El orgullo de la libertad
Paul B. Thompson
El viento barría el cielo, empujaba las nubes por encima del poniente y hacía oscurecer el día antes de tiempo. El remolino constante de las hojas y las ramas al doblarse amortiguaban el sonido del explorador que se aproximaba, pero Vytrad podía verlo perfectamente. Cabalgaba con esfuerzo, doblado hacia adelante sobre el cuello de su cabalgadura. El viento le azotaba la cara y lo cubría, desde el casco hasta los estribos, del fino polvo que levantaba.
El explorador tiró de las riendas, se detuvo ante su comandante y saludó.
—¡Señor! —dijo elevando la voz por encima del viento.
—El parte, cabo —respondió Vytrad.
—He reconocido las tres próximas leguas, señor, y he encontrado muchas huellas de nuestras presas, pero en realidad a éstas no las he visto en ningún momento. Corren que se las lleva el diablo, señor. ¡No podrán mantener ese ritmo mucho tiempo más!
Ni nosotros, pensó Vytrad mientras echaba una mirada a sus hombres: veinte caballeros y sesenta y seis hombres de armas, todos montados. Al empezar esta misión habían sido ciento veinte. Hombres y bestias estaban hundidos por la fatiga a pesar de haber sido elegidos entre los mejores. ¿Cómo era posible que aquella presa inexperta, les llevara tanta ventaja?
—La columna avanzará —dijo Vytrad a sus subordinados—. Los de los flancos irán por el interior del bosque, a cien pasos de distancia. ¡Mucha atención a los árboles esta vez! No quiero más emboscadas, ¿entendido? ¡Ya hemos pagado un precio demasiado alto por estos malditos traidores! —Hizo una señal a su portador de mapas para que se acercara. El caballero puso su cabalgadura a la par de la de Vytrad.
—¡Mapa! —rugió Vytrad.
El joven encontró el mapa más reciente de los alrededores y se lo entregó a su comandante. Vytrad desenrolló el pergamino y trazó sobre él el camino con un dedo enfundado en el guantelete.
—El río Ahlanlas está a seis leguas de aquí. ¿Qué ciudad es esta que está directamente en nuestro camino?
—Blancopa —respondió su sargento mayor, Benda—. Como ciudad no es gran cosa, señor. Apenas una docena de chozas de madera y piedra sobre un llano cenagoso. Población, desconocida, a lo sumo algunos centenares. Gentuza del río, escoria que vive al margen de nuestra ley o de cualquier ley.
—¿Defensas?
—Una empalizada de troncos en los tres lados que no dan al río, defendida por una milicia ciudadana.
La luz empezaba a decaer. Vytrad enrolló el mapa sin demasiado cuidado y se lo devolvió al portador de mapas.
—Parece evidente que el enemigo se dirige a Blancopa —dijo—. Quedarán atrapados allí, de espaldas al río.
—¿Y si hay una embarcación esperándolos? —preguntó Llorn, el segundo de Vytrad.
—Requisaremos un barco y los seguiremos —contestó Vytrad confiadamente—. Los fugitivos, por quienes hemos recorrido un camino tan largo y tan duro, no se escaparán.
Los guerreros formaron en columnas de a dos para reanudar la persecución. Vytrad bajó la celada de su casco y ocupó su puesto a la cabeza de sus hombres.
Parecía una oportunidad de oro, de esa clase de oportunidades que cimentan la carrera de un hombre. Vytrad Lanzarroja, veterano de la Orden de los Caballeros de Takhisis, fue asignado al servicio de Egil Liveskill, señor del Castillo Negro. Lord Liveskill era el jefe de la Orden para la paz y el orden en Qualinesti meridional y, como tal, un hombre muy poderoso y temido. Su plaza fuerte era el Castillo Negro, de reciente construcción, que dominaba la tranquila ciudad de Fara, en las lindes del gran bosque meridional.
Ser llamado al Castillo Negro era una perspectiva desalentadora, pero Vytrad saboreó la atmósfera amenazadora mientras subía por las escaleras de ónix hacia los aposentos de lord Liveskill. Hacía tiempo que esperaba que lo asignaran al Castillo Negro, donde el poder habitaba en las sombras y se hablaba en susurros de las decisiones sobre la vida y la muerte. Que otros buscaran una fama efímera en el campo de batalla; Vytrad soñaba con servir a la Orden de una forma más sutil y efectiva.
Fue recibido en silencio y conducido a presencia de lord Liveskill. El señor del Castillo Negro no tenía más de cuarenta y seis años y todavía conservaba el pelo y la barba rubios. Iba totalmente vestido de terciopelo negro y llevaba una diadema de azabache sobre la frente y el collar de oro de su cargo en torno al cuello. Sentado ante una gran mesa de nogal, lord Liveskill puso a un lado el documento que estaba leyendo al entrar Vytrad.
—¿Sois Lanzarroja? —preguntó, estudiando a Vytrad con sus ojos descoloridos.
—A vuestro servicio, gran señor —respondió Vytrad con una reverencia.
Liveskill le alargó una hoja de pergamino que se deslizó con facilidad sobre la superficie pulida de la mesa. Vytrad la recogió.
—¿Significan algo para vos estos nombres?
Los estudió rápidamente. Eran todos nombres de elfos.
—Son todos destacados qualinestis, mi señor. Veo a primos del Orador, miembros de las familias de Verinthanlas y de Ambrodel, vástagos de la Casa de las Piedras Preciosas del Cultivo, de la Silvicultura… Son algunas de las personas de más alta cuna de la provincia.
—La mitad de ellos han desaparecido —explicó Liveskill.
Vytrad dejó la lista.
—Mal asunto, mi señor.
De la peor índole. Han huido de Fara para escapar a la autoridad de la Orden, en algunos casos llevando consigo considerables tesoros. Se me ha encargado la tarea de parar esta sangría de fortunas y de nobleza.
Vytrad se hizo una idea de lo que se avecinaba.
—¿Alguna pista sobre lo que ha sido de los elfos desaparecidos, mi señor?
—Ninguna —respondió Liveskill con expresión ceñuda, cogiéndose el aguzado mentón entre el pulgar y el índice—. Da la impresión de que se hubieran esfumado totalmente. De haber aparecido algún duende en otros países, nuestros agentes nos hubieran informado, pero no ha sido así. Tampoco se han puesto en circulación sus tesoros.
»No podemos permitir que la población se escurra como la arena de un reloj. Si empiezan los ricos y los nobles, la población llana los seguirá, y de continuar este éxodo descontrolado, es posible que la Orden acabe gobernando sobre una provincia vacía.
Malo para el prestigio y para los impuestos, dijo Vytrad para sus adentros, y en voz alta preguntó:
—¿Qué debo hacer, mi señor?
Liveskill rebuscó entre los papeles sueltos que tenía sobre la mesa, dejando ver en un momento una daga de aspecto siniestro. El color verde de su hoja revelaba que estaba envenenada… El señor del Castillo Negro encontró lo que estaba buscando.
—Un informante de las tierras de una noble familia llamada Verinthanlas nos advirtió de la inminente huida de sus señores. Vendieron todas sus posesiones a cambio de oro y acero, y se están aprovisionando para el viaje. Tengo a otros vigilando la casa. Cuando partan, lo sabré. Quiero que vos, Vytrad Lanzarroja, dirijáis un grupo selecto de hombres a caballo. Vuestra misión será perseguir a los elfos, averiguar con quiénes se van a reunir y adónde van. Entonces, y sólo entonces, quiero que los capturéis y los traigáis a mi presencia.
Vytrad esbozó una sonrisa. Una empresa fácil, y muy adecuada para él.
—No fallaré, gran señor —prometió.
—Procurad que así sea.
Le proporcionaron hombres, con muy buenos caballos y bien equipados. La mayor parte de los ciento veinte provenían de los mejores cuerpos de la caballería ligera, y eran capaces de dominar y vencer a un ejército cinco veces más numeroso que ellos. Estuvieron acampados en los bosques de las afueras de Fara durante cinco días. Al sexto día, les comunicaron que los qualinestis partirían esa misma noche. Una banda sombría de seres humanos y kalanestis los acomodaron en carros y partieron con ellos hacia el sudoeste. Vytrad comenzó una persecución distante, sigilosa.
La primera emboscada fue embarazosa. Una partida de exploradores se encontró de lleno con una descarga cruzada de flechas que salían de las copas de los árboles. Para cuando llegó el grueso de los hombres de Vytrad, los arqueros se habían evaporado. El segundo desastre fue horroroso. En un intento de atrapar a los elfos que ahora huían abiertamente, Vytrad dividió su unidad en dos, enviando una columna delante para cortarles la retirada. Se suponía que la segunda columna empujaría a los elfos hasta la columna de avanzada, pero en lugar de eso, los perseguidores se dieron de bruces con una trampa atroz. Redes y lazos desmontaron a muchos caballeros y la mayoría de ellos fueron muertos mientras yacían indefensos en el suelo.
Vytrad reorganizó su unidad. Estaba claro que los qualinestis se habían encomendado a mercenarios peligrosos y avezados y que capturarlos iba a ser una empresa mucho más dura que la de cazar simplemente a un grupo de civiles en fuga. Envió un despacho al efecto a lord Liveskill pidiéndole que apostase fuerzas tanto en los pasos que conducían a Thorbardin como en la costa meridional del río Ahlanlas. Vytrad no estaba dispuesto a fracasar en su primera misión para el señor del Castillo Negro, aun cuando ello implicara llevar de vuelta a su unidad y a sus presas más muertas que vivas.
Caía la lluvia cuando avistaron la tosca empalizada de madera de Blancopa. La valla rodeaba totalmente la ciudad llegando hasta el río. Había dos puertas en la empalizada y las dos estaban abiertas de par en par. Unas linternas cubiertas colgaban de unos ganchos junto a las puertas.
Vytrad detuvo la columna en la linde del bosque. La niebla se cernía sobre el río y unas cuantas lámparas mortecinas cabeceaban en la oscuridad, tristes luces sobre una embarcación.
El joven Llorn puso su caballo al lado del de su comandante.
—¿Qué os parece, mi señor?
—No tiene buen aspecto. La escena es a todas luces una «trampa», pero no creo que tengamos más opción que entrar en la ciudad —dijo Vytrad. La lluvia empezaba a empaparle la región lumbar, por debajo de su armadura. Esta incomodidad no hacía más que aumentar su irritación.
—¿Podríamos obligarlos a rendirse?
—Es poco probable. Los qualinestis podrían rendirse pacíficamente, pero los mercenarios que los acompañan no lo harán. Nos han atacado con demasiada fiereza y saben lo que les pasará si les echamos mano.
Llorn echó la cabeza hacia atrás haciéndose sombra con la mano sobre los ojos.
—Al menos la lluvia dejará fuera de combate a sus arqueros, señor.
—Demos gracias a la Reina Oscura por ese pequeño favor.
Vytrad hizo que sus flanqueadores salieran del bosque. Dividió a sus hombres en dos bandos y puso a Llorn al mando del otro.
—Haz entrar a tus hombres por la puerta occidental —dijo Vytrad—. Llévalos hasta la orilla misma del río. Manteneos juntos, no permitas que tus hombres se dividan en grupos de dos o de tres entre las casas. Si encuentras a los refugiados, haz que el corneta toque su cuerno.
—A vuestras órdenes, mi señor.
Llorn se alejó a medio galope llevándose consigo a la mitad de los hombres. El resto permaneció en silencio detrás de Vytrad. Éste se quedó mirando en medio de la lluvia la puerta oriental abierta. Cuando el sonido del grupo de Llorn se amortiguó en la distancia, levantó la mano. Hasta los caballos se pusieron en tensión. Sin decir palabra, hizo un movimiento descendente con la mano mientras espoleaba a su montura para que se pusiera en marcha. Los caballeros se alinearon detrás de Vytrad formando fila de tres, con las espadas que despedían destellos en la oscuridad.
Las puertas estaban desguarnecidas. Vytrad aminoró la marcha e hizo que su caballo describiera un círculo buscando signos de una emboscada. La lluvia caía a chorros de los toscos techos de paja y salpicaba la cenagosa senda. Un perro ladró por allí cerca. Vytrad se acorazó para no prestar atención a las calles fantasmagóricas, vacías. Hizo a sus hombres una señal para que avanzaran.
Blancopa no tenía más que cuatro calles. Chozas y casuchas se levantaban hasta cerca de los almacenes de la orilla del río que eran la única construcción sólida, recta y de piedra que había en la ciudad. Podría haber cientos de soldados ocultos en unos almacenes como ésos…
—¿Qué hacemos ahora, mi señor? —preguntó el sargento Benda.
—Buscar un barco —dijo Vytrad—. ¡Tienen que cruzar en barco!
Los caballeros acercaron lentamente sus cabalgaduras hasta dejarlas paralelas a los muelles. La mayor parte de los atracaderos estaba vacía, pero delante de ellos había una galeota baja, poco sólida, con los remos recogidos. Unas toldillas rayadas cubrían casi toda la cubierta. Vytrad reparó en ello y redujo la marcha. Nadie colocaba toldillas para la carga, sólo para pasajeros…
—¡Allí! —Se paró sobre los estribos y señaló al galeote que se encontraba a tres atracaderos de ellos—. ¡Ése es! ¡Adelante, por la Orden!
Apenas habían salido las palabras de su boca cuando las puertas del almacén más próximo se abrieron de golpe. Un torrente de personas harapientas, desaliñadas salieron en tropel y se arremolinaron en torno a los caballeros, gritando a voz en cuello. Eran gentes de la ciudad, armadas con lo que encontraron a mano: martillos, hachas, remos rotos, cualquier cosa. Sobre los tejados aparecieron más enemigos que arrojaban jabalinas y piedras del tamaño de una cabeza sobre los hombres de Vytrad.
Vytrad giró su caballo para hacer frente a la turba, y descargó toda la fuerza de su espada sobre un hombre semidesnudo, de pelo largo, armado con un hacha de guerra. Intercambiaron golpes hasta que Vytrad golpeó la muñeca del hombre con la punta de su espada. El hacha cayó al suelo. El hombre trató de huir, pero Vytrad lo atravesó por la espalda y cayó de bruces sobre el barro.
—¡Corneta! ¡Haz sonar la llamada! —gritó Vytrad ásperamente.
El corneta se llevó a los labios el cuerno de bronce. Sus notas quejumbrosas no recibieron respuesta alguna del corneta de Llorn.
En ese preciso momento, algo pesado salió como un rayo de la oscuridad. Golpeó a Vytrad con fuerza en el hombro y allí se mantuvo. Con los ojos llenos de lluvia, Vytrad no podía ver qué era lo que se había apoderado de él. De repente los dos se deslizaron del caballo y cayeron pesadamente al suelo.
El frío metal intentó cortar la garganta de Vytrad. De no haber sido por la cota de malla, sin duda ése hubiera sido su final. Descargó con fuerza sobre su atacante el puño cubierto con el guantelete, y el asesino lo esquivó con sorprendente agilidad. Vytrad se incorporó en el barro y pudo ver el rostro salvaje y demoníaco de su atacante: un kalanesti con todas sus pinturas de guerra. El elfo de los bosques sujetó la daga entre los dientes y se alejó de un salto, perdiéndose entre la maraña de caballos y hombres.
Vytrad se puso de pie y vio lo que parecía toda la población de Blancopa vuelta contra ellos. La presión era tal que los caballeros se veían empujados hacia el muelle donde estaba amarrada la galeota. Había perdido de vista su caballo, de modo que recogió su espada del fango y volvió a la lucha. La mayoría de sus hombres también luchaba a pie y seguía retrocediendo por el muelle bajo de la presión de varios cientos de villanos beligerantes.
Vytrad se topó con los hombros del sargento Benda.
—¡Nos estamos quedando sin lugar para combatir, señor! —dijo el viejo veterano.
—¿Sabes nadar? —preguntó Vytrad. Era una pregunta sin sentido; ningún caballero podía nadar vestido con la pesada armadura. El único espacio que quedaba era la galeota que estaba a la espera. Vytrad ordenó a sus hombres que pasaran por la tabla sin dejar de combatir. Cuando el último caballero estuvo a bordo, retiraron la escalerilla hacia cubierta.
—¿Alguna señal de Llorn? —preguntó Vytrad, jadeante.
Benda sacudió la cabeza.
—Nada, señor. No es de extrañar si tuvo la misma recepción.
Con sogas y rejones, los blancopanenses trataban de cubrir la brecha entre el barco y la orilla para atacar a los caballeros. Los hombres de Vytrad se las veían y se las deseaban para impedírselo. Mientras el combate proseguía, Vytrad se dirigió bajo cubierta. Ante su sorpresa, la galeota tenía a bordo una tripulación completa: cuarenta remeros estaban situados en sus puestos escuchando la conmoción de arriba. Vytrad coligió que cuatro hombres mejor vestidos eran los oficiales del barco. Uno de ellos, el más alto, se adelantó. Debía de estar al mando.
Vytrad amenazó al hombre con la punta de su espada.
—¡Tú! ¿Cuál es tu nombre?
El hombre de pelo pajizo llevaba un pañuelo que le cubría la mayor parte de la frente.
—Zoran, para servir a vuestra señoría.
—¿Eres el capitán de este barco?
—No, sólo soy el primer piloto.
Vytrad frunció el ceño.
—¿Qué barco es éste?
—El Surcador de las Aguas.
—¿Hay alguien más a bordo? ¿Algún mercenario?
Zoran intercambió miradas expresivas con sus compañeros.
—No, señoría.
Vytrad presionó con la punta de su espada la carne blanda por debajo del mentón de Zoran.
—¡La verdad, o me cobraré tu cabeza!
—¡Es cierto, generoso señor! ¡Los guerreros cogieron otro barco!
—¿Qué otro barco?
La cara de Zoran se estaba poniendo tan roja como un rábano.
—¡El Culebra de los Pantanos! —logró articular—. ¡El barco del Capitán Luno!
Algo pesado golpeó contra la cubierta superior. Vytrad desplazó la punta de su espada del cuello de Zoran a sus riñones.
—¡A cubierta, ahora mismo! —dijo imperativo—. ¡El resto de los oficiales también!
Desde la popa se veía con claridad que los caballeros se iban replegando ante el ataque masivo de los villanos. Vytrad envainó su espada.
—Poneos en marcha. Ahora este barco está bajo mis órdenes. ¿Está claro?
—Mi capitán está en tierra. ¡No puedo partir sin él! —protestó Zoran.
Furioso, Vytrad cogió al primer piloto por el chaleco de cuero y lo empujó por encima de la barandilla. Vytrad echó mano de su espada mientras los demás se ponían tensos. Los marineros no se movieron, contenidos por la mirada de un panzudo oficial de más edad. No se oyó grito alguno, pero un sonido inconfundible indicó la caída de Zoran al agua. : Vytrad puso los brazos en jarras y se enfrentó al resto de la tripulación.
—¿Alguien más quiere desembarcar? ¿No? ¿Quién le sigue en la línea de mando?
El tipo panzudo que se presentó como Hakan consiguió tartamudear que era él.
—Zarpad de inmediato —ordenó Vytrad—. Lo primero que tenemos que hacer es apartarnos de estos salvajes. ¿Lo habéis entendido?
—¡Claro que sí, su señoría! —Hakan gritó las órdenes oportunas y los remeros se dirigieron a los remos del lado de estribor y empujaron la galeota apartándola del muelle. Hubo numerosas salpicaduras al caer algunos al agua, seguidas de los gritos de socorro correspondientes. Vytrad esperaba que fueran villanos y no hombres suyos.
Una vez apartados del atracadero, desplegaron el otro conjunto de remos y el Surcador de las Aguas se alejó suavemente de la orilla. Los caballeros, en cubierta, dieron vivas al verse liberados.
Había dejado de llover, pero la niebla se había hecho más densa. Aparecieron antorchas en la orilla, rodeando los muelles más occidentales. Vytrad oyó el entrechocar de las armas que venía de esa dirección.
—¡Hacia aquellos muelles! —ordenó.
La galeota siguió su rumbo, indiferente a las estacas y pilotes que sobresalían del agua. El sonido de la lucha se oía más alto. En ese mismo momento, la niebla se disipó mientras el Surcador de las Aguas se deslizaba sobre la corriente. Lo que quedaba del grupo de Llorn también estaba atrapado al extremo de un muelle. No quedaban muchos hombres, y los que quedaban eran víctimas de un encarnizado ataque.
Vytrad sopesó la situación y en un instante tomó una decisión.
—¡Señor Hakan, embestid el muelle! ¡Embestidlo he dicho!
Hakan se puso blanco.
—¡Eso es una locura! ¡Hará que naufrague el barco y que se ahoguen todos los que están en el muelle!
Vytrad cogió a Hakan por el cuello y lo arrinconó contra la borda.
—¡Apuntad entre el cuarto y el quinto pilón! ¡Hacedlo! —gritó Vytrad, y sacando la espada—: ¡Hacedlo o moriréis aquí mismo!
Tembloroso, Hakan giró el timón y ordenó más velocidad. El agua se encrespó ante la presión de la aguzada y profunda proa del Surcador de las Aguas. Entre la turba que combatía sobre el muelle hubo quienes vieron el barco que se les venía encima y trataron de retirarse, pero la multitud era demasiado densa para moverse con rapidez. La proa del Surcador de las Aguas chocó contra los maderos aplastando a muchos blancopanenses. El resto cayó al agua o corrió hacia la orilla. Del otro lado de la escollera, los supervivientes del grupo de Llorn vieron a sus camaradas sobre la galeota y subieron al barco para unirse a ellos. Con la proa maltrecha pero sin hacer agua, el Surcador de las Aguas volvió a retirarse hacia la niebla.
Sangrando profusamente por una herida en el cuero cabelludo y sujetándose un brazo roto, Llorn dio parte a su comandante en la popa del barco.
—¡Mi señor! Gracias por vuestro oportuno rescate —dijo tras saludarlo con la mano sana—. Unos minutos más y todos hubiéramos acabado como alimento de los peces.
—¿Por qué no contestó vuestro corneta al nuestro? —preguntó Vytrad con severidad.
—Murió en la primera arremetida de los blancopanenses —respondió Llorn enjugándose la sangre que le caía sobre los ojos—. Nos superaban diez a uno, señor, y no teníamos lugar para maniobrar.
Hakan, apoyado sobre la caña del timón, ofreció amablemente los servicios del matasanos de a bordo a los caballeros heridos. Vytrad asintió y envió al vacilante Llorn para que lo atendiera el sanador.
—Su señoría… —empezó Hakan tímidamente.
—¿Qué?
—¿Qué debo hacer? ¿Qué rumbo debemos tomar?
Encerrado en medio de la niebla, el Surcador de las Aguas avanzaba firmemente río arriba, más o menos con rumbo este. Vytrad trató de horadar la niebla, como si pudiera despejarla a golpe de fuerza de voluntad, pero la niebla no cedió.
—Ese otro barco, el Culebra de los Pantanos ¿adónde se dirigía? —preguntó Vytrad.
—No lo sé, señoría. Luno hizo subir a bordo a los pasajeros y se alejó internándose en la niebla. No lo pude ver… —El corpulento hombre de río retrajo la barbilla y frunció el ceño, en actitud pensativa—. Creo que tenía anclas de mar en la proa cuando partió. ¡Sí, estoy seguro de ello!
—¿Qué significa eso?
—Bueno, ya sabéis, señoría, los barcos de río no necesitan verdaderas anclas. Una piedra con una ranura es lo que usamos todos. Pero si uno tiene pensado cruzar el estrecho de Algoni, se necesitan anclas de verdad.
—¿De modo que Luno llevó a sus pasajeros hacia el mar? —preguntó Vytrad y, ante el gesto de asentimiento de Hakan, ordenó—: Llevadnos hacia allí, entonces. ¡Iremos tras ellos!
—Pero señoría, ¡el Surcador de las Aguas no está equipado para el mar abierto! Y la proa, la proa está casi partida…
Vytrad descargó su espada sobre la barandilla arrancando una astilla de la madera de roble.
—¡Haced lo que os digo! ¡Si vaciláis una vez más, pondré a otra persona al frente y os tiraré por la borda como ya hice con vuestro amigo Zoran!
—Sí, graciosa señoría. —A Hakan se le veía pálido, incluso en medio de la niebla—. ¡Al mar, sea!
La galeota redujo la marcha y batió los remos. Mientras una bancada de remeros remaba hacia adelante, la otra lo hacía en sentido inverso, haciendo girar a la ligera nave sobre sí misma. Vytrad ordenó más velocidad, y el Surcador de las Aguas, ayudado por la corriente, emprendió raudo y veloz la persecución de los qualinestis.
Durante una hora la galeota descendió por el Ahlanlas tras el rastro de su embarcación gemela. Cerca de medianoche las estrellas empezaron a asomar entre las nubes. El viento, que olía a sal, jugaba sobre sus rostros. Vytrad ordenó a la galeota que redujera la marcha y se detuviese.
—Todos callados —dijo—. Escuchad.
Las olas levantaban la proa de la galeota. Al principio todo lo que oyeron era el sonido amortiguado de las olas al romper. Pero poco a poco, a medida que sus oídos se acostumbraron al ruido de fondo de las olas y el viento, los hombres en cubierta identificaron un leve y rítmico sonido: el de unos remos que se movían en sus trabas.
—Adelante, lentamente —murmuró Vytrad.
El Surcador de las Aguas avanzó lentamente, horadando la niebla con su proa. Haciendo señas con las manos, Vytrad indicaba el rumbo que Hakan debía hacer seguir al barco. Un punto de luz brilló sobre la cresta de una ola. Levantando la mano izquierda, Vytrad señaló la dirección.
Una mortecina linterna anaranjada señalaba la popa de la embarcación inmóvil ante ellos. Era una galeota de cuarenta remos, igual que el Surcador de las Aguas. El nombre de la popa había sido borrado, pero cuando Vytrad dirigió a Hakan una mirada inquisitiva, el barquero asintió solemnemente. Era el Culebra de los Pantanos.
—Todos los caballeros en orden de combate, adelante —dijo Vytrad en un susurro. Envainó la espada y empezó a avanzar con sus hombres.
Avanzaron sin pausa hacia el Culebra que se movía lentamente. Ambos barcos estaban totalmente fuera de la niebla del río, de modo que el Surcador de las Aguas era perfectamente visible para cualquiera que estuviese a bordo del Culebra de los Pantanos y que se hubiera tomado la molestia de mirar. En lugar de huir hacia adelante, la otra galeota redujo la marcha hasta detenerse. Se oyeron algunas salpicaduras y ruidos amortiguados.
—¡A ellos, ahora! —gritó Vytrad.
El Surcador de las Aguas cargó, y en el último momento, los remeros de babor retiraron sus remos. La galeota chocó con los remos inmóviles del lado de estribor del Culebra de los Pantanos, reduciéndolos a astillas. Ambos cascos se rozaron, y al grito de «¡Por la Orden!» surgido de la garganta de Vytrad, unos cincuenta caballeros y hombres de armas en perfectas condiciones físicas, saltaron por encima de la barandilla.
Vytrad aterrizó sobre la cubierta del Culebra. Un kalanesti extravagantemente pintado se lanzó sobre él con un sable. Intercambiaron varias estocadas y quites hasta que el sargento Benda saltó desde la barandilla y fue a caer sobre el elfo. Lo siguió un torrente de guerreros armados que en un instante ocuparon el alcázar de la embarcación.
Se abrieron las escotillas y salieron los remeros, armados con cuchillos, estacas y bicheros. Formaban un grupo espeluznante de individuos con cicatrices, pintados, tuertos unos y cojos o mancos otros. A pesar de toda su ferocidad, se enfrentaban a caballeros vestidos con armadura, y los hombres de Vytrad los atravesaban con la facilidad con que una aguja atraviesa una vela. La tripulación del Culebra de los Pantanos parecía decidida a defenderse en el alcázar, y llegaron a levantar una barricada de cascos y barriles para impedir la carga de los caballeros. Hombres y elfos con cascos de hierro y auténticas espadas aparecieron detrás de la improvisada barricada, y Vytrad supo que habían topado con los mercenarios a los que perseguían.
Los caballeros formaron una cuña de acero y se abalanzaron contra los toneles apilados. A pesar del cansancio y del peso de la armadura, Vytrad saltó sobre un pequeño casco describiendo un amplio arco con su espada. Un guerrero humano se interpuso en su camino y detuvo su espada en el reverso de un golpe defensivo. El mercenario tenía una espada más ligera y más larga, que oscilaba peligrosamente cerca del rostro de Vytrad. En lugar de forcejear con el hombre (de indudable habilidad), Vytrad cogió un cubo de madera de cubierta y lo utilizó para parar la aguda espada de su contrincante. Diez centímetros de acero atravesaron limpiamente la dura madera, pero el peso del cubo paró la descarga de la hoja. Cogiendo la espada con ambas manos, Vytrad descargó su espada y le quitó la rodela de las manos a su adversario. Este dio un salto hacia atrás, pero Vytrad lo alcanzó en el contragolpe de su arma abriéndolo desde el hombro hasta la cadera.
Un golpe de plano con un hacha dio a Vytrad en el lado de la cara y lo hizo trastabillar. Tras golpear con la barandilla de babor, cayó de rodillas. Gritando obscenidades, un hombre de brillante cabeza rapada atacó a Vytrad con una espada en una mano y un gancho en la otra. El caballero paró el hacha con la empuñadura de su espada a pesar de que el gancho atravesó su cota de malla. Poniéndose trabajosamente de pie, Vytrad hizo perder el equilibrio a su enemigo y lo cogió por la garganta. Era como tratar de estrangular a un árbol. Después de algunos segundos de forcejeo, el mercenario soltó el gancho y trató de usar su mano libre para arrancarle los ojos a Vytrad. El caballero lanzó su cabeza hacia adelante y golpeó al hombre en la frente con la pesada celada de acero. Atontado y sangrando, el mercenario trató de retroceder, chocó con otro caballero y Vytrad le atravesó la garganta.
Mercenarios y marineros empezaron a abandonar sus armas y lanzarse por la borda. En cuestión de segundos, la cubierta de proa quedó vacía de enemigos. Vytrad ordenó que retirasen a los heridos y que se detuviese a los mercenarios supervivientes para interrogarlos.
—¡Sargento Benda! —llamó.
El avezado y viejo guerrero se presentó, jadeante pero ileso.
—¿Sí, señor?
—Elegid seis hombres y comprobad lo que hay bajo las cubiertas. Inspeccionaré el castillo de proa. No he visto a ningún qualinesti, pero es difícil saber quién es quién bajo las pinturas de guerra. Tienen que estar a bordo en algún sitio.
Benda partió a cumplir sus órdenes. Acompañado de dos hombres de armas, Vytrad se dirigió al castillo de proa. Ante su sorpresa, vio que sobre la cubierta de proa del Culebra de los Pantanos había una lona extendida y algo se movía debajo. Ante una señal suya, los hombres que lo acompañaban retiraron la lona.
Allí había gente. Los qualinestis perdidos, al menos la mayoría de ellos. Atados de pies y manos yacían en apretadas filas, amordazados. A la vista de los caballeros, los desventurados elfos gruñeron tras sus mordazas y patalearon. El ruido metálico reveló que sus tobillos estaban atados con gruesas cadenas.
—En el nombre de la Reina Oscura, ¿qué está pasando aquí? —se preguntó Vytrad en voz alta. Sus hombres apartaron a un qualinesti adulto de la movediza pila y le cortaron la mordaza.
—¡Mi señor! —exclamó el elfo—. ¡Nunca pensé que tendría el placer de ver a los Caballeros de Takhisis! ¡Nos habéis salvado la vida!
—¿A qué viene todo este desvarío?
—Esos bandidos nos despojaron de todo nuestro dinero para sacarnos de Qualinesti, pero intentaron asesinarnos a todos. Nos trajeron aquí con la intención de ahogarnos a todos como si fuéramos gatos. —El qualinesti bajó la orgullosa cabeza—. Algunos de nuestros amigos fueron arrojados por la borda antes de que vos intervinierais.
—¿Cuál es vuestro nombre? —le preguntó Vytrad mirándolo desde lo alto.
—Jerdato Verinthanlas, señor.
Vytrad recordó haber oído mencionar ese nombre a lord Liveskill. El clan de los Verinthanlas tenía gran fortuna e influencia en la provincia de Fara.
—¿Liberamos a los demás, señor? —preguntó el cabo que estaba junto a Vytrad.
Había quince elfos tirados sobre la cubierta, adultos de uno y otro sexo, y apenas veinte caballeros sanos para guardarlos. Vytrad sopesó los pros y las contras y dijo:
—No, dejadlos atados.
—¡Señor! —protestó Verinthanlas—. ¿Qué significa esto?
—Todos vosotros habéis disgustado a la Orden al huir desafiando las leyes —dijo Vytrad solemnemente—. Ésa fue la causa de que saliéramos en su persecución. Seréis devueltos al Castillo Negro, donde se os juzgará por sedición.
Verinthanlas agachó la cabeza un momento y luego volvió a levantarla.
—Que así sea, señor —dijo—. Afrontaremos el juicio de la Orden. Siempre será mejor que el destino que nos tenían reservado los mercenarios.
Vytrad envainó su espada. «Yo no estaría tan seguro de eso», pensó.
Se oyó un grito en la cubierta principal. Vytrad se volvió hacia la barandilla y cuál no sería su sorpresa al ver que el Surcador de las Aguas ya estaba a la distancia de un cabo y les mostraba la popa. El barco de Hakan remaba hacia la desembocadura del Ahlanlas a toda la velocidad de que era capaz.
—¡Maldito sea! ¡Lo destriparé por esto! —rugió Vytrad.
El sargento Benda apareció por la escotilla principal. Subió rápidamente la escalerilla hacia el castillo de proa para dar el parte.
—El barco es nuestro, señor. No hay nadie más aquí. La tripulación que no estaba herida saltó por la borda.
Vytrad pensó rápidamente.
—Pon a los qualinestis a los remos —dijo—, y a los prisioneros heridos también.
—La mitad de los remos están destrozados, señor —dijo Benda.
—Entonces coge la mitad de los que quedan y pásalos a estribor.
—A vuestras órdenes, señor.
Los elfos y los prisioneros con heridas menos graves, vigilados por los guardias, fueron llevados a los bancos de los remeros y se les ordenó remar. Con veinte remos en lugar de cuarenta, el Culebra de los Pantanos avanzaba a duras penas. La marea estaba bajando y las corrientes en torno a la desembocadura del río eran peligrosas, pero la galeota se abría camino entre ellas bajo la guía inexperta de Vytrad. Más adelante se cernía amenazador el banco de niebla.
Benda deslizó unas palabras en el oído de su comandante.
—Señor, tengo algo más que comunicaros. No quería decirlo en voz muy alta, supongo que lo entenderéis.
—¿De qué se trata, hombre?
—Un tesoro, señor. Hay cofres de acero y oro en la bodega, sacas de sedas y joyas. Supongo que los mercenarios tenían pensado asesinar a los qualinestis y repartirse el botín.
Vytrad asintió. Allí estaba la respuesta que estaba buscando lord Liveskill. Los ricos y nobles qualinestis que habían huido de la Orden no habían logrado escapar sino que habían encontrado un destino más cruel en las insondables profundidades del mar. Ésa era la causa de que la extensa red de informantes del Castillo Negro no hubiera oído ni una palabra sobre ellos.
—¡Barco no identificado a popa, señor! —gritó un vigía apostado en el mástil.
Vytrad entregó el timón a Benda y miró en la dirección indicada. No cabía duda, la silueta oscura de otro barco se deslizaba silenciosamente tras ellos. No tenía luz alguna, pero navegaba con las velas de gavia acortadas. Se trataba de un barco de mar, probablemente una carabela proveniente de Schallsea.
—¿Amigos de los mercenarios? —preguntó Benda.
—Roguemos a nuestra señora que no lo sean —musitó Vytrad—. ¡Más velocidad! Quiero perderlos en la niebla.
Ésa fue su orden, pero los remeros, exhaustos, inexpertos, no estaban en condiciones de cumplirla. El Culebra de los Pantanos avanzaba afanosamente, dejando un rastro bien visible que el misterioso barco podía seguir sin dificultad. Y vaya si lo siguió; incluso cuando Vytrad puso proa hacia la orilla norte, la oscura carabela giró en pos de ellos.
—Todos los soldados capacitados, a cubierta —dijo Vytrad. Cansados y en número muy escaso, los caballeros respondieron.
De repente un fuego se encendió en la cubierta del misterioso barco. Apareció una llamarada que salió despedida por los aires en dirección hacia ellos y fue a dar en el agua en dirección a estribor entre ambos barcos. Allí estalló y siguió ardiendo en el agua.
—¡Tienen una catapulta! —dijo uno de los caballeros.
—Sí, cargada con fuego gnomo. —Vytrad apretó con fuerza los puños. El fuego gnomo era un terrible combustible, sumamente destructivo para las estructuras de madera como las casas o los barcos. El agua no lo extinguía; lo único capaz de apagar el fuego gnomo era la basura.
Un segundo resplandor surgió en la cubierta de la carabela.
Esta vez hubo un zumbido audible, y la bola de fuego trazó un arco hacia ellos. En el último minuto, Vytrad movió el timón y la bola de fuego cayó en la estela del Culebra.
La niebla se espesaba en torno a ellos. Vytrad trató de modificar el rumbo para despistar al barco enemigo, pero la carabela siguió en pos de ellos, guiada por la ancha estela que dejaban los remos. Pronto estuvieron a tiro, y unas jabalinas de más de dos metros de largo se clavaron sobre los maderos del Culebra.
—¡Ah, de la galeota!
La voz sonó lejana pero potente. Vytrad no hizo caso. Si seguían avanzando, en un momento dado el río sería muy poco profundo para el casco de la carabela. La pregunta era: ¿sucedería eso antes de que los atacaran a cañonazos o les prendieran fuego?
—¡Ah de la galeota! Bajad los remos u os hundiremos.
Los remos no aflojaron. Los qualinestis habían oído los gritos y no tenían el menor deseo de morir encadenados a los remos como unos esclavos de galera. Empezaron a gritar pidiendo ayuda. Vytrad los conminó a seguir remando, pero el Culebra de los Pantanos perdió impulso y empezó a derivar hacia atrás con la corriente.
—¡Todos los caballeros a cubierta! Sí, incluso los heridos. ¡Aquí arriba! ¡Todos los hombres deben tener una espada en la mano! —bramó su comandante. Cubiertos de sangre, vendados, los caballeros heridos conducidos por Llorn se unieron a sus camaradas en cubierta.
—Señor, no soy quién para decirlo, pero creo que deberíamos parlamentar —dijo Benda.
Vytrad no podía creerlo. ¿El viejo sargento quería rendirse?
—Es un final honroso para una batalla —dijo—. Pueden acribillarnos con las bolas de fuego y no seremos más que cenizas en el agua. ¿Qué sentido tiene morir así?
Una lluvia de jabalinas cayó sobre la galeota poniendo punto final a las palabras de Benda. Un proyectil con punta de hierro clavó al viejo sargento al único mástil de la galeota. Vytrad comprobó de una mirada que no podía hacerse nada por él. El resto de las jabalinas cayeron sobre cubierta y dispersaron a los agotados y sangrantes caballeros.
Con la sangre que le latía con fuerza en la cabeza, Vytrad pasó rápida revista a sus opciones. Estaba irremediablemente vencido. Aunque quisiera resistirse, la carabela estaba en condiciones de repeler el ataque y hundirlos sin correr el menor riesgo.
Vytrad se encaramó a la barandilla y abocinó las manos en torno a la boca.
—¡Ah, del barco! ¡Que cese el fuego! ¡Queremos parlamentar con vosotros!
La carabela se puso de costado a la corriente y soltó las anclas de proa y de popa. Empujado por la corriente, el Culebra de los Pantanos fue a parar junto al barco. La cubierta de la carabela estaba erizada de marineros armados hasta los dientes. Se colocaron cuatro linternas en las barandillas. Vytrad quedó sorprendido al ver que la tripulación de la carabela estaba formada totalmente por elfos… Elfos qualinestis de cara limpia.
Los marineros se apartaron para dejar que uno más acercara a la barandilla. El recién llegado estaba detrás de las linternas protegidas, de modo que la luz que arrojaban daba en los ojos de Vytrad. No podía ver más que la sombra de un rostro: piel pálida, cabello rubio oculto en parte por un pañuelo oscuro. Una mano fina descansaba sobre la barandilla de la carabela.
—¿Quién sois? —preguntó Vytrad—. ¿Por qué nos atacáis? ¡Vamos en una misión para la Orden de los Caballeros de Takhisis!
—Sé quién sois —dijo el que quedaba en las sombras. La voz baja, meliflua, era difícil de identificar—. También sé lo que lleváis en ese barco.
—En este barco sólo hay gentes de la Orden.
—No voy a intercambiar palabras con vos. Entregadnos a los qualinestis y sus propiedades y perdonaré la vida a los demás.
Vytrad pasó revista a la línea de rostros asomados a la barandilla por encima de él. Ninguno sonreía.
—Una generosa oferta teniendo en cuenta que nuestra vida sólo nos pertenece a nosotros —dijo sarcásticamente.
—No cometáis un error, vuestra vida está en mis manos —respondió el misterioso capitán—. Sólo tengo que dar la orden y todos moriréis. La única razón por la que estoy dispuesto a perdonaros la vida es por haber salvado a mis qualinestis de estos depravados. Teníamos la intención de interceptar a los mercenarios antes de saliesen del río, pero el viento y las corrientes no estaban a nuestro favor. Por haberles perdonado la vida, perdonaré la vuestra.
Todo estaba muy silencioso en ambos barcos. Vytrad pensó en lord Liveskill y en su largamente acariciado destino en el Castillo Negro. Si fallaba en su primera misión, nunca entraría en las filas de lord Liveskill.
Llorn apoyó una mano vendada sobre el hombro de Vytrad.
—Señor, no necesitáis decir nada. Yo entregaré a los cautivos.
Con el rostro ardiendo por la vergüenza, Vytrad se dejó caer sobre un tonel. Llorn ordenó a los nobles qualinestis y a sus familias que abandonasen los bancos de los remeros. Éstos subieron a cubierta y aunque todavía iban cargados de cadenas, treparon por la empinada borda de la carabela hacia la libertad. Los miembros capturados del Culebra de los Pantanos fueron con ellos. Con la aquiescencia de Llorn, los marineros de la carabela izaron el tesoro y lo depositaron sobre su barco.
—¿Nos remolcaréis hasta la orilla? —preguntó Llorn al comandante de la carabela—. Nuestros hombres son guerreros, no remeros.
—¡Dejémoslos para que aprendan! —gritó un marinero.
La tripulación de la carabela rió. Detrás de sus linternas, el capitán de la embarcación, oculto en las sombras, sonrió.
—No quisiera que llegarais a la orilla demasiado pronto —dijo el comandante de la carabela—. Por lo que sé, tienen refuerzos muy próximos en tierra, y nosotros debemos alejarnos. Adiós y gracias nuevamente por salvar a mi gente.
Vytrad se puso de pie de un salto.
—¿Quién sois? Dejadme ver vuestro rostro, para reconocerlo cuando os mate.
Como respuesta, el capitán hizo retirar las linternas eliminando así las sombras. Vytrad vio el rostro sin dar crédito a sus ojos. ¿Zoran? ¿El cobarde piloto del Surcador de las Aguas?
Zoran se quitó el pañuelo de lunares de la cabeza dejando ver una buena mata de pelo rubio.
—Me llaman la Leona —dijo el que habían conocido como Zoran—. Recordad bien mi cara, caballero. Podría ser lo último que vierais en esta vida.
Arrojó una tela blanca a la cubierta de la galeota. En su interior había algo pesado. Se oyó el golpe al caer sobre la cubierta y rodó hasta pararse en el imbornal.
—Llevadlo a vuestros amos —dijo con orgullo—. Lamento no haber podido plantarlo yo misma en tierra de los qualinestis, pero un día no muy lejano lo haré. Adiós.
Los marineros se valieron de pértigas para separar al Culebra de los Pantanos. Virando a favor de la corriente, la carabela sin nombre izó nuevas velas y se alejó en medio de la niebla. Lo último que los caballeros percibieron del misterioso barco fue el débil eco de las risas mientras los elfos desaparecían.
Vytrad recogió el objeto envuelto en un trozo de tela. Resultó ser una bala de piedra de la catapulta, del tamaño de su puño. La tela era una bandera. Centrado en el campo blanco había una imagen negra y oro de un león rampante. El animal no llevaba nombre, pero a sus pies estaban escritas las palabras «El orgullo de la libertad».
—¡Señor! ¡Señor! —Llorn tuvo que llamar cuatro veces a Vytrad antes de que éste respondiera—. Señor, ¿quién es la Leona?
—Un mal sueño —musitó Vytrad—. Un sueño del que será difícil despertar.
De rodillas, con la cabeza baja, Vytrad entregó la bandera a lord Liveskill.
—¿Fue esto lo que os dio? —preguntó dejando caer la bandera sobre el suelo de ónix.
—Así es, mi señor.
—De modo que habéis conocido a la Leona. ¿Qué aspecto tiene?
Vytrad levantó la cabeza.
—La vi con claridad, mi señor. No tuvo miedo de dejarme ver su cara. —Le describió su aspecto y le contó lo que había dicho—. Es una qualinesti, sin duda, y de buena cuna. De eso estoy seguro.
Lord Liveskill se levantó de su silla de ébano y se dirigió hacia una alta ventana. Cruzó las manos a la espalda mientras miraba el oscuro bosque allá abajo.
—Habéis fallado, Vytrad. Sois consciente de ello, ¿verdad?
—Sí, mi señor, pero mi misión no fue un absoluto fracaso.
—¿Ah, no?
—He descubierto adónde huían los qualinestis y cómo lo hacían, y ahora esa ruta está cerrada. Los perdí y perdí su tesoro ante la Leona, pero vi su rostro y la oí hablar, que es más de lo que ha hecho cualquier otro miembro de la Orden.
Lord Liveskill se volvió de espaldas a la ventana.
—Sacáis lecciones beneficiosas incluso de los fracasos, Lanzarroja. Esto está bien —dijo—. Por eso os daré otra misión.
Vytrad se puso en pie de un salto.
—Mi señor es demasiado magnánimo.
—Todavía no sabéis cuál es la misión. —Vytrad juntó los talones y se puso firme para oír la misión—. Traedme a la Leona. Ya lleva demasiado tiempo burlándose de nuestra autoridad. No me importa el tiempo que tardéis ni las vidas que cueste. Encontradla, Vytrad. Empezad ahora mismo.
Vytrad saludó enérgicamente.
—Pondré mi vida en el empeño, gran señor —dijo, y era plenamente consciente de lo que decía.