré a coger el bastón de la silla en cuanto mis pies tocaron el suelo.
—Llévame al punto en que se cruzan los dos caminos.
Llew me condujo hacia el lugar donde una senda muy trillada bordeaba el montículo y se cruzaba con Sarn Cathmail; allí, alcé mi vara hacia los cuatro puntos cardinales e invoqué las virtudes de cada uno de ellos para consagrar la encrucijada como lugar sacrosanto. Luego corrí hacia el punto este de donde viene la tenebrosa oscuridad. Apoyé la punta de mi vara en el suelo y procedí a trazar un círculo en la tierra pronunciando precipitadamente las palabras del Taran Tafod.
—Modrwy a Nerth… Noddi Modrwy… Noddi Nerth… Modrwy Noddi… Drysi… Drysi… Drysi Noddi… Drysi Nerth… Drysi Modrwy…
Las fui repitiendo una y otra vez y sentí que el awen, animado por las mágicas palabras, se encendía como una llama dentro de mí. Mi lengua parecía tocada por un extraño fuego y las palabras del lenguaje secreto se esparcían como chispas en la menguante oscuridad.
Continué pronunciando las mágicas palabras hasta que hube encerrado en el círculo mágico la encrucijada. Cuando la punta de mi vara completó el círculo, sentí que se me erizaba el vello de los brazos y que mi piel se estremecía con el poder que se había despertado en torno.
—Traed a los dyn dythri —ordené, y al punto oí pasos precipitados—. ¿Veis el círculo que he trazado en la tierra? —indiqué—. Debe serviros de guía. Cynan, coge a dos hombres y, con un extranjero, recorred el círculo tres veces siguiendo la órbita del sol —ordené indicando con la mano la dirección.
—¿Ahora mismo?
—Sí. Ahora. Y deprisa.
Cynan llamó a Bran y a Alun para que se encargaran de los otros dos extranjeros y comenzaron a recorrer el círculo que yo había trazado. Cuando hubieron terminado, les dije:
—Ahora colocad a los extranjeros en el centro, donde se cruzan los dos caminos. ¡Deprisa!
—Ya está —dijo poco después Bran—. ¿Qué más tenemos que hacer?
—Desatadlos para que no se hagan daño —repuse.
Cuando lo hubieron hecho, Cynan me lo hizo saber.
—Dejadlos donde están y salid inmediatamente del círculo —ordené—. Y tened las lanzas dispuestas.
Los hombres obedecieron.
—¿Y ahora? —preguntó Llew.
—Ahora a esperar.
—¿Qué va a suceder? —quiso saber Bran.
—Pronto lo sabréis —respondí—. Decidme lo que veáis.
Aguardamos. Agucé el oído, pero sólo se oía la respiración de los hombres.
Al cabo de unos momentos, Cynan comenzó a impacientarse.
—No sucede absolutamente nada.
—Espera —lo tranquilizó Llew.
—Pero casi ha roto el alba y…
—¡Silencio!
Uno de los extranjeros se movió; oí sus pasos sobre las losas del pavimento.
—¿Habéis visto? —comentó con voz ahogada Alun.
—¿Qué? —exclamó Llew—. Yo no he visto nada.
—¡Mirad! —dijo con excitación Cynan; y noté que me aferraba el brazo—. Algo está pasando.
Twrch comenzó a ladrar.
—Dime lo que estás viendo. ¡Descríbemelo!
—¡Veo agua! Parece como si los estuviera cubriendo el agua.
—¿Se están hundiendo en el agua? —inquirí.
—No, están como antes; no se han movido —me explicó Llew—. Pero sus siluetas han experimentado un cambio. Parece como si estuvieran reflejadas en el agua.
Comprendí entonces lo que quería decir. Era la hora-entre-horas. Los dyn dythri estaban en el umbral, pero había que obligarlos a que lo cruzaran y entraran en su mundo.
—Todo va bien —dije—. Ahora, Cynan, tú y tus hombres esgrimid las lanzas. En cuanto yo dé la señal, arrojadlas contra los extranjeros como si quisierais darles caza. Pero no penetréis dentro del círculo. ¿Has entendido?
—Sí —repuso el príncipe, y ordenó a sus guerreros que se aprestaran a cargar.
—¡Deprisa! —gritó Llew.
Alcé la vara y la dejé caer de golpe.
—¡Ahora!
Con un grito salvaje, Cynan y los guerreros se precipitaron hacia los extranjeros. Oí un griterío confuso y el ruido de alguien que tropezaba y caía soltando un gruñido.
—¿Qué sucede?
—Ya está…, se marchan —me dijo Llew—. Están cruzando el umbral. Uno ya se ha ido… Ya no lo veo. ¡Ha desaparecido! Y ahora se va Weston; está… —Se interrumpió.
—Llew, ¿qué sucede?
No respondió, pero noté que daba un paso al frente.
—¡No! ¡Llew, vuelve!
—¡Nettles! —gritó él—. ¡Espera!
Tendí la mano y lo así por el borde del manto en el preciso instante en que echaba a correr.
—¡Llew, detente!
Agarré con fuerza el manto mientras él luchaba por soltarse.
—¡Suéltame!
Twrch ladraba con ferocidad.
Llew se despojó del manto y se precipitó en el círculo. Cynan y Bran le gritaron que volviera… pero ya había desaparecido.
Permanecimos inmóviles en aturdido silencio. Los tres extranjeros habían desaparecido… y Llew con ellos.
—¿Por qué se ha marchado? —preguntó Cynan cuando fue capaz de articular palabra.
—No lo sé. Quizá vio algo…
—¿Qué pudo ser? No lo entiendo. ¿Por qué nos ha abandonado?
—No lo sé.
Aguardamos en un silencio denso que contrastaba poderosamente con el tumultuoso y sobrecogedor momento que acabábamos de vivir. Mientras el sol se levantaba, comenzó a soplar la brisa. Cynan me tocó el brazo.
—Creo que deberíamos marcharnos.
Su voz, teñida de tristeza y sorpresa, sonó extraña en mis oídos.
—Sí —asentí.
Como seguía sin decidirme, volvió a tocarme el brazo.
—Vamos —dijo—. Se está haciendo de día.
—Sí. Vámonos.
Llamó a sus hombres y se dirigieron hacia donde estaban los carros y los caballos. Yo me quedé solo, intentando comprender lo que había sucedido. Oí un rumor de cascos detrás de mí. Bran, montado a caballo, me puso las riendas del mío en las manos.
—Vámonos. Se ha marchado.
Asiendo fuertemente la vara, monté despacio a caballo. Mis compañeros se alejaban ya por el camino. Hasta mí llegaba el eco de los cascos y el crujido de las ruedas de los carros. Me detuve un instante con la esperanza de que mi visión interior se despertara y viera algo… pero los ojos de mi mente permanecían en tinieblas. Así que azucé mi caballo tras los demás.
Cuando me di la vuelta, oí que Twrch estaba gimiendo; lloraba por su dueño desaparecido. No necesitaba verlo para saber que tenía los ojos clavados en el lugar donde se había desvanecido Llew.
Le silbé pero, al advertir que no reaccionaba, lo llamé por su nombre.
—¡Twrch! ¡Vámonos!
Como el perro no me obedeció volví grupas y regresé a la encrucijada. Desmonté y, guiándome por sus gemidos, tendí la mano, lo cogí por el collar e intenté arrastrarlo. Pero el perro no cedió ni un palmo; aunque logré levantarle las patas delanteras del suelo, no se movió lo más mínimo.
—¡Twrch! ¡Vamos! —dije tirando con fuerza del collar.
Pero el terco animal seguía sin moverse. Tiré otra vez del collar. El animal soltó un aullido de dolor, pero no se movió.
—¡Twrch!
No me agradaba tener que hacerle daño, pero no podía llevarlo a rastras. Sin embargo, tampoco podía dejarlo allí. Necesitaría una cuerda para tirar de él. Llamé a Cynan, y Twrch se puso a ladrar.
Me incliné sobre el perro y tendí la mano para cogerlo por el collar. El astuto animal adivinó mis intenciones porque me esquivó antes de que pudiera agarrarlo.
—¡Twrch! ¡Basta ya! ¡Vámonos!
Di un paso, tropecé con una piedra y caí de rodillas. La vara se me escapó de las manos. Atrapé el perro por un mechón de pelo y lo sujeté con fuerza. Con la otra mano tanteé hasta dar con el collar e intenté ponerme en pie. Twrch ladró otra vez furiosamente y echó a correr arrastrándome.
Caí al suelo y el perro se me escapó.
—¡Twrch! —llamé incorporándome con torpeza—. ¡Ven aquí! ¡Twrch!
Avancé unos pasos. El perro ladró una vez, dos veces… Los ladridos parecían venir de un lugar muy distante. De pronto sólo llegó a mis oídos el rumor de mis pasos sobre las piedras de la encrucijada.
Me incliné y comencé a buscar mi vara. Oí un sonido como el de una ráfaga de aire, pero no sentí nada. Instintivamente tendí las manos.
Tropecé con un cuerpo vivo.
Sin dudarlo le asesté un golpe. Ante mi sorpresa el cuerpo cayó sobre mí y me derribó sobre la calzada. Luché a brazo partido con mi atacante, dándole patadas y puñetazos a ciegas.
—¡Tegid! —oí que alguien gritaba.
Asesté un puñetazo hacia donde venía la voz. Pero una mano me sujetó por la muñeca.
—¡Tegid! ¡Quieto, Tegid!
Era la voz de Llew. Era Llew quien había aparecido ante mí.
—¡Llew! ¡Has vuelto!
Me soltó la mano, luego cayó de rodillas junto a mí, jadeando. Estaba tan fatigado que no podía hablar. Lo abracé y lo sacudí.
—¡Llew! ¿Qué estás haciendo? ¿Por qué te marchaste?
—¡Ayúdame, Tegid! —dijo Llew—. Nettles…
Sólo entonces comprendí lo que había hecho.
—¿Nettles está contigo?
—Sí —contestó jadeando—. Fui a… buscarlo. Lo he traído de vuelta conmigo.
Bran apareció a mi lado. Me cogió por el brazo y me puso en pie.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó tan sorprendido ahora por la súbita reaparición de Llew como anteriormente por su repentina desaparición.
—Ha cruzado el sutil y peligroso puente entre los mundos para traer de vuelta al extranjero.
—¿Por qué?
—No lo sé.
—¿Dónde está Twrch? —inquirió Bran.
—El perro se fue tras su dueño —repuse—. Pero, a diferencia de Llew, no ha regresado.
—¿Twrch me siguió?
—Sí —repliqué con brusquedad como si estuviera enfadado con él—. Traté de impedírselo, pero no pude detenerlo. Twrch se ha marchado. Y no creo que sepa encontrar el camino de vuelta.
Detrás de nosotros resonó la trápala de unos cascos; con un grito, Cynan se precipitó sobre nosotros como si quisiera separar a dos luchadores y nos derribó.
—¡Alto, Cynan! ¡Es Llew!
—¡Llew! —dijo Cynan ayudando a Llew a incorporarse.
El sol ya se había alzado y sentí el calor de sus rayos en el rostro.
—¿Crees que podrás hallar el camino de vuelta a casa, Cynan? —le pregunté.
—Encontré el camino en plena oscuridad, ¿no es cierto? —gruñó burlonamente Cynan.
—Entonces enséñanoslo. Deberíamos marcharnos enseguida de aquí.
Cynan ordenó que trajeran el caballo de Llew; yo me volví hacia mi amigo que estaba inclinado sobre el cuerpecillo de Nettles. Le estaba hablando en su ruda lengua, pero se apresuró a incorporarse cuando lo toqué en el hombro.
—Se encuentra bien. Podrá hacer el viaje en uno de los carros.
—¿Y tú?
—No he sufrido el menor daño —repuso poniéndome la mano en el hombro—. Lo siento, Tegid. Debí haberte avisado, pero se me ocurrió demasiado tarde.
Nettles musitó algo en su desagradable lengua, y Llew le respondió.
—Tenía que hacerlo, Tegid —me explicó después—. Lo habrían matado. Weston habría matado a Nettles en cuanto se hubiera encontrado en su mundo. Además, creo que lo necesitaremos. Sabe muchas cosas que pueden sernos de gran utilidad.
—Muy bien —dije—. No me cabe duda de que has hecho lo más conveniente. Vamos…
—Tendremos que enseñarle nuestro idioma; tú podrías hacerlo, Tegid. Al fin y al cabo, también me lo enseñaste a mí. Y Nettles lo aprenderá enseguida; ya sabe bastante. Como te he dicho…
—No hace falta que me digas nada más —lo interrumpí—. Te aseguro que estoy plenamente de acuerdo contigo en esta cuestión. Ya hablaremos luego. Ahora deberíamos marcharnos.
De regreso, el traqueteo de los carros sobre las piedras de la calzada ensordecía nuestros oídos; por eso no oímos a los jinetes enemigos hasta que casi se nos echaron encima.