La noche de la venganza de Sargas
Don Perrin
La sala del banquete estaba desnuda y vacía. El entarimado del suelo, hecho de roble serrado a mano, estaba podrido y partido. Las grietas entre las tablas permitían que las ratas accediesen libremente desde los sótanos y las mazmorras, y ahora eran las dueñas absolutas de la torre del homenaje. Por debajo del polvo, las telarañas y los excrementos de rata, todavía podían verse manchas de sangre en la madera putrefacta.
Los muros eran de piedra, de un metro de espesor, y habían soportado muchos gloriosos asedios, pero finalmente no habían podido con el enemigo final: el tiempo. El muro oeste se había caído y era un montón de escombros. El muro norte seguía unido a la casa principal, pero era apenas algo más que la sombra de su antiguo poder.
El tejado se había desplomado unos trescientos años atrás. Los muebles habían sido robados mucho antes de eso. Si los ricos tapices de lord Trenak habían sobrevivido a los siglos, ahora adornaban alguna otra sala señorial de banquetes en Ansalon, el palacio de algún señor elfo que seguramente los señalaría y contaría cómo alguno de sus tatara, tatara, tatarabuelos los había cogido como botín de guerra durante alguna valiente acción contra el minotauro en el año de… un año tan lejano que ya no valía la pena mencionarlo. Cuando la verdad era que el tatara, tatara, tatarabuelo los había robado al mismo tiempo que había sacado los muebles de una abandonada torre del homenaje.
Abandonada por los vivos, claro está.
Una vez al año, una vez al año todos los años, una vez al año todos los años durante mil años, una mano invisible reparaba las grietas del entarimado. La misma mano invisible pulía la madera hasta dejarla brillante y expulsaba a las ratas —que chillaban aterrorizadas— hacia los sótanos. Los tapices volvían a las paredes. Las armas del clan volvían a lucir otra vez orgullosamente en las paredes. La enorme mesa de banquete, de madera de roble, volvía a ocupar su lugar en la gran sala. En la mesa se materializaba la comida: muslos de venado asados, conejos estofados hasta quedar dorados y crujientes, todo servido en enormes fuentes y listo para ser regado con espumosa cerveza. Las antorchas refulgían otra vez en la sala de banquetes y todo quedaba finalmente dispuesto.
La noche de la venganza de Sargas.
Vrass abrió los ojos en el preciso momento en que habitualmente los cerraba. Los cerraba en la muerte. El joven minotauro yacía de lado sobre el suelo de la sala de banquetes, con una mano apretada contra la cuchillada que tenía en el vientre, tratando instintiva y desesperadamente de contener sus entrañas que pugnaban por salir a través de la herida.
La sangre se le escurría entre los dedos, y con la sangre, la vida. El dolor era espantoso. Lo aterrorizaba la idea de morir y, al mismo tiempo, ansiaba el olvido para poner fin a aquella tortura. Moriría, como estaban muriendo todos cuantos lo rodeaban, con los gritos de sus parientes en los oídos.
Y esa noche, volvería a la vida una vez más.
Vrass observó cómo la sangre ennegrecida que le había salido del cuerpo volvía a fluir ahora hacia las venas y arterias. El charco de sangre desapareció, y con él el terrible dolor. Respiró hondo. Dedicó un momento a escuchar, sintiendo cómo su corazón latía con la vida, pero el momento nunca era lo suficientemente largo. Nunca tan largo como para que pudiera disfrutar de la vida.
Se puso en pie de un salto. Su puñal y el cuchillo que llevaba siempre en la bota yacían en el suelo, junto a él, manchados de sangre. Al recogerlos, la sangre desapareció. Puso el puñal en su cinturón y deslizó el cuchillo dentro de la bota. El gran desgarrón de su mejor túnica se cerró, cosido una vez más por la misma mano invisible. La tela ensangrentada quedó impecable. Se adelantó hacia la gran mesa del banquete para ocupar el lugar que le estaba asignado. A su alrededor, los minotauros, varones y mujeres, sus parejas y sus hijos mayores, se dirigían a la mesa. También las heridas que les había provocado la muerte estaban cerradas, y la sangre había desaparecido. Sus propias armas cubiertas de sangre habían vuelto a ocupar su sitio en sus vainas o cinturones. Los veintisiete se dirigieron a la mesa y ocuparon los sitios que tenían reservados.
Estos minotauros pertenecían al clan Trenak, nobles guerreros, protectores de los pasos de Yeshall del Norte, comandantes de la Tierras Septentrionales. Eran una de las grandes casas del reino minotauro de Kothas. Todos los guerreros del clan estaban presentes, siete en total, hijos e hijas del jefe del clan, lord Trenak. También estaban allí los cónyuges de todos ellos, guerreros por derecho propio. El hijo o hija guerrero primogénito de cada una de estas familias estaba presente también, los nietos de lord Trenak. Cuatro de estos nietos asistían acompañados de sus parejas. Vrass era el hijo guerrero mayor de Vormas, tercer hijo de lord Trenak, y todavía no tenía pareja.
Lord Trenak había convocado esta reunión. La rivalidad entre hermanos había tomado casi las proporciones de una guerra y el señor estaba decidido a mantener la paz dentro de su clan. Los hijos e hijas de Trenak habían acudido al banquete por respeto al jefe del clan, pero las miradas enconadas corrían más rápidas que la cerveza y las manos estaban más próximas a las empuñaduras de las espadas que al cuchillo de trinchar.
Vrass se sentó frente a su padre, Vromas, y a su madre. A la izquierda de Vrass se sentó la guerrera Lekcress, pareja de su tío Emass, y a la derecha de Vrass estaba Hlell, guerrero y esposo de su tía Brossik. Los miembros del clan Trenak permanecían silenciosos, hoscos y desafiantes, esperando que llegara la hora señalada.
Un enorme minotauro se corporizó en la cabecera de la sala de banquetes, terrible en su majestad, temible en su ira. Era el dios de los minotauros, Sargas, que echó una mirada sobre su descendencia desde su gran estatura.
—¡Clan Trenak! Durante novecientos sesenta años, habéis estado condenados a revivir la noche de vuestra sucia traición. Aquella noche, los de vuestro clan, protectores de los pasos de Yeshall del Norte y comandantes de las Tierras Septentrionales, os matasteis unos a otros en un baño de sangre, de traición y de engaño sin precedentes entre nuestra gente, y que, afortunadamente, no ha vuelto a producirse.
Sargas respiró agitado. Habían pasado más de novecientos años y su enfado no había disminuido.
—Ni uno solo de los miembros de los guerreros que mandaban en este clan sobrevivió a aquella noche. Dos días más tarde, los elfos silvanestis invadieron las Tierras Septentrionales y se apoderaron de ellas sin lucha. Cuatro días después, los pasos de Yeshall fueron asaltados. Un número incalculable de minotauros murió por vuestra falta de lealtad. Vuestro clan ha sido borrado de los anales de los clanes y vuestro nombre, maldito, fue condenado a no ser pronunciado nunca más por un minotauro. Habéis traído la vergüenza sobre todos nosotros.
Sargas hizo una nueva pausa. Los minotauros bajaron sus orgullosas cabezas astadas. Las manos se apretaron, los músculos se tensaron. Lord Trenak, jefe del clan, se estremeció visiblemente al oír que su clan había sido borrado de los anales. De todos los golpes mortales que había recibido, ése fue el peor.
—Habéis sido maldecidos por vuestras acciones —terminó Sargas—, y vuestra maldición consiste en revivir vuestro destino una y otra vez, hasta el fin de los siglos. Cada año, en el aniversario de vuestra traición, estáis condenados a volver a despertar, a ocupar vuestros puestos en el juego de la muerte y a repetir vuestras acciones. Año tras año, recordaréis todas las muertes que habéis causado. Recordaréis todas las muertes que muráis. ¡Esa es mi voluntad!
Apareció un trono tallado de ónix negro. Sargas tomó asiento y levantó las manos.
—¡Que comience la noche!
Vrass permanecía en silencio, demasiado abrumado para hablar. Nunca lo habían invitado antes al Banquete de los Guerreros. Este año había tenido su bautismo de sangre, había matado a un humano, lo que lo hacía merecedor de ocupar un lugar en esa mesa. Temeroso de cometer un error y traer la deshonra a su familia, observaba atentamente a sus mayores. Su madre y su padre estaban sentados frente a él, pero la mesa era tan enorme y estaba tan atestada de viandas y jarras de bebidas que apenas conseguía verlos. En el alboroto de la sala, con tanto hermano gritando a su padre, tanta madre gritando a su hija, y todos ellos pidiendo a voces más cerveza, no podía oír nada de lo que decían sus padres. Vrass decidió, pues, imitar a los que tenía más próximos, los guerreros que estaban sentados a su derecha y a su izquierda.
Su tío político, Hlell, situado a su derecha, no hacía el menor caso del joven minotauro. Vrass se atrevió a hablar a su tío, pidiéndole que le pasara el venado, ya que el joven guerrero tenía hambre y el olor de la carne asada le hacía la boca agua. Hlell no se dignó siquiera volver su astada cabeza ante la petición de Vrass, sino que siguió conversando con otro guerrero. Vrass no se atrevía a estirar la mano hacia el plato de su tío para coger la comida, movimiento que se hubiera considerado irrespetuoso. Se veía obligado a aguantar el apetito hasta que el otro considerara oportuno darle algo.
Tratando de no reparar en el delicioso olor, Vrass dirigió su atención hacia la izquierda, donde estaba sentada Lekcress, hermana de Hlell y compañera de Emass, el tío de Vrass. Lekcress era la más hermosa hembra de minotauro que Vrass había visto jamás. Llevaba un ajustado jubón de cuero que acentuaba las atractivas formas de su cuerpo. Tenía los brazos musculosos de una guerrera, el cuello corto y robusto, y en su pecho ancho resaltaban los poderosos músculos. Deseaba con todas sus fuerzas hablar con ella para que volviera hacia él sus hermosos ojos, pero no tenía ni la menor idea de lo que debía decir. Si decía algo incorrecto haría el ridículo, de modo que consideró que lo mejor era permanecer callado.
En cuanto a la hermosa Lekcress, no prestaba a Vrass la menor atención. Era un joven guerrero, indigno de que re parara en él. Emass, tampoco prestaba atención a Lekcress, su esposa, que estaba sentada a su lado. Estaba envuelto en una frívola conversación con una hembra de minotauro de ojos brillantes llamada Nekell que tenía a su lado. Los dos inclinaban la cabeza el uno hacia el otro, como si en la sala de banquetes no hubiera nadie más que ellos.
Lord Trenak se puso de pie y golpeó la mesa con una jarra pidiendo silencio. Era un minotauro de edad respetable, con pelos grises en el hocico, pero todavía sabía ocupar su lugar en el campo de batalla y conducir a su clan en la guerra. Empezó a hablar, a pasar revista a las glorias pasadas del clan. Sin embargo, nadie estaba interesado en las glorias pasadas. No prestaban atención a las palabras del jefe del clan y no dejaban de hablar unos con otros. Emass y Nekell seguían cuchicheando y en una ocasión la joven lanzó una carcajada.
Vrass se sentía sumamente incómodo. Había oído a sus padres hablar de la escandalosa conducta de Emass. Todos sabían que tenía un romance con su encantadora prima. ¿Pensaba que Lekcress era tonta y no se daría cuenta?
Y Lekcress se dio cuenta. Mientras Vrass la observaba, la vio llevar la mano hacia su cinturón, coger la empuñadura de su daga y empezar a deslizarla fuera de su vaina de cuero.
Vrass no sabía qué hacer. Advirtió una mirada asesina en los ojos de Lekcress y supo perfectamente lo que tenía intención de hacer: vengarse de su infiel marido. Vrass podía entender eso, hasta sus padres pensarían que Lekcress tenía derecho a vengarse. Ningún miembro del clan defendería a Emass en una pelea limpia. Pero ésta no iba a ser una pelea limpia. La intención de Lekcress no era ponerse de pie y denunciarlo ante su familia exigiendo una satisfacción por ponerla en ridículo públicamente. Estaba sacando la daga de la vaina lenta y sigilosamente. Lo que tenía pensado era acuchillar a Emass por la espalda, una acción cobarde que traería la deshonra sobre todos ellos.
Confundido, Vrass alargó la mano hacia su jarra de cerveza. Su movimiento atrajo hacia él la atención de Lekcress que vio la mirada horrorizada en los ojos del joven. Evidentemente, había adivinado sus intenciones. Ella elevó la vista hacia él y él la bajó hacia ella y luego, con aire desdeñoso, ella le dio la espalda. Terminó de sacar la daga de la vaina y levantó el brazo.
Vrass estaba furioso. Esa mujer iba a matar a su tío a sangre fría, ante los ojos de su sobrino, y evidentemente pensaba que el joven guerrero estaba demasiado asustado para tratar de detenerla.
Vrass se puso de pie de un salto y su silla salió despedida por el pulido suelo. Sacó su propia daga y se lanzó sobre la guerrera.
Un brazo sujetó a Vrass desde atrás, y una mano armada con una daga le abrió el estómago de lado a lado. La sangre salpicó la mesa y cayó también sobre Lekcress. Vrass se miró la horrible herida. Vio cómo partes de sí mismo que nunca había visto empezaban a salir hacia fuera. Vaciló, tirando su daga. La sala de banquetes se transformó en un caos. Vrass apretó la mano sobre sus tripas y trató de alcanzar el cuchillo que tenía en la bota. Logró sacarlo, pero le fallaron las fuerzas y no pudo sujetarlo. El cuchillo se le escapó de los dedos ensangrentados y Vrass cayó al suelo. La vida se le escurría a borbotones entre el chasquido de sillas rotas y los bramidos de ira y los estertores de agonía de los miembros del clan, hasta que dominándolo todo se oyó la voz de Sargas, furioso, airado, repitiendo su maldición un año más…
Vrass abrió los ojos en el preciso momento en que habitualmente los cerraba. Los cerraba en la muerte. El joven minotauro yacía de lado sobre el suelo de la sala de banquetes, con una mano apretada contra la cuchillada que tenía en el vientre, tratando instintiva y desesperadamente de contener sus entrañas que pugnaban por salir a través de la herida. La sangre se le escurría entre los dedos, y con la sangre, la vida. El dolor era espantoso. Lo aterrorizaba la idea de morir y, al mismo tiempo, ansiaba el olvido para poner fin a aquella tortura. Moriría, como estaban muriendo todos cuantos lo rodeaban, con los gritos de sus parientes en los oídos.
Y esa noche volvería a la vida una vez más.
Vrass observó cómo la sangre ennegrecida que le había salido del cuerpo volvía a fluir ahora hacia las venas y arterias. El charco de sangre desapareció, y con él el terrible dolor. Respiró hondo. Dedicó un momento a escuchar, sintiendo cómo su corazón latía con la vida, pero el momento nunca era lo suficientemente largo. Nunca tan largo como para que pudiera disfrutar de la vida.
Se puso en pie de un salto. Su puñal y el cuchillo que llevaba siempre en la bota yacían en el suelo, junto a él, manchados de sangre. Al recogerlos, la sangre desapareció. Puso el puñal en su cinturón y deslizó el cuchillo dentro de la bota. El gran desgarrón de su mejor túnica se cerró, cosido una vez más por la misma mano invisible. La tela ensangrentada quedó impecable. Se adelantó hacia la gran mesa del banquete para ocupar el lugar que le estaba asignado. A su alrededor los minotauros, varones y mujeres, sus parejas y sus hijos mayores, se dirigían a la mesa. También las heridas que les había provocado la muerte estaban cerradas, y la sangre había desaparecido. Sus propias armas cubiertas de sangre habían vuelto a ocupar su sitio en sus vainas o cinturones. Los veintisiete se dirigieron a la mesa y ocuparon los sitios que tenían reservados.
Estos minotauros pertenecían al clan Trenak, nobles guerreros, protectores de los pasos de Yeshall del Norte, comandantes de la Tierras Septentrionales. Eran una de las grandes casas del reino minotauro de Kothas. Todos los guerreros del clan estaban presentes, siete en total, hijos e hijas del jefe del clan, lord Trenak. También estaban allí los cónyuges de todos ellos, guerreros por derecho propio. El hijo o hija guerrero primogénito de cada una de estas familias estaba presente también, los nietos de lord Trenak. Cuatro de estos nietos tenían parejas que asistían a su vez. Vrass era el hijo guerrero mayor de Vromas, tercer hijo de lord Trenak, y todavía no tenía pareja.
Lord Trenak había convocado esta reunión. La rivalidad entre hermanos había tomado casi las proporciones de una guerra y el señor estaba decidido a mantener la paz dentro de su clan. Los hijos e hijas de Trenak habían acudido al banquete por respeto al jefe del clan, pero las miradas enconadas corrían más rápidas que la cerveza y las manos estaban más próximas a las empuñaduras de las espadas que al cuchillo de trinchar.
Vrass se sentó frente a su padre, Vromas, y a su madre. A la izquierda de Vrass se situó la guerrera Lekcress, pareja de su tío Emass, y a la derecha de Vrass estaba Hlell, guerrero y esposo de su tía Brossik. Los miembros del clan Trenak permanecían silenciosos, hoscos y desafiantes, esperando que llegara la hora señalada.
La hora llegó y pasó sin que Sargas apareciera.
Los minotauros se miraban por el rabillo del ojo, sin atreverse aún a levantar la cabeza, como preguntando en silencio a su vecino qué era lo que pasaba. Nadie tenía la respuesta.
Estuvieron así sentados unos momentos y luego empezaron a levantar la cabeza, con el ceño fruncido. Empezaron a pasear la mirada en derredor. Todo estaba en orden. Todo estaba igual que había estado año tras año durante mil años. El suelo pulido, la cerveza espumosa, la carne recién salida de las brasas. Todo menos Sargas. El dios de los minotauros no estaba allí.
Vrass se sintió perdido, desazonado, inquieto. Sargas siempre aparecía en la mesa principal. Les echaba en cara los crímenes que habían cometido unos para con los otros. Declaraba que sus pecados se repetirían todos los años en el adversario de la matanza y que cada uno de los minotauros sentados a aquella mesa comprendería su pecado a través de milenios y milenios de repetición. A Vrass no le gustaba sentirse obligado a repetir la misma acción año tras año. No le gustaba que lo acuchillaran, no le gustaba morir mil muertes. Pero pensándolo bien, era mejor que esto. Era algo extraño y no le gustaba.
También notó otras diferencias. En la sala hacía calor, el clima era asfixiante. No recordaba haber pasado antes tanto calor, era como si las llamas estuviesen consumiendo el mundo exterior. Frente a Vrass había una jarra de cerveza fría y espumosa. Sediento, acosado por el calor, Vrass la cogió y se dispuso a echar un buen trago.
Lord Trenak se puso de pie. Golpeó la mesa con la jarra de cerveza y empezó a pronunciar su discurso habitual.
—Las glorias del clan Trenak se remontan a la época en que los propios dioses hicieron su primera aparición en Krynn… —Hizo un alto. Como siempre, los minotauros no dejaban de cuchichear y murmurar.
—¡Sois unos hijos desagradecidos y malcriados! —gritó de repente el señor de Trenak—. ¡Os vi morir a todos con placer! Tuvisteis lo que os merecíais. Y yo también —añadió desplomándose en su silla—. Yo también.
Se quedó allí sentado, con la cabeza gacha. Los minotauros guardaban silencio. Algunos parecían avergonzados. Todos ellos estaban inquietos.
La guerrera Lekcress debería haber estado observando llena de celos y de furia cómo su marido flirteaba con la joven minotauro Nekell. En lugar de eso le dio a Vrass un salvaje puntapié por debajo de la mesa.
—¡Deja esa jarra! ¡Nunca habías tocado esa jarra! Se supone que no debes hacerlo.
Vrass le devolvió el puntapié. Mil años antes jamás se hubiera atrevido a tocarla, pero había acumulado dentro mil años de furia por considerarla la causa de su muerte.
—¡Déjame en paz, tía Lekcress! Hace un calor de mil demonios y Sargas se retrasa. No he tomado cerveza desde hace mil años y por los dioses que tengo intención de disfrutar de ésta antes de morir otra vez.
»Y hablando de morir, tío —dijo Vrass volviéndose hacia Hlell—, ¡fue propio de un bastardo atacarme por detrás y acuchillarme! ¿Por qué tuviste que meterte y hacer eso?
Hlell dio un bufido.
—¡Ja, sobrino! Tú eres libre de hundir tu daga en el pecho de mi hermana, pero consideras que fue una traición acuchillarte. ¿No es así? Y dicho sea de paso, ¿por qué querías apuñalarla?
—¡Estaba defendiendo el honor de mi tío! —replicó Vrass—. Ella iba a matar a mi tío Emass. Yo la vi, y ella sabía que la había visto. Sacó la daga delante de mis narices, suponiendo que yo no tendría valor para detenerla. De no haber sido por mí, le hubiera clavado la daga en la espalda.
—¿Qué? —rugió Emass, interrumpiendo su conversación con Nekell para darse la vuelta y mirar a Lekcress—. ¿Es eso cierto, esposa?
—Por supuesto que sí —dijo ella en tono gélido—. Durante mil años tuve que aguantar tus coqueteos con esa vaquilla…
—¡Y pensar que morí por vengarte! —dijo Emass, encogiéndose de hombros.
—¿De verdad? —preguntó Lekcress, sorprendida y apaciguada—. Nunca lo sospeché. —Se llevó la mano al pecho y miró al otro lado de la mesa, a la madre de Vrass—. Siempre me mata ella antes de que sepa…
—¡Vaquilla! —Nekell estaba de pie—. ¿A quién llamas vaquilla?
Lekcress, intencionadamente, hizo caso omiso de su rival.
—Entonces, ¿todavía me amas? —preguntó tendiendo la mano a Emass.
Emass sacudió su astada cabeza.
—Soy un mariposón incorregible, esposa. Pero no es más que eso, te lo juro…
Asqueado de todos ellos, Vrass se inclinó hacia su tío Hlell, cogió su plato, lo arrastró hacia sí y arrancó una pata al venado asado. Era un comportamiento tosco, pero llevaba mil años muerto de hambre. Como era el primero en morir, nunca había podido comer ni beber en ninguna de las cenas, y si le iban a abrir la barriga esta noche, por lo menos que estuviera llena.
Justo cuando se llevaba a la boca la jugosa carne, su tío Hlell le cogió la mano y se la golpeó sobre la mesa.
—Lekcress tiene razón. Estamos condenados a repetir nuestra historia. Debemos revivir nuestra hora más oscura. Esa noche no tenías que comer ni beber nada, y así debe ser.
Vrass se desprendió de la mano de Hlell y empezó a morder la carne. Furioso, Hlell sacó su cuchillo.
—¡Está por verse quién es la vaquilla, estúpida vaca! —gritó Nekell y arrojó su cerveza, con jarra y todo, contra Lekcress.
Su puntería no era buena. La jarra fue a dar contra el hocico de Vrass, arrancó la carne de su mano y lo cubrió de espumosa cerveza.
Lekcress se rió.
Vrass se puso de pie, furioso. Su silla salió disparada hacia atrás. Se lanzó contra Lekcress, que le dio un puntapié en la tripa y lo hizo trastabillar hacia atrás hasta caer sobre la daga de Hlell.
La larga hoja se clavó en la espalda de Vrass atravesándolo hasta la tripa. Miró hacia abajo, sorprendido. Horrorizado, Hlell extrajo el cuchillo del cuerpo de Vrass. La sangre manaba de la herida mortal.
—¡Vrass, lo siento! —gritó Hlell sujetando al joven minotauro moribundo. Levantó el rostro compungido hacia lord Trenak—. ¡Mi señor! ¡Lo juro! ¡No quería hacerlo!
Vrass se derrumbó sobre la mesa, desparramando las fuentes. El alboroto se difundió por la sala.
—¡Por los dioses, Hlell! —Vrass oyó el alarido de su padre—. ¡Esta vez tendré ocasión de vengar la muerte de mi hijo antes de morir!
Su padre blandió un hacha de guerra que adornaba una de las paredes. La hoja fue a dar directamente en la cabeza de Hlell partiendo en dos el cráneo del minotauro y esparciendo sus sesos, su sangre y esquirlas de hueso en derredor.
Vrass se estaba muriendo. Se estaba muriendo pero no de la manera en que se suponía que debía morir. Nada estaba sucediendo como se suponía que debía suceder.
El cuerpo de su padre cayó sobre la mesa, atacado por la espada de alguien que a su vez murió a manos de la madre de Vrass antes de que ella misma cayera muerta…
La muerte se adueñó de Vrass y de todos los demás, pero esta vez, Vrass murió con una sonrisa en los labios.
Una vez al año, una vez al año todos los años, una vez al año todos los años durante mil años, una mano invisible separaba las grietas del entarimado. La misma mano invisible pulía la madera hasta dejarla brillante y expulsaba a las ratas —que chillaban aterrorizadas— hacia los sótanos. Los tapices volvían a las paredes. Las armas del clan volvían a lucir otra vez orgullosamente en las paredes. La enorme mesa de banquete, de madera de roble, volvía a ocupar su lugar en la gran sala. En la mesa se materializaba la comida: muslos de venado asados, conejos cocidos hasta quedar dorados y crujientes, todo servido en enormes fuentes y listo para ser regado con espumosa cerveza. Las antorchas refulgían otra vez en la sala de banquetes y todo quedaba finalmente dispuesto.
Vrass observó cómo la sangre ennegrecida que había salido a través de su cuerpo volvía a fluir ahora hacia sus venas y arterias. El charco de sangre desapareció, y con él el terrible dolor. Respiró hondo. Dedicó un momento a escuchar, sintiendo cómo su corazón latía con la vida, pero el momento nunca era lo suficientemente largo. Nunca tan largo como para que pudiera disfrutar de la vida.
Al menos, no hasta ahora.
Vrass ocupó su lugar en la mesa. A su alrededor, todos los demás minotauros estaban haciendo lo mismo.
Vrass miró a su padre y lo saludó con una inclinación de cabeza antes de sentarse.
—Gracias, padre, por vengar mi muerte el año pasado.
—Eres mi hijo —dijo su padre con voz ronca, aunque estaba visiblemente complacido—. Tengo que mantener alto el honor de la familia.
Hubo un remover de sillas. Los minotauros ocuparon sus asientos. Todos miraron hacia el lugar donde solía aparecer Sargas, pero el dios no estaba allí.
Lord Trenak estaba en su sitio, acariciando su jarra de cerveza. Paseó la vista por todos ellos, pero no dijo nada.
Junto a Vrass, estaban sentados Lekcress y Emass, tocándose las manos por debajo de la mesa. La joven Nekell hablaba en voz intencionadamente alta a un joven que había a su lado Vrass se bebió su cerveza rápidamente, antes de que alguien volviera a matarlo. Inclinándose hacia su tío, cogió el venado asado, desprendió una pata y luego, movido por un impulso, cortó la mejor porción de la carne y la puso en el plato que había frente a Lekcress.
Ella lo miró con expresión sorprendida.
—Tú tampoco llegaste a comer nunca antes de morir —dijo Vrass.
—Gracias, guerrero —respondió ella mirándolo con respeto.
Hlell lanzó una mirada furiosa a Vrass y a Lekcress.
—Sargas nos prohíbe hacer nada que no sea revivir los acontecimientos de nuestra noche de traición.
—Sargas no está aquí —dijo Vrass con la boca llena—. Haré lo que me plazca.
Hlell sacó su cuchillo.
—¡Vas a mostrar respeto por el dios de nuestro pueblo!
Vrass se levantó, daga en mano, para responder al reto de Hlell. Un violento empujón desde atrás obligó al joven minotauro a sentarse nuevamente. Lekcress se colocó ante él en acritud protectora, enfrentándose a su hermano.
—Ninguno de nosotros ha mostrado respeto por el dios de nuestro pueblo. Por eso estamos aquí, cada maldito año. Elige entre deponer tu cuchillo, hermano pequeño, o usarlo contra mí.
Hlell miró a los ojos de su hermana, quizá para ver si realmente sentía lo que decía. Al parecer pensó que estaba fanfarroneando porque intentó evitarla y echarse sobre Vrass. Lekcress lo bloqueó con su cuerpo y cogiendo a su hermano de la muñeca le retorció el brazo con un movimiento experto. Los huesos crujieron. El dolor hizo que Hlell se quedara sin aliento y tirara su cuchillo.
—He querido hacer esto desde que naciste —dijo Lekcress con sonrisa desdeñosa.
—¡Has deshonrado a nuestra familia, hermana! —gritó Hlell, acariciándose la muñeca.
—¡Sí, deshonra! —gritaron primos hermanos, primos segundos, tías y tíos poniéndose en pie. Las espadas refulgieron a la luz de las antorchas. Se alzaron las hachas.
Vrass se encaramó de un salto sobre la mesa, desparramando los platos.
—¡Clan Trenak, guardad las armas! —vociferó—. ¡Sargas no está aquí! ¿Entendéis lo que significa eso? ¡No tenemos que volver a repetir la noche de nuestra peor traición!
Se volvió a mirar al jefe del clan.
—Lord Trenak, somos vuestra familia. No renunciéis a nosotros. Es cierto que nos hemos vuelto unos contra otros y hemos hecho a esta familia un flaco servicio que nos valió una maldición a través de los tiempos. Sin embargo, por dos años consecutivos, Sargas no se ha presentado para reiterar la maldición. Me parece que seguimos condenados a repetir aquella noche, pero ya no los hechos de aquella noche. ¿No hemos aprendido nada en mil años?
Lord Trenak se puso de pie. Permaneció en silencio durante algunos minutos, escrutando el rostro de todos los minotauros presentes. Por último, miró largamente a su nieto Vrass, que ahora había vuelto a ocupar el lugar que le correspondía en la mesa.
El jefe minotauro levantó la cabeza y los miró a todos airadamente.
—Soy vuestro señor feudal, y soy vuestro padre o el padre de vuestro padre o vuestra madre. Me obedeceréis cuando os ordene que dejéis vuestras armas sobre la mesa frente a vosotros.
Nadie se movió. Lord Trenak sacó su propia espada y la depositó sobre la mesa. Lentamente, los guerreros empezaron a cumplir la orden. Espadas, jabalinas cortas, hachas de combate y varias ballestas de mano se apilaron sobre la mesa, aplastando las fuentes y tapando las jarras de cerveza
—Todas las armas —ordenó lord Trenak con voz severa. Dicho esto sacó cuatro dagas de su chaleco de cuero y las colocó también sobre la mesa.
Los minotauros se miraron unos a otros y a continuación empezaron a sacar cuchillos de sus botas, dagas de sus cinturones o de sus chalecos. Todo se fue sumando a la pila.
—¡Que nadie se mueva hasta que yo dé la orden! —dijo lord Trenak—. Nadie.
Los guerreros reunidos se quedaron callados en sus asientos, obedeciendo las órdenes de su señor. Así pasaron las largas horas de la noche, con los ojos fijos en las armas que estaban sobre la mesa, armas que les habían significado la muerta durante los últimos mil años. Por fin, cerca ya del amanecer lord Trenak rompió el largo silencio.
—Vrass, hijo de Vormas, es el más joven de nosotros y sin embargo es el más sabio. Después de todos estos años, ¿no somos capaces de ver nuestro desatino?
De entre los minotauros reunidos se elevó un murmullo Asintieron con sus astadas cabezas y unos cuantos empezaron a dar sonoros golpes contra la mesa.
—¿No somos capaces de corregir nuestro desatino?
El murmullo se transformó en grito, y los golpes fueron in crescendo.
Lord Trenak elevó la voz.
—Parece que Sargas nos ha dado la oportunidad de redimirnos. ¿La aprovecharemos?
—¡Sí, señor! —gritaron todos a una los minotauros.
Los primeros rayos del sol se filtraban a través de las ventanas. Los guerreros permanecían sentados, esperando. Ninguno de ellos había vivido jamás lo suficiente para ver el amanecer.
La luz del sol arrancó destellos a las armas y lentamente los minotauros se desvanecieron.
Vrass abrió los ojos y se encontró sentado a la mesa. La comida se apilaba en el lugar donde siempre había estado.
Hlell estaba sentado junto a Vrass. Miró a su sobrino, desafiándolo a repetir la acción del año anterior. Vrass le devolvió la mirada, impávido, y alargó la mano hacia la carne. De repente, recordando sus palabras del año anterior, Vrass interrumpió su movimiento. Manteniendo la mano a la vista de todos, la alargó hacia la jarra de cerveza.
—Tío Hlell —dijo Vrass en tono respetuoso—. Permitidme el gran honor de llenar vuestra jarra, la jarra de un valeroso guerrero.
Con la mirada fija en Hlell, Vrass no podía ver a Lekcess, pero sentía su presencia a sus espaldas, una presencia aprobadora, de apoyo. Vrass no podía ver a lord Trenak, pero podía oír el murmullo de aprobación del anciano minotauro, un murmullo que se repitió alrededor de la mesa.
Hlell vaciló. Lo había tomado por sorpresa, lo había cogido totalmente desprevenido. Si de repente el joven guerrero le hubiera clavado un cuchillo, Hlell no se habría quedado tan atónito. Por fin, a regañadientes, Hlell cogió su jarra y se la alargó a Vrass para que se la llenase.
—Bebo a tu salud, Vrass, nieto de lord Trenak —dijo Hlell con voz bronca, y vació su jarra.
Lord Trenak dejó oír su voz.
—Las armas deberán apilarse en una esquina de la sala.
Todos los miembros del clan de los minotauros, Hlell incluido, se dirigieron a la esquina más septentrional de la sala. Allí apilaron los cuchillos y las dagas, las hachas y las espadas, las ballestas y las jabalinas sobre el suelo y luego volvieron a ocupar sus asientos. Vrass entregó su propia daga y el cuchillo que llevaba en la bota, complacido de que esta vez no estuvieran cubiertos de sangre.
Cuando todos se hubieron sentado, lord Trenak miró a Vrass.
—¿Querrás hacer los honores, hijo?
—Todos los años hemos vertido sangre en esta noche —dijo Vrass—. El año pasado modificamos eso. Este año tengo el honor de dar la bienvenida al clan Trenak a la cena anual de celebración. —Vrass levantó su jarra—. ¡Reunámonos en paz!
Se volvió hacia Lekcress.
—¿En paz, tía?
Lekcress sonrió y levantó su jarra hasta tocar la suya.
—En paz, sobrino.
A continuación, Vrass se volvió hacia Hlell.
—¿En paz, tío?
Hlell levantó su jarra y la chocó con la de Vrass.
—¡En paz, sobrino!
Un «viva» claro y rotundo salió de las gargantas de los minotauros.
Los festejos duraron toda la noche, hasta mucho después de que se terminara la cerveza. Los minotauros vaciaron la última gota una hora antes del amanecer. Cuando la oscuridad empezó a desaparecer, lord Trenak se puso de pie para dirigirse al clan.
—Estoy orgulloso de vosotros. Hemos reparado nuestro honor. Sin embargo, todavía hay algo que me disgusta. —Trenak miró con aire sombrío a su alrededor.
Los minotauros se removieron inquietos, mirándose unos a otros y preguntándose en qué nueva ofensa habrían incurrido.
Lord Trenak miró con tristeza su jarra vacía.
—El próximo año, y todos los años sucesivos, debemos moderarnos en el consumo de la cerveza para que no se acabe antes de que termine la fiesta. —Y con mirada cómplice añadió—: No querremos armar una disputa por causa de la cerveza, ¿verdad?
Las risas se tornaron polvo al convertirse en ruinas la sala de banquetes.
Al año siguiente, las risas empezaron precisamente donde habían quedado el año anterior.