Vínculos de sangre

John Grubber

—¡Vamos, Oleth! ¡Mueve ese culo perezoso!

—¿Adónde vamos? —jadeó Oleth.

—A la caverna —gritó Eliamm saltando del carro.

La caverna estaba a unos diez metros, pero bien podría haber estado a cincuenta kilómetros a juzgar por la aterrorizada expresión de Eliamm. Podían oír las pisadas de la bestia gigantesca chapoteando en el agua detrás de ellos, acercándose, sonando como los truenos de una tormenta inminente. El tyler —una criatura que era en parte dragón y en parte otra cosa horrorosa— todavía no había salido de la ciénaga, pero cuando llegara a terreno llano, la distancia que había entre ellos y la bestia quedaría anulada en un instante.

La caverna no ofrecía garantías de seguridad, pero era su única esperanza. Los hermanos treparon por un saledizo de roca dejando atrás el carro y el alce muerto. El tyler lanzó un rugido aterrador que el eco propagó a través de los árboles al salir de la ciénaga. El reptil redujo el carro a astillas de un violento zarpazo y aplastó contra el suelo el alce a medio desollar. Llegó al pie de la pared rocosa en menos que canta un gallo, aferrándose con sus enormes pies a la pendiente cubierta de talos. Olfateando el rastro, el tyler inclinó la astada cabeza y volvió a rugir.

Oleth, con sus quince años, era el menor de los dos hermanos y también el más tosco como resultado de una mala crianza y de su aversión al trabajo. Había sido el primero en encarar la pared rocosa. El pánico le había dado alas a su pesada estructura llevándolo a superar a su hermano mayor, de forma más atlética. Eliamm no se había dejado llevar por el pánico a la vista del monstruo. Incluso había tenido la presencia de ánimo necesaria para recoger el arco y las flechas al primer indicio de la presencia del tyler que se acercaba por la Nueva Ciénaga.

Alcanzaron la caverna y se dieron cuenta de que era mucho más pequeña que cuando jugaban en ella de niños.

—¡No voy a caber! —dijo Oleth, jadeante.

—¡Seguro que sí! ¡Mete la barriga!

Oleth aspiró hondo y, como el miedo hace maravillas, consiguió deslizar su voluminoso cuerpo en la caverna que había sido un puerto seguro en su adolescencia, un lugar donde dos muchachos granjeros se refugiaban de la correa de su padre o de dos molestas hermanas menores.

No habían hecho más que entrar cuando el tyler golpeó la pared rocosa con la cabeza tratando de introducir por la abertura su mandíbula armada de poderosos colmillos. Los dos jóvenes se pegaron a la pared del fondo de la cueva, apretándose contra ella cuanto les fue posible, esperando, rezando. Eliamm disparó una flecha a la cabeza astada del tyler. Oleth gritó de alegría cuando la flecha dio en el blanco, pero no produjo el menor daño ya que rebotó en las gruesas escamas pardas y fue a caer al suelo de la caverna.

Los tyler no tienen fama de inteligentes precisamente y, después de golpear la cabeza contra la roca unas cuantas veces, la bestia se dio por vencida y se alejó. Eliamm se arrastró hacia la entrada de la cueva y escudriñó la creciente oscuridad. El tyler había vuelto al carro, levantó el cuerpo del alce, cogió la cabeza entre los dientes y la separó del cuerpo. Los muchachos permanecieron sentados en silencio a la entrada, observando cómo el fruto de dos días de rastreo acababa engullido por el tyler en dos bocados.

Furioso, Eliamm le disparó otra flecha. Rebotó en las gruesas escamas. El monstruo ni siquiera parpadeó. Terminada su comida, con la barriga llena, empezó a cabecear. Con un profundo ronquido se dio la vuelta y no tardó en quedarse dormido, subiendo y bajando sus abultados flancos a un ritmo constante.

—¡Ahora! —dijo Eliamm.

Los dos se deslizaron hacia la entrada de la cueva confiando en salir subrepticiamente mientras la bestia dormía. Eliamm salió y resbaló sobre la grava suelta. Las pequeñas piedras salieron rodando por la pared rocosa.

El tyler se quejó entre dientes, se removió y entreabrió un ojo.

Los hermanos volvieron a introducirse en el refugio. Eliamm empezó a pasear, frustrado, cansado de estar allí acorralado, impaciente por escapar. Oleth se acomodó en el fondo de la cueva y pronto estaba roncando estentóreamente, contento de esperar hasta que se fuera el tyler.

Cerca del amanecer, Eliamm despertó sobresaltado. El misterioso ruido que lo había despertado no era un sueño. El sonido empezó como un suave canturreo, se transformó en un quejido audible y descendió otra vez al tono inicial y así se repitió varias veces. Eliamm se quedó escudriñando la luz incipiente, tratando de encontrar el origen, pero no consiguió ver nada. No fue a él al único que perturbó el sonido. El tyler se despertó, se levantó torpemente y se puso en marcha, dirigiéndose hacia la ciénaga por el camino por el que había venido.

—Eh —dijo Eliamm pateando a su soñoliento hermano—. Ya podemos irnos.

Se quedaron mirando apenados los restos del carro. No quedaba nada del alce. No había más remedio que volver a casa con las manos vacías.

Su padre los haría responsables de la pérdida del carro, de las provisiones y de la caza. Liam MacKeown no era un hombre paciente. No era injusto ni violento, pero no soportaba las excusas de sus dos hijos. Solía escuchar lo que decían, resoplar incrédulo y ordenarles a continuación que limpiaran el establo o la pocilga como castigo. Su madre, Isabelle, solía creer a sus hijos. Más bien solía creer a Oleth, su favorito, que a sus ojos no podía hacer nada malo.

Los hermanos emprendieron el camino, pateando piedras y culpándose mutuamente. Si Oleth no hubiera sido presa del pánico…, si Eliamm hubiera tenido mejor puntería… La discusión continuó hasta que rodearon la última curva del camino que llevaba a la granja de sus padres. Ninguno de los dos prestaba demasiada atención a donde ponía los pies, y los tomó por sorpresa cuando Oleth cayó en una gran zanja, de bruces en el espeso fango.

Maldiciendo, se levantó y usó la manga de su camisa para limpiar el barro de su cara redonda. Eliamm le tendió una mano, riendo, para ayudarlo a levantarse.

—Para empezar, ¿quién cavó esta zanja? —gruñó Oleth.

Eliamm examinó la zanja más de cerca. Lo que vio no le gustó nada. Levantó la cabeza, mirando a la carretera.

—No es una zanja, Oleth —dijo en voz baja—, a menos que una zanja tenga dedos.

Era una huella. Una huella de casi metro y medio de largo, con tres grandes dedos. Un poco más lejos había otra huella, otra más. La vegetación estaba aplastada y pisoteada.

Los muchachos emprendieron una carrera aterrorizada. Las huellas conducían hacia la casa.

—¡Mamá! —gritó Eliamm sin aliento, entrando en el patio—. ¡Papá!

—¡Kira! ¡Selah! —llamó Oleth a voz en cuello a sus hermanas pequeñas.

No hubo respuesta. Ni siquiera ladró el perro. Eliamm vio enseguida la causa. El cadáver del perro yacía, destrozado y ensangrentado, cerca de la casa que había defendido hasta la muerte. Cadáveres de otros animales —vacas, perros— aparecían esparcidos por todo el patio. Las moscas zumbaban y aves ávidas de carroña salieron aleteando disgustadas al ver interrumpido su festín por la llegada de los muchachos.

La casa estaba en ruinas. Las paredes habían sido atravesadas y el techo estaba parcialmente caído. Del granero, que antes se encontraba junto a la casa, no quedaba más que un montón de madera astillada y piedras.

Levantaron la puerta rota que había sido arrancada de sus bisagras, y entraron en la casa. Sus pies hicieron crujir trozos de cristal de las ventanas y de utensilios de loza. Se colaron entre las ruinas, buscando señales de vida, llamando hasta quedarse roncos.

Oleth empezó a lloriquear.

—¡Están todos muertos! ¡El tyler los mató a todos!

—¡No, no están muertos, Oleth! —dijo Eliamm con tono sombrío—. ¡Mira a tu alrededor! Por todas partes hay perros y vacas muertos, pero ningún cuerpo humano. ¡Están vivos!

—Entonces, ¿adónde han ido, Eliamm? —preguntó Oleth.

—Es probable que se hayan refugiado en casa de los vecinos, de los Van Gruten —respondió Eliamm.

—Te estás tomando esto con una calma pasmosa, Eliamm —dijo Oleth con tono acusador—. Creo que no te importa lo que les pueda haber pasado.

—Sí que me importa —replicó Eliamm—. Pero como no les ha pasado nada, no estoy preocupado. —Hizo una pausa y miró la casa en ruinas—. ¿Has notado algo extraño, Oleth? Todo lo de valor que poseíamos ha desaparecido. Las joyas de mamá, el dinero de papá. No aparecen ni destrozados ni rotos. Han desaparecido.

Los muchachos atravesaron los campos corriendo; la esperanza y el temor les daban tuerzas. Pero en cuanto vieron la cerca de los Van Gruten destrozada, supieron lo que les esperaba más adelante y su marcha se hizo más lenta, perdidas las esperanzas. También allí se veían las horribles pisadas, la misma muerte, la misma destrucción. Sólo que esta vez había cuerpos humanos mezclados con los perros y las vacas muertos. Los cuerpos habían sido destrozados, algunos de ellos de manera tan despiadada que los muchachos no pudieron reconocer a sus vecinos de toda la vida. Por lo que se veía, los Van Gruten, veteranos de la Guerra de Caos, habían tratado de luchar con el tyler. En el patio había flechas partidas y Eliamm encontró una mano cortada aferrada todavía al mango del hacha.

Había carretas volcadas y aplastadas como paja, y huellas de garras enormes clavadas en la vieja madera. Los graneros habían sido destruidos pero, cosa extraña, la casa todavía estaba casi intacta, aunque habían roto las ventanas y habían destrozado las puertas. Había huellas gigantescas del tyler por todo el patio.

A la vista de los cuerpos mutilados, Oleth cayó de rodillas y vomitó. Eliamm logró a duras penas sacar a su hermano de aquella escena de destrucción, e hizo que se sentara junto al pozo, en la parte trasera de la granja, y que bebiera un poco de agua. A Eliamm le tocó terminar de examinar los cuerpos y buscar entre los escombros.

Cuando volvió, encontró a su hermano algo recuperado, aunque estaba tirado, hecho un ovillo, con las lágrimas resbalándole por la cara.

—No están aquí —dijo Eliamm—. No están entre los muertos. He encontrado a los dos Van Gruten y a su hijo mayor, Haim, pero eso es todo. Ni rastro de todos los demás.

—Entonces, ¿dónde están, Eliamm? —preguntó Oleth en tono lastimero—. ¿Dónde está nuestra familia?

—¿Cómo voy a saberlo? —soltó Eliamm, con los nervios de punta. La visión de aquellos cadáveres y la idea de la muerte tan cruel que habían tenido lo habían sacudido hasta la fibra más íntima. Quería con todas sus fuerzas sentarse y sollozar como Oleth, pero no podía permitírselo. Uno de los dos tenía que ser fuerte—. He mirado dentro de la casa. No se han llevado nada. Los candelabros de oro están sobre la mesa junto con las copas de plata de las que tan orgullosa estaba la señora Van Gruten.

—Claro, por supuesto —dijo Oleth—. ¿Para qué querría el tyler unas copas de plata?

—¿Y para qué querría el tyler las joyas de mamá? —preguntó Eliamm—. Y sin embargo han desaparecido.

Oleth lo miró y parpadeó.

—¡Escucha! —dijo Eliamm—. Ruedas de carreta. Alguien viene.

Los muchachos vieron una carreta pintada de colores brillantes que se detenía frente a la casa. Una figura menuda, vestida con un capote negro y que llevaba un gran saco, saltó desde el pescante al suelo.

—¡Fessik! —suspiró Eliamm.

Hubiera reconocido esa carreta de gitano pintada con colores estridentes en cualquier lugar, lo mismo que la mayor parte de los habitantes de la zona. Fessik era un buhonero que siempre tenía algo que vender, curar o maldecir. Iba de granja en granja, de ciudad en ciudad. Nadie más que él se atrevía a viajar de noche, pero la oscuridad y el miedo a las criaturas de la ciénaga no detenían al mercader.

Oleth dio un salto y a punto estuvo de decir algo, pero Eliamm le tapó la boca con la mano.

—¡Estate quieto! —susurró Eliamm—. Veamos qué se trae entre manos.

Fessik no pareció sorprendido ante el espectáculo de la carnicería. Casi ni miró los cadáveres. Se dirigió a la casa a toda prisa y entró decidido. La paciencia de Eliamm se vio recompensada al cabo de algunos minutos cuando Fessik salió de la casa con el saco que ahora abultaba más que antes. Abrió una puerta trasera de su carreta, arrojó la bolsa dentro, sacó otra vacía y volvió a dirigirse a la casa.

Eliamm salió a la carrera. Fessik tenía un oído muy agudo. Oyó a Eliamm antes de verlo, se dio media vuelta y corrió hacia la carreta. El buhonero era más rápido de lo que parecía y ya se encontraba en el pescante y estaba cogiendo las riendas cuando Eliamm saltó sobre él, lo levantó y lo arrojó fuera de la carreta, en medio del fango. Eliamm le sujetó los brazos contra el suelo. Una de las bolsas cayó de la carreta y su contenido se desparramó por el suelo.

Oleth cogió una copa de plata y la sostuvo en alto para que Eliamm pudiera verla. Recogió también un brillante collar de amatistas y lo levantó también.

—¡Ladrón, asesino! —gritó Eliamm, y sujetando al buhonero por el cuello con ambas manos lo levantó del suelo—. ¿Dónde están? ¿Dónde están?

—¡Yo no lo robé! ¡Lo encontré! —gritó Fessik, medio ahogado.

Eliamm le dio un puñetazo en un lado de la cabeza.

—¿Qué les has hecho?

Eliamm sacó el cuchillo de caza de su cinturón con una mano, sin dejar de sujetar al mercader con la otra. Se puso de pie y arrastró a Fessik con él. Lo alzó hasta el palenque y lo dobló hacia atrás sobre él.

Eliamm apretaba la hoja del cuchillo contra la garganta de Fessik.

—Te lo preguntaré otra vez —dijo con acritud—. ¿Dónde están?

Oleth lo miraba, conmocionado.

—Eliamm… —dijo vacilante.

Eliamm lanzó a su hermano una mirada furiosa que lo hizo callar.

—¡Me limito a robar en las casas vacías! —farfulló Fessik—. No le he hecho nada a vuestra familia. ¡Se habían marchado cuando llegué, lo mismo que aquí!

—¿De modo que robaste en nuestra casa, pero no tuviste nada que ver con la desaparición de nuestra familia? —dijo Eliamm pinchando la piel del mercader con la punta del cuchillo sólo para que sintiera el dolor—. ¿Cómo supiste cuándo debías venir? ¡Tú sabes dónde están! ¡Dilo!

La sangre goteaba por el cuello del mercader.

—¡Basta, Eliamm! —gimió Oleth—. ¡Ya basta!

—¡Está bien! ¡Te lo diré! Los traficantes de esclavos se los llevaron. Es todo lo que sé. ¡Lo juro! —gimió Fessik—. Estuve en tu granja hace dos días y todos estaban allí, pero cuando regresé ayer…

—¡Cuando viniste a robar! —le enrostró Eliamm, sacudiendo al buhonero hasta que sus dientes se entrechocaron.

—¡Se habían ido! ¡Los traficantes de esclavos ya habían estado allí! —se quejó Fessik—. Utilizan al tyler. Lo mandan por delante y luego llegan ellos.

La mente de Eliamm se llenó de visiones terribles. Vio a sus hermanas obligadas a trabajar en un prostíbulo, y a sus padres, encadenados. Liam preferiría morir a ser esclavo. Puede que ya estuviera muerto.

—¿Dónde? —preguntó Eliamm, aumentando la presión del cuchillo.

Fessik se estremeció con el dolor que tal vez era más imaginario que real.

—¡Basta! ¡Por favor! ¡Para! —rogó Fessik—. Tres días de camino hacia el este desde aquí. Hay un campamento. Solía reunirme con ellos allí cerca.

—¿Cómo llegamos allí? —exigió Eliamm.

Fessik se quedó mirándolo.

—¿Estás loco? ¡No sabes a qué te enfrentas!

—¡Responde! —Eliamm pinchó al mercader con el cuchillo, y esta vez el dolor no fue imaginario.

—¡Me matarán! —jadeó Fessik—. ¡Sabrán que los he traicionado!

—Si no me lo dices —dijo Eliamm con sangre fría—, te mataré yo mismo. Elige.

El buhonero miró a Eliamm a los ojos y vio en ellos su muerte.

Fessik les dio las indicaciones e incluso les dio un mapa rudimentario. Eliamm se lo arrebató, dio la vuelta y subió a la carreta.

—Sube, Oleth —ordenó.

Cuando el buhonero hizo intento de subir al pescante Eliamm le dio un puntapié que lo arrojó al suelo. ’

—Tú no. Arre —dijo Eliamm al caballo.

—¡No puedes dejarme aquí! —rogó Fessik corriendo tras la carreta—. ¡Mandarán al tyler en mi busca!

—Pues bien —dijo Eliamm.

—¡No los encontrarás! ¿Sabes? —chilló Fessik—. ¡Y si lo consigues desearás no haberlos encontrado!

Los paneles rojos y los adornos amarillos de la carreta estaba gastados y descoloridos, pero los colores seguían contrastando vivamente con la gris atmósfera de la ciénaga. La parte cerrada de la carreta era el hogar de Fessik y estaba realmente mugrienta. Había basura por todas partes. En el catre plegable se amontonaban unas mantas sucias. El suelo estaba lleno de sacos con el fruto de los robos. Eliamm ordenó a Oleth que aligerara la carga y éste tiró la basura, las bolsas, las vasijas y barriles por la entrada trasera de la carreta. El caballo apuró la marcha.

—¿Qué crees, Eliamm? —preguntó Oleth—. ¿Vamos a rescatarlos?

—Sí —dijo Eliamm como lo más natural del mundo—. Como mucho pueden llevarnos un día de ventaja.

El suelo volaba bajo las ruedas de la carreta que iba dando tumbos arrastrada por el veloz caballo. Se turnaron en las riendas hasta que Eliamm finalmente decidió hacer un alto. Si el caballo caía muerto por el camino y tenían que seguir a pie no harían más que retrasar la marcha, le dijo a su hermano.

Oleth había llorado hasta dormirse dentro de la carreta, tratando de sofocar sus sollozos para que su hermano no lo oyera. Después de unas cuantas horas de sueño reparador, Oleth se despertó para montar guardia. Eliamm se negó a dormir dentro de la carreta.

—Me gusta dormir bajo las estrellas —dijo, extendiendo su manta en el suelo.

Oleth, con aire ausente, atizó las brasas con un palo. Imágenes aterradoras de lo que le podría estar pasando a su familia cruzaron por su mente. Hizo todo lo posible por desechar sus pesadillas diurnas imaginando en cambio lo que podrían hacer para rescatar a sus seres queridos.

Llegó el amanecer, una hora de misterioso silencio en la ciénaga. Las criaturas de la noche habían cesado sus andanzas nocturnas, pero las que merodean durante el día todavía no se habían despertado. De repente, el eco de un leve canturreo se propagó por la ciénaga, subiendo de tono al principio para volver a descender después y volver a elevarse. Oleth sacudió a Eliamm para despertarlo.

—¿Qué es ese ruido? —preguntó Oleth, temeroso.

Eliamm se incorporó.

—Es el mismo sonido que oí ayer, cuando estábamos en la caverna.

—¿Qué es? —insistió Oleth—. ¡He vivido en los pantanos toda mi vida y jamás oí algo así, Eliamm!

—No lo sé —respondió Eliamm, y añadió—: Pero fue lo que hizo que el lagarto gigante saliera corriendo.

Tomaron un desayuno frío mientras viajaban. La velocidad de su caballo y la falta de carga era lo que les daba ventaja. No llevaban prisioneros que retrasasen su marcha. Las huellas de la carreta de los traficantes eran fáciles de seguir, ya que ésta dejaba profundas roderas en el barro blando.

Los hermanos siguieron el rastro durante horas y ya estaban muy lejos de su casa. Era la mayor distancia que habían recorrido jamás por el interior de la ciénaga. Esta parte, situada al este de su casa, les resultaba extraña y desconocida. A medida que el sol bajaba hacia el horizonte, las sombras que poblaban los pantanos empezaron a hacerse más largas. Con la salida de la pálida luna llegó la bruma, una espesa niebla que los hacía tiritar mientras avanzaban. A su alrededor, la ciénaga se fue llenando de extraños sonidos a medida que las criaturas de la noche salían de sus madrigueras para cazar. El viento aullaba en lo alto de los árboles y los insectos se intercambiaban mensajes.

La fatiga del viaje constante empezó a afectar a los hermanos. Oleth la combatía echando algunos sueñecitos en la carreta mientras Eliamm conducía. Eliamm no se atrevía a dejar su puesto, temeroso de que Oleth pasara por alto alguna señal o tomara un camino equivocado. Eliamm se mantenía despierto, sentado junto a su hermano cuando le tocaba a éste conducir. Esporádicamente, encontraban huellas del tyler. Al parecer, el monstruo seguía el rastro de la carreta de esclavos. Con temor creciente, los hermanos continuaron su viaje de pesadilla. Cada ruido los hacía saltar. Cada chasquido de una rama, cada crujir de hojas era algo que los acechaba entre la maleza. Su marcha se hizo más lenta y en un momento dado pararon, presas del agotamiento. Encontraron un lugar seco, algo raro en los pantanos, y pusieron allí sus mantas.

Cuando llegó la mañana, se volvió a oír el canturreo de las dos mañanas anteriores, pero esta vez más alto y más cercano.

Poco después del mediodía, Eliamm detuvo la carreta de repente y saltó del pescante.

Empezó a correr por el camino, recorriendo unos cien metros, antes de trepar a un árbol. Oleth ató el caballo, cogió una oxidada hacha de hierro de la parte trasera de la carreta y salió en pos de su hermano.

—Veo una carreta más adelante —dijo Eliamm desde una rama—. Está en un claro, más allá del recodo.

—¿Están allí? —preguntó Oleth haciendo intención de trepar al árbol.

—¡Quédate abajo! ¡Pesas demasiado! —ordenó Eliamm—. No puedo ver el interior de la carreta, sólo veo una ventana con rejas en la parre posterior. No veo a nadie. El cochero debe de haber desenganchado los caballos para llevarlos a beber. ¡Es nuestra oportunidad! ¡Vamos!

Eliamm se descolgó del árbol y echó a correr por la carretera, seguido de Oleth.

Cerca del claro, los dos se ocultaron entre los helechos y las parras silvestres y, arrastrándose, fueron acercándose a la carreta de paredes de madera. Era enorme, tenía una altura suficiente como para que Eliamm pudiese estar de pie dentro. Debía de tener capacidad para veinticinco o treinta personas y seguramente sería necesario un tiro de cuatro caballos para arrastrarla. Pudieron ver un humo gris verdoso que salía de entre los paneles. De dentro llegaban unos gemidos sofocados y se veía asomar algunas manos por las rendijas.

—¡Vigila! —le dijo Eliamm a su hermano.

Oleth recorrió con la vista la ciénaga en torno a ellos para detectar signos del cochero o de los guardianes. Eliamm empezó a trajinar con el cerrojo que había en la puerta trasera de la carreta, tratando de abrirla con la hoja de su cuchillo. Todo lo que consiguió fue romper el cuchillo.

Eliamm cogió el hacha y empezó a descargar golpes sobre la cerradura. La quebradiza hoja del hacha se partió al primer golpe. La cerradura de acero permanecía intacta. Con una maldición, Eliamm tiró a un lado el mango del hacha. Oleth lo recogió pensando que podría ser útil.

Mientras trabajaba, Eliamm llamaba a los ocupantes de la carreta, pero los cautivos no daban ninguna respuesta inteligible. Se quejaban o gemían o farfullaban. Eliamm hendía la madera alrededor de la cerradura con lo que quedaba de su cuchillo cuando un movimiento de la maleza lo alertó y dejó de hacer ruido. El sonido llegaba desde el otro lado del claro.

Oleth advirtió un movimiento entre las plantas y rápidamente arrastró a su hermano mayor hasta los helechos. Ambos vieron al cochero que salía de entre los arbustos. Estaba solo y en la cabeza llevaba un casco rematado con unos curiosos cuernos. Llevaba un largo capote oscuro ceñido sobre el cuerpo. Cuando pasó delante de ellos vieron que ocultaba una gran joroba en la espalda y que una larga bufanda negra le cubría la cara. Daba la impresión de que iba desarmado y, por lo que pudieron ver, estaba solo.

Ni rastro de los caballos.

Mientras se escondían más profundamente en la maleza, los hermanos rogaban que el cochero no mirara la parte trasera de la carreta donde eran claramente visibles las melladuras hechas por el cuchillo.

De pie delante de la carreta, el cochero empezó a buscar entre sus ropas con sus grandes manos enguantadas, sacó un disco alargado unido a una larga cuerda y empezó a rebotarlo en el aire. Débilmente al principio, pero creciendo en intensidad a medida que aumentaba su velocidad, llegó el canturreo cuyo eco se había extendido por los pantanos las mañanas anteriores.

Los hermanos oyeron un crujir de hojas y ramas y no tardaron en descubrir qué era lo que arrastraba la carreta: el tyler salió rugiendo de los pantanos.

—¿Tuviste una buena caza nocturna? —preguntó el jorobado al tyler mientras enganchaba unas gruesas cadenas de hierro a la carreta y luego a un arnés de cuero que llevaba la bestia.

En cuestión de minutos, el tyler estuvo enganchado. El cochero hizo sonar un látigo y la carreta avanzó, rumbo al este, cada vez más lejos del que los muchachos consideraban su hogar.

Corriendo, volvieron a su propia carreta.

—No lo entiendo —dijo Eliamm—. ¿Por qué no nos contestó nadie? Todos parecían… ebrios.

—Olvídate de eso. ¿Qué vamos a hacer con el monstruo? —preguntó Oleth con voz entrecortada—. Podríamos ocuparnos del cochero, pero no de esa cosa.

—Tiene que haber una forma —dijo Eliamm—. Todavía no hemos pensado en ello.

Siguieron a la carreta de esclavos, manteniendo sin problema el ritmo de ésta. El camino era recto, de modo que se mantuvieron a distancia, marchando por los lados del camino, donde no pudieran verlos. Sospechando que estaban cerca del campamento del río, no querían correr riesgos. El tiempo se agotaba. Si no los rescataban pronto, tendrían que enfrentarse a algo mucho peor que un guardia jorobado.

El traficante hacía paradas frecuentes para tirarle al tyler grandes tajadas de carne. Cuando el sol ya estaba bajo en el horizonte, la carreta hizo otro alto, esta vez, al parecer, para pasar la noche. El cochero puso un jergón sobre el techo de la carreta y a continuación bajó, pasó las cadenas del tyler alrededor de un enorme sauce y las sujetó a un enorme clavo oxidado que clavó en el tronco.

Los muchachos encontraron un saliente en una roca y empezaron a desplegar sus mantas. Oleth se ofreció a montar la primera guardia cuando vio la fatiga en el rostro de su hermano y, al cabo de unos minutos, Eliamm estaba dormido.

Las horas siguientes pasaron lentamente. Oleth se distraía mirando las estrellas a través de los escasos huecos que dejaba el espeso follaje. Sobre la ciénaga se cernía un extraño silencio. Probablemente los animales temieran al tyler. Oleth lo temía, sin lugar a dudas.

Vio cómo la brillante estrella roja del cielo norteño hacía un guiño al planeta, y cómo se elevaba en el cielo el disco plateado de la luna solitaria.

—¡Oleth! ¡Oleth! ¡Despierta! —Eliamm sacudió otra vez a su durmiente hermano.

Oleth abrió los ojos soñolientos. La luna estaba todavía alta en el cielo, faltaban horas para que se hiciera de día.

—¿Qué…? —preguntó asustado.

—¡Ya sé cómo salvarlos, pero tenemos que irnos ahora! ¡Vamos! —urgió Eliamm.

—¿Qué quieres hacer? —preguntó Oleth que, todavía medio dormido, apenas reconocía las palabras.

—Te lo explicaré por el camino —respondió Eliamm.

El sol estaba alto en el cielo. Sentado en el pescante de la carreta, Oleth pudo oír el vehículo de los esclavos antes de verlo. Las ruedas chirriaban, las cadenas se entrechocaban, los enormes pies del tyler chapoteaban en el barro. El sudor le caía por la frente bajo la capucha negra y le corría por la espalda. Echó una mirada a su hermano, oculto entre la maleza, que le señaló al camino con mirada furiosa.

—Esto no puede funcionar —se dijo Oleth por centésima vez—. Soy demasiado grande, Eliamm. Se dará cuenta enseguida.

Habían desandado camino durante la noche hasta encontrar un camino paralelo. Lo siguieron, conduciendo sin parar toda la noche con la descabellada esperanza de que los condujera a donde querían ir y no al pantano. Tuvieron suerte. La estrecha senda lateral se volvía a encontrar con el camino principal por delante de la carreta de los esclavos y a menos de dos kilómetros del lugar donde Fessik había dicho que solía reunirse con los traficantes. Entonces, los hermanos esperaron poco más de dos horas hasta que oyeron la carreta que se aproximaba.

La carreta de los esclavos apareció en el recodo del camino. La enorme cabeza astada del tyler se balanceaba mientras caminaba. A Oleth se le secó la boca y le empezaron a sudar las palmas de las manos. Habían estacionado la carreta de Fessik junto al camino donde el cochero no podría por menos que verla. Habían atado el caballo a un árbol algunas decenas de metros más lejos. A juzgar por su tranquilidad, era probable que el caballo ya hubiera estado allí muchas veces. Casi no reaccionó ni siquiera al ver un lagarto gigante a escasos metros de él. Era evidente que Fessik llevaba mucho tiempo con este negocio colateral.

La enorme carreta se detuvo entre crujidos. La figura jorobada se puso de pie en el pescante y empezó a descender con torpeza por la escalerilla lateral. Oleth saltó del pescante de la carreta de Fessik al mismo tiempo. Una alabarda de aspecto amenazador se veía apoyada junto al puesto del cochero. Oleth se le salía el corazón por la boca, temiendo que el jorobado trajese el arma consigo.

Sin embargo, el giboso la dejó en su sitio. Sin sospechar nada, avanzó hacia quien él pensaba que era su socio.

Oleth llevaba el capote envuelto en torno al cuerpo en la esperanza de que el volumen de su cuerpo se confundiera con el del capote. Él y Fessik eran más o menos de la misma estatura, pero Oleth era casi el doble de ancho en los hombros. Se había untado la cara con grasa de los ejes para simular la barba de Fessik. Eliamm había cortado el cabello rizado de Oleth para que se pareciera a los mechones entrecanos del buhonero. No era un disfraz muy bueno, pero sólo tenía que funcionar el tiempo suficiente para apartar al traficante de la carreta y alejarlo del tyler.

—Nos volvemos a encontrar, Fessik —dijo el jorobado, con su voz ronca amortiguada por la bufanda que llevaba cubriéndose la cara—. ¿A cuál de tus clientes vas a venderme hoy? ¡Será mejor que haya más de dos familias esta vez! ¡Voy con media carga!

El contrahecho extendió una mano enguantada. Oleth dudó, pero no pudo hacer otra cosa más que aceptarla. Estrechó la mano en la suya. No podía ver los ojos del jorobado a través del casco con cuernos, pero cuando el apretón aflojó, supo que algo iba mal. Apretó más la mano y equilibrando el peso de su cuerpo tiró y arrojó al jorobado por detrás de sí, golpeándolo contra el lateral de la carreta de Fessik.

Eliamm salió de entre la maleza, hacha en mano, mientras su hermano ponía la zancadilla al contrahecho y lo derribaba al suelo. Boca abajo sobre el camino, el traficante trató de levantarse, pero un golpe en toda la espalda que le dio Eliamm lo hizo caer otra vez.

Mientras su hermano mayor mantenía sujeto al hombre, Oleth corrió a la carreta de los esclavos. Asustado, no perdía de vista al tyler, pero al parecer la bestia también conocía a Fessik. El tyler sacudió la cabeza, buscando tal vez la tajada de carne que solía recibir al detenerse.

Oleth sacó la alabarda de su sujeción en el pescante.

Mientras Oleth volvía corriendo con el arma, vio a Eliamm que parecía haberse vuelto loco.

El rostro de su hermano estaba rojo de ira. La furia llameaba en sus ojos. Enarbolaba el mango del hacha una y otra vez y lo descargaba sobre el indefenso jorobado que se retorcía a sus pies.

—¡Eliamm! ¡Para! ¡Lo vas a matar! —gritó Oleth, aterrorizado.

Eliamm no hizo caso. Siguió descargando golpes y diciendo que éste era por su padre y éste por su madre y éste por sus hermanas.

Oleth se acercó a su hermano, le sujetó el brazo y puso fin a la paliza.

Eliamm se volvió con el rostro distorsionado por la furia hasta parecer tan feo como Fessik.

—No puedes matarlo, Eliamm —dijo Oleth—. No importa lo que haya hecho. Eso nos convierte en seres tan despreciables como él.

Oleth mantenía la alabarda sobre la figura contrahecha que estaba en el suelo impidiendo que Eliamm siguiera golpeando. El pecho de Eliamm se hinchaba por el esfuerzo y por la ira. Después de un momento se calmó y tiró al suelo la estaca.

—Lo siento, Oleth —musitó—. Tienes razón.

Oleth se sintió satisfecho. No recordaba haber oído a Eliamm reconocer jamás que tenía razón en algo.

La bufanda que cubría el rostro del jorobado estaba ensangrentada, pero todavía podía moverse. Empezó a levantarse, pero se encontró el extremo de la alabarda contra su pecho.

—Danos las llaves de la carreta —dijo Eliamm.

El traficante se las tiró y Eliamm se agachó para recogerlas.

Oleth estaba mirando a su hermano y no al jorobado que, poniéndose de lado, apartó la alabarda de una patada. Moviéndose con una rapidez inusitada después de la paliza que había recibido, se puso de pie y salió corriendo. Antes de que Eliamm pudiera alcanzarlo, el jorobado había desaparecido, su oscura figura se había desvanecido entre las sombras de la ciénaga.

No se molestaron en correr tras él. Suponiendo que había corrido hacia el campamento de los traficantes en busca de ayuda, decidieron que lo mejor era irse de allí lo antes posible.

El interior de la carreta de los esclavos estaba inmundo, el suelo cubierto de heces humanas y de sangre. Los prisioneros estaban apiñados en silencio, con los ojos muy abiertos y vidriosos, y apenas reaccionaron cuando se abrió de golpe la enorme puerta. Cuando Eliamm se subió a la carreta observó el mismo humo gris verdoso que había visto el día anterior y que salía de una linterna con caja de metal colgada del techo. El humo llenaba el interior de la carreta de una niebla asfixiante que lo obligó a salir fuera para respirar. Ahora sabía por qué los prisioneros no se movían.

Con la puerta abierta, el humo no tardó en disiparse, pero no así su efecto sobre los ocupantes del vehículo. Algunos de ellos pudieron andar por sus propios medios después de animarlos un poco, pero a la mayoría hubo que ayudarlos o sacarlos fuera. Sólo había trece personas en la carreta. Eliamm se dio cuenta de que su padre no estaba entre ellos. Lo único que se le ocurrió era que estaba muerto.

Con los ojos llenos de lágrimas, Oleth llevó a su madre en brazos mientras Eliamm sacaba a sus dos hermanas, andrajosas y sucias y medio inconscientes por el humo. Las abrazó y las sacó rápidamente de la carreta del traficante, transportándolas a la suya. Se dieron toda la prisa que pudieron y pronto tuvieron a todos acomodados dentro de la carreta de Fessik.

El sonido de un cuerno quebró el silencio de los pantanos.

—Sea lo que sea —dijo Eliamm—, no puede ser nada bueno.

Rociaron la carreta del traficante con aceite de la lámpara y le prendieron fuego al tiempo que huían. El tyler, encadenado al vehículo, reaccionó por fin. Aullando de terror a la vista del fuego, salió corriendo hacia el este del camino y desapareció en la ciénaga arrastrando consigo la carreta en llamas.

La carreta de colores chillones avanzaba por el cenagoso camino, más lentamente que antes por el peso de la gente que llevaba dentro. Eliamm llevaba las riendas, conduciéndola hacia el oeste, hacia el refugio más próximo que pudieran encontrar. Oleth iba en la parte trasera con los prisioneros, haciendo lo que podía por ayudarlos. Estaban en un estado lastimoso: llenos de magulladuras, deshidratados, con el cuerpo cubierto de verdugones, de rasguños supurantes y de picaduras de insectos.

Avanzaron hacia el oeste durante horas. Delante de ellos, el sol se veían cada vez más bajo en el horizontes. Eliamm hizo una breve parada para dar de beber al caballo y dejarlo descansar. De vez en cuando se volvía a oír el sonido del cuerno, pero cada vez más lejano. Los prisioneros se quedaron dormidos.

Oleth estaba medio dormido en la carreta cuando ésta experimentó una tremenda sacudida y oyó que el viejo techo crujía bajo la fuerza de algo pesado. La carreta se estremeció violentamente mientras se oían pisadas en el techo.

—¡Eliamm! —gritó Oleth.

Un grito desgarró el aire.

—¡Socorro! ¡Oleth! ¡Socorro!

Oleth pasó por encima de los cuerpos de los adormilados prisioneros y por fin alcanzó la puerta del vehículo, pero descubrió que había sido atrancada por fuera. Por mucho que trató, no pudo abrirla.

Por encima de Eliamm se alzaba una pesadilla: blandiendo la estaca que antes Eliamm había usado contra él estaba el jorobado. Eliamm hizo que el caballo se detuviera, y temió que el pánico lo hiciera salir corriendo, que arrastrara la carreta e hiriera a sus ocupantes. No tuvo tiempo para defenderse, y el jorobado tenía un buen golpe. La criatura descargó un golpe en el brazo de Eliamm quebrándole el hueso que, astillado, atravesó la piel. La sangre brotó de la herida.

Eliamm soltó las riendas, trepó al techo con la intención de expulsar a su atacante de allí, pero quedó inmovilizado por el terror al ver las enormes alas negras.

La luz de la luna iluminó unos colmillos del color del ébano y unas fauces orladas de dientes amarillos. Lo que habían tomado por un casco con cuernos eran realmente cuernos de la cabeza de la criatura.

A Eliamm le faltó el aire, paralizado por la aparición. Todo lo que podía hacer era esquivar los golpes que llovían sobre él y llamar a su hermano pidiéndole ayuda.

—¿Sabes lo que soy, humano? —vociferó la criatura, riendo mientras lo golpeaba—. ¡Soy un drac! ¡Servimos a Onysablet, reina del Nuevo Pantano! ¡Llegará el día —rugió la criatura sofocando el aullido del viento—, llegará el día en que habrá dracs suficientes para arrojaros a todos fuera de los pantanos!

El drac descargó su estaca sobre la espalda de Eliamm.

—¡Pronto no tendremos que escondernos bajo capotes! ¡Pronto Onysablet, la gran hembra de dragón, nos permitirá mostrarnos! ¡Gobernaremos en los pantanos porque estamos unidos! ¡No peleamos unos con otros como los humanos!

La estaca caía sobre Eliamm una y otra vez.

—Ibas a matarme, ¿no es cierto? Nosotros no nos matamos unos a otros. No traicionamos a los nuestros.

El dolor era más de lo que Eliamm podía soportar. Por fin perdió el equilibrio y cayó de espaldas sobre el pescante de la carreta. El drac saltó y se colocó junto a él, sin dejar de descargar golpes sobre el cuerpo inerte.

—¡Pronto Onysablet reinará sobre todo! Todos la temerán. ¡Todos!

El drac siguió golpeando a su víctima hasta que, con un rugido, colocó su zarpa sobre el cuerpo inmóvil y lo arrojó fuera de la carreta.

Oleth se dio la vuelta y echó mano de la alabarda, en la esperanza de salir y montarse en el techo. Podía oír una voz sofocada por la madera y los repetidos gritos de su hermano.

Luego, Eliamm dejó de gritar y de repente la carreta dio un tirón hacia adelante. Oleth empezó a dar patadas frenéticas a la puerta trasera. La vieja madera no cedía.

Oleth cargó con el hombro contra la puerta que se rompió finalmente con un crujido de madera astillada y se abrió de par en par. Oleth cayó de cabeza por la puerta trasera de la carreta en marcha. Mientras caía manoteó desesperado y logró asir el picaporte de la desvencijada puerta. A la vez que todo su cuerpo tiraba del picaporte mojado por la lluvia, sentía que la puerta iba cediendo. Sus pies se arrastraban por el cenagoso terreno al tiempo que una mano no soltaba su asidero y la otra sostenía firmemente la alabarda.

—¡Eliamm! ¡Para esta cosa! —rugió Oleth.

Pero no hubo respuesta, sólo un extraño silbido.

Los clavos de las bisagras pugnaban por salirse de la madera húmeda. La carreta empezaba a acelerar la marcha al ir cuesta abajo. Una curva a la derecha del camino hizo que el vehículo se inclinase sobre las ruedas de la izquierda y se enderezase a continuación con una sacudida.

La puerta se cerró de golpe, despidiendo a Oleth hacia adelante, y apenas tuvo tiempo de enganchar un pie en el estribo antes de que la puerta empezara a abrirse otra vez. Dirigiendo la alabarda hacia abajo, enterró la punta en uno de los quitapiedras de la carreta, lo cual le dio unos cuantos segundos para buscar un asidero mejor. Finalmente se agarró del gancho de la linterna que había encima de la puerta.

Con los brazos doloridos logró izar su corpachón hasta el techo y se agachó para recuperar la alabarda. Buscó a Eliamm, pero sólo vio a un espantoso monstruo alado sentado en el pescante. Eliamm no se veía por ninguna parte. Oleth avanzó hacia adelante, con las piernas bien abiertas y manteniendo la alabarda horizontal para equilibrarse sobre el techo inclinado de la carreta.

El techo estaba resbaladizo… resbaladizo por la sangre.

Las ruedas traquetearon cuando la carreta cruzó un desvencijado puente de madera. La pena y el miedo desgarraron el corazón de Oleth y le dieron valor. Con un aullido de rabia impulsó la alabarda tratando de clavarla en la espalda de la criatura, entre las alas, pero erró el golpe y se la clavó en el hombro.

El drac se retorció, aullando de dolor y furia. Una sangre de color negro verduzco salpicó el techo de la carreta, humeando y borboteando a la luz de la luna. El drac se encaramó al techo, un poco tambaleante.

Oleth describió un amplio arco con la alabarda para mantenerlo a distancia, y la punta de la lanza arañó el pecho del monstruo. Antes de que éste pudiera proseguir su avance, Oleth ya había recuperado el equilibrio, y apuntando la alabarda hacia adelante como una lanza, se lanzó contra el drac. La punta de la alabarda, de más de una cuarta de largo, evitó el brazo con el que el monstruo trataba de protegerse y fue a clavarse profundamente en su vientre saliéndole por la espalda. Oleth siguió empujando al drac, que no dejaba de gritar, hacia el lateral de la carreta. De la boca del monstruo moribundo manaba sangre, mientras trataba de aferrarse a la alabarda para arrebatarla de manos de Oleth. El muchacho, sosteniéndola firmemente, siguió empujando. La carreta dio una sacudida descontrolada cuando el caballo desbocado se lanzó camino abajo. Con un impulso final, Oleth sacó al drac del techo y lo hizo caer por encima de la barandilla del puente. Entre los bandazos de la carreta, miró hacia abajo y todo lo que vio entre las rocas fue un amasijo de huesos rotos y carne desgarrada.

Oleth corrió hacia la parre delantera, saltó al pescante y cogió las riendas. El caballo redujo la marcha y por fin logró parar la carreta.

El muchacho saltó entonces a tierra y corriendo desanduvo el camino hasta encontrar a Eliamm.

Oleth acunó el cuerpo maltrecho entre sus brazos y lo llevó de vuelta a la carreta, lo envolvió en una manta y lo colocó delicadamente en el pescante, junto a él.

A Eliamm siempre le había gustado dormir al raso, bajo las estrellas.