La pesca del día
Jean Rabe
—Esto es un arte, y yo soy un artista.
—Sí, ¡un artista que se ha quedado sin pinturas! —Esto fue puntualizado con un sonoro y burlón bufido y una buena palmada en el muslo—. ¿Has pescado alguna vez, Redge?
—¡Shhh! Harás que se escapen. —Redge balanceó las delgadas piernas sobre la orilla y se echó hacia adelante lo suficiente para agitar con los dedos de los pies el agua agradablemente fresca del río de Oro.
Una pálida bruma gris se cernía sobre la mayor parte del rio, leve celaje matutino que el sol trataba de desalojar. Ocultaba la orilla opuesta, disimulando las espesas raíces de las carias blancas que se hundían profundamente en las frías aguas, y también a una pareja de cantarines azulejos que anidaban entre ellas, a la vez que escondía a los peces que de tanto en tanto salían a la superficie y se volvían a sumergir con un leve chapoteo.
Los pequeños dedos de Redge sujetaron la caña pulida y con un movimiento tan diestro que él mismo se sorprendió, tiraron de la caña hacia atrás, luego hacia adelante, describiendo un grácil arco con el sedal sujeto a la punta hacia el centro del estrecho río. El señuelo penetró en la niebla con un «plop» apenas perceptible.
—¿Cómo se supone que vas a pescar algo, Redge, si no puedes ver…?
—Puedo verte a ti, Molay —retrucó Redge. Miró a su compañero de piel amarilla que se había colocado detrás de él y alargó una zarpa hacia atrás para coger juguetonamente el grueso cuerno de su amigo.
Molay sonrió, dejando ver una fila de dientes afilados como agujas del color de las hojas secas del abedul. Molay era un kobold, una diminuta criatura goblinoide, con un rostro vagamente humano, aunque se parecía más a un cruce entre lagarto gigante y rata, con un asomo de erizadas cerdas marrones que le salían de la correosa mandíbula inferior. Su piel era una mezcla de cuero y escamas moteada con pecas del color del cieno, y tenía unos ojos diminutos de color rojo brillante que fulguraban como carbones encendidos a pesar de las espesas cejas que pretendían ensombrecerlos. El hocico del kobold parecía extrañamente aplastado como si se le hubiera compactado al chocar contra un objeto resistente, y terminaba en una brillante nariz negra de la que goteaba algo verde. Y sus cuernos… podría decirse que eran su característica más favorecedora, lisos y brillantes por la humedad de la bruma.
Diríase que Redge era hermano gemelo de Molay, de no ser por su piel apenas más oscura, del tono de las manzanas amarillas pasadas. Una mirada atenta podría haber descubierto algunas hebras grises en las cerdas que le brotaban de la parte inferior de la mandíbula. Además, la cola de color castaño, como la de una rata, era unos centímetros más larga que la de Molay, aunque eso pasaba desapercibido cuando la tenía apretadamente enroscada como ahora.
Redge hizo una reverencia respetuosa al río.
—Los dioses inventaron la pesca, ya sabes.
Molay le dirigió una mirada burlona.
—Havahook, dios de los mares y ríos y de todos los peces. Me postraría ante él, sin duda, si estuviera ahora aquí.
—Ése es Habbakuk, Redge.
Redge arrugó la nariz y resopló, con un ruido semejante al crujido de las hojas secas. Tiró de la caña hacia atrás hasta que la punta tocó la hierba detrás de él y luego la lanzó a la derecha y hacia adelante, dejando caer el señuelo en un lugar diferente, más próximo, donde pudiera mirar cómo se hundía esta vez. El agua era oscura, tal vez debido a la profundidad o porque todavía no le daba el sol o porque se proyectaba sobre ella la sombra de un enorme roble que se aferraba a la orilla y extendía sus ramas sobre el agua.
Una impresionante telaraña, humedecida por la niebla, se extendía desde la rama más baja hasta un tronco podrido que había en la ribera. Molay se estiró hacia el tronco y se apoderó de un gusano gordo. Se lo metió en la boca con un chasquido y no tardó en tragarlo.
—Vuelvo a tener hambre, Redge. —El estómago de Molay gorgoteó como para confirmar sus palabras.
Redge echó la cabeza hacia atrás, indicando un gran arbusto cargado de bayas que había a pocos metros de ambos. Un enjambre de moscas azuladas zumbaba a su alrededor, y algunas se posaban en una bota vieja que asomaba por debajo de la rama más baja.
—Todavía queda algo de enano gully por ahí, Molay.
El joven kobold escupió algo viscoso al río.
—El grande era demasiado duro, Redge. ¡Uhhh! No puedo sacarme el gusto de la boca.
—Pero el pequeño estaba bueno, ¿no es cierto?
Molay asintió.
—Sin embargo, no tenía mucha carne. Tengo hambre, Redge. —EJ joven kobold se pellizcó una verruga que tenía en el carrillo y se rascó el estómago—. Tal vez no tendríamos que habernos apresurado a matar a los enanos gully Tal vez hubiera sido mejor dejar que hicieran antes un poco de magia. A lo mejor pescaban algo para nosotros.
Redge le hizo una mueca.
—No necesitamos a ningún tonto enano gully para pescar algo que comer. ¿No oíste lo que dijeron?
Molay no respondió. Estaba observando el lugar donde el sedal entraba en el río y se relamió con sólo pensarlo.
—Pues verás, yo estaba escuchando atentamente, Molay. Esos enanos gully dijeron que la caña de pescar y el señuelo eran mágicos. Estuvieron hablando de eso algún tiempo mientras nosotros los acechábamos. No necesitamos a ningún enano gully. ¡Tenemos la magia aquí mismo!
A Molay le volvieron a rugir las tripas.
—El más grande dijo que el señuelo se lo había dejado su abuelo y que él se lo dejaría al pequeño un día cuando muriera. Claro que ahora está muerto y eso no va a suceder, que Havahook sea loado. —Redge meneó el extremo del sedal—. Ahora te lo dejaré a ti… después de que haya pescado muchos peces.
Molay hizo un gesto de escepticismo levantando una ceja.
—¿Lo dudas?
__Redge, tal vez antes de matarlos y comérnoslos deberíamos haberles preguntado a los enanos gully cómo se usa el señuelo mágico.
—A callar —le contestó Redge con expresión ceñuda—. ¿Podrá ser tan difícil? Sólo es cuestión de tiempo que consiga un buen pez.
Cuando el kobold mayor volvió a tirar de la caña, la mano provista de garra de Molay se apoderó del sedal y lo levantó.
—Quiero echarle una buena mirada a este señuelo mágico, Redge.
Molay recogió el objeto en la palma de la mano. El señuelo tenía más o menos el tamaño del pulgar de un ogro, segmentado a la mitad y con las partes unidas por un brillante hilo de plata. Una de las mitades estaba pintada de rojo sangre, y la superficie era lisa y brillante. Llevaba adheridas dos cuentas azules con el centro negro, imitando unos ojos. La otra mitad estaba pintada de amarillo tan brillante como el sol y tenía un signo redondeado en lo que parecía su estómago. Tenía una cola, un conjunto de sedosas plumas de abubilla rodeando una pluma gris más larga que probablemente habría pertenecido a un halcón. Y dentro del objeto había algo que le daba peso suficiente para hundirse y que sonó como un cascabel cuando Molay sacudió la mano.
—¿Qué es eso, Redge? —Molay señaló al signo verde.
—Es escritura. Una escritura secreta. Escritura mágica.
—Tal vez sea el nombre de uno de los enanos gully. —De cada extremo de la señal pendían unos resplandecientes anzuelos de plata en cada uno de los cuales había cuatro puntas de flecha de aspecto terrible que emitían destellos.
Redge sacudió la cabeza.
—No es un nombre. Es una runa o un chisme. Escritura mágica. La escritura… bueno… habla de lo que se supone que hace. Como en este caso: pescar.
—¿Por qué no hemos pescado nada todavía, Redge?
Redge volvió a impulsar hacia atrás el extremo de la caña, arrancando el señuelo de la mano de Molay.
—La magia lleva tiempo, eso es todo. Tienes que tener paciencia. Todo el mundo sabe que la magia es así.
—Realmente tengo hambre. —Molay estiró la mano para coger una bolsa de lona que había detrás de Redge, abrió la solapa y miró el interior. Había una colección de señuelos, todos ellos perfectamente separados por delgadas tablillas de madera. Algunos parecían escarabajos gordos pero pintados de colores extravagantes: rosa y azules pálidos, verdes brillantes y blancos con motas de color púrpura. Unos cuanto parecían libélulas o tábanos, y había tiras de cuero semejantes a reptiles nocturnos. Otros no se asemejaban en nada a ningún insecto que hubiera visto jamás el joven kobold. Uno que llamó su atención se parecía levemente a una rana, verde y con pintas negras. No tenía piernas, pero sí una cola de diminutas plumas amarillas. El joven kobold la levantó para asegurarse de que no hubiera ninguna inscripción mágica en la base. Luego se tomó el trabajo de liberar los dos anzuelos y pinchó el señuelo en su boca. Lo trituró rápidamente, lo tragó y lo masticó a conciencia. Luego, con una mueca, cerró la bolsa y la dejó a un lado.
Las tripas le rugían más que antes y echó una mirada al arbusto pensando por un momento en la posibilidad de probar otro poco del gran enano gully. Redge no había tocado la nariz, a lo mejor la nariz; no era tan dura. Tal vez… Los ojos redondos de Molay se entrecerraron al ver que el arbusto se movía.
—Sólo había dos enanos gully, ¿verdad, Redge?
Redge asintió, aunque su gesto pasó desapercibido para el joven kobold, que no apartaba la vista del arbusto. ,
—Sss, dos. Las matamos rápidamente. Primero los destripamos y después los comimos también en un pispás.
Molay estaba allí de pie, balanceándose adelante y atrás con sus botas nuevas y dio un paso cauteloso hacia el arbusto.
—Muertos. Muertos. Muertos. ¡Los dos muertos! —Se quedó boquiabierto cuando apareció una cabeza detrás y por encima de las hojas, seguida de un brazo con el que espantaba las moscas azuladas.
—Redge…
El kobold mayor le hizo señal, con la mano terminada en zarpa, de que no lo interrumpiera, impulsó la caña hacia atrás y volvió a lanzar el sedal, esta vez tratando de que el señuelo fuera a parar a las aguas umbrías que había debajo de la telaraña.
—Redge…
—Shhh. Vas a espantar a los peces.
—Pues algo va a espantarnos a nosotros.
Redge se volvió por fin justo en el momento en que otras dos cabezas se sumaban a la primera. Con un trío de gruñidos salieron de detrás del arbusto.
—¡Trasgos gigantes! —exclamó Redge, sacando lentamente el sedal a la orilla y depositando cuidadosamente la caña.
Las tres criaturas tendrían más o menos un metro ochenta de alto, más del doble de la estatura de los kobolds. El pelo hirsuto de color ladrillo les crecía en mechones dispersos sobre la piel jaspeada de color amarillo-pardusco. Eran casi humanoides, con el aspecto de un cruce entre un trasgo gigante desmesurado y un ogro, y un olor más hediondo que el de estos dos juntos. Redge se encontró mirando frente a frente la nariz del que ocupaba el lugar central y que parecía el hocico de un oso.
Los labios de Hocico de Oso se curvaron hacia arriba dejando ver una fila de dientes serrados mientras profería un gruñido.
—Redge… —Molay pronunció la palabra como una especie de chillido.
—Sírvete un poco de carne de enano gully para comer —empezó a decir Redge, gesticulando exageradamente mientras señalaba con un dedo delgado hacia el arbusto del que asomaban unas botas llenas de moscas—. Sólo nos hemos comido al pequeño. Queda mucho todavía.
Hocico de Oso volvió a gruñir, sonido que repitieron sus dos compañeros como un eco. Luego se golpeó el pecho, que era ancho y palpitante.
—¿Qué crees que quieren, Redge?
—¿Qué crees que quieren? —replicó quedamente el kobold mayor. Bajando aún más la voz añadió—: Si tú fueras un trasgo gigante, ¿te conformarías con comer carne correosa de enano gully teniendo a tu alcance un par de jugosos…?
—Magia. —Esto lo dijo el más alto de los trasgos gigantes, el que tenía un aspecto más formidable de los tres porque su oreja derecha tenía una melladura producto de una pelea y porque su pecho estaba surcado de gruesas cicatrices en zigzag.
Pecho Marcado avanzaba ahora dejando a sus amigos atrás, junto al arbusto. Era el único que iba vestido. Llevaba una túnica vieja, descolorida y desgarrada en la parte anterior para dar cabida a su gran osamenta.
—El señuelo mágico del que estabais hablando. Eso es lo que queremos.
Los otros dos gruñeron y emitieron una especie de ladridos, dando a entender que sólo hablaban su propio idioma o que dejaban que Pecho Marcado hablara en su nombre. Pecho Marcado lanzó una mirada furiosa a los kobolds, luego hizo una mueca y de su labio inferior empezó a deslizarse un hilo de saliva que llegó hasta el suelo.
Redge afirmó bien los talones en el suelo, sacó pecho y lo miró desafíame.
—¿Qué señuelo mágico? —fanfarroneó.
—El que tienes en el extremo de ese palo.
A Molay le temblaban nerviosamente los dedos.
—Démosle lo que quieren, Redge, puede que así nos dejen tranquilos.
Redge tragó saliva con dificultad cuando el alto dio otro paso hacia él. Las moscas azules abandonaron el cadáver del enano gully y formaron un enjambre en torno al trasgo gigante que se acercaba. Pecho Marcado no hizo el menor intento de espantarlas. Unos cuantos ladridos y Hocico de Oso también avanzó. El tercer trasgo gigante, que tenía un solo ojo, estaba revolviendo en el arbusto y dándole con el pie al cadáver del enano gully.
—Bueno… supongo que puedes quedarte con este viejo palo —ofreció Redge mientras miraba de soslayo a Molay, que temblaba como una hoja, y musitaba—: ¡Corre!
Dicho esto giró sobre sus talones y corrió hacia el río donde se zambulló dando una sonora panzada. Sus pequeños brazos y piernas se movían tan rápido como podían mientras nadaba torpemente tratando de llegar a la otra orilla.
Al mismo tiempo, Molay se lanzó como un rayo tierra adentro en diagonal, pero con el pánico del momento tropezó con sus propios pies y salió volando. Sus pequeñas manos se clavaron en el suelo al caer y a continuación se sintió alzado. Un instante después se encontraba mirando frente a frente a Hocico de Oso. El joven kobold sintió náuseas y a punto estuvo de perder el sentido por el hedor del fétido aliento del trasgo gigante.
—¡Redge! ¡Socorro, Redge!
Hocico de Oso cogió al gimiente kobold por el cogote con una mano y poniendo la otra sobre la cabeza de Molay aplicó una torsión y un tirón simultáneos. A continuación, Hocico de Oso se sentó y empezó a darse un festín con la pieza recién cobrada mientras sus compañeros se lanzaban en tromba hacia la orilla.
La bruma se había disipado casi por completo, revelando la suave curva que describía la cinta azul del río hacia oriente y occidente, hasta donde los trasgos gigantes podían abarcar con la vista.
En la calma absoluta de ese día de Yurthgreen, la bruma reflejaba las nubes y la luz dorada del sol produciendo una suave reverberación. Puede que fuera esta capacidad del río para apresar trozos de sol y retenerlos, haciéndoles bailar un ritmo desordenado, lo que había dado origen a su nombre. A unas ochenta millas hacia el sur de Palanthas, el río de Oro atravesaba las montañas de Vingaard que prácticamente rodeaban la renombrada ciudad y se lanzaba formando meandros sobre las Llanuras de Solamnia, casi en paralelo al trazado del Camino Alto del Caballero.
Hocico de Oso fijó su mirada en las montañas, de cumbres todavía blancas por los últimos vestigios de nieve de aquel invierno despiadado. El resplandor del sol sobre la nieve lo deslumbró y entrecerró los ojos. En algún lugar, fuera de su vista, los azulejos cantaban y durante algunos minutos se dedicó a escucharlos. En el aire se insinuaba un aroma de lilas que aspiró con fruición.
Un brusco gruñido vino a sacarlo de su ensimismamiento.
—No. Mí primero. Mí pruebo a pescar. Fue idea mía. —Pecho Marcado arrebató la caña y la mantuvo en alto para que su compañero tuerto pudiera ver bien el señuelo.
—¡Magia! —Después de escudriñarlo él mismo durante un momento, añadió—: Parece un bicho, ¿no es cierto? —Sacudió el señuelo escuchando su cascabeleo. Luego se sentó en la orilla y dejó colgando las piernas con el agua que le daba por las rodillas. Cogió la caña con torpeza ya que su pequeñez no coincidía con sus largos dedos.
Hubo una serie de gruñidos de Tuerto y de Hocico de Oso que se estaba atiborrando con los restos de Molay.
—Mí lo sabe todo sobre magia. Mí aprendió observando a esos kobolds.
Tuerto hizo un gesto desdeñoso mientras paseaba la mirada entre la caña y su amigo Hocico de Oso, el cual apresuradamente daba cuenta de lo que quedaba del pequeño kobold.
Entonces Tuerto se acomodó cerca de Pecho Marcado haciendo como si estudiara el río.
El kobold mayor estaba subiendo por la orilla opuesta y se arrastraba hacia el refugio que ofrecían los árboles. Miró al otro lado del río con gesto compungido y a continuación se alejó todo lo rápidamente que pudo, con una torpeza que resultaba casi cómica.
Pecho Marcado trataba alegremente de lanzar el señuelo hacia el río, pero lo único que consiguió fue enrollar el sedal alrededor de su brazo y dio un grito cuando los anzuelos se le clavaron con fuerza en la carne. Sus dos compañeros chasquearon la lengua mientras liberaba el anzuelo de un tirón y procuraba desenredarse.
Hocico de Oso rió con ganas y pasó rápidamente junto a su compañero para meterse en el río y lavarse la sangre del kobold que teñía sus zarpas y su cara.
—¡Sal del agua! ¡Asustas a los peces! —dijo el alto del grupo, que había conseguido desenrollar el sedal de su brazo pero ahora lo tenía enredado en los dedos. Gruñó frustrado y torció la cabeza y los hombros para llegar al sedal con los dientes y usarlos para liberar su mano.
Hocico de Oso no hizo caso de él y se metió más en el río hasta que el agua se arremolinó a la altura de sus caderas. Se detuvo mientras el agua se apozaba en torno a él y agachándose un poco metió las manos bajo la superficie, contuvo la respiración y esperó.
Pecho Marcado seguía luchando con el sedal que le cortaba la carne y le hacía sangre.
Por fin, Tuerto acudió en su ayuda.
—¡Estate quieto! —le indicó—. Ahora tira.
Pecho Marcado emitió un quejido, pero un momento más tarde se había liberado. Se enjugó las manazas en la túnica, aspiró hondo un par de veces y cogió nuevamente la caña. Sin embargo, antes de que pudiera sumergir el anzuelo en el agua, Hocico de Oso se volvió hacia la orilla sosteniendo una trucha enorme.
—¡Pesquemos como los hombres! —gritó Pecho Marcado. Poniéndose de pie y sosteniendo aún la caña con una mano, tiró la trucha a la orilla donde cayó, coleando. Los otros dos trasgos gigantes discutieron con su habitual lenguaje de gruñidos guturales y se lanzaron sobre la trucha que coleaba destrozándola con sus garras. Las tripas y la escamosa piel desaparecieron entre sus voraces fauces, y acabaron con la última espina justo en el momento en que el trasgo gigante alto volvía a colocarse y a poner el mágico señuelo en el agua.
Pecho Marcado dejó el señuelo suspendido apenas debajo de la superficie, sin mover la caña, casi sin respirar, esperando a que la magia surtiera efecto. Tenía los ojos fijos en el agua, tan clara que podía ver a más de un metro debajo de la superficie. Junto a la ribera, donde a él le gustaba pescar, no estaba muy profundo y podía distinguir sin dificultad el fondo cubierto de guijarros que se parecía un poco a la piel de los lagartos, que eran uno de sus bocados favoritos. Vio a algunos cangrejos que se desplazaban sobre los guijarros y reprimió el impulso de inclinarse para apoderarse de uno.
Detrás de él, Tuerto y Hocico de Oso empezaban a aburrirse y se acordaron del cadáver del enano gully. Arrastraron el cuerpo rígido de debajo del arbusto sin molestarse siquiera en espantar las moscas. Hocico de Oso levantó el morro y dejó bien claro que no le interesaba comer aquello, al menos no por el momento. Tuerto dio un mordisco a la bulbosa nariz a modo de prueba. Escupió la piel con un gruñido y empezó a rebuscar entre las ropas para ver si llevaba chucherías y dulces. Al ver que no había nada más que reptiles nocturnos, anzuelos, un carrete de sedal y un par de corchos pintados de blanco y rojo, tras arrastrar el cadáver y colocarlo otra vez bajo el arbusto volvieron al río con toda la intención de entrar en él y coger otro pez.
—¡No! —rugió Pecho Marcado—. ¡Pesquemos como los hombres!
—¡Pescáis como idiotas! —La voz surgió por detrás del trío de trasgos gigantes.
Los tres se volvieron.
—I-dio-tas —repitió una segunda voz. Una forma salió de los bosques tras la voz, con un corpachón mucho más grande que el de cualquiera de ellos—. Quiero probar la magia —continuó la segunda voz—, me gusta la magia.
—Un ettin —bufó Pecho Marcado. Colocó la caña en la orilla y avanzó arrastrando los pies hacía el visitante, seguido por sus dos camaradas.
El ettin tenía dos cabezas que salían de un grueso cuello emplazado en medio de sus enormes hombros. En todo lo demás se parecía a un hombre gigantesco, de piel pálida y musculoso, con pecho y piernas peludos. Hasta el empeine de sus pies descalzos estaba cubierto de pelo. Una de las cabezas tenía una nariz ganchuda sobre un largo bigote negro, La otra se le parecía salvo por su nariz redondeada y porque tenía una larga e hirsuta barba negra que le caía sobre un lado del pecho y se iba adelgazando hasta terminar en una madeja retorcida justo encima de su taparrabo de piel de ciervo. La mano izquierda del gigante se puso a acariciar la barba, en gesto casi reflexivo. La otra mano la llevaba oculta a la espalda.
—El ettin no se lleva la caña de pescar —gruñó el más alto de los trasgos gigantes. Dicho esto se lanzó contra él haciendo muecas y chasqueando la lengua a medida que se iba acercando. No necesitó formular ninguna invitación verbal a sus compañeros, que ya iban pisándole los peludos talones.
Tuerto era el que más rugía, dando zarpazos al aire. Hocico de Oso aullaba y bajaba la cabeza como si se fuera a comer la tripa del ettin. No obstante, ambos iban varios pasos por detrás de su compañero de aventajada estatura.
—Maldito gusano —dijo la barbuda cabeza del ettin—. Me gusta aplastar gusanos.
En un grácil movimiento que parecía impropio de su aspecto, el ettin sacó la mano que llevaba a la espalda dejando ver que llevaba un buen garrote. Con un movimiento de su brazo hacia adelante, el extremo del garrote fue a dar contra la cabeza del trasgo gigante más alto y lo hizo caer pesadamente hacia atrás con gran estrépito y dolor mientras el ettin daba un paso adelante para salir al encuentro de las otras dos criaturas.
Tuerto se detuvo un momento para mirar por un instante a su amigo muerto antes de lanzarse a la tripa del gigante y esquivó un segundo golpe del garrote. Con un rápido salto hacia atrás, mientras Hocico de Oso cargaba hacia adelante, Tuerto giró poniéndose al lado del ettin. Daba la impresión de que los dos trasgos gigantes estaban habituados a luchar en equipo, y durante un rato, su ensayada rutina de entrar precipitadamente, golpear, saltar hacia atrás y rodear a la víctima, funcionó.
El ettin se encontró sangrando por una docena de profundos cortes, con su taparrabo manchado de rojo y la sangre que le corría por las piernas. La cabeza barbada gritó al ver que Tuerto atacaba otra vez, en esta ocasión clavando sus zarpas en la ancha espalda del ettin.
—¡Ouf!
—¡Quieto! —gritó la cabeza del bigote—. ¡Vuélvete!
La gigantesca criatura de las dos cabezas giró, enarbolando el garrote y golpeando a Hocico de Oso en un lado de la cabeza. Momentáneamente atontado, el trasgo gigante se tambaleó y no fue capaz de apartarse cuando la segunda cabeza tomó la voz cantante.
—¡Dale una patada!
La pierna derecha del gigante se disparó hacia arriba y golpeó con la rodilla la mandíbula del trasgo gigante, destrozándosela.
Al mismo tiempo, Tuerto se aproximó al ettin desde atrás desgarrando la espalda del gigante.
—¡Ouf, maldito bicho!
—¡Dale! ¡Golpéalo! —volvió a instigar la cabeza del bigote. Como respuesta, el gigante levantó la pierna derecha y dio con el talón en el estómago de Hocico de Oso, dejándolo sin aliento. El trasgo gigante se desplomó y el gigante se adelantó, descargando su pie sobre la espalda de Hocico de Oso y partiéndole la columna vertebral.
—¡Toma, gusano! ¡Me gusta aplastar gusanos! ¡Ouch!
Tuerto dio un salto y clavó sus zarpas en los hombros del ettin.
—¡Suelta el garrote! —La mano derecha del gigante soltó el garrote—. ¡Date la vuelta! —El enorme corpachón giró sobre sí, quedando de frente a Tuerto—. ¡Cógelo!
Las dos manos actuaron al unísono, cerrándose sobre el trasgo gigante que quedaba y acercándolo contra el estómago del ettin. El gigante lo apretó con fuerza hasta ahogarlo, y a continuación lo soltó, pasó por encima de él y se dirigió hacia el río.
El sol se estaba poniendo, pintando el río de Oro de un color bronce tan intenso que cautivó a las dos cabezas del ettin. El agua parecía metal fundido que brillara trémulo bajo la leve brisa. La surcaban unos dedos negros, las sombras alargadas de las ramas de las carias blancas que se proyectaban desde la orilla opuesta.
Los pájaros habían cesado en sus gorjeos desde hacía ya algunos minutos, preparándose para pasar la noche. Desde algún punto de la ribera las ranas empezaron a croar con tonos guturales, sostenidos y musicales.
El sol siguió su marcha descendente, barriendo con sus rayos la enorme telaraña que se extendía entre las carias blancas y el tronco medio podrido. A medida que el color naranja se fue difundiendo desde los bordes hacia el centro, las arañas amontonadas empezaron a removerse. Una se arrastró casi temerosa hacia el borde, donde quedó suspendida reflejándose en la superficie del agua. La araña se detuvo allí hasta que de repente empezó otra vez su marcha hacia adentro. ¡Demasiado tarde! Una gran trucha se elevó del agua sacando todo el cuerpo, menos la cola. Sus curvas mandíbulas k abrieron y mientras los colores del arco iris emitían reflejos húmedos a la luz del poniente, el pez atrapó a la araña, la engulló y desapareció bajo el agua.
—¡Vaya! —exclamó la cabeza de la barba.
—Inclínate. —El ettin cogió la caña de pescar con la mano derecha y la sostuvo de modo que ambos pares de ojos pulieran admirar la pulida superficie de la caña. Era muy pequeña, pero el gigante la sostenía con delicadeza. La mano izquierda recorrió la línea hasta llegar al señuelo que recogió casi reverentemente en el hueco de la mano dándole la vuelta.
—¿Qué es eso que lleva escrito? —dijo la voz de la cabeza barbuda.
—Una firma —respondió la otra, con los ojos fijos en el garabato verde—. Seguramente del mago que lo hizo. Más cerca. Más. Oh, sí. Un mago famoso. Uno de los más grandes de Krynn, hermano. He oído hablar de él. Tuvimos suerte de dar con algo tan hermoso. Siéntate.
El ettin se dejó caer sobre la orilla mientras las dos cabezas gemían levemente ya que los cortes que le habían hecho los trasgos gigantes escocían un poco a cada movimiento.
—¡Ouch!
—Deberíamos curar esas heridas, hermano, pero antes…
La mano derecha impulsó la caña hacia atrás hasta que la punta tocó el suelo por encima de su hombro, y luego, con un rápido movimiento, la echó hacia adelante, haciendo volar el sedal hasta que el señuelo penetró en el agua y quedó suspendida inmediatamente por debajo de la superficie. La pasó a la mano izquierda que empezó a mover la caña adelante y atrás haciendo que la punta se curvara graciosamente siguiendo los movimientos del señuelo segmentado.
—Estoy convencido, hermano, de que no existe mejor manera de pasar un día de primavera que pescando. El aire es can apacible junto a este maravilloso río… El agua, tan fresca…
—Fresca —coreó la cabeza barbuda.
La mano izquierda retrajo la caña, pasándola a la derecha para volver a lanzarla. En esta ocasión, cuando el señuelo describió el arco hacia el lugar sombreado por el roble, el agua que goteaba del sedal reflejó la luz del sol formando un arco iris en miniatura. La caña volvió a pasar a la izquierda.
—Creo que deben de haber sido los dioses los que inventaron la pesca, hermano. De verdad que…
Ambas cabezas se volvieron a mirar la mano izquierda. Una gorda araña parda se había descolgado de la telaraña y avanzaba por el largo y musculoso brazo del ettin.
—¡Ouch! Nos ha picado.
—Cierto. —La mano izquierda se estremeció y se sacudió y los dedos soltaron la caña—. Querido hermano, creo que es…
—… veneno —terminó la cabeza barbuda.
El ettin se inclinó hacia adelante y cayó al río con un sonoro chapoteo.
El agua estaba más oscura bajo las ramas salientes del gran roble. Más oscura y más profunda. Mientras el gigante bicéfalo se hundía bajo la superficie, la caña empezó a apartarse de la orilla. Primero lentamente, como si flotara con la corriente, a la deriva, apartándose del gran árbol y de la telaraña. Luego pareció detenerse, dio la vuelta y cogió velocidad mientras se alejaba en la dirección opuesta.