Asalto a la Escuela de Hechicería

Margaret Weis

No estaba dispuesto a claudicar. Volvería a probar el conjuro.

—Aunque no tengo ni la menor idea del porqué —musitó Ulin para sí—, no funciona.

En realidad, el «porqué» era su padre. Ulin había observado a Palin Majere hacer el mismo conjuro una y otra vez hasta que las palabras mágicas se espesaban en su lengua. A veces la magia funcionaba, pero hoy en día la mayoría de las veces no sucedía así.

Cuando eso sucedió, Ulin vio envejecer a su padre.

Antes de ahora Palin nunca le había parecido viejo a su hijo, no hasta el año anterior, cuando la magia aberrante que en esencia su padre había «descubierto» empezó a escurrírsele entre los dedos como mercurio. Al principio, Palin había atribuido su ineptitud a los achaques de la edad, aunque eso no parecía probable. Su padre, Caramon Majere, todavía estaba firme y animoso a sus ochenta años. Palin no había perdido nada más con la edad. Aunque era de complexión delgada, como su tío Raistlin Majere, Palin no tenía problemas de salud como los había tenido su tío. Palin estaba activo y en buenas condiciones físicas. Su mente estaba lúcida, le gustaba la vida al aire libre, andar y montar a caballo. No despreciaba un partido de pelota goblin y a menudo ganaba a los jóvenes eruditos que sólo pasaban el tiempo con las narices metidas entre las tapas de los libros.

Ulin se daba cuenta ahora de que su padre jamás se había planteado que la reducción de la magia tuviera algo que ver con una disminución de sus capacidades físicas o mentales. Palin había querido que así fuera. Lo había deseado fervientemente. Hubiera hecho ese sacrificio de buen grado por no llegar a entender la verdad.

El conjuro que Ulin estaba tratando de hacer era de naturaleza simple. Se trataba de poner un cierre mágico en una puerta. Respiró hondo para despejar los pulmones, trató de borrar de su mente todo tipo de preocupaciones e inquietudes persistentes —algo difícil en estos días— y cerró los ojos, concentrándose en la magia que podía sentir en el suelo de piedra, debajo de sus pies, en los fríos muros que lo rodeaban, en la propia madera de la puerta. Eso era lo que le resultaba frustrante. Podía sentir la magia. Sabía que estaba allí del mismo modo que sabía que la sangre corría, roja y caliente, por sus venas. Podía sentir cómo la magia fluía hacia él, pero cuando trataba de ponerla a su servicio era como si una boca diferente de la suya la engullera antes de que él pudiera siquiera probarla. Cuando trataba de hacer el conjuro se quedaba sin nada dentro. Disipada la magia se sentía agotado, vacío.

Ulin suspiró y ahuyentó a algún insecto molesto que sentía corriendo por su piel. «Mosquitos —pensó—, o moscas de la fruta». Tendría que acordarse de comprobar si los sirvientes había dejado abierta otra vez la puerta del sótano. Por lo que respecta a esta puerta en particular, echó una mirada siniestra al inofensivo objeto como si fuera personalmente responsable de su frustración e incluso le dio un buen puntapié.

Entre suspiros e imprecaciones sofocadas, sacó un candado de hierro corriente de su bolsillo, lo colocó en la puerta y cerró ésta con una llave también de hierro.

—Triste situación, esta en la que nos encontramos ¿verdad, Ulin? —dijo una voz a sus espaldas.

—¿Qué quieres decir, Lucy? —preguntó con fingida alegría.

—Trataste de poner un cierre mágico y falló —aclaró ella. Ulin sonrió pesaroso y se encogió de hombros.

—Ya me conoces, tengo dedos de mantequilla y mejor haría en dedicarme a la cocina. Creo que sería un buen cocinero. Sí, no sería un mal cocinero ¿sabes? La alquimia se parece mucho a la cocina. Ésa es una de las razones por las que me gusta. Una pizca de esto, una taza de esto otro.

—No eres sólo tú, Ulin —añadió Lucy—. Es…

Ulin se llevó un dedo a los labios y echó una mirada en derredor para ver si alguien más podía estar oyéndolos.

—Estamos solos —dijo ella, exasperada—. Mira, Ulin, no tiene sentido seguir así. Tú y yo sabemos la verdad. Algunos de nuestros alumnos también la saben y por eso se marchan. Los maestros saben la verdad, ése fue el motivo por el cual tu padre disolvió el Cónclave. La magia está fallando. No sólo te falla a ti ni le falla sólo a tu padre. ¡Nos está fallando a todos!

Ulin no respondió. Apartando la vista de esos ojos verdes que tenían el desconcertante poder de ver dentro de su cabeza, le dio al candado un tirón furioso. Se mantenía cerrado. Satisfecho, introdujo la pesada llave en su bolsillo.

—Hubo un tiempo en el que en la Escuela no necesitábamos cerrojos en las puertas. Pero estos días con la locura de los artilugios de factura divina y su elevado valor, mi padre creyó que no era prudente dejar el cuarto de los objetos mágicos al alcance de todos. Supongo que tiene razón, aunque detesto estos candados de hierro. Parecen decirles a cuantos pasan: «¡Eh, aquí tenemos algo de valor! ¿Qué tal si lo robas?». Al menos los cierres mágicos tienen la ventaja de ser sutiles e invisibles.

Volvió a mirar a su compañera esperanzado.

—Supongo que tú tampoco…

Ella negó con la cabeza.

—Mis conjuros funcionan sólo a veces, y si pongo un cierre mágico es probable que después no pueda quitarlo. Prefiero no intentarlo. Lo cierto es, Ulin… —vaciló como si le resultara penoso dar malas noticias.

Eran amigos desde hacía años, desde que él había llegado para ocupar su puesto de Maestro Asistente en la Escuela. Había llegado a entender tan bien sus silencios como las palabras que pronunciaba, tan estrecho era el vínculo que había entre ellos.

—No, tú también no, Lucy —dijo tranquilamente cogiéndole la mano—. No puedes marcharte. ¿Qué haríamos sin ti?

Ésas fueron las palabras que pronunció, pero lo que su corazón quería decir era: «¿Qué haré yo sin ti?».

La llamaban Lucy la Regordeta o Lucy la Fea, para diferenciarla de otra Lucy que había sido alumna de la Escuela. Aunque aquella otra Lucy se había marchado, el apelativo se había mantenido ante la indignación de Ulin. Lucy no era hermosa en modo alguno, no como la madre de Ulin, Usha Majere ni como la señora Jenna, tampoco como la difunta esposa de Ulin, Karynn. Pero la sonrisa de Lucy, que hacía aparecer un hoyuelo en cada una de sus pecosas mejillas, calentaba el corazón de Ulin como el vino especiado. Su risa cantarina lo incitaba a reír hasta en sus momentos más oscuros. Sus ojos verdes chispeaban en sus sueños.

Pero los ojos verdes no chispeaban ahora. Estaban sombríos, tristes. Lucy era su amiga más íntima, su amiga más querida. Nunca había pensado que pudiera volver a amar después de la prematura muerte de su joven esposa, a la que había matado una peste para la cual los sanadores no tenían cura, una peste que muchos creían les había sido enviada por Beryl, la monstruosa Dragón Verde. Por entonces, Ulin estaba fuera, buscando artilugios mágicos. Había vuelto justo a tiempo para sostener a su esposa moribunda en sus brazos. Su corazón había muerto también con ella, o al menos eso hubiera deseado. Pero él también era joven, no había cumplido aún los treinta años, y su corazón se empeñó perversamente en seguir latiendo y, al parecer, ahora había encontrado una forma también perversa de permitirle amar otra vez, de volver a encontrar placer en la vida. Había empezado a pensar que Lucy podría llegar a ser algo más que una amiga para él y en ocasiones había concebido la esperanza de que ella pensara lo mismo.

—Ulin, no quiero marcharme —dijo, apretándole la mano—. Pero enfrentémonos a ello. No me estoy ganando mi sustento. Sólo tengo dos discípulos. Otro se marchó la semana pasada. Traté de convencerlo de que se quedara, pero sus padres dijeron que no estaban dispuestos a tirar el dinero para no conseguir resultados. Lo han colocado como aprendiz de un carpintero y no puedo culparlos por ello. Al menos aprenderá un oficio con el que ganarse la vida. En cuanto a los otros alumnos, pueden incorporarse a la clase del maestro Dowlin que también ha perdido a varios de los suyos.

—Entonces quédate e investiga —sugirió Ulin—. La alquimia es un campo fascinante, Lucy. —Sus ojos dorados destellaron como el precioso metal al que se parecían al pensar en ello—. Es mucho más satisfactoria que la magia. Depende uno de sí mismo, de su propia creatividad e inteligencia, para crear algo, no de alguna fuerza proveniente de los dioses o del aire o de la tierra o de lo que sea. La magia puede o no funcionar con uno, no es nada fiable, pero ¡yo controlo mis experimentos, Lucy! Yo lo hago. —Se golpeó el pecho—. Y si mis cálculos son correctos y precisos, las sustancias químicas siempre reaccionan de la misma manera, todas las veces. No hay sorpresas, no se pregunta uno si la magia funcionará esta vez, o si fallará. Debo mostrarte algo. He obtenido una fórmula sorprendente…

Hizo una pausa y prosiguió con aire contrito.

—Lo siento. Sé que no estás interesada, y no tienes necesidad de trabajar con mis fétidas sustancias químicas. Hay mucho trabajo en la catalogación de artilugios y antiguos libros de conjuros y pergaminos…

—Catalogarlos para venderlos —interrumpió Lucy suavemente poniendo su otra mano sobre la de Ulin. Sonrió mientras sacudía la cabeza obstinadamente—. Vi a la señora Jenna por aquí la semana pasada. Sé lo que está haciendo tu padre.

—Son viejos amigos —protestó Ulin.

—Puede ser, pero ella también es la mayor comerciante de artilugios mágicos de todo Ansalon, y aunque no lo sé con certeza, supongo que se fue con algunos artículos escogidos escondidos cuidadosamente entre sus ropas. Tu padre está vendiendo su colección personal para mantener la Escuela en funcionamiento ¿no es cierto, Ulin?

Hubiera querido con todas sus fuerzas decir que no, pero sabía que no podía mentir a esos hoyuelos, a esas pecas, a esos ojos verdes.

—He visto el cambio que se produjo en él —continuó Lucy—. Todos lo hemos visto y estamos preocupados. Está delgado y demacrado. Nos evita y no quiere hablar con nadie. Pasa todo el tiempo encerrado en su estudio.

—Está estudiando nuevos conjuros —dijo Ulin, aunque la excusa sonó nimia, incluso para él.

Lucy se limitó a sacudir la cabeza.

—Estoy orgullosa, Ulin. Me he abierto camino en la vida desde que era pequeña. He atendido a mi propio sustento y al de mi familia. Ninguno de nosotros aceptó jamás un cobre que no fuera suyo y no voy a empezar ahora. —Le estrechó la mano—. Ánimo, querido amigo. En cuanto regrese la magia volveré. No conseguirás mantenerme alejada. ¡Ni con cien cierres mágicos lo conseguirás!

Su risa hizo reír a Ulin, pero la sonrisa no duró mucho. Se sintió tentado de pedirle que se quedara por él, porque la amaba, pero éste no era el momento indicado para esas palabras. Una declaración de amor en estos momentos podría interpretarse como caridad. Había tenido innumerables oportunidades antes de ahora y, por una u otra razón, nunca las había aprovechado. Y ahora, cuando quería decírselo con todas sus fuerzas, había pasado el momento.

—¿Adónde irás? —preguntó—. ¿Qué harás?

—Soy una buena maestra. Si no puedo enseñar a los niños a leer el lenguaje de la magia, les puedo enseñar a leer el solámnico o la lengua franca. Tu abuela Tika tuvo la idea de una escuela para los niños refugiados. Dice que es mejor que tenerlos tirados en la calle. Me ha ofrecido el trabajo. La paga no es mucha, pero tendré habitación y comida en la posada. —Hizo una pausa, y rió de buena gana—. Ulin, pareces un pez al que han sacado del agua.

—¡No te vas! —dijo Ulin con expresión atónita—. ¡No te vas de Solace! —La cogió en sus brazos y le dio un estrecho abrazo.

La mantuvo así un largo rato, deleitándose con la calidez de su cuerpo y el olor a castañas de su pelo. Ella le devolvió el abrazo con la misma intensidad y apoyó la cabeza en su pecho. En ese momento todo quedó dicho entre ellos, aunque ni uno ni otro lo expresaran con palabras.

—Estaba buscando a tu padre —dijo, desasiéndose de mala gana del abrazo. Echó una mirada a la puerta que había al otro lado del vestíbulo, donde Palin tenía su estudio—. Quería decírselo personalmente. Es decir, si accede a verme…

—No está aquí —respondió Ulin—. No, esta vez es verdad. —Últimamente, Palin había tomado la costumbre de encargarle a su hijo que dijera que estaba ausente cuando en realidad estaba encerrado en su estudio, buscando la razón por la cual fallaba la magia—. Está reunido con el comandante de la guarnición solámnica del lugar. Enviaron a buscarlo. Tienen informes de movimientos de tropas en el este. Una afluencia de caballeros negros en la frontera con Qualinesti. Piensan que tal vez el dragón esté reuniendo fuerzas para atacar Haven.

La frente de Lucy formó una arruga de preocupación.

—Pero ¿y el pacto de los dragones? Beryl, esa vieja zorra verde, debería saber que si ataca Haven, su prima Malys tendrá algo que decir.

—¡Pacto! —dijo Ulin desdeñoso—. Como si alguien pensara realmente que esas bestias traicioneras pueden respetar un pacto. ¡La palabra clave es «honor», y todos sabemos que ninguna de ellas puede siquiera pronunciarla!

—¿Qué piensa tu padre?

Ulin suspiró y sacudió la cabeza.

—No tengo la menor idea. Últimamente no habla con nadie, Lucy, ni siquiera con mi madre. Pero además ella pasa tanto tiempo fuera. Sus retratos están tan solicitados… —recordó con toda nitidez la última y violenta discusión entre sus padres, pero no lo mencionó.

—Me gustaría ver esa nueva fórmula tuya —dijo Lucy, con la esperanza de animarlo.

—¿De verdad? —a Ulin se le iluminó la mirada.

Siempre se había considerado poco agraciado. Era flaco como una espingarda y larguirucho, con la ancha osamenta de su abuelo, pero sin carne para cubrirla. El espejo sólo le mostraba sus defectos, nunca lo que los demás veían en él, porque eso sólo puede hacerlo el espejo del alma. Su rostro se transformó con la ansiedad.

—Lo encontrarás realmente interesante —dijo, recorriendo con sus largos pasos el vestíbulo y arrastrándola con él—, te lo aseguro.

Al final del corredor había un laboratorio que se había creado para el uso de estudiantes y maestros. Pocos años atrás, había estado lleno de magos que practicaban sus conjuros, que estudiaban la naturaleza de antiguos artilugios, que creaban sus propias magias. Ahora estaba casi vacío. Ulin y su padre eran los únicos que lo usaban, y Palin casi nunca estaba allí. Los aproximadamente veinte maestros y alumnos que todavía quedaban en la Escuela estaban ocupados investigando en textos antiguos, en la esperanza de encontrar las claves para averiguar por qué la magia había dejado repentinamente de funcionar para ellos, o por qué, si funcionaba, era de una forma tan impredecible y tan insegura.

Ulin entró en el laboratorio, llevando a Lucy consigo.

Ella tosió y arrugó la nariz.

—Hay un olor espantoso. ¿Qué has hecho? ¿Has creado enanos gully?

—Es el azufre, o tal vez el nitrato de potasio. —Ulin la condujo hasta una gran mesa de piedra cubierta de numerosas manchas oscuras, como si alguien hubiera estado machacando arándanos. En la habitación había un peculiar olor acre que hizo que Lucy estornudara violentamente. Sobre la mesa se veían alineados varios cacharros grandes que contenían diversas sustancias.

Lucy echó una mirada a las manchas de la mesa.

—Si lo que estás buscando es oro, has errado el tiro.

—¡Bah! ¡Oro! —dijo Ulin. Se sentó a la mesa—. Lo que he creado es mucho más interesante que el oro.

—¿Qué es lo que has creado? —Lucy miró a su alrededor—. Yo no veo nada.

Ulin hizo un gesto avergonzado.

—Bueno, tal vez «crear» no sea la palabra adecuada. Observa esto.

—Aquí tengo una pequeña muestra de nitrato de potasio. ¿Sabías —añadió, mezclando la extraña fórmula— que mi gran tío Raistlin usó nitrato de potasio para burlar a sus enemigos y que pensaran que estaba haciendo magia cuando en realidad estaba demasiado exhausto para hacer un conjuro? Observa esto.

Hizo saltar una chispa del pedernal. La chispa fue a dar sobre la sustancia blanca, cristalina y despidió un brillante destello, tan brillante que Lucy parpadeó. El destello se desvaneció casi de inmediato.

—Impresionante —dijo secamente—. Debe de haber asustado a muchos duendes en su época.

—Así fue. Eso me contó mi abuelo. —Ulin introdujo una cuchara en uno de los cacharros y sacó seis medidas de un polvo negro—. Carbón —explicó—. A esto añado una medida de azufre —echó un polvo amarillo brillante y siguió hablando mientras mezclaba concienzudamente la fórmula—. Bueno, eso hizo que empezara a pensar. ¿Y si pudiera hacer que el destello hiciera algo? Algo más que un simple destello. Como un relámpago. El relámpago me dio la idea de usar el azufre. Empecé a probar diversas sustancias…

Ulin dejó de mezclar para mirarla.

—Nunca he sido muy buen mago, Lucy, yo nací en un mundo abandonado por los dioses. Un mundo en el que la magia divina se había perdido. Es cierto que mi padre encontró la magia aberrante y eso me ayudó a mantenerme y a mantener a los demás magos. En cierto modo, nunca me aficioné a ella, o ella no se aficionó a mí. Mi padre dice que me faltan disciplina y perseverancia. Yo solía pensar que tenía razón, pero ya no estoy tan seguro. Me da la impresión de que tengo toda la disciplina y la perseverancia que necesito cuando realizo mis estudios de alquimia. Paso horas aquí y pierdo la conciencia del tiempo. Pero tratar de hacer magia me produce frustración y hace que me duela la tripa. ¡Y eso era en los tiempos en que la magia funcionaba! Soy mucho más feliz aquí, en el laboratorio, de lo que lo era en la habitación de los objetos de magia.

—Creo que un gnomo asustó a tu madre cuando te llevaba en sus entrañas —dijo Lucy, burlándose de él.

—Es posible —respondió Ulin riéndose—. Tendré que preguntárselo. —Una vez mezcladas las sustancias, echó el polvo resultante en un pequeño salero—. Ahora observa. Será mejor que te apartes.

Así lo hizo Lucy, tapándose la nariz. Ya había participado en otros experimentos de Ulin, y sabía que, cuando menos, solían ser malolientes. Sosteniendo en la mano pedernal y un yesquero, extendió sus brazos por encima del salero. Hizo saltar una chispa encima del salero y saltó hacia atrás.

Esta vez el destello llegó acompañado de una sonora explosión. El salero se hizo añicos que volaron por todo el laboratorio. La fuerza de la descarga sacudió la mesa de piedra y el suelo sobre el que estaban parados.

El ruido fue atronador, ensordecedor. Lucy se tapó los oídos de inmediato, pero para entonces la explosión había terminado, como el trueno después de aparecer el relámpago. Parpadeó, mirando lo que había quedado del salero, que no era mucho. La cara de Ulin estaba negra de restos de polvo y tenía una herida sangrante en la frente donde lo había golpeado un fragmento del salero. Ni siquiera se había dado cuenta, sólo miraba con orgullo lo que había conseguido.

—Yo diría que esto haría algo más que asustar a unos cuantos duendes ¿no te parece, Lucy? Yo lo llamo polvo de trueno. Ven, acércate. Ahora no hay peligro.

—¿Qué has dicho? No puedo oírte. —Lucy seguía con las manos en los oídos por si el polvo de trueno todavía no había terminado de resonar. Avanzó cautelosamente, mirando con extrañeza la mancha negra de la mesa, como temerosa de que pudiera explotar otra vez—. Es muy bonito, Ulin. Muy… divertido.

—Sí, ya lo sé —replicó Ulin alegremente—. Puede hacer explotar grandes pilas de piedras. Un día de la semana pasada lo llevé al bosque e hice lo mismo. Entonces hice volar una piedra del suelo. Después de eso, hice explotar un tocón de árbol. La explosión se pudo oír desde lejos. —Sonrió divertido, con la misma expresión que un niño travieso—. Cuando volví a la ciudad, la gente estaba en la calle mirando al cielo para ver si había nubes de tormenta. Eso fue lo que me sugirió el nombre.

Empezó a verter un poco más de polvo.

—Si tuviéramos una cantidad suficiente de esto, podríamos derribar un muro de piedra. Como una de estas paredes. —Hizo un gesto vago con la mano.

—Creo que tu padre podría notar la falta de uno de sus muros —dijo Lucy.

—No te preocupes —respondió Ulin, mirándola con el mismo aire de burla—. Es sólo una teoría, y no voy a ponerla en práctica. ¿Te gustaría verlo otra vez?

—Oh, no —se apresuró a decir Lucy, y ante su mirada de decepción añadió—: Es muy impresionante, Ulin, pero todavía me zumban los oídos. Puede que algún día nosotros… hagamos explotar tocones juntos. Nos llevaremos la merienda… —sin poder evitarlo, rompió a reír.

—Ríete de mí, eso es —dijo Ulin simulando estar ofendido—. No me importa. Los descreídos podéis burlaros ahora, pero llegará el día en que tengáis una necesidad perentoria de volar un tocón. Entonces no os reiréis ¿verdad, señorita Lucy?

Ella frunció los labios y lo contempló con mirada crítica.

—Tienes un aspecto espantoso. Tienes la cara y las manos llenas de ese polvo negro. Y además tienes un corte en la frente. Ve a lavarte como un chico bueno y haz sigo útil. Ayúdame a preparar mis cosas y a llevarlas a la posada.

—Sí, señorita —respondió, fingidamente sumiso. Se bajó de su alto taburete y terminó de ponerse perdido al limpiarse en la ropa el polvo de las manos.

Lucy lo condujo fuera de la habitación con todo el aspecto de un perro rechoncho y bajito que lleva al redil a una oveja alta y escuálida. No obstante, cuando estuvieron fuera del laboratorio, Ulin hizo un alto.

—¡Tendrías que haber visto la altura a la que voló el tocón!

—¡Eres —dijo Lucy dándole un empujón en dirección al lavabo— incorregible!

Lucy no tenía muchas cosas. Ulin transportó el arcón con cantoneras de hierro donde habían metido los escasos artilugios mágicos que ella había conseguido reunir a lo largo de los años, y Lucy llevaba un cesto de mimbre con su ropa. Los dos caminaban charlando amigablemente y haciendo crujir las hojas muertas del otoño mientras admiraban la belleza de los rojos flamígeros y los amarillos de las hojas que todavía quedaban en los árboles. Disfrutaban de su mutua compañía, como siempre, pero Ulin sintió gran alivio cuando por fin avistaron la posada. Las asas del arcón le estaban cortando las manos. Lucy resoplaba bajo el peso de la cesta; acababan de ponerse de acuerdo para poner su carga en el suelo y descansar un momento, cuando la campana de la ciudad empezó a sonar con el repique de alarma que convocaba a todos los ciudadanos de Solace a la plaza mayor.

Esa llamada sólo la hacía el gobernador en casos de absoluta emergencia. El repiqueteo podía significar cualquier cosa, desde un niño perdido en los bosques o el incendio de un granero, hasta la llegada de una bandada de dragones. El herrero, con su delantal de cuero, salió corriendo, dejando que sus aprendices se ocuparan de atender el fuego. Las mujeres bajaban taconeando por las escaleras que conducían a las casas de tres plantas, limpiándose los restos de harina de haber estado amasando el pan del día, y llevando en brazos a los niños que eran demasiado pequeños para quedarse solos en casa. Los ancianos, que habían estado tomando plácidamente el sol, se levantaban al oír la campana, buscando sus bastones. Los perros empezaron a ladrar con fuerza, y los niños, como ardillas, se deslizaban y descolgaban de los árboles.

—Dejaremos esto e iremos a ver qué es lo que pasa —dijo Lucy, y Ulin asintió.

Recogieron rápidamente la carga y se dirigieron a toda prisa a la posada. A medio camino vieron a Palin Majere que caminaba a paso rápido, a contracorriente de la multitud, dirigiéndose hacia la Escuela. Llevaba la cabeza baja y las manos metidas en las mangas de su túnica.

—¡Padre! —llamó Ulin.

Palin o bien no oyó a su hijo entre el estrépito de la multitud o bien hizo como si no lo oyera. La cuestión es que siguió caminando.

—¡Padre! —volvió a llamar Ulin en voz más alta haciendo un movimiento para interceptarlo.

Sólo entonces, cuando estaba a punto de chocar con él, Palin levantó la cabeza. Tenía una expresión preocupada y sus ojos estaban ensombrecidos.

—Ahora no tengo tiempo para hablar, hijo —dijo con brusquedad, reiniciando la marcha—. Tengo prisa.

—¿Qué pasa, padre? —preguntó Ulin deteniéndolo—. ¿Qué está sucediendo?

—Beryl se está preparando para atacar Solace —respondió Palin.

Ulin se lo quedó mirando boquiabierto.

—Pero… eso es ridículo, padre. ¿Se ha vuelto loca?

—En primer lugar, no sé que te puede haber hecho creer en algún momento que estuviera cuerda —replicó Palin—. Ridículo o no, los caballeros han recibido informes de que una fuerza a la que han estado vigilando, conducida por los caballeros negros, no está marchando hacia Haven como se pensaba. Vienen camino de Solace, desde el sur. Los caballeros tienen pensado marchar lo antes posible para salir a su encuentro mucho antes de que puedan llegar a nuestra ciudad. Estamos convocando a la milicia de la ciudad. Voy de camino a la Escuela para reunir algunos de los artilugios que tienen que ver con la magia bélica.

—Voy contigo —se ofreció Ulin.

—Y yo también —añadió Lucy con decisión.

Palin sacudía la cabeza.

—No, necesito que los dos os quedéis en la Escuela. No se puede abandonar a los alumnos, ni tampoco a los maestros. Quiero que vuelvas a la Escuela, hijo. Ocúpate de tranquilizar a todos.

—No creerás que van a atacar la Escuela ¿no, padre? —preguntó Ulin.

Palin se encogió de hombros.

—Lord Warren confía en que los caballeros podrán detener el avance del enemigo. Nuestros exploradores informan de que la fuerza no es muy grande. Piensa que es muy presuntuoso por parte de los caballeros negros atacar con fuerzas tan exiguas. Lo que más temo es que unos cuantos oportunistas de Solace aprovechen el tumulto para dedicarse al pillaje. Y ahora tengo que irme. Que la suerte os acompañe y nos acompañe a todos en este día.

Los dejó precipitadamente, sin esperar a oír su respuesta, dando por sentado que harían lo que les había pedido.

—Bueno, eso es lo que hay —dijo Ulin, gruñendo mientras volvía a cargar el arcón. Siguieron su camino hacia la posada. Desde la plaza pudieron oír la voz estridente y autoritaria de lord Warren llamando formalmente a las armas a la milicia de Solace.

—La batalla no nos tiene reservada la gloria más alta. Nuestro papel consistirá sólo en restañar la hemorragia nasal que siempre tiene el aprendiz Thomas cuando se pone muy nervioso.

—Pero tu padre tiene razón, lo sabes —dijo Lucy, arrastrando la cesta de la ropa—. No se puede dejar solos a los alumnos. Quién sabe lo que harían nuestros pequeños. La mitad tendría un ataque de histeria y la otra mitad querría salir a combatir. Y otro tanto puede decirse de los maestros, al menos de algunos. Para serte sincera, no creo que yo hiciera muy buen papel en una batalla —observó mirando con sorna su cuerpo regordete.

—Lo hiciéramos o no, parece ser que no vamos a tener ocasión de averiguarlo —declaró Ulin con tono sombrío.

Hartos de ver al dragón merodeando por sus fronteras, los caballeros y la milicia de la ciudad de Solace llevaban tiempo preparándose para una ocasión como ésta. La revista de las tropas fue rápida gracias a que la habían practicado mes tras mes, y seis horas después de la llegada de las primeras noticias, los caballeros cabalgaban hacia el sur, seguidos por un regimiento de valientes ciudadanos armados hasta los dientes. Atrás habían dejado una pequeña fuerza a las órdenes de Caramon Majere, que había ordenado a todos que llenasen con agua todos los recipientes que pudiesen encontrar por si los dragones lanzaban un feroz ataque contra la ciudad.

Cabalgando al frente de su columna de caballeros, lord Warren volvió su caballo para preguntar algo a un ayudante de campo.

—¿Dónde está el maestro Majere?

—Cabalgando solo al final de la columna, señor —informó el hombre—. Al menos ése fue el último lugar donde lo vi.

Lord Warren hizo un gesto de asentimiento.

—Di al maestro Majere que quiero hablar con él.

El ayudante de campo levantó una ceja con aire sorprendido.

—Esta bien, maldita sea —dijo lord Warren con evidente mal humor—. Preguntad educadamente al maestro Majere si consideraría oportuno tener una conversación conmigo. ¡Civiles! —añadió entre dientes cuando se hubo marchado el ayudante de campo.

Palin se adelantó a la larga fila de hombres de armas y caballeros para conferenciar con el caballero comandante, lord Warren. Los dos no eran precisamente amigos, pero se tenían un respeto mutuo. Lora Warren era un enemigo acérrimo del uso de la magia en las situaciones de guerra, creyendo firmemente que los hombres necesarios para proteger a un mago lanzador de conjuros podían usarse con mayor provecho en el campo de batalla. Pero no tenía más remedio que reconocer que, a veces, la magia resultaba útil, especialmente la pirotécnica, por eso le había pedido al mago que los acompañara. Aunque no confiaba demasiado en su magia, lord Warren tenía una confianza absoluta en el buen sentido y la valentía de Palin.

—Maestro Majere —dijo lord Warren—. Gracias por dedicarme vuestro tiempo.

Sin pronunciar palabra, Palin le respondió con una inclinación de cabeza. Llevaba una capa de viaje con capucha y con ella se cubría bien la cara. Había comprobado que quitarse la capucha sólo servía para animar a la gente a hablar con él.

Lord Warren se aclaró la garganta. Le resultaba sumamente desconcertante hablar a aquel rostro oculto en la sombra.

—Sé que los magos tienen sus secretos y todo eso, pero necesito saber… para planificar el ataque, ya sabéis, necesito saber…

—¿Qué recursos mágicos pienso utilizar? —terminó Palin tratando de que la conversación fuera breve—. Seguro, señor. —Palin buscó en una bolsa y sacó una caja de palo de rosa con cantoneras de plata. Abrió la caja y dejó al descubierto veinte bolas de plata que descansaban sobre el terciopelo rojo. Las bolas tenían runas grabadas en toda su superficie.

Lord Warren se quedó mirando las bolas con aprensión.

—¿Qué es lo que hacen?

—Si se deja caer una de ellas en el suelo en medio de la caballería enemiga, se abrirá dejando salir un enjambre de insectos mágicos. Su picadura es como la del tábano, pero cien veces más dolorosa. Pueden volver locos a los caballos de guerra mejor entrenados en cuestión de segundos, hacer que se desboquen y desbaratar así por completo un cuerpo de caballería, inutilizándolo en el campo de batalla y convirtiéndolo en un auténtico peligro para su propio ejército.

—Sorprendente —declaró lord Warren, impresionado. Podía calibrar el valor de semejante arma—. ¿Cómo distingue entre amigo y enemigo?

—No lo hace, señor —respondió Palin sin molestarse en ocultar su desdén.

Lord Warren frunció el ceño.

—Entonces ¿para qué sirve si vuelve locos a los caballos de mis propios caballeros?

Palin hizo un esfuerzo para controlar la impaciencia que le producían los que no sabían nada de magia.

—Señor, todo lo que tenéis que hacer es atar una de estas bolas de plata a una flecha y encomendar a vuestro mejor arquero que la arroje bien lejos sobre las filas enemigas. Vuestros caballeros quedarán a salvo siempre y cuando se mantengan fuera del radio del conjuro durante quince minutos. Pasado ese tiempo, el conjuro se disipará y desaparecerán los insectos.

—Ya veo. —Lord Warren estaba complacido—. Haré que os asignen a nuestro mejor arquero, Majere. Pero ¿no dispararéis hasta que yo os dé la señal?

—Por supuesto que no, señor —dijo Palin con frialdad—. Yo también tengo experiencia en el campo de batalla, señor.

—Muy bien —dijo lord Warren aliviado—. Eso está muy bien.

Palin se dispuso a regresar a su lugar, pero antes se volvió hacia lord Warren.

—Señor, ¿no os parece extraño todo esto? Entiendo algo de cuestiones militares por mi propia experiencia y por la de mi padre. Este parece un ejército demasiado reducido para enviarlo contra una ciudad tan bien preparada para repeler un ataque como Solace.

—¡Bah! Estos caballeros negros tienen ahora un nuevo jefe. Un hombre llamado Targonne. Es un contable, un administrador, no un general. Según nuestros espías, sabe muy poco de cuestiones militares. Sus propios oficiales no le tienen el menor respeto aunque los tiene a todos aterrorizados. Llegó al puesto que ahora ocupa asesinando, ¿sabéis? Es probable que éste sea uno de sus descabellados planes para sorprendernos durmiendo —gruñó lord Warren—. Pero se encontrará con que estamos despiertos. Bien despiertos.

Palin no quedó nada convencido. Hizo dar la vuelta a su caballo y se dirigió otra vez a la retaguardia, detrás de los caballeros, incluso detrás de la infantería. Palin estaba inquieto, pero no podía explicar la causa de su desazón. Tal como había dicho, las acciones de los caballeros negros le parecían sin sentido, y a él no le resultaba tan fácil como a lord Warren achacarlo a las órdenes de un comandante obtuso. Fueran lo que fuesen, los caballeros negros no eran tontos y no dejaban que personas carentes de sentido ocuparan puestos de mando.

Palin no podía explicarlo, pero tenía la extraña sensación de que se estaba alejando del campo de batalla en lugar de dirigirse hacia él.

—Como podéis ver, no hay nada de que preocuparse —dijo Ulin a los estudiantes y maestros reunidos—. Los caballeros lo tienen todo controlado. Según mi abuelo, se enfrentan a un pequeño ejército enemigo y lo más probable es que lo solucionen sin problemas. Mi padre nos ha pedido que continuemos con nuestra rutina diaria. —Hizo una pausa y contuvo un suspiro—. ¿Sí, aprendiza Abigail?

La pequeña pelirroja de ojos penetrantes y aguzada lengua no hacía más que amargarle la existencia a su maestro. Era una de esas pocas criaturas tan inteligentes que superan en brillantez a la mayoría de los adultos que las rodean y que no disimulan su desdén por el mundo de los adultos. Cuando los demás alumnos abandonaron la escuela diciendo que, puesto que la magia estaba fallando, ya no tenían nada que aprender, Palin había esperado que de tanto mal resultara al menos un bien: que la aprendiza Abigail se marchara también. Por desgracia, ella se quedó. Se decía que tenía a sus padres aterrorizados y que éstos estaban muy contentos mientras otros tuvieran que soportarla.

—¿Y si los caballeros no logran detenerlos? —preguntó Abigail con petulancia—. ¿Y si nos llegan a atacar?

—Ésa es una posibilidad muy remota —dijo Ulin, tratando de no perder la paciencia. Lucy acababa de restañar la hemorragia nasal del aprendiz Thomas y Ulin vio ahora que los ojos del muchacho se agrandaban de terror—. Muy poco probable —dijo con firmeza—. Nos encontramos en el interior de una fortaleza segura. Los muros de este edificio son de piedra, y muy gruesos. La puerta está guardada por un poderoso conjuro mágico. No hay nada que pueda dañarnos.

—Un dragón podría —dijo la niña.

—¡Un dragón! —La barbilla del aprendiz Thomas tembló perceptiblemente y se llevó la mano a la nariz.

—Inclina la cabeza hacia atrás —le indicó Ulin—. No nos va a atacar ningún dragón. Volved a la clase. Todos.

—Dragones Azules con aliento de fuego —bisbiseó la aprendiza Abigail acercándose al aprendiz Thomas y haciendo una mueca grotesca—. Te arrojarán fuego por sus fauces y tu carne se asará y se pondrá negra y se te caerá a pedazos. ¡Y después de asarte, te comerán! Empezarán por arrancarte la cabeza de un mordisco…

—Ahhh —se quejó el aprendiz Thomas. La sangre volvió a brotar de su nariz y a llenarle la boca.

Ulin, con cara de pocos amigos, llevo a la aprendiza Abigail a la biblioteca, con la esperanza de que una tarde dedicada a desempolvar libros tranquilizara su enfebrecida imaginación.

El día pasó en medio de una relativa calma en la Escuela de Hechicería. Por fin dejó de sangrarle la nariz al aprendiz Thomas. A la aprendiza Abigail la mandaron temprano a la cama para recordarle que no estaba bien asustar a los niños pequeños.

Ni a los niños grandes, que tanto da.

—Creo que deberías quedarte aquí en lugar de volver a la posada —dijo Ulin a Lucy—. Al menos por esta noche.

—¿Es eso una proposición? —preguntó ella, y aparecieron los hoyuelos en sus mejillas.

—No —respondió Ulin sonrojándose—. No pretendía serlo. Es que… bueno. No quiero que estés en Solace si pasa algo. No es que crea que puede pasar, ya sabes, pero…

—Me quedaré —fue la respuesta—. De todos modos, tenía pensado hacerlo. El aprendiz Thomas estaba en tal estado de agitación que tuve que hacerle un conjuro de sueño. Un conjuro de sueño, ¿qué te parece? —repitió orgullosa—. El primero que he hecho en varios días. Y voy a hacer un conjuro de cierre en la habitación de los objetos mágicos. Creo que es la situación de crisis que hace salir lo mejor que hay en mí. No podrá parar a un dragón, pero…

—¡Dragones! —Ulin hizo un gesto de fastidio—. Ya has oído a la aprendiza Abigail. Te juro que a veces creo que preferiría enfrentarme a un dragón a tener que pasar cinco horas a solas con ese pequeño diablillo. Si no me fallan las cuentas, hizo setecientas ochenta y cinco preguntas, de las cuales setecientas ochenta y cuatro no las podría haber respondido ni el gran Astinus. Y la número setecientos ochenta y cinco fue: «¿Cómo hacen los niños para meterse en el vientre de su madre?» —Después de un hondo suspiro adoptó un tono más animado—. No tengo muchas ganas de dormir. ¿Qué te parece una partida del zorro y los perros después de que hayas hecho el conjuro? ¿Qué prefieres: zorro o perros?

—Perros —dijo Lucy sin vacilar dirigiéndose ya a la habitación de los objetos mágicos—. ¿Dos cobres por punto?

—Trato hecho. —Ulin fue a buscar un mazo de cartas.

—Ya está —dijo Lucy fastidiada, sacudiendo la mano—. Me rindo. Tú ganas.

—Me debes —Ulin echó un vistazo a las marcas que había hecho en una pizarra—, ocho piezas de acero y tres de cobre.

—Haces trampas —acusó Lucy—. Sé que había seis cazadores en la última mano, cuando se supone que debe haber sólo cuatro en la baraja. Te hubiera llamado la atención, pero estaba demasiado cansada.

—Yo no hago trampas —replicó Ulin indignado—. Si tan siquiera hubieras aprendido a contar las cartas cuando caen…

La campana de la ciudad empezó a sonar de una manera enloquecida, frenética. Casi al instante se oyó a alguien llamando a voz en cuello desde abajo.

—¡Ulin! —gritaba—. ¡Abre la puerta!

—¡Abuelo! —respondió Ulin poniéndose de pie de un salto.

—Supongo que no… —Lucy no pudo terminar la frase. Era algo demasiado terrible como para expresarlo en voz alta—. ¡Ulin, tenemos aquí a todos estos niños!

Ulin había salido y corría escaleras abajo, saltando los escalones de dos en dos y de tres en tres en su prisa por llegar a la puerta. Lucy se levantó las faldas de su vestido y corrió tras él tan rápida como pudo.

Ulin abrió de golpe la puerta principal. Atravesó a la carrera el patio resbaladizo por la helada, y tras algunos minutos de lucha con la enorme tranca de madera que mantenía las puertas cerradas, y dando íntimamente las gracias por no tener que habérselas con un conjuro de cierre, consiguió abrir.

La Escuela de Hechicería estaba a varios kilómetros de Solace, en las afueras. Estaba construida sobre una colina y sus elevadas torres y fuertes muros la convertían en una pequeña fortaleza. El aire de la noche era frío y cortante. La luna llena brillaba en el cielo y, bajo su luz, la hierba helada despedía destellos. Aunque Caramon Majere había cumplido ya los ochenta años, era todavía un hombre corpulento y musculoso. Tenía el pelo gris como el acero, pero sus ojos eran claros y penetrantes y su cuerpo no estaba encorvado. En el contraluz se le veía imponente. Detrás de él había dos grandes caballos de tiro enganchados a un carro de heno. Caramon, al parecer, había llegado a la carrera porque los caballos estaban piafando y resoplando, despidiendo nubes de vapor en medio del aire helado de la noche.

—¡Abuelo! Qué…

—Nos han engañado, Ulin —dijo Caramon sin andarse con rodeos—. Los caballeros han salido en una búsqueda infructuosa. Envié algunos hombres a patrullar hacia el oeste, por si acaso. Volvieron a toda carrera con la noticia de que una pequeña fuerza de draconianos viene hacia aquí.

—¡Van a atacar Solace! —dijo Ulin consternado.

—Solace no, hijo —dijo Caramon poniendo una mano sobre el hombro de Ulin—. La Escuela de Hechicería.

—¡No! ¡Eso no es posible! ¿Cómo lo sabéis, abuelo?

—Tenía hombres apostados en las torres de vigía del bosque —respondió Caramon—. Un ejército de unos setenta y cinco draconianos pasó justo al pie de ellos. Todos los draconianos estaban entusiasmados pensando en el botín que se iban a llevar de la Escuela y en cómo los iba a recompensar Beryl por cada artilugio mágico que le llevaran, y doble recompensa por cada mago que capturaran vivo.

—Los caballeros… —dijo Ulin con voz ronca. La cabeza le daba vueltas como si estuviera ebrio—. El ejército…

—He enviado un mensaje —añadió Caramon—. Señora… Se despojó de su sombrero y saludó con una reverencia a Lucy que había venido a unirse a Ulin y ahora estaba tranquila y muda a su lado, brindándole su apoyo silencioso.

—Pero no es posible que lleguen a tiempo —continuó Caramon volviéndose a poner el sombrero—. Si avanzaron a marchas forzadas toda la noche, como tenían pensado, a estas alturas habrán recorrido ya treinta millas. Es imposible que den la vuelta y marchen hacia Solace sin descansar. Lo más pronto que podrían llegar sería mañana por la noche. Y para eso faltan todavía muchas horas.

—No obstante, podríamos resistir hasta entonces —dijo Ulin esperanzado, abriéndose camino entre la niebla del miedo y del desánimo para ver claro por fin—. Los muros de la Escuela son de piedra, suficientemente gruesos como para soportar incluso el asalto de los draconianos, especialmente si se trata de una pequeña fuerza. Tenemos almacenados artilugios, algunos de ellos de magia bélica, y eso sin contar con nuestros conjuros… ¿De qué se trata, abuelo? —preguntó Ulin de repente observando la expresión grave de Caramon—. ¿Hay algo que no me hayas dicho?

—Los draconianos dijeron algo de dragones, hijo. No lo sabemos… los hombres no vieron ninguno, pero…

—¡Dragones! ¡Entonces tal vez estemos a salvo y su objetivo sea Solace!

—Ulin —le reconvino Lucy—. ¿Qué estás diciendo?

Dándose cuenta de lo que se había atrevido a desear, aunque no lo dijera exactamente, Ulin sintió que se sonrojaba.

—Lo siento, abuelo. Por supuesto que no quiero que ataquen Solace. Es sólo que… —miró detrás de sí a los altos muros de piedra que despedían un suave resplandor grisáceo bajo la luna—. Mi padre ama este lugar, abuelo. Quedará destrozado.

—Los edificios pueden reconstruirse —dijo Caramon abruptamente—. La posada se ha quemado y reconstruido dos veces a lo largo de mi vida y cada vez se ha mejorado. Pero las vidas no pueden recuperarse cuando se pierden.

—Tienes razón, por supuesto —concedió Ulin. Ahora estaba tranquilo y había recuperado el control—. Tenemos que pensar en los niños, y en los maestros también. —Miró hacia el patio—. Por eso trajiste el carro.

—Me los llevaré a la posada —dijo Caramon—. ¡Deprisa! ¡No tenemos mucho tiempo!

Lucy ya atravesaba corriendo el patio. Ulin la siguió, dando gracias de no tener completo el cupo de estudiantes. Despertó a los maestros y les explicó la situación. Por suerte, todos conservaron la calma. Despertaron a los niños, aplacaron sus temores más inmediatos y, tras envolverlos en mantas, los sacaron corriendo de la Escuela hasta el carro que esperaba. Se les dijo que iban a Solace para quedarse un rato en la posada. Todos los niños conocían a Caramon y le tenían mucha simpatía. A la vista de su rostro jovial, seguro y tranquilizador, todos se apaciguaron, y la idea de un paseo en un carro de heno a estas horas de la noche, cuando deberían estar en la cama, disipó sus temores.

La aprendiza Abigail adivinó la verdad de inmediato, por supuesto, pero mantuvo la boca cerrada y de hecho la vieron tapando la nariz sangrante del aprendiz Thomas con un pañuelo en actitud maternal e indicándole, cuando ya estaban acomodados en el carro, que mantuviera la cabeza echada hacia atrás. Cuando todos estuvieron preparados, Caramon miró desde el pescante del carro a Ulin que estaba de pie en la puerta, con Lucy a su lado, inquebrantable.

—Ulin —comenzó Caramon.

Ulin sacudió la cabeza.

—Yo me quedo aquí, abuelo. No voy a permitir que todos nuestros artilugios caigan en poder de Beryl. Tengo que tomar algunas medidas, pero la señorita Lucy irá con vos.

—La señorita Lucy se queda, gracias, maestro Ulin —respondió Lucy con toda tranquilidad—. Será mejor que os pongáis en camino, señor —le dijo a Caramon—. ¡No os preocupéis! Nos las arreglaremos.

Sentado en el pescante y con el látigo en la mano, Caramon pareció dispuesto a discutir, pero como se dio cuenta de que quedaba poco tiempo y de que, además, Ulin tenía razón, que no podían permitir que artilugios tan poderosos como los que Palin había reunido cayesen en las garras de Beryl, Caramon les recomendó que no corrieran riesgos innecesarios y luego hizo restallar el látigo por encima de las orejas de los caballos. Los animales se pusieron en marcha tirando sin dificultad de su pesada carga. Las ruedas del carro giraban sobre el camino, en dirección al espeso bosque.

La noche quedó en absoluto silencio cuando se hubieron marchado. Ulin miró atentamente hacia los árboles, pero no vio movimiento alguno. Los asaltantes draconianos actuarían con el mayor sigilo. Estaba seguro de que no los verían hasta que los tuvieran encima. En cuanto a los dragones, la primera señal que tendrían de su presencia sería el terrible y paralizante terror al dragón, que privaba a los hombres de sus sentidos, de su valor, y, lo más terrible, incluso de su voluntad de vivir. Lo que Ulin tuviera que hacer debía hacerlo ahora, antes de que el miedo lo dejara tan indefenso como un niño perdido o abandonado.

—¿Qué vamos a hacer, Ulin? —preguntó Lucy, como si hubiera oído sus pensamientos—. Podríamos tenerlos encima en cualquier momento. —Le ayudó a cerrar las pesadas puertas—. Podrían estar ahí fuera ahora mismo.

—Sí —contestó Ulin atrancando la puerta con la barra. Se paró a considerar algo—. Cuando se construyó la Escuela, mi padre y los demás magos hicieron un poderoso conjuro sobre esta puerta, un conjuro que supuestamente se activa si alguien trata de forzar la entrada.

—¿Crees que funcionará todavía? —preguntó Lucy.

Ulin se encogió de hombros.

—¿Quién sabe? Estamos a punto de comprobarlo. —La miró atentamente mientras atravesaban rápidamente el patio—. ¿Estás bien?

—No —le contestó alegremente—. Para ser sincera, estoy tan asustada que podría huir corriendo por el camino y, quizás, llegar a Solace incluso antes que los caballos. Pero no voy a dejarte aquí. Especialmente porque tienes un plan, ¿no es cierto?

Ulin sonrió pesaroso, le cogió la mano y se la apretó.

—Sí, tengo un plan. Pero es peligroso y no estoy muy convencido de que debas estar aquí, Lucy. Podría fallarme.

—¿Te puedo servir de ayuda?

—Sí —admitió.

—Entonces, manos a la obra. ¿Qué vas a hacer? No podemos esconder los artilugios. Es casi seguro que los draconianos terminarían encontrándolos, y si así no fuera, lo harían los dragones. Los Rojos tienen olfato para la magia, al menos eso tengo entendido.

—No voy a esconderlos —dijo Ulin—. Voy a sepultarlos.

El capitán del grupo de asalto draconiano era un corpulento aurak de nombre Izztmel. Ya era uno de los favoritos de Beryl, y el asalto de esta noche contribuiría mucho a aumentar su influencia sobre el dragón. El asalto había sido idea de Izztmel, que se había basado en una «conversación» que había tenido con un joven usuario de la magia, un amigo de Palin Majere.

Un mes antes, Izztmel había topado con el desdichado mago y lo había capturado en el momento en que trataba de volver a la Escuela de Hechicería de un viaje a la Torre de la Alta Hechicería de Wayreth, torre que Beryl quería hacer suya pero que los magos conseguían seguir manteniendo oculta a sus ojos.

El joven mago no había proporcionado mucha información útil sobre la Torre, pero había revelado, antes de morir, que Palin Majere, temeroso de que Beryl pudiera dar con la Torre, tenía muchos artilugios mágicos almacenados secretamente en la Escuela.

Cuando Izztmel le sugirió al dragón la idea de asaltar la Escuela, a Beryl le encantó. Ella nunca se lo había dicho a nadie, pero sentía que en los últimos meses sus poderes mágicos habían decaído. En lo más hondo, temía que su prima Malys fuera la responsable, pero también tenía que considerar la posibilidad de que los culpables fueran estos molestos magos de la Escuela. Beryl dio órdenes de que los caballeros negros fingieran un ataque desde el sur para apartar a la guarnición de Solace y a la milicia de la ciudad, dejando la Escuela aislada e indefensa.

Izztmel había señalado que esto dejaría también indefensa a la rica ciudad de Solace, pero Beryl se había negado en redondo a considerar la posibilidad de atacar Solace. Su prima Malys lo vería, casi con seguridad, como una ruptura del pacto, y Beryl todavía no era lo bastante fuerte para ganar una batalla contra la inmensa y poderosa hembra de Dragón Rojo. Sin embargo, a Malys no le importaría una pequeña incursión de medianoche contra una Escuela cuyos magos en más de una ocasión habían desbaratado sus ambiciosos planes de gobernar en todo Ansalon.

Ya le llegaría la hora a Solace, pero no ahora.

Izztmel y su pequeño grupo de asalto marcharon desde la guarida de Beryl hacia Solace, ocultamente. Mientras tanto, los caballeros negros avanzaron desde otra dirección, haciendo todo el alarde y el ruido que podían.

Pocas horas después de medianoche, el grueso de la partida de asalto draconiana se reunió con la avanzadilla de exploradores que había estado oculta en los bosques desde la puesta del sol, montando guardia. Izztmel observó decepcionado que había luces encendidas en algunas de las ventanas de la inmensa estructura de piedra. Había confiado en sorprenderlos a todos dormidos.

—¿Tu informe? —preguntó Izztmel a uno de los exploradores.

—Señor —saludó el explorador—. Fueron informados. Vuestro ejército fue avistado por algunos humanos escondidos entre los árboles.

Izztmel lanzó varios juramentos a media voz.

—Me pareció oler a carne humana en el bosque, pero no tuve tiempo de pararme a comprobarlo. Entonces ¿han huido todos? ¿Se han llevado sus cosas consigo?

—Subieron a algunos de sus jóvenes en un carro —dijo el explorador—. Vuestras órdenes eran no hacer nada que pudiera ponerlos sobre aviso, por eso dejamos que el carro se marchara. Eso fue hace una hora poco más o menos. Pero por lo menos hay todavía dos magos dentro. Los oímos hablar. Dijeron que se quedarían para proteger los artilugios. No los hemos visto salir.

—Excelente —dijo Izztmel, frotándose las garras—. Dos prisioneros y todos los artilugios. Y nadie para defender el lugar. Sólo tenemos que esperar a que lleguen los Rojos…

—Señor —le llamó la atención uno de los draconianos—, se puede ver a los Dragones Rojos en el horizonte.

Izztmel, mirando hacia el oeste, vio la sombra de las alas de los dragones upando la luz de la luna.

—Al ataque —ordenó.

La orden recorrió silenciosamente la línea, de un draconiano a otro. Sacaron sus curvas espadas y corrieron por el terreno cubierto de escarcha hacia la entrada principal. Lo hicieron en silencio, sin gritar ni vitorear. Al llegar a la entrada, se pararon.

—¡El ariete! —ordenó Izztmel.

Los draconianos, cargados con un enorme tronco rematado con una punta de hierro, se lanzaron a la carrera contra la puerta. El ariete dio contra la puerta y se desintegró instantáneamente como si en vez de ser de madera fuera de hielo, mientras los draconianos que lo sujetaban salían despedidos hacia atrás, lanzados por una fuerza invisible.

—Tiene un conjuro de algún tipo, señor —dijo uno de los draconianos.

—¿De veras? —se burló Izztmel—. Atrás todos.

Acercándose a la puerta extendió sus manos provistas de garras y evocó su conjuro. Podía sentir el poder del conjuro de la puerta actuando contra él. También pudo sentir las molestas picaduras de unos mosquitos o algún otro tipo de insecto que se reunieron en enjambre a su alrededor mientras lanzaba el conjuro. Su conjuro vaciló y por un momento pensó que lo había perdido, pero de repente el conjuro de la puerta desapareció. La magia de Izztmel fluyó hacia su interior produciéndole una sensación cálida y regocijante. La magia brotaba de sus manos formando una pared de fuego que al golpear contra la puerta la incendió.

Ahora, gritando salvajemente, los draconianos derribaron las puertas en llamas y entraron en el patio.

Al oír el golpe del ariete, Lucy se estremeció y derramó algo del carbón con que estaba llenando un barril.

—Cuidado —dijo Ulin sin inmutarse—. No tenemos tanta cantidad de eso como para tirarlo por ahí.

—No lo estoy tirando por ahí —replicó Lucy—. Estoy temblando como una hoja. ¿Has oído eso? ¡Están ahí afuera! —Levantó la cabeza asustada—. ¡Y además, ahí está pasando algo! ¡Algo terrible!

—Dragones —respondió Ulin con expresión sombría—. Ésa es la primera señal del terror al dragón. Lucha contra él, Lucy. Los dragones todavía no están cerca. Y es de esperar que a los draconianos les lleve un rato todavía derribar las puertas. —Recogió con cuidado la pequeña cantidad que Lucy había derramado y la echó en el barril—. Ahora les pongo la tapa a estos dos.

—¿Por qué una tapa? —preguntó Lucy nerviosamente.

—Porque en mis experimentos descubrí que el polvo de trueno es más eficaz cuando está encerrado que cuando está suelto.

Ulin levantó el barril lleno con el polvo negro y, llevándolo con cuidado, atravesó con él el vestíbulo hasta la habitación donde estaban almacenados los artilugios. Lucy trajo el otro barril. En el escaso tiempo de que habían dispuesto, sólo habían fabricado una cantidad del atronador polvo negro suficiente para llenar tres barriles: dos grandes y uno pequeño. Ulin colocó cada uno de los grandes al pie de las dos columnas maestras situadas cerca de la puerta del cuarto de los objetos de magia.

—Ahora, si no me equivoco —dijo mirando los barriles y las columnas y echando una mirada al enorme techo de piedra que los cubría—, cuando estos dos exploten, la fuerza del estallido derribará las columnas y hará que el techo caiga sobre los objetos mágicos. Entonces ni siquiera el dragón podrá llegar hasta ellos.

Los dragones se acercaban. Ya podía sentir que empezaba a dolerle el estómago. Respiró hondo para calmarse.

—Si es que estás en lo cierto —dijo Lucy mirándolo con escepticismo—. Ulin ¡lo que hiciste estallar fue un salero!

Ulin se encogió de hombros.

—Esté o no en lo cierto, ahora no se puede hacer mucho al respecto.

Levantando el otro barril, el pequeño, empezó a esparcir polvo de trueno en el suelo alrededor de los dos barriles grandes. Luego, sin dejar de esparcir polvo, empezó a retroceder por el vestíbulo.

—¿Para qué es eso? —preguntó Lucy.

—Así es como voy a hacerlo explotar —explicó Ulin—. Avísame cuando llegue al final del corredor. No puedo ver adónde voy.

—Aquí es —anunció Lucy después de un momento.

—Bien —dijo Ulin con voz ronca. Casi había vaciado el barril. Se enderezó con dificultad porque tenía doloridos los músculos de la espalda.

—Coge una de ésas —señaló las antorchas que había en los candelabros de la pared—, vamos a necesitarla.

—¡Quieres encender una antorcha! —Lucy se lo quedó mirando. Le mostró sus manos ennegrecidas—. ¡Estamos cubiertos de esa cosa!

—No te hará daño —le explicó con paciencia—. Tiene que estar encerrada, ¿recuerdas? Sólo tienes que tener cuidado de no encender el reguero de polvo. Todavía no.

Llegó el sonido de gritos triufales, terribles.

—Han derribado las puertas —dijo Lucy con el rostro lívido—. ¡Date prisa, Ulin!

Estiró la mano para coger uno de los candelabros de hierro en forma de gárgola que había en las paredes. Al sacar la antorcha encendida del candelabro, Ulin oyó el pequeño chasquido de un mecanismo oculto. Sujetó firmemente el candelabro y lo hizo girar a la derecha hasta oír otro chasquido. Entonces lo hizo girar otra vez a su posición original y se oyó un tercer chasquido. Después de una pausa, durante la cual Ulin se mordió nerviosamente el labio, seguro de que su intento había fallado, llegó un sonido chirriante. Suspiró aliviado y cogiendo la mano de Lucy, pasaron presurosos por la abertura dejada por un panel deslizante en la pared.

—¡Esto es notable! —dijo ella, impresionada—. ¡No sabía que esta pared hiciera eso!

—Sólo mi padre y yo lo sabemos —explicó Ulin—. Fue diseñado para un caso como éste. Fue idea mía —añadió con cierto orgullo en la voz que ni siquiera el miedo consiguió disimular—. Pásame la antorcha. Y ahora sal de aquí, Lucy. Sal corriendo. —Señaló el largo y estrecho corredor que desaparecía en la oscuridad—. El túnel sale al bosque, cerca de la casa de mi padre.

—Te espero.

—¡Maldita sea, Lucy! —Ulin la miró furioso, pero ella le devolvió la mirada. No tenía tiempo para discutir.

Se oyó el ruido de algo que se venía abajo, como de madera astillada y rota. Terribles alaridos de júbilo atronaron el aire. Los draconianos habían entrado en la Escuela.

Ulin puso el extremo encendido de la antorcha en contacto con el reguero de polvo de trueno. Saltó una chispa y se prendió fuego. La llama empezó a devorar el polvo, avanzando implacable por el suelo de piedra hacia los barriles. Ulin esperó un momento hasta ver cómo avanzaba la llama por el rastro de polvo negro. Entonces estiró la mano hacia una cuerda que colgaba del techo y tiró fuertemente de ella. El panel deslizante hizo el recorrido inverso y cerró la abertura.

—¡Corre! —gritó—. ¡No te preocupes por ser recatada, mujer! Recógete las faldas y corre como si te persiguieran los dragones.

—Muy gracioso —gruñó Lucy, haciendo lo que le había dicho y, levantando el ruedo de sus faldas casi hasta la cintura, se lanzó por el largo túnel con los pasos de Ulin resonando a su lado.

Corrieron y corrieron con los oídos alerta, esperando la explosión. El tiempo pasó y no oyeron nada, solo el eco de sus propias pisadas.

—¿No debería… haber pasado… algo ya a estas alturas? —logró articular Lucy casi sin aliento.

—Sí —dijo Ulin, con la voz tirante por el desánimo—. Debería. Hemos fracasado.

Después de haber pasado una noche echado en el suelo frío y húmedo, envuelto en su manta, sin dormir, contemplando las estrellas y tratando de poner nombre a su miedo, Palin había conseguido al fin conciliar el sueño cuando una mano lo sacudió.

—Siento despertaros, señor —dijo una voz, de rostro perdido en las sombras—. Lord Warren quisiera hablar con vos, dice que es urgente.

Palin echó a un lado la manta y siguió al ayudante de campo del comandante de los caballeros hasta la tienda de éste. El campamento era un verdadero alboroto: los oficiales gritaban, despertando a los hombres, pidiendo sus caballos y llamando a sus escuderos. Palin se maravilló de haber podido dormir entre semejante barahúnda.

—Ha sucedido algo sumamente extraño, Majere —dijo lord Warren con expresión sombría—. Mis exploradores acaban de venir a decirme que el enemigo se ha ido.

—¿Que se ha ido, señor? —repitió Palin, todavía atontado por el sueño.

—Se ha ido, desvanecido. Todos ellos han desaparecido, se han disuelto en la noche. ¿Sabéis qué significa eso? —Lord Warren no le dio tiempo para responder—. Significa que todo fue un engaño. ¡Nos han embaucado! ¡Significa que mientras andamos perdiendo el tiempo por aquí como un atajo de idiotas, ellos están atacando Solace!

El miedo retorció las entrañas de Palin y descubrió ahora cuál era el nombre de su miedo. Lord Warren estaba equivocado. Beryl no quería Solace, quería algo que para ella tenía mucho más valor que Solace.

Sacando un anillo de una bolsa, Palin lo deslizó en su dedo y desapareció.

—Nos volvemos… —empezó a decir lord Warren, pero se encontró hablando al aire. Parpadeó y se quedó boquiabierto.

—¿Majere?

No obtuvo respuesta.

—Magos —dijo para sus adentros mientras abandonaba su tienda que, según sus órdenes, ya estaba siendo desmantelada—. Tipos raros. Hasta los mejores de ellos.

—Éste es el cuarto de los objetos mágicos —dijo Izztmel, mirando intensamente la puerta cerrada y comparándola con un burdo esquema hecho a partir de la descripción que había logrado arrancar al mago torturado. Miró en derredor. Sí, coincidía con la descripción. En el nivel más bajo, en un estrecho corredor que había desde el laboratorio. Había varias columnas grandes a lo largo del corredor. Lo único que estaba fuera de lugar era un barril de madera que había al pie de cada una de las columnas cercanas a la puerta. El barril estaba cubierto de una sustancia negra y polvorienta que había sido esparcida por todo el suelo.

—¿Qué es esta porquería? —preguntó Izztmel, desconfiado—. ¡Ayudante de campo! ¡Acercaos!

—Sí, señor. —El bozak se acercó con aire fastidiado.

Id y examinad eso más de cerca —ordenó Izztmel—. Decidme qué es.

El bozak se deslizó hacia adelante con los ojos fijos en el polvo y listo para saltar en el momento en que se observara algo alarmante. El polvo parecía de lo más inofensivo. Se agachó y miró fijamente la sustancia, con cuidado de no pisarla.

—Hay un rastro de ese polvo que va hasta el final de corredor, señor —informó.

—¡Bien, ve a investigarlo! —ordenó Izztmel lamentando la pérdida de tiempo. Estaba tan cerca de la magia… La sensación hacía que sus escamas se entrechocaran por adelantado.

El bozak recorrió el vestíbulo.

—Da la impresión de que alguien trató de usarlo para encender un fuego, señor —informó—. Parte de él está quemado en este extremo.

—¡Humanos! Es propio de su necedad —musitó lzztmel. Alargó una zarpa, la hundió en el polvo negro y se la llevó a la nariz—. Carbón —volvió a olfatear—. Huevos podridos y orina de caballo. Tal vez algún tipo de magia. Fuera lo que fuese lo que pretendían hacer con ello, es evidente que no funcionó.

»Eso sí que es magia —dijo, señalando el candado de hierro—. ¡Puedo olerla! —La ansiedad le hacía sacar la lengua entre los dientes—. ¡Sus preciosos artilugios! Conjuro de cierre, candado de hierro. Hasta un niño podría atravesarlos.

Izztmel hizo un conjuro con las manos. El mágico cierre tembló, pero sin ceder. Insistió en el conjuro y por fin sintió que la barrera mágica se desvanecía. Ahora sólo quedaba el candado de hierro. Trajo a su memoria las palabras de un conjuro de rayo, apuntando con el dedo al candado.

Su dedo lanzó un chispazo mágico que chisporroteó cerca del barril…

Ulin y Lucy estaban en la linde del bosque fuertemente cogidos de la mano, observando aterrorizados a los dos enormes Dragones Rojos que sobrevolaban en círculos la Escuela de Hechicería. Fuera de las puertas que aún seguían ardiendo, una patrulla de los draconianos caminaba, vigilando que nadie perturbara su saqueo y su pillaje. Era evidente que no esperaban que los interrumpieran, porque gruñían y lanzaban juramentos en su rústica lengua, quejándose de que los dejaran allí afuera mientras sus camaradas se embolsaban todo el tesoro.

Desde dentro de la Escuela, Ulin podía oír estentóreas risas, ruido de muebles machacados, de mesas reducidas a astillas, de cristales rotos. Le parecía que cada golpe era una afrenta personal contra él. Aquellos demonios estaban devastando el lugar. Todos los objetos valiosos que encontraban los tiraban por las ventanas rotas para luego recuperarlos y llevárselos.

—Hiciste todo lo que pudiste, Ulin —dijo Lucy quedamente, con voz temblorosa.

—No fue bastante —replicó con amargura—. Ésa es la historia de mi vida. ¡Nunca hice nada realmente bueno! Ni por la magia, ni por mi esposa…

Lucy abrió la boca y le clavó las uñas en el brazo.

—¿Quién es ése? —preguntó.

De repente, una figura se había materializado en el patio; una figura que, por un momento, le pareció a Ulin que se había formado de luz de luna y resplandor estelar, hasta que, horrorizado, la reconoció.

—¡Padre! —gritó.

Pero la patrulla draconiana había visto también la figura, y ellos estaban mucho más cerca.

—¡Padre! —volvió a gritar Ulin—. ¡Detrás de vos!

Palin se volvió y, viendo a los draconianos, levantó la mano para lanzar su conjuro…

Una lengua de fuego se elevó hacia el cielo desde la Escuela. La llamarada sobrepasó en altura a la torre más alta. Su luz era tan intensa que cegaba a cuantos la miraban. Y entonces llegó el trueno, una explosión retumbante que partiendo de la torre se expandió por el suelo que se onduló y sacudió con la onda de choque. La explosión tiró a Palin al suelo y despidió a los draconianos hacia atrás. Los dragones que sobrevolaban la Escuela también sintieron la sacudida y empezaron a batir frenéticamente las enormes alas para librarse del posible daño. La explosión partió en dos el corazón de la Escuela de Hechicería.

Escombros y cascotes salieron despedidos hacia lo alto para caer a continuación en una lluvia mortífera que arrancó de cuajo las ramas de los árboles e hizo rodar por el suelo enormes piedras como si fueran guijarros.

Ajeno al peligro, Palin se puso en pie de un salto. Gritó algo, palabras que Ulin no pudo oír por el terrible estruendo que producían las paredes de la Escuela al derrumbarse. La gran torre se balanceó y cayó con un ruido ensordecedor. Las llamas saltaron, iluminando la oscuridad, transformando la noche en día en un instante. El humo enturbió el aire.

Los draconianos, atónitos, miraban con total desconcierto el edificio en llamas. Uno de ellos señaló a los Dragones Rojos y sacudió el puño.

—¡Malditos idiotas! ¿Teníais que quemarlo todo? —gritó—. Algunos de nuestros hombres estaban dentro todavía.

—¡Eso por no hablar del botín! —chilló otro.

Los Rojos no les hicieron ni caso. Su tarea de aquella noche había terminado, aunque de una manera inesperada. Chamuscados y sacudidos por la explosión emprendieron vuelo hacia su guarida. En su informe a Beryl culparían de la explosión al aurak Izztmel.

—No nos volveremos con las manos vacías —dijo un draconiano mirando a Palin—. Al menos nos llevaremos esa miseria humana. Uno de sus malditos magos es mejor que nada.

—¡Padre! ¡Cuidado! —gritó Ulin.

Palin estaba contemplando el final de su sueño. No veía ni oía nada.

Ulin quiso correr hacia él, pero Lucy lo sujetó fuertemente con sus brazos.

—¡No puedes ayudarlo, Ulin! —di jo—. Sólo conseguirías que te capturaran a ti también. ¡Se lo diremos a tu abuelo! Él enviará un grupo de rescate. No será difícil seguir el rastro de los draconianos. ¡Ulin, no lo hagas! ¡No!

Los draconianos apresaron a Palin. Todavía aturdido por la explosión y, tal vez más todavía, por el espectáculo de su amada Escuela en llamas, de su sueño hecho humo, no luchó ni se resistió. Ni siquiera los miró mientras le encadenaban los brazos a la espalda. No dijo nada. Observó el fuego hasta que los draconianos lo apartaron de allí, e incluso entonces se retorció para mirar atrás.

—Ya me puedes soltar —dijo Ulin, con la voz ronca por el humo.

Lucy lo fue soltando poco a poco.

Parecía agotado, a punto de derrumbarse. Las lágrimas dejaban surcos en su rostro ennegrecido por el carbón. El brillo de la locura había desaparecido de sus ojos dejándolos oscuros y vacíos. Las lágrimas de la propia Lucy corrían a raudales por sus mejillas. A distancia pudieron oír las campanas de Solace tocando otra vez, llamando a los que habían quedado en la ciudad para apagar el incendio.

—No podrán hacer gran cosa —observó Ulin con amargura.

Buscando en su bolsillo, sacó unos papeles y los rompió por la mitad, luego las mitades en mitades, rompió éstas en cuartos y siguió así hasta que el suelo quedó cubierto por pequeños trocitos de papel no mayores que las ascuas y cenizas que les caían encima.

—Mis notas sobre el polvo de trueno —explicó—. Y la fórmula. —Una vez rotas las notas, se llevó las manos a la cabeza—. Ojalá las pudiera desprender de mi cerebro de la misma manera.

—La magia podría haber hecho volar el edificio —dijo Lucy, buscando una manera de consolarlo—. Podrías haber hecho un conjuro…

—La magia es un oficio, una disciplina, un arte. El uso de la magia requiere estudio, sacrificio, concentración. El polvo de trueno —Ulin echó una mirada al edificio en llamas y se estremeció— podría usarlo cualquiera, poco escrupuloso, con medio cerebro. Lucy, ¿qué he hecho? ¿Qué terrible poder he desatado sobre el mundo? Ojalá jamás lo hubiera inventado.

—Al menos nadie lo sabrá —dijo la mujer, tranquilizándolo—. Pensarán que fueron los dragones los que destruyeron la Escuela.

Ulin aplastó los añicos de papel con el tacón de su bota.

—Nadie lo sabrá —repitió—. ¡Nadie lo sabrá jamás!