VEINTINUEVE

VEINTINUEVE

Pasaron dos horas después del amanecer, cuando los restos de fuerza la expedición del general Deviers surgieron de la fría oscuridad del túnel al calor sofocante de la mañana en Golgotha. Estaban a medio camino de la cara este de la montaña, pero el paisaje de más allá estaba protegido en gran medida de la vista por las nubes. Los cadianos fueron obligados a seguir la única vía con los ancho y los suficientemente firme, como para que pudieran circular las sesenta toneladas los tanques Leman Russ.

Las nubes eran una mezcla agitada de naranja, rojo y marrón. Ráfagas de viento les echaban cortinas de polvo. Hacía el mediodía, sin embargo, los vientos cambiaran a una brisa caliente. Altas y crestas todavía confundían a la vista. En privado, algunos de los Cadianos casi lamentaban dejar Dar Laq. De construcción xena o no, la temperatura era más de su agrado. Y el aire no les chamuscaba los pulmones.

El sendero de montaña les llevó a un terreno más manejable y la columna comenzó a moverse en una línea sinuosa atravesando una serie de barrancos rocosos. Estaban rodeados por colinas de piedra arenisca rosa por todos lados, pero no pasó mucho tiempo antes de que los Cadianos notaron algo raro. El cielo era cada vez más oscuro, manchado con grandes cantidades de humo.

El General Deviers ordenó que los exploradores se adelantaran para investigar más a fondo, y pequeños grupos de sentinels se adelantaron también en apoyo a los exploradores fuera. Minutos más tarde, el oficial al mando de los exploradores recomendó que la columna se detuviera y que el general en persona se adelantara a un punto de observación. Había encontrado la fuente del humo.

Bergen yacía con su vientre pegado al suelo, Y con sus magnoculares examinando la escena que tenía delante de él, sin importarle el hecho de que su uniforme se manchara con el sucio polvo rojo. Una docena de oficiales estaban por sus alrededores, en posiciones similares, murmurando y maldiciendo.

Más allá de las montañas, la tierra era amplia y abierta. La Cadianos miraban hacía abajo concretamente un enorme cráter, una caldera volcánica de diez kilometros de ancho. El volcán llevaba mucho tiempo muerto, pero en su centro se encontraba el origen del humo negro.

—Hay millones de ellos —dijo Killian, situado a la derecha de Bergen.

—Cien mil a lo sumo —dijo Rennkamp.

—De cualquier modo —dijo Killian— todavía estamos muy superados numéricamente.

Bergen no podía decidir lo que estaba viendo. O bien era el equivalente orko de una ciudad, o se trataba simplemente de la mayor colección de chatarra que había visto nunca. Finalmente, se decidió que eran ambos, y en partes iguales. Montones de placas de metal oxidándose y vigas retorcidas amontonadas, el elemento más destacado de la escena que tenía delante. Eran los vehículos Aquí y allá, en ruinas.

Los observo mejor, algunos eran reconocibles como los restos arrugados de chimera y tanques Leman Russ, otros no tan conocidos.

Restos de la Guerra de Golgotha, pensó Bergen. Durante treinta y ocho años habían rescatado el antiguo campo de batalla y lo amontonaron todo aquí. ¿Era éste el lugar donde Thraka había construido sus maquinas de guerra para el asalto a Armageddon? ¿Estaría La Fortaleza de la Arrogancia entre toda esa chatarra?

Apenas se atrevía a esperar que estuviera aquí. Todos estaban buscando a través de los cristales de los magnoculares, luchando por encontrar cualquier cosa, incluso algo que fuera parecido al perfil del famoso Baneblade.

Pero no habían visto nada que se le pareciera.

Tal vez se lo llevaron fuera del planeta, pensó. Y estamos aquí buscándolo desesperadamente en Golgotha para poderlo repararlo y envíarlo al Armagedón, y los malditos orkos, probablemente lo habrían reparado a su forma, y enviado a Armageddon.

Concentro su atención en un par de enormes estructuras cilíndricas en el extremo sur de la base orka.

Parecía ser algún tipo de fundición. Estaban recubiertas de tubos y válvulas, y estaban emitiendo mucho humo en el aire.

De vez en cuando, grandes columnas de fuego surgían de una serie de chimeneas, tambaleantes y delgadas. Vio cientos de figuras bestiales trasladando chatarra a través de las enormes puertas. Había talleres adjuntos donde se podía ver el resplandor blanco de sopletes de promethium. Una lluvia de chispas naranjas acompañaban los fuertes sonidos metálicos.

En el centro de la base, rodeado por las montañas de chatarra, había cientos de chozas y hangares, todos hechos de acero y dispuestos sin ningún orden en particular, que Bergen pudiera discernir.

Como era de esperar, hasta la última superficie estaba pintada de color rojo y decorada con glifos, la gran mayoría de los cuales parecían ser calaveras o rostros orkos.

Había torres colocadas en todo el perímetro, también, marcos inestables de hierro y acero que eran tan altas como cualquiera de los montones de chatarra. Encima de cada una de ellas, Bergen vio puestos de observación con pivote de armas pesadas. Y estaban siendo atendidos por los miembros más pequeño, y más delgados de la casta de esclavos pieles verdes. Todos los guardias imperiales los conocían como gretchins, relativamente débiles de cerca, pero eran más capaces de matarte con un arma, como sus parientes más grandes.

—¿En el nombre de Terra que es eso? —preguntó el coronel Graves—. Allí, en el lado norte. ¿Eso es una jaula?

Bergen dirigió su atención hacía donde les indicaba Deviers, y vio la estructura de la que les estaba hablando. Ciertamente parecía una jaula, pero tenía más de cincuenta metros de altura. No tenía ni idea, para que se había construido una jaula tan enorme, sus barrotes eran más gruesa que una viga de acero medio. No había señales de vida en el interior, pero la visión de grandes pilas de estiércol de color marrón rojizo. Le hizo creer que había sido construida para una criatura enorme. Si tenían suerte, la jaula vacía significaba que la criatura habría muerto. Quizá tuvieran la mala suerte, de que estuviera de patrulla en alguna parte, quizá en el borde opuesto del cráter.

Vio docenas de formás más pequeñas alrededor de la jaula, llena de las criaturas ovoides, que conocía por el nombre de garrapatos, que eran la principal fuente de comida de los orcos. Hacía poco más de una década en Phaegos II, que Bergen había sido testigo de cómo esos seres eran lanzados en medio de un regimiento de infantería de Mordía, por medio de una extraña primitiva catapulta. Era una de las tácticas más extrañas que había visto usar pieles verdes. Extraña, pero efectiva. El resultado del aterrizaje de estas agresivas criaturas justo en el medio de tropas en formación cerrada, creaban pánico absoluto cuando los garrapatos atacaban a lo que tenían más cerca con sus enormes dientes. Sus tanques, acudieron en apoyo de la Mordianos, y habían destruido las catapultas, pero no antes de que habían muerto un buen número de hombres.

—Todos están armados —dijo el capitán Immrich—. Y tienen muchos vehículos ligeros, también. Van a darla a su infantería algo más de los qué preocuparse, coronel.

Graves gruñó algo a modo de respuesta. Bergen no entendió el comentario.

Immrich estaba a pocos metros a la izquierda de Bergen. Parecía estar bien en su nueva posición como líder del 81.º regimiento acorazado, pero Bergen estaba un poco aturdido por el cambio físico de Immrich. Parecía menos robusto de lo que Bergen podía recordar. Por otra parte, casi todos parecían haber cambiado. Bergen había evitado mirarse en un espejo recientemente. El color rojizo de su piel era la suficiente advertencia de que el Golgotha les estaba cobrando un terrible peaje.

Como Immrich había señalado, vehículos orkos estaban por todas partes. Motocicletas y buggies rugían por todas partes como si sus conductores estaban involucrados en algún tipo de juego. Se abucheaban y gritaban, y sus pasajeros arremetían con martillos y cuchillas cada vez que se acercaban a pocos metros de otro vehiculo. Bergen vio un orko decapitado de ese modo. Los otros aullaban de risa cuando el cuerpo sin vida cayó de la parte trasera del buguie que había estado montando. Segundos más tarde, un trío de motocicletas pasaron directamente por encima del cadáver.

—Locos salvajes —pensó Bergen, pero su rechazo no era por la aprehensión se sentía, por la falta de respeto por sus caído, sino por las carcajadas que soltaban desde las filas desorganizadas de pieles verdes.

Detrás de ellos, había literalmente cientos de tanques, vehículos blindados, transportes pesados, piezas de artillería, dreadnoughts y más. Que parecían tener más probabilidades de desintegrarse, que soportar cualquier tipo de combate, pero Bergen no se dejó engañar. La maquinaria Orka podía ser aparentemente eficaz. Cualquiera que fuera el Señor de la Guerra, que gobernara este lugar, sin duda estaba bien equipado.

—He visto suficiente —dijo una voz aguda, y cortante.

Bergen oyó a alguien moverse por su izquierda y bajó magnoculars. El general Deviers se movía hacía atrás por la pendiente. Cuando estaba por debajo de la colina, se puso de pie y se sacudió el polvo.

—Los exploradores dicen que no hay otro camino a seguir —dijo, dirigiéndose a todos a la vez—. Tendremos que acabar con todos, si queremos comenzar a buscar entre las montañas de chatarra a La Fortaleza de Arrogancia.

Otros oficiales habían comenzado arrastrarse hacía atrás por la pendiente. Muchos de ellos contenían sus palabras. A juzgar por la mirada en el rostro del coronel von Holden estaba casi a punto de explotar, pero Pruscht, que siempre le había parecido como un pragmático y sensato oficial, se le adelantó.

—No puedes estar hablando en serio, señor —dijo entre dientes—. En el nombre de Terra, piense en la aplastante superioridad numérica. Habrá una masacre y vamos a estar en el lado equivocado de la misma.

Deviers miró a su alrededor, con los ojos repentinamente duros, y Bergen tuvo la clara impresión de que estaba buscando a un comisario. Afortunadamente, se habían quedado con los soldados, mientras que los altos oficiales subían a observar.

—Será una masacre —espetó el general—. Una matanza de orcos. La Fortaleza de la Arrogancia debe estar allí. Cualquier cobarde que se interponga en mi camino glorioso será ejecutado.

Envalentonado por las miradas consternadas de los otros, el coronel Meyers de del 303.º sumó su voz a la protesta.

—Pero no hay evidencia de que…

El chasquido de una pistola bólter cortó su frase. Su cráneo estalló, pulverizando a los coroneles Brismund y von Holden con una fina lluvia de sangre.

—En el nombre de Terra —exclamó el coronel Marrenburg, repentinamente pálido.

—Ese hombre era un oficial de alto rango —exclamó el general Killian.

—Señor —susurró el general Rennkamp—. ​—¿Está tratando de hacer que nos maten? Si los orkos se dan cuenta del disparo…

La voz Deviers era completamente normal. Echó un vistazo a cada uno de los hombres que tenía delante.

—¿Alguien más desea ser ejecutado como un cobarde y un traidor? Si es así, de un paso adelante.

Nadie se movió.

—Nuestra misión tiene un solo objetivo —continuó—. Todo lo demás es irrelevante. Vivamos o muramos, nos aseguraremos de que La Fortaleza de la Arrogancia se recuperada de los orcos y entregada al Adeptus Mechanicus. Y Yarrick tendrá su tanque de vuelta, y la expedición será para siempre recordada en los orgullosos anales de la Guardia Imperial. Como acaba de presenciar, voy a matar a cualquier hombre que se interpongo en mi camino, porque es un enemigo del Emperador y no verdadero hijo de Cadia.

Esas últimas palabras sacudieron a los oficiales como un látigo. Bergen vio a von Holden físicamente afirmándose en contra de su ejecución, sin embargo, de una manera muy diferente.

Cuando terminó su declaración, el general se puso notablemente más alto y orgulloso, con el pecho expandiéndose hasta Bergen pensó que los botones de su uniforme, podrían salirse.

El viejo bastardo realmente había perdido la cabeza.

Los otros oficiales estaban como congelados. Nadie más se atrevió a hablar. Nadie, a excepción de la figura, con capucha que se acercaba desde la parte inferior de la pendiente, con su túnica ondeando tan roja como las rocas de que pisaba.

Rojo como la sangre, pensó Bergen, entrecerrando los ojos.

La voz átona de Sennesdiar parecía hacer eco de las laderas cerca como él dijo.

—Un gran discurso general. Y creo que pronto se cumplirá su destino. Mis adeptos han vuelto a consultar con los espíritus de nuestros auspex. Tenemos todas las razones para creer que el tanque que busca se encuentra en la base orka. Ha llegado el momento que obtenga su lugar en la historia, y el Adeptus Mechanicus está dispuesto a ofrecerle se apoyo.

Con sus esperanzas confirmadas, una amplia sonrisa se dibujó en el rostro del general, formando arrugas en la piel alrededor de sus ojos. Bergen, sin embargo, vio con toda claridad que el viejo estúpido estaba siendo manipulado. Su desesperación, su necesidad de dejar alguna huella en el Imperio, era un peón manejado por fuerzas mayores.

Tal vez no fuera del todo culpa suya. Había sido grande una vez, antes de que el desastre que tuvo en Palmeros lo desquiciara. La mayoría de los hombres, los hombres de la aristocracia, en particular, querían dejar algo atrás, aunque principalmente eso se lograba por la continuación de su línea de sangre. Deviers le habían sido negado el camino a la inmortalidad, por lo que tenía que encontrar otra camino.

El poeta Michelos había dicho algo acerca de los tontos que escribían la historia con la sangre de sus hombres, pero Bergen no podía recordar las palabras exactas.

De repente, Sennesdiar volvió su cabeza hacía el sur. Algo le había llamado la atención.

—Hay que pasar de una vez —dijo—. Prepare rápidamente los vehículos. Tenemos que darnos prisa.

Aunque su vocalizador no podía transmitir un sentido de urgencia a través de su tono, sus palabras fueron suficientes.

Todo el mundo se volvió hacía la misma dirección.

—¿Qué ha visto? —exigió Rennkamp, ​​pero el tecnosacerdote no tenía necesitad de responder. Los oficiales pudieron oír por sí mismos ahora, el rugido de un motor cada vez más fuerte, hasta que fue casi ensordecedor.

—Por encima de nosotros —gritó el coronel von Holden sobre el ruido.

Bergen levantó la vista justo a tiempo para ver una enorme avión de combate, ha unas decenas de metros por encima de la línea de cresta. Estaba pintado de rojo, con una la mandíbula de un tiburón alrededor de la entrada de aire en la parte delantera. Tenia bombas y cohetes fijados bajo sus alas. Por un instante muy breve, Bergen pareció ver la cara lasciva del piloto, un horrible orko con una babeante mandíbula, llena de colmillos.

—¡Corred! —gritó Deviers, y todo el mundo empezó a correr deslizándose por la parte inferior de la pendiente, creando un torrente de rocas y polvo.

El piloto debía de haber comunicado su presencia con algún tipo de dispositivo de comunicado, ya que inmediatamente, pudieron oír el estruendo de los tambores de guerra orkos.

La posibilidad de planificar adecuadamente un asalto se había ido. La ventaja de la sorpresa se había perdido. Las bestias ya se estaban derramando a su encuentro.

Era el momento de matar o morir.