VEINTISÉIS

VEINTISÉIS

La columna de cadianos se movía lentamente y con cuidado a través de la oscuridad, guiados por los sentinels con sus reflectores montados. Descubrieron una gran cantidad de túneles secundarios en sus exploraciones, pasillos más pequeños que se bifurcaba del amplio túnel que estaban siguiendo. Cada uno de elles, se le hizo una rápida inspección, pero se dirigían en innumerables direcciones, y eran demasiado pequeños para que pasaron los tanques. Con tan pocas opciones, la fuerza expedicionaria se vio comprometida a un único camino que les llevaba hacía abajo, adentrándose cada vez más en la oscuridad.

Deviers media el paso del tiempo con el antiguo cronometro de bolsillo de su abuelo, que le había dejado hacía más de ochenta años antes. Era una pieza exquisita de artesanía de Agripinaan, con incrustaciones de esmeraldas y diamantes blancos, acabado en platino y decorado con una cara filigrana de oro más delicada. Había estado con él desde su inicio en la guardia imperial. Tenerlo en la mano siempre le trajo sentimientos de paz y comodidad. Había estado cogiéndolo con mayor frecuencia desde su llegada en este maldito planeta.

—Esos malditos adeptos del dios maquina. Pensaban que no sabía lo que estaba pasando. ¿Pensaban que le podían engañar con facilidad? Que el espacio disforme se los llevara a todos. Deviers, era el salvador de Tesalia IX, Protector de Chedon Secundus, condecorado con la Estrella de Hierro por su abrumadora victoria en Rystok, galardonado con el cráneo Platinum de primera clase de liderazgo ejemplar en Dionisos. Y aun estaban sus victorias en Modessa Prime, Phaegos II, y una serie de otros echos gloriosos. La edad no le había podrido el cerebro. Sabía muy bien que tenían una agenda. Sabía que le guiaban por el camino que mejor se adapta a sus propósitos, pero ¿qué podía hacer? Los necesitaba para que le ayudaran a encontrar el tanque de Yarrick.

Su Dios-máquina no hablaba a los hombres normales, incluso a hombres tan dignos como él.

Sabia que sus oficiales habían perdido la confianza en él. Eso era evidente. Incluso Gerard Bergen parecía dispuesto a cuestionarlo. Eso molestaba a Deviers de una forma especialmente intensa. Antes del fracaso de Palmeros, había comenzado a considerar el guapo oficial, como una especie de protegido.

Bueno, todos verían el error, que habían cometido al final de la misión. Esto aun no ha terminado. La Fortaleza de la Arrogancia estaba todavía ahí, en alguna parte. No podía estar lejos. Los Orkos la habían trasladado, y era su trabajo para recuperarla. El Imperio dependía de él. Si el Mechanicus había iniciado este expedición o no, eso no importaba, ahora era una operación Munitorum, y él estaba al mando. Nadie dejaría este maldito mundo hasta que tuviera su premio. Todavía estaba todo por decidir. Su lugar en los libros de historia seguía a su alcance. Se uniría a la lista de héroes del imperio, junto Yarrick, Macaroth y Harazahn. Y será recordado por siempre como uno de los grandes hombres de su época.

Se miró las manos donde tenia el cronómetro. Todavía había mucho tiempo para eso.

—¿Cafeína, señor? —preguntó Gruber desde el otro lado del habitáculo del chimera—. Esta caliente.

—No, gracias, Gruber. Más tarde.

Gruber miró el cronómetro en la mano del general y dejó escapar una carcajada.

—Aun no es la hora, señor. Lo entiendo.

Deviers sonrió débilmente. No había tenido intención de reírle la broma en absoluto, pero está bien. Que su ayudante pensara que se reía de su broma, le hacía parecer fuerte a los ojos de los otros. Que pensasen que no se había inmutado por los sucesos frustrantes de la expedición había sufrido.

—¿Con que nuevos obstáculo van a probarme en el futuro?

Estaba a punto de averiguarlo.

—Alguien quiere hablar con usted, señor —dijo Gruber, indicándole una luz verde que parpadea en el comunicador.

Aunque Deviers estuvo más cerca del dispositivo, dejó que Gruber atendiera la llamada. Era el trabajo del Gruber, y no quería hacer creer a los demás oficiales que le acompañaban, que se podía molestar a su general directamente con cada pequeño detalle.

Con aire de ausente, Deviers medio escucho como Gruber hablaba por el comunicador. A continuación, su ayudante se volvió y dijo:

—Es el coronel Marrenburg, señor. Dice que sus exploradores han encontrado al final del túnel.

Deviers sintió que su pulso se aceleraba.

—Voy a hablar con él —dijo cogiendo el comunicador de Gruber, quien de inmediato volvió a su asiento, con su frasco de cafeína caliente.

—El general Deviers al habla. Adelante, coronel.

—Sí, señor —dijo Marrenburg—. Acababan de confirmarme, que trescientos metros más adelante, que el túnel principal. Se endereza, también me han dicho que termina unos doscientos metros después.

—Ya veo, coronel. ¿Y donde termina el túnel?

—Bueno, señor, no estoy seguro de cómo decirlo.

—No vamos a jugar a las adivinanzas, hombre. No tengo la paciencia.

La voz de Marrenburg de pronto fue un poco brusca mientras respondía.

—Mis disculpas, general. Por lo que he entendido, acaba en una especie de ciudad, señor. Una ciudad subterránea.

Por supuesto pensó Deviers sarcásticamente. Vamos a ver cómo los tecnosacerdotes nos explican esto.

Cuando el chimera de Bergen, el Orgullo de Caedus, salió del final del túnel y entró en el gran espacio abierto debajo de la montaña, la mitad de los vehículos de la expedición ya estaban allí, los soldados tenían la boca abierta, mirando con los ojos muy abiertos a lo que tenían delante de ellos. La otra mitad se seguía saliendo del túnel principal. La retaguardia entraría dentro de una hora.

Bergen estaba en su cúpula, girando la cabeza de izquierda a derecha, observadlo todo. El aire a su alrededor estaba lleno de gases de escape, pero eran menos denso de lo que habían sido dentro del túnel, había más espacio para que se disipen. La presión del aire había cambiado. Podía sentirlo en su piel. Estaban más fresco, también.

Con los vehículos repitiéndose en un perímetro cada vez más amplio, había un montón de luz, aunque no era suficiente para iluminar el techo de la caverna o las lejanas paredes. Bergen todavía no podía estimar el tamaño de la cueva. Por lo que podía ver, no obstante, estaba boquiabierto.

Una ciudad de metal oscuro extendió desde la boca del túnel en la oscuridad de más allá. Era una ciudad muerta, una ciudad sin movimiento o sonido y sin energía por sí misma, pero era una ciudad no obstante.

—Así que esto es Dar Laq —murmuró Bergen para sí mismo.

Los edificios enmarcados en los faros de los vehículos cadianos brillaron hacía él. Cada edificio, cada esquina, cada pared, resplandecía de un brillante, metal iridiscente del tipo que Bergen no había visto nunca antes. A medida que sus ojos se movían de una estructura a otra, los colores parecían cambiar como el sol en la superficie de una piscina aceitoso. Era hermoso a su manera, le recordaba de una concha que una vez había encontrado en las costas del suroeste del Mar Caducades. Había sido prácticamente un niño en ese entonces. Ese recuerdo lo había perdido en los recovecos de su memoria hasta este mismo momento. De repente era tan agudo como un pictograma de alta resolución.

Los soldados se derraman fuera de los camiones y transportes pesados alrededor de su chimera. Y las columnas de sus linternas, cortaban la oscuridad como espadas, con sus sargentos llevándolos por callejones y avenidas, levantando pequeñas nubes de polvo con su paso.

—¡Quitad los dispositivos de seguridad de las armas! —oyó a un sargento que pasaba a su lado a pocos metros del Orgullo de Caedus—. Si hay algún xenos sangriento, tenemos que estar preparado.

Bergen dudaba que el sargento encontrara algún xenos con vida aquí abajo. Este lugar estaba tan muerto como el desierto, en el que habían estado viajando para llegar hasta aquí. Podía sentirlo. Más aún, de hecho había más vida en el desierto, si sabías a dónde mirar. Este lugar tenía todo el ambiente de un mausoleo.

Eso fue cambiando incluso mientras observaba. Solo el Trono sabía cuántos miles de años de total silencio y quietud, pero poco a poco Dar Laq se fue llenando de bullicio y el ruido. Parecía casi un sacrilegio. Bergen observó a los soldados marchar hasta que se perdieron detrás de las filas de bloques de estructuras alienígenas.

Cada uno de los edificios, que miraba, le planteaba las mismas preguntas en su mente. ¿Dónde estaban las puertas? ¿Dónde estaban las ventanas? No parecía haber ningún punto de acceso obvio.

El general Deviers tenía preguntas, también. Bergen le había oído gritar por el comunicador, hacía poco, unos potentes reflectores fueron encendidos a la vez, alcanzando el techo y las lejanas paredes, con sus columnas brillantes. Por primera vez, Bergen vio enormes torres de pie sobre los demás estructuras. Miró con asombro la más cercana, a unos trescientos metros de distancia. En su mente le recordaba las famosas torres de Cadia que protegían a su planeta de las tormentas de disformidad que salían del Ojo del Terror. Como un oficial cadete, que había visitado una vez la base de una de los Torres de Cadia, un raro privilegio prohibido en gran parte a los de las filas suboficiales. Recordó el aura de poder que había sentido en torno a ese monolito inexplicable. Se había imaginado el momento en que algún tipo de fuerza viva residía allí, algo de increíble energía y potencia.

Las torres de Cadia y las torres de Dar Laq eran ciertamente antiguas y misteriosa, pero éstas no emanaban en ningún sentido poder, solo la presencia de una aura de muerte y la decadencia, y de un esplendor perdido para siempre en los milenios.

Las torres parecían estar construida del mismo metal nacarado como las estructuras inferiores, pero no terminaban las similitudes. Parecían sugerir que habían sido concebidas con un sentido de lo artístico, al menos tanto como el funcional. Algunos de ellas estaban rotas, las capas exteriores estaban oxidadas, con aperturas. Revelando maquinaria como de relojes. Grandes engranajes negros inmóviles, congelados por el resplandor de los reflectores, mostrando los dientes a los intrusos humanos. Una curiosidad natural que Bergen le mantuvo vomitando preguntas en su mente y que le llevó un poco de esfuerzo para sofocarla. ¿Qué hechos de la ciencia o de las maravillas hechicería podrían los creadores de Dar, podrían habernos enseñado? Era peligroso hacerse estas preguntas, más peligroso aún que buscar activamente tal conocimiento. La herejía acechaba en los límites de tan solo pensarlo. Era natural, también, sin embargo. Era parte de la condición humana para deleitarse en el descubrimiento, a pesar de las advertencias del Credo Imperial.

Los tecnosacerdotes eran más culpables. Bergen imaginó que estarían preparando a sus esclavos y servidores para salir y buscar respuestas. Debían de haber planeado todo esto desde el principio. ¿Habían venido con la intención de ayudar a encontrar La Fortaleza de la Arrogancia? ¿O su verdadero interés en Golgotha empezaba y termina con Dar Laq?

Observó a los discos blancos lanzados por los reflectores mientras subían hacía la pared del fondo y su mandíbula se abrió. Podía calcular las proporciones de la caverna ahora, y era enorme, fácilmente cincuenta y ocho kilómetros de ancho en su parte más ancha, y un kilómetro de altura, donde las paredes de la caverna se curvaban hacía el interior para encontrarse en un solo punto. Cada centímetro de las paredes había sido trabajado por manos extrañas. Había huecos dentro de las paredes, pasillos, galerías de pilares exquisitamente labrados de metal y mucho más, todo con la misma estética de los edificios a nivel del suelo. ¿Cuánta gente podría haber vivido aquí? ¿Cómo habían construido un lugar así? ¿Por qué habían elegido vivir aquí dentro de la montaña, evitando la luz y el cielo?

A medida que los focos se centraban en el techo de la cámara, Bergen se quedó boquiabierto. Por encima de él colgado del techo, por lo menos había una veintena de estructuras negras vinculadas entre ellas con pórticos metálicos y plataformas. Parecían flotar en el aire.

—No puede ser —se dijo a si mismo.

Se dejó caer hacía el compartimiento de tropas de su quimera y sacó sus magnocularess de la caja donde los guardaba.

Regreso a la torreta, y se sentó en la escotilla, acercó los magnoculares a los ojos y miró de nuevo. Fue entonces cuando las vio, cuando se dio cuenta que realmente estaban flotando, ya que no estaban sujetas por el techo.

—Qué el Emperador nos proteja —murmuró—. ¿Qué demonios está pasando aquí?

Una repentina ráfaga de estática, por el microcomunicador de su oreja, casi le hizo soltar los magnoculares.

Y oyó un voz familiar de Deviers.

—Bergen. Voy a organizar una reunión con mis oficiales superiores. Nos vemos en la parte trasera de mi chimera en tres minutos. Voy a pedirles a los tecnosacerdotes que nos den respuestas a todo esto. Es hora de que tengamos algunas malditas respuestas.

—Yo diría que está en su derecho, señor —dijo Bergen, pensando que tenía algunas preguntas propias.

A Wulfe no le gustaba éste maldito lugar, y parecía que a su tripulación tampoco. Los tanques no deberían estar bajo tierra. No estaba bien. No era natural. ¿Y si hubiera un derrumbe o algo así? Como es lógico no era claustrofóbico. Ningún tanquista duraría mucho tiempo con esta afección en particular. Algo de este lugar hacía que su cicatriz le picara.

Este lugar no había sido construido por manos humanas, sino por xenos pensó. En ningún lugar se está a salvo de ellos.

Las cosas podrían haber sido peores. El Emperador protegió todos los soldados de infantería, que recorrían los oscuros callejones, en busca de signos de la ocupación de xenos, casi todos habían regresado ya, sin encontrar nada, y se habían intercambiado por los sentinels, y los pilotos de las hornet, que se fueron alejando cada vez más lejos para explorar la ciudad, en busca de posibles amenazas, pero sentarse y esperar. No fue muy divertido.

Él y su dotación, como la mayoría de los otros vehículos, había salido a estirar las piernas después del largo trayecto por la montaña y el siguiente trayecto hacía abajo a través del túnel. Wulfe todavía se sentía rígido, pero trató en recuperarse después de estirar un rato las piernas. Metzger estaba bebiendo agua de uno de los bidones, mientras que Judías y Siegler se encontraban por la parte delantera del tanque de especulando acerca de lo que estaban viendo.

Wulfe escuchó pasos detrás de él.

—Estirar las piernas te esta haciendo bien, Oskar —preguntó el teniente Van Droi, deteniéndose justo frente a él.

Quizás era sólo la calidad de la luz, pero Wulfe pensó que el teniente tenia un aspecto horrible. Nunca lo había visto así antes, por lo demacrado y con el rostro teñido de rojo. Su preocupación debería haberse reflejado en su rostro, porque van Droi de repente se erguió y le miro directamente a los ojos y dijo:

—Usted no aparenta mejor aspecto que yo.

Wulfe hizo una mueca.

—Estoy seguro de ello, teniente. Lo siento…

Van Droi acepto la disculpa sin decir nada.

Wulfe hizo gesto en torno a los edificios metálicos extraños. No le gustaban los ángulos, las proporciones, las líneas. No se parecían a ningún edificio imperial que hubiera visto nunca.

—¿Qué diablos está pasando, señor? —le preguntó—. No nos dijeron nada acerca de ciudades subterráneas y razas alienígenas, exceptuando a los orkos, claro está.

Van Droi asintió.

—A mi no me dijeron nada de esto tampoco. Para ser honesto, Oskar, no creo que el general lo supiera también. El general Deviers se puso furioso cuando la Fortaleza de La arrogancia no estaba donde debería haber estado.

—¿Se supone que está en alguna parte de la ciudad? ¿O estamos simplemente improvisando?

Van Droi frunció el ceño.

—De acuerdo con las tecnosacerdotes, con su ritual en el valle entraron en comunión con el dios-maquina. Afirmaron esta ruta nos llevará directamente al tanque de Yarrick. Y el general les creyó. Quiere seguir adelante con la misión, a pesar de las circunstancias.

—¿Alguna vez has conocido a un general que no hiciera los mismo?

Van Droi sonrió.

—No que yo recuerde, no.

Cuando Wulfe volvió a hablar, lo hizo repentinamente serio.

—Escuche, señor. Tengo que preguntarte algo. Yo espero que no se ofenda. Tengo malos presentimientos como en Palmeros.

Van Droi le miró inmediatamente incómodo, pero le dijo:

—Vamos.

—Estábamos hablando sobre ello en el comedor de oficiales de nuevo en Balkaria. ¿Se acuerda, señor? El día que en que perdimos a Strieber y Kohl.

—En el Cañón —dijo Van Droi, sin poder mirar a Wulfe—. La Zanja de Lugo.

—Correcto —dijo Wulfe—. Bueno, señor, las cosas que sucedieron allí… Me temo que omití cosas de mi informe, señor. No estoy seguro de si…

—No tenemos que hacer esto, Oskar —le interrumpió van Droi—. Nunca te he preguntado sobre qué es lo que exactamente pasó. Si en el informe omitiste ciertas cosas, fue por tu bien. He visto demasiadas cosas en mi vida, déjame decirte, que hay cosas que es mejor ocultar a los oficiales superiores.

Wulfe sabía que Van Droi le estaba ofreciendo deliberadamente una buena salida del tema, pero él ya se había comprometido.

—Vi el fantasma de Dolphus Borscht en la Zanja de Lugo, señor. Lo vi de pie en la carretera tan real como le estoy viendo en este momento. Me dijo que abandonara el tanque. Y si no le hubiera escuchado, mi equipo y yo estaríamos muerto ahora mismo.

Por último, se había sincerado. Las palabras se quedaron flotando en el aire como los propios fantasmas, flotando entre los dos hombres.

—Maldita sea —siseó van Droi—. No vuelvas a decir eso en voz alta. ¿Acasos deseas que otras personas te escuchen?

—¿Lo sabía usted, señor? —preguntó Wulfe.

—Por supuesto, que lo sabía, Oskar. No soy un idiota total. No fue difícil atar todas las piezas. Pero por el amor al Trono, tienes que guardártelo para ti. Si el comisario se entera…

—Alguien tendría que decírselo primero, señor. Alguien como el cabo Lenck cabo, tal vez.

—Lenck —preguntó van Droi—. ¿Estás diciendo que lo sabe?

—No puedo estar seguro —dijo Wulfe—. Algo que me dijo la última vez que chocamos.

Van Droi pareció herido por una fracción de segundo, pero se recuperó bien.

—Yo no se lo he contado a nadie, sargento, si eso es lo que estás pensando.

Wulfe negó con la cabeza.

—No estaba pensando en eso, señor. En realidad no. Pero yo tenía que preguntar.

—Escucha, Oskar, Lenck podría ser un problema menor si no hubieras empezado una especie de maldita vendetta contra él, en el mismo momento en que se unió al regimiento. Si usted tiene algo en contra, no te lo guardes para ti mismo. Si no lo haces, tienes que aceptar que él es un Gunhead ahora. Nos mantenemos unidos. Es la única forma de que alguno de nosotros vaya a salir de esto con vida. Por el amor del Trono, hombre, si te salvó la vida.

—El deber, señor —dijo Wulfe—. Yo habría hecho lo mismo en esas circunstancias.

—Eso no cambia los hechos, Oskar. Lenck ha demostrado que es digno de estar entre nosotros. Puede ser un poco artero, pero ha hecho un buen trabajo con ese maldito tanque suyo, y que gestiona una dotación difícil. Por el bien de la misión, va a dejar sus diferencias personales a un lado y actuar como un soldado.

Wulfe gruñó para sus adentros, pero finalmente respondió:

—Lo intentaré, señor.

Van Droi parecía satisfecho. Se enderezó la chaqueta y dijo:

—Si hay algo más…

—Nada más, señor —dijo Wulfe.

—Será mejor que me vaya —dijo van Droi—. El General Deviers quiere celebrar un consejo de guerra, y yo espero que Immrich tenga nuevas órdenes para el regimiento, cuando termine. Descansa un poco mientras puedas, Oskar. Y come algunas raciones, mientras estás en ello. No puedo decirte cuándo nos vamos a ir de este maldito lugar, pero por el trono espero que no marchemos pronto.

—Sí, señor —dijo Wulfe. Realizando un saludo y recibió otro a cambio antes de que van Droi se volviera y se marchara hacía una columna de quimeras estacionados.

A Van Droi también le faltaba un buen descanso pensó Wulfe con verdadera preocupación. Realmente Parecía que los necesitaba.

El general Deviers había ordenado un perímetro alrededor de su quimera. No quería que otros oficiales de menor rango, o simples soldados, se acercaran demasiado a la reunión que había convocado. Los Kasrkin del 98.º regimiento del coronel Stromm se colocaron en un amplio círculo, con sus rifles inferno en mano, con la orden que mantener a todos por debajo del rango de teniente fuera del perímetro. Daviers había elegido a los Kasrkin. Por que sabía que podía confiar en ellos.

Bergen se quedó con Killian y Rennkamp al frente de una pequeña multitud en su mayoría compuesta por oficiales del regimiento y de compañía del nivel de coadyuvantes o funcionarios ejecutivos y, en la parte frontal, situados algo separado de los demás, los tres altos representantes del Adeptus Mechanicus.

Deviers estaba sentado encima de la parte posterior de un chimera para que todos los oficiales lo podían ver. Miró a Bergen, como un buitre en una rama mirando ferozmente hacía abajo, hacía las tres tecnosacerdotes, quienes le observan impasible, con los ojos sin párpados mecánicos. Si el general había pensado que estando en una posición más elevada, le robaría a Sennesdiar parte de su presencia dominante, o le obligaría a reconocer su lugar como un mero accesorio del verdadero líder de la expedición, le había salido mal. La descomunal figura con la túnica roja de los sacerdotes del dios-maquina todavía proyectaba su aura poderosa.

—¿Cómo respondes a esto? —exigió Deviers al tecnosacerdote—. Has conspirado para llevar a la fuerza expedición aquí por motivos ajenos al objetivo de la misión principal.

Como una sola persona, la multitud de oficiales se adelantó un poco ansiosos por escuchar la respuesta, los tecnosacerdote.

—La acusación es falsa, general —replicó el tecnosacerdote—. Falsa, pero comprensible. Su visión esta nublada por la frustración y, quizás, por la pérdida de tantos hombres. El Adeptus Mechanicus no se va ha ofender por su acusación. Le hemos guiado a la última posición reportada de La Fortaleza de la Arrogancia. No estaba allí. Nos pidió que le ayudáramos a encontrar su nueva ubicación. Y lo estamos haciendo. Que nuestro camino nos llevara al descubrimiento de Dar Laq es una coincidencia, nada más.

—¿Y espera que nos lo creamos? —preguntó Deviers.

—Nos unimos al 18.º Grupo de Ejército para proporcionarle ayuda. No hemos hecho otra cosa. La Fortaleza de la Arrogancia es una máquina santificada. Estaba hecha por nosotros. Su espíritu-máquina es venerado por nosotros. Queremos su recuperación tanto como usted, pero con una pequeña diferencia. Nosotros los del Adeptus Mechanicus no buscan ningún tipo de gloria en la recuperación del tanque, como ustedes, hombres de la guardia Imperial.

Deviers parecía estaba a punto de hacerse personalmente el ofendido por este comentario cuando Rennkamp dio un paso adelante y se dirigió a los tecnosacerdotes.

—¿Entonces no se opondría a que abandonemos Laq Dar inmediatamente, ya que una investigación de este lugar es irrelevante para nuestra misión?

Los tecnosacerdotes se volvieron y se fijaron sus ojos mecánicos en Rennkamp, ​​que de repente pareció mucho menos seguro que cuando había hablado.

—Sería muy lamentable que salir Dar Laq sin tener la oportunidad de realizar un estudio de sus misterios, general. Hay campos de gravedad que afectan a la parte superior de la cámara, aunque los generadores gravitacionales no pueden ser detectados. No es el metal todo lo que nos rodea. Se trata de una composición hasta ahora desconocida para el Imperio. Su valor potencial apenas puede ser estimado en este momento. Estos son sólo los ejemplos más evidentes de lo que Dar Laq nos puede ofrecer. Su existencia se rumoreaba desde hace miles de años. ¿No podríamos investigar, mientras que las tropas se recuperan del duro camino, y se reparan los vehículos para la siguiente fase de su despliegue?

—Esta no es una misión de investigación, sacerdote —dijo el general Deviers bruscamente—. Nuestras raciones de comida son bajas. Nuestro combustible es limitado. Nuestras fuerzas, prefiero no hablar de ellos. El Adeptus Mechanicus puede volver en otra ocasión y cogerse todo el tiempo del mundo. Por ahora, los secretos de este lugar tendrán que ser sólo eso, secretos.

El general aparto los ojos del tecnosacerdote y busco entre en el grupo de oficiales, y encontró rápidamente la cara que estaba buscado.

—Ah, Marrenburg. Haga que sus exploradores encuentren una salida de esta ciudad ya.

El Coronel Marrenburg se puso al lado de Bergen, miró al general Deviers dijo:

—Mis exploradores han encontrado un túnel del tamaño exacto del que bajamos. Las corrientes de aire que sugieren que nos llevara de nuevo a la superficie en el lado opuesto de la cordillera Ishawar. Tengo una unidad de sentinels explorando el túnel en estos momentos, señor.

—Excelente, coronel. Manténgame informado.

Hubo un chirrido metálico repentino de uno de los adeptos del tecnosacerdote, que fue inmediatamente respondido por un chillido similar del tecnosacerdote. Sennesdiar dijo entonces a Deviers.

—General, mi adepto, Xephous, quiere dirigirse a usted. ¿Quiere oírle?

—Le escucho —respondió Deviers impaciente.

Con un traqueteo, y chillidos del Adepto Xephous dio un paso adelante, y, en un tono absolutamente monótono dijo:

—Con todo respeto, general, ¿no estamos permitiendo que nuestra desconfianza en las cosas que tengan que ver con los xenos, estamos acelerando nuestra salida de este lugar antes de tiempo? Nuestra retaguardia está protegida por el derrumbe del túnel detrás de nosotros. Los orkos no pueden, con toda probabilidad, seguirnos hasta aquí. ¿No podríamos aprovechar esta oportunidad para aprovechar para hacer un mantenimiento de nuestros vehículos, para atender a los heridos, y para recuperar fuerzas para las siguientes batallas que seguramente nos deben estar esperando en el otro lado de esta montaña?

La expresión del general le dijo que estaba de acuerdo con la validez de los comentarios del adepto. Bergen también vio el sentido de lo que el adepto Xephous le había dicho. Mirando a su alrededor hacía los otros oficiales, los vio asentir.

—Un argumento contundente —dijo Deviers por fin—. Por supuesto yo no nací ayer. ¿Usted sugiere esto para el beneficio de la operación, o para que usted y sus hermanos marcianos tengan algo de tiempo para llevar a cabo algún estudio limitado?

Xephous estaba a punto de responder cuando el tecnosacerdote Sennesdiar emitió una corta ráfaga de ruidos.

El adepto se inclinó y dio un paso atrás. Fue Sennesdiar quien habló en su lugar.

—Mi ayudante, ha hecho su comentario por las dos razones, general. Nuestros ingenieros se hará cargo del mantenimiento de los vehículos. Mientras mis ayudante y yo llevaremos a cabo las investigación que podamos, mientras que su medicae ejerce con sus funciones y sus soldados descansan un poco. Está claro que es, lo mejor para nuestros intereses no precipitarse en la salida de este lugar.

—¿Sabe lo que está por venir, sacerdote? —le preguntó Deviers con amargura—. Le dijo su ritual alguna pista sobre lo que no espera en el futuro.

—Sólo que La Fortaleza de la Arrogancia nos espera y no es ninguna gran hazaña de predicción poder decir que los orkos no renunciaran a ella fácilmente.

Bergen observo de cerca Deviers. Vio una mirada de determinación endurecida en su rostro. Los tecnosacerdotes habían elegido sus palabras bien, golpeando al general, donde era más débil, diciéndole que su premio todavía estaba a su alcance. Tal vez lo este, pensó Bergen. Pero todavía sostengo que las tecnosacerdotes nos llevaron aquí deliberadamente para sus propios fines.

Después de la reunión, con el resto de oficiales dispersándose para emitir nuevas órdenes a sus tropas, Bergen aparto a su ayudante, Katz, a un lado.

—No te había pedido que usaras tus talentos especiales hace bastante tiempo. Pero creo que ya es hora de que los pongas a prueba.

Katz sonrió.

—Quiere que siga a los tecnosacerdotes, ¿verdad, señor?

Bergen le dio unas palmaditas en el brazo superior de Katz.

—No dejes que te vean —dijo y se volvió a marcharse de nuevo hacía su chimera de mando.

Katz lo vio alejarse por un momento, y luego se volvió a tiempo de ver a los tres adeptos de dios-maquina vestidos de rojo ponerse en marcha por las oscuras sombras al borde, de los deflectores cadianos. Se movían hacía el norte a lo largo de la pared de la caverna con un propósito definido, dirigiéndose hacía la maraña estructuras xenos.

Katz corrió tras ellos, con ganas de emplear sus dones concedidos por el emperador después de tanto de tiempo.

—¿No dejes que me vean? —murmuró para sí mismo—. Nadie puede verme a menos que yo quiera.