ONCE

ONCE
El Coronel Stromm ordenó a su columna, que se detuviera completamente, ya que estaba siendo afectada por los márgenes de la llegada de la tormenta de polvo. Visibilidad estaba reducida a unos cincuenta metros. El aire alrededor de los vehículos Imperiales estaba siendo oscureciéndose por las ráfagas de arena y el viento aullaba, meciendo los vehículos en sus suspensión. El cielo había desaparecido de la vista. Por orden del coronel, los ansiosos hombres surgieron de las cabinas por escotillas y puertas con sus rostros enmascarados, con sus cuerpos cubiertos tanto como fuera posible contra el asalto de los duros granos de arena.
Sus voces no llegaban muy lejos. Las palabras eran amortiguadas por las máscaras y el ruido de la tormenta naciente.
—Daos prisa —se vio obligado a gritar Van Droi para hacerse oír—. Quiero a todos los tanques encadenados entre si antes de que empeore la tormenta. Vamos. Solo tenemos unos minutos.
Los Gunheads arrastraron las cadenas pesadas de acero de los contenedores de estiba en la parte posterior de cada tanque y fue muy duro adjuntarlas a las clavijas de remolque en la parte delantera y trasera de sus máquinas.
—Uno veinte metros entre cada tanque —gritó van Droi. En estos momentos deseaba tener un práctico megáfono. El microcomunicador que llevaba en la oreja solo le permitía comunicarse con sus comandantes de tanques, pero el resto de dotación no llevaba tal tecnología. Los hombres trabajaban rápidamente a pesar de la sed y la fatiga. Algunos luchaban contra el dolor y el malestar, alguno se doblaban por la tos, pero lucharon a pesar de ello, para hacer su trabajo. En los pocos minutos que tardaron en vincular todos los tanques juntos, la tormenta había llegado con increíblemente ferocidad. La visibilidad se redujo a diez metros. Van Droi apenas podía distinguir la silueta roja de los tanques más cercanos.
El viento era tan fuerte, que lo derribo, antes de que pudiera subir de nuevo a su torreta.
Cuando estuvo dentro de su tanque, se dejó caer en su asiento, y cerro la escotilla por encima de él.
—¿Estamos todos encadenados, muchachos? —dijo activando el intercomunicador.
—Más apretados que la hija de un gobernador, señor —dijo Waller. Waller había sido el cargador de van Droi hacía unos diez años, un hombre compacto, de rostro rubicundo, bueno en su trabajo, pero un diablo truculento cuando tenía un poco de bebida, a su disposición.
—En ese momento —dijo van Droi— esperemos que Stromm nos sobrepase, y a continuación tendremos un al día agradable.
Sentado fuera de la vista detrás de su equipo, se permitió un pequeño movimiento de cabeza. Esto es una locura, pensó. Si no fuera por los orkos que tenían a su la espalda…
—Van Droi al coronel Stromm —dijo por el comunicador—. ¿Puedes oírme, señor?
—No muy bien, van Droi —dijo Stromm—, pero sigua adelante.
La claridad de la transmisión era terrible. La tormenta de polvo había traído consigo una caída impactante en la calidad de comunicaciones de corto alcance.
Y las cosas se pondrían mucho peor, pensó van Droi, podríamos perder las comunicaciones al completo. Y seguramente seria así hasta que pasara completamente la tormenta.
—Mis tanques están juntos y listos. En espera de su orden para salir, señor.
—Espere un minuto, van Droi. Mis hombres están acabando de enganchase en estos momentos, No puedo creer lo mal que se está ahí fuera. Que el trono ayude a los pobres muchachos que están en los camiones. Espero que la lonas extra serán suficientes para protegerlos.
Van Droi hizo una mueca. Estaba demasiado preocupaba. No había sido posible sacar a todo el mundo de los camiones abiertos y los transportes pesados con cabinas cerradas y los compartimentos de tropas de las quimeras, ya no podían caber más soldados. Los que quedaban tuvieron que viajar en los camiones. Les habían dado toda las lonas disponibles, para que pudieran protegerse de la tormenta. Van Droi no tenía ni idea, de si seria suficiente, para sobrevivir a la tormenta.
—Estoy seguro de que estarán bien, señor —dijo intentando que sonara, mucho más positivo de la que sentía, realmente.
—Un momento, teniente. —Hubo una pausa y un nuevo parpadeo en las luces del comunicador de a bordo. Entonces el coronel regresó—. El último de mis vehículos ya han sido vinculado, van Droi. Haga que sus tanques avancen. Mantenga la velocidad a una constante de diez kilómetros por hora, ni más, ni menos.
—A diez, señor. Daré la orden ahora mismo.
—Muy bien. Stromm, fuera.
—¿Estáis listo para esto? —preguntó Van Droi a su tripulación.
Los gruñidos poco entusiastas que llegaron de su microcomunicador, decían mucho acerca del estado de animo de su dotación. No podían ocultar su ansiedad.
—A los comandantes de todos los tanques —dijo Van Droi activando el canal a nivel de compañía—. Confirmar disposición a iniciar la marcha.
—Líder Lanza afirmativo —fue la respuesta llena de estática del sargento Rhaimes, la confirmación de Spear le siguió, entonces llegaron las respuestas afirmativas de los ocho comandantes de tanque, que quedaban.
—Manténganse a una velocidad estable de diez por hora. Permanezca atentos. No quiero ningún accidente.
Uno por uno, los tanques de la décima Compañía comenzaron a moverse a ciegas. Las cadenas de remolque gimieron, mientras se tensaban.
El rugido del motor del Rompe-enemigos se profundizó, y se movió hacía adelante, condujeron el tanque hacía adelante lentamente y de modo constante. El tanque que tenían en frente el Imperius del cabo Fuchs era prácticamente invisible. Van Droi utilizo el periscopio para mirar hacía atrás y pudo vislumbrar durante un segundo el tanque de atrás el Diamantina.
—¿Mantienes la velocidad constante? —le pregunto van Droi a su conductor.
—Claro que sí, señor —respondió el conductor. Su voz era clara. El sistema de comunicaciones entre la dotación del mismo tanque no se veía afectada por la tormenta de la misma forma que el comunicador.
Van Droi frunció el ceño. La respuesta no le sonó muy tranquilizadora. La voz de Lenck, sonaba muy preocupada.
A medida que el Nuevo Campeón rodaba hacía delante, la dotación murmuraba y se quejaba por el intercomunicador, los nervios estaban sacando lo peor de ellos. Lenck dejó de escucharles. A medida que la tormenta se intensificaba, las ráfagas zarandeaban su tanque, como si no importara que pesaran sesenta y tres toneladas, se echó hacía atrás en su sillón de mando, jugando distraídamente con un cuchillo que guardaba, en un compartimiento de la torreta. Era una hoja no regulada, oficialmente prohibida, que le había salvado el cuello un par de veces, cuando estaba en las reservas, sobre todo cuando los hombres más grandes vinieron a buscarlo, ardiendo de rabia, listos para destrozarles todos los huesos, por hacer trampas o acostarse con sus mujeres. La mayoría perdió la voluntad de luchar después de que los hubiera cortado un par de veces con el cuchillo.
Lenck se clasificaba a sí mismo como una cuchilla.
No había tenido necesidad de utilizarla, desde que llegó a la 81.º Acorazada, pero estaba seguro de que la necesitaría. Tarde o temprano, alguien vendría a buscarlo con la mente de hacerle algún daño. Tenía la sensación de que sería el sargento Wulfe. La mayoría de los hombres en la 10.ª Compañía eran refuerzos recientes, que admiraban a Lenck, por una razón u otra. Pero Lenck siempre podía encontrarla y usarla para su propio beneficio. Para algunos, era su habilidad con las mujeres, por lo que le tenían envidia. Querían saber el secreto de su éxito, no se habían dado cuenta, de que no había ningún secreto: era simplemente mejor que ellos. Para otros, era su capacidad de adquirir las cosas sin las cuales algunos hombres encontrarían la vida insoportable en la Guardia imperial, desde cigarrillos con ingredientes adicionales o todo tipo de bebida, o a las medicinas restringidas. Antes de de estrellarse con el módulo en las rojas arenas, Lenck había disfrutado de un pequeño arreglo con un oficial medicae que disfrutaba de apetitosos pecados con un miembro importante del Ministorum. El hombre se habría enfrentado a un pelotón de ejecución con seguridad. Solo el Trono sabría dónde estaba el estúpido oficial del medicae en estos momentos. Tal vez se habría estrellado con otro módulo, y tal vez estuviera muerto. No importa. Si conseguía salir de este lío, sabía que había nacido con suerte y que encontraría otra fuente. Todo el mundo podía ser doblado a su voluntad de una manera u otra.
Ese pensamiento le llevó a la curiosa cuestión de Victor Dunst, y sintió un raro destello de irritación. Dunst, Fuera quien fuese, parecía ser la razón por la que el sargento Wulfe la tenía tomada con él.
Lenck le habría gustado tener más información, Ya que el conocimiento le daría ventaja, pero no tenía ni idea cómo conseguirla. La dotación de Wulfe parecía tenerle el mismo desprecio, como su precioso comandante, especialmente a ese bastardo Holtz.
—¿Es que no estás escuchando, Lenck? —gruñó Varnuss por el intercomunicador.
—No, no lo estoy —dijo Lenck—, pero no dejes que eso te detenga.
Varnuss volvió a fruncir el ceño, pero cambió de opinión cuando vio que Lenck estaba acariciando su cuchillo. Se dio la vuelta para volver a su asiento y murmuró:
—Le he dicho que en el exterior está cada vez peor. Si mira a través de los cristales blindados. Es como si fuera de noche, sólo que en vez de negro es rojo. No deberíamos estar avanzando en absoluto.
—Por lo menos no estamos al frente como Deliverance —dijo Riesmann—. No me gustaría estar en la tripulación de Mulle.
—Relajaos, los dos. Es una orden. Acaso escucháis a Hobbs quejarse, ¿verdad? Haz como el mientras estamos atrapados en esta tormenta, van Droi y el estúpido de la bandera, el coronel de infantería tienen suficientes preocupaciones. No estamos en el frente. Hobbs está conduciendo. Lo único que podemos hacer los otros es sentarnos y no preocuparnos.
Los demás no respondieron. Escucharon el viento por un momento, ya que se oía a pesar de los ruidos del motor del tanque. Lenck podía oír las cadenas de remolque como crujían. Riesmann y Varnuss se miraron el uno al otro nerviosismo.
—¿Qué están diciendo por el comunicador? —preguntó Riesmann.
—Nada —contestó Lenck.
—¿Estás seguro? Las luces están encendidas. Alguien está hablando.
—Sólo se oyen interferencias —dijo Lenck.
Lenck metió la mano en uno de los compartimientos de la torreta y sacó un pequeño bidón metálico de color verde. Era mucho más pequeño, que los que les habían proporcionada para su orina, desenrosco el tapón, inclinando la lata a la boca y bebió.
—¡Eh! —dijo Varnuss—, ¿qué es eso? Si has estado reteniendo el agua…
—No es agua —dijo Lenck con aire de suficiencia—. Es algo especial que he estado guardando.
Riesmann olfateó el aire y dijo:
—Eso es licor. Será mejor que lo compartas, cabo Lenck. Nosotros te cuidamos, ¿recuerdas?
—Cierto —retumbó Varnuss—, eso es lo que siempre nos dices Lenck.
—Yo sé lo que lo he dicho, imbéciles. Dadme un respiro. ¿Y qué os ha hecho pensar, en que no tenía ninguna intención de compartir?
Levantó el bidón y se lo entregó a Riesmann, que tomó con avidez y se la llevó a los labios.
Antes de que pudiera tragar cualquier sorbo, sin embargo, el Nuevo Campeón de Cerbera patinó hacía adelante por una aceleración repentina, y luego se detuvo. Su suspensión delantera se tenso, gimiendo mientras se comprimía en sus límites, mientras que la trasera se levantado en el aire. Luego hubo un ruido fuerte que hizo temblar todo el tanque y la suspensión delantera saltó de nuevo hacía arriba.
Los hombres en su interior fueron arrojados de sus asientos. Lenck apenas logró evitar partirse la cabeza de par en par contra una esquina de uno de los compartimientos de la torreta. Varnuss no tuvo tanta suerte. La sangre se derramada por un profundo corte en el cráneo.
Riesmann fue arrojado dolorosamente contra la rueda de desplazamiento manual, y acabo gruñendo por el impacto, con el golpe derramo el licor de Lenck todo su uniforme.
—¿Qué mierda a pasado? —gritó Lenck—. ¿Hobbs, que acaba de pasar?
El miedo y la conmoción se notaron por el tono de voz Hobbs cuando contestó por el intercomunicador:
—¡Por el ojo del terror, Lenck! Creo… creo que hemos perdido al Deliverance.
Wulfe tuvo que aguzar el oído para distinguir la voz del teniente, ya que, dijo:
—A todos los tanques, ¡alto! Es una orden. Deténganse dónde se encuentre. No se muevan un centímetro. —Wulfe no perdió el tiempo ordenando a su dotación que se detuvieran.
—Parada de emergencia, Metzger —le espetó a través del intercomunicador.
El Últimos Ritos II se detuvo unos segundos después.
—¿Qué está pasando, sargento? —preguntó Holtz, presionando sus ojos sobre la mira del arma principal.
—¡Quietos! —dijo Wulfe. Entrecerró los ojos con esfuerzo mientras escuchaba atentamente por el comunicador.
Después de un momento, dijo:
—Es el Deliverance. Por los sonidos, parece que se ha caído.
—¿En qué? —pPreguntó Siegler, volviéndose para mirar a Wulfe.
—No lo sabremos hasta que haya pasado la tormenta —dijo Holtz—. Si termina.
Wulfe estaba escuchando por el comunicador de nuevo. Luego dijo:
—El Nuevo Campeón informa que por los sonidos, que la clavija de remolque delantera se rompió de inmediato. Hemos tenido suerte que no callera también.
—O la mala suerte —se quejó Holtz—, dependiendo de cómo se mire.
Wulfe sabía lo que quería decir.
—¿Qué está diciendo van Droi? —preguntó Siegler nerviosismo.
Wulfe escuchó un otro momento. Y negó con la cabeza tristemente mientras respondía:
—No puedo hacer nada. Mientras la tormenta continúe con esta intensidad, no podemos movernos ni un centímetro. Muller y su dotación tendrán que esperar a que pase como el resto de nosotros.
—Pero van a necesitar atención médica —gritó Siegler.
—Ya lo sé, Siegler —le espetó Wulfe—, pero mira fuera del tanque, maldita sea. ¿Crees que podemos ayudarles en este momento?
Siegler se miró las manos, evidentemente molesto, y Wulfe se sintió inmediatamente arrepentido. Se inclinó hacía delante y le dio unas palmaditas, al potente hombro del cargador.
—Lo siento, Siegler —dijo—. Sé que estás preocupada por ellos. Yo también.
Maldita se la disformidad, pensó. No podemos seguir teniendo problemas como este. ¿Dónde está el maldito resto del ejército?
Obligándose a la calmar su voz, le dijo a su equipo:
—Vamos a seguir juntos. Gunheads nunca me daré por vencido, ¿os acordáis? Siempre seguimos luchando. Es lo que hacemos.
Siegler parecía un poco apaciguada y dijo:
—Tal vez el fantasma de Borscht nos ayudará de nuevo.
La sangre de Wulfe se convirtió en hielo.
—¿Qué acabas de decir?
—Maldita sea, Siegler —siseó Holtz—. Ya te lo dije, maldita sea.
Siegler pareció darse cuenta de la gravedad del error que acababa de hacer. Sus ojos brillaban de de pánico.
—¡Lo siento, Holtz! Se me acaba de escapar.
Wulfe volvió a Holtz.
—Explíquese, cabo. Y esto no es una petición. Es una orden.
Holtz sacudió la cabeza y suspiró.
—¿Qué esperaba, sargento? ¿Creía que eramos demasiado estúpido para no enterarnos? El tanque que perdimos en Palmeros, que se detuvo sin ninguna razón aparente, también están los chicos de Strieber, que se quedaron paralizados por las minas terrestres. Y también esta el informe del medicae. El viejo Borscht murió casi en el momento exacto en que empezamos a oír una voz en el intercomunicador.
Wulfe se desplomó en su silla.
—¿Tú sabías todo este tiempo? —murmuró—. ¿Por qué demonios no me avisaste? Tu sargento cree haber visto un fantasma, por el amor de Trono. Metzger, ¿lo sabías?
El conductor respondió en un tono sombrío:
—Me temo que sí, sargento. Eran sueños que tuvo durante el espacio disforme en su mayoría. Usted gritó en sus sueños mientras estábamos viajando en el espacio disforme.
Wulfe se quedó estupefacto.
—De hecho, estábamos enfadados por que no nos lo dijiste. Quiero decir, el fantasma es un problema importante. Nos salvó a todos. Podríamos haber rezado por el alma de Borscht juntos —dijo Holtz—. Viess se lo tomó muy mal. Dijo que debería haber confiado más en nosotros.
Wulfe vio lo tonto que había sido al pensar que no podrían sumar dos más dos.
—Yo no podía decir la verdad. Yo no estaba seguro de que fuera verdad, y no quiero que Van Droi piense que me he vuelto loco. No quiero perder mi mando.
—¿De verdad se piensa que el teniente no tiene ya sospechabas de la verdad? —dijo Holtz—. Quiero decir, él nunca presionó para un informe completo, ¿verdad? Él simplemente acepto el informe de mierda. Sin hacer preguntas.
Wulfe pensó en eso. Era cierto. Se había sentido demasiado aliviado, por la fácil aceptación del informe por el teniente.
—¿Quién más lo sabe? —preguntó.
Holtz se encogió de hombros.
—Nadie más que nosotros, Viess, y probablemente van Droi.
—Tiene que seguir así —dijo Wulfe—. Todos saben lo que pasaría si llegase a los oídos de algún comisario.
—¿Va a decirnos lo que realmente pasó entonces? —preguntó Holtz, con la esperanza de negociar.
Wulfe no tuvo la oportunidad de responder. La luz roja del comunicador de a bordo empezó a parpadear. Era el canal de mando de la compañía.
—Líder Espada aquí, señor —dijo Wulfe—. Adelante.
Escuchó a la transmisión del teniente. Distorsionada por la estática, pero la señal de las comunicaciones había mejorado en los últimos minutos.
—Bueno —preguntó Holtz.
—Dice que la tormenta se está apaciguando —dijo Wulfe—. Van Droi quiere que todos los vehículos sean revisados por si tienen daños. Tengo que salir. Es hora de averiguar qué pasó con Muller y sus hombres.