Est Sularis oth Mithas
Scott M. Buraczewski
Est Sularis oth Mithas. Mi honor es mi vida.
La tierra desaparece entre los cascos retumbantes de mi caballo de guerra, dejando una estela de polvo tras de mí. «Más rápido —le insisto sin palabras—. Más rápido». A nuestro lado, los árboles pasan con la rapidez del rayo, como imágenes apenas entrevistas en un sueño febril.
En un relámpago veo a mi dama y esposa que ríe y me tiende la mano bajo el brillante cielo de la tarde. Está hermosa, nunca la había visto antes tan hermosa. Mientras ríe, echa la cabeza hacia atrás. Lleva un sencillo vestido verde, del color del salobre mar en los días sin viento.
El sol forma perezosos arcos a través de las hojas que aún cuelgan precariamente de los árboles en este otoño que ya toca a su fin. A pesar de que mi caballo y yo recorremos como un rayo el sendero, a galope tendido, puedo reparar en estas cosas, en las pequeñas cosas que nunca antes había tenido tiempo ni ocasión de disfrutar. Pasamos volando junto a una gama y la dejamos atrás mucho antes de que el animal tenga tiempo siquiera de emprender la carrera en busca de un refugio en lo profundo del bosque.
En un relámpago, mi dama huye de mí, sin dejar de reír, incitándome a seguirla. Todavía me siento torpe y lento dentro de mi desacostumbrada armadura. Fuera de mi alcance, ella da vueltas describiendo círculos sobre la cumbre de la montaña, con los brazos abiertos. Cuando se queda sin aliento, deja un instante de dar vueltas para burlarse otra vez de mí sonrisa traviesa en su cara. Cuando aún me encuentro a doce pasos de ella, me da la espalda y empieza a correr, lanzándome una risa despreocupada por encima del hombro como una ocurrencia tardía. Oh, siento que me abraso por ella.
Tras un recodo, la senda empieza a subir y nuestra marcha se hace más lenta. Ya no me importa si reviento a mi caballo en la carrera; tengo que llegar a mi destino. Aunque sería preferible que no se rompiera una pata antes de haberle sacado todo el jugo posible. Oigo su respiración fatigada y llega el olor de su sudor. «Un poco más —le susurro—. Sólo un poco más y luego podrás descansar».
En un relámpago ella desaparece en un bosquecillo, pero puedo oír su deambular sobre las hojas secas. Una nube tapa el sol y arroja una sombra sobre nosotros. Tan rápido como vino, la nube se va. Ni siquiera levanto la vista para seguir su rumbo. Reanudo la búsqueda de mi dama, mi amor.
Ahora la veo, perfilándose sobre mi caballo, como una nube de tormenta en el horizonte. No es gran cosa, en realidad, sólo un agujero oscuro horadado en la ladera de una montaña, pero estoy totalmente centrado en ella. Siento que el odio se debate en mi interior, y con un bufido le doy rienda suelta. Con un furioso puntapié obligo a mi caballo a un galope final y cubrimos los últimos mil metros en lo que parece un solo latido del corazón.
Un relámpago. Tropiezo entre la maleza del bosquecillo. La rama de un árbol restalla y entonces me golpea en pleno rostro. Siento que la ira arde en la línea dolorosa que me atraviesa la mejilla, pero la olvido tan pronto como atisbo un destello verde mar más adelante, fuera ya de la espesura. Corro hacia él, sin importarme lo que pueda ponerse en mi camino. Corro hacia ella.
Me bajo del caballo y me paro el tiempo suficiente para agradecerle el haberme llevado como lo hizo, le doy una palmada en el flanco y lo encomiendo a lo que el destino pueda tenerle reservado. Se da la vuelta y se apresura a desandar el camino por el que vinimos, galopando de puro placer al verse libre. No me quedo a mirarlo; ya estoy subiendo por la ladera de la montaña, mi propia respiración suena agitada en mis oídos.
Est Sularis oth Mithas. Lo repito para mis adentros una y otra vez, hasta que se convierte en un sonsonete sin sentido, susurrado entre una respiración entrecortada.
Un relámpago. A trompicones llego a las lindes del bosquecillo y allí está ella de pie, con los brazos abiertos como una imagen del valle que se extiende ante nosotros. Su cara es solemne, pero en sus ojos hay todavía una expresión risueña.
«Venid, pues», me susurra. Tengo que esforzarme por entender sus palabras. Ahora sólo nos separan veinte pasos y avanzo hacia ella, azorado, pensando que acabaré aplastado bajo el peso de mi pasión desbocada. Diecinueve pasos, quince, una docena.
He llegado a la cima y me obligo a mantenerme de pie, jadeando por el esfuerzo. Soy joven y estoy en forma, pero la pesada armadura que llevo puesta no fue pensada para subir montañas. Saco la espada de la vaina sin perder un solo paso, y por fin me encuentro al comienzo del mismísimo final de mi destino.
Un relámpago. Diez pasos, nueve, la sonrisa se desvanece de su rostro e inclina apenas la cabeza hacia adelante sin dejar de mirarme a los ojos. Levanta la bella mano y se aparta de la cara un mechón de cabello castaño. Ocho pasos. Ahora deja caer la cabeza hacia atrás y sus labios se entreabren. Los veo formar las palabras «Os amo, Alric», pero le son arrebatadas por un alarido que surge a sus espaldas, desde las profundidades.
—¡Ya voy! —grito, dando un paso hacia la semipenumbra de la cueva—. ¡Ahora voy!
Mi mano derecha aferra con fuerza la empuñadura de la espada, y llevo la izquierda tan apretada que mi sangre gotea sobre el suelo de piedra. Justo más allá del punto donde la luz del día vacila, del punto donde la oscuridad es casi impenetrable, una voz como una pesadilla me responde. En un remedo de las palabras de mi señora, dice:
—¡Vamos, pues, tonto!
Un relámpago. Una forma terrible se destaca de repente contra el sol y mis ojos la miran desorbitados. El dragón verde se detiene allí, inmóvil, durante lo que parece una eternidad, aunque la sonrisa todavía no ha empezado a borrarse de los labios de mi esposa. Siento que mis propios labios empiezan a gritar una advertencia. Mi corazón late una sola vez.
El dragón avanza pesadamente desde las sombras y yo lanzo un grito de guerra, rompiendo en furiosa carrera con la espada en alto. Los helados dedos del terror al dragón se cierran en torno a mí, pero mi furia transforma el miedo bravura. Las lágrimas me corren incontenibles por la cara. El dragón está sorprendido; cubro el espacio que nos separa en un instante, tan rápido que ni siquiera tiene tiempo de lanzarme su fétido aliento. Estoy lo bastante cerca como para tocarlo. Su cabeza se cierne sobre mí. Intento cortarle el cuello, pero mi espada rebota en las escamas sin hacer mella en su pellejo. Está atónito ante la osadía de mi ataque, pero su sorpresa dura sólo un instante. Abre la boca y filas de dientes montan guardia por encima de su lengua, y la cabeza le cae hacia abajo como un pájaro derribado desde el aire. Me dejo caer descuidadamente de lado cambiando de mano la espada, con disimulo. Abro la mano izquierda y aferró con ella la sudorosa empuñadura en el preciso momento en que la enorme cabeza del dragón pega con fuerza en el suelo de la caverna en el lugar exacto en que me encontraba un momento antes.
Un relámpago. El dragón la rodea con sus garras aplastándola casi en su poderoso abrazo. Cierro los ojos angustiado.
Vuelvo a dar un paso adelante sosteniendo la espada con la punta hacia abajo. Esta vez el dragón me espera y ya no me menosprecia. Sus mandíbulas me envuelven y siento su fétido aliento sobre mi piel mientras hundo mi espada hacia abajo con toda la fuerza de mi cuerpo y toda la agonía que llevo en mi alma. Mi estocada penetra, y la hoja se desliza por debajo de las escamas que protegen su pérfido corazón, hundiéndose hasta la empuñadura. Sus mandíbulas se cierran sobre mí, aplastando la armadura, la carne y el hueso. El dolor es enorme y abro la boca para gritar. Cuando se me empieza a nublar la vista, el dragón se derrumba como una mole sin huesos, sujetándome todavía entre sus mandíbulas. La oscuridad se apodera de mí y una voz me sigue hacia el vacío. «Os amo, Alric».
Est Sularis oth Mithas.