Los recuerdos de Añico
Chris Pierson
En un tiempo, el silencio era algo extraño en Hybardin. El Árbol de la Vida, la gigantesca ciudad estalactita que se erguía en el corazón del diminuto reino de Thorbardin, había sido siempre ruidosa: martillos golpeando los yunques de las forjas, regateos vocingleros en los mercados, sonido de canciones en las cervecerías. La conmoción había sido constante, y los enanos de Hylar se acostumbraban desde su más tierna infancia a dormir en medio de ese clamor. En una ciudad llena siempre de vida, el silencio significa variedad y pérdida. Era el sonido de la cripta.
Pero la quietud reinaba ahora en las cavernosas estancias de la ciudad. Cinco años atrás, las hordas de Caos habían atacado y el Árbol de la Vida se había resquebrajado. Las grietas recorrían su rocosa superficie, y se habían desprendido trozos que habían ido a parar al negro mar de Urkhan. Los niveles inferiores, en la punta de la estalactita, eran sólo escombros esparcidos en el embarcadero. Los enanos habían estado ocupados desde entonces reparando los daños, pero las cicatrices de la matanza de Caos estaban a la vista. Y lo peor de todo eran los silencios que invadían la ciudad como vetas de mineral emponzoñado.
Morvik Narrowshaft siguió una de esas vetas, acompañado sólo por el sonido de los tacones de sus botas. Enfiló una anchurosa avenida en uno de los niveles más altos de la ciudad, donde se levantaban las mansiones de las familias nobles. En el pasado, la calle había sido un hervidero de actividad. Los niños reían, los adultos se llamaban a voces unos a otros y lagartos enjaezados tiraban de las chirriantes carretas arriba y abajo. Ahora, sin embargo, las mansiones estaban calladas como calaveras, con sus ventanas sin luz. Las puertas enrejadas que bordeaban la avenida se oxidaban en silencio. Los antaño exuberantes jardines se habían mustiado, y las fuentes cantarinas estaban mudas. Por todas partes había escombros y polvo.
Hacía cinco años que Caos había llegado por el camino de la Lanza de Plata. Los seres de sombra, criaturas de negra nada, bullían por toda la ciudad, dejando sólo ruinas a su paso. Aquellos a los que mataban dejaban de existir, como si nunca lo hubieran hecho. En el suelo de las mansiones, los montones de armaduras señalaban el lugar donde habían estado los guerreros. Todo lo que quedaba de hombres, mujeres y niños eran montones de mohosos ropajes. Ni siquiera quedaba el recuerdo de los muertos en las cabezas de quienes los habían conocido y amado.
Los seres de sombra habían barrido casa por casa, y mientras en otras partes los enanos habían luchado o se habían dado a la huida, los habitantes del camino de la Lanza de Plata no habían tenido nunca una oportunidad. Una mansión tras otra estaban vacías, los nombres de los clanes que las habían habitado sólo quedaban en las runas esculpidas en los dinteles de las puertas. Ahora Hybardin estaba llena de esos lugares, como lo estaban las demás ciudades del reino de los enanos: todo Thorbardin podría haber sido así, si no fuera porque el gran thane del reino invocó la antigua magia para frustrar en el último momento la invasión.
Morvik sostuvo en alto un brillante farol, cuya luz hendía las tinieblas como un cuchillo. La otra mano la apoyaba en la empuñadura de la espada que colgaba de su cintura. Los monstruos se habían quedado a vivir en algunas de las zonas abandonadas del Árbol de la Vida, al igual que bandas de rufianes y de basureros dispuestos a cortarle la garganta a un viajero solitario y desarmado sin pensarlo dos veces. Morvik hacía sonar la vaina de la espada una y otra vez para dejar bien claro que estaba dispuesto a luchar. Si los monstruos o los bandidos estaban escondidos en el camino de la Lanza de Plata, permanecían muy ocultos.
Se detuvo, observando las runas del dintel d una puerta que se levantaba ante una gran mansión con techo de pizarra. Casa Oredigger, dijo en voz alta, y frunció el ceño tratando de recordar al clan Oredigger, pero fue en vano. En algún lado de las mansiones tradicionales, habría alguna lista con los nombres de los enanos que habían vivido aquí, pero ya no había ni caras ni hazañas a las que pudiesen referirse esos nombres. Los habitantes de Casa Oredigger habían desaparecido y según la ley de los enanos la casa tendría que permanecer vacía durante un siglo a menos que apareciese un heredero con las pruebas de su derecho a heredarla. Pero no aparecería ningún heredero, ni de ésta ni de ninguna de las mansiones que bordeaban la avenida. Morvik inclinó la cabeza sobre el pecho, apoyando la negra e hirsuta barba sobre su jubón de cuero azul, luego se dio la vuelta y salió andando.
Volvió a detenerse cuatro casas más abajo, levantando el farol sobre su cabeza. Su luz iluminó a una figura solitaria, que permanecía de pie en el exterior de otra mansión. Era una mujer cuyas trenzas brillaban como el oro. A sus pies había una lámpara parpadeante que la bañaba con su rojizo resplandor. No iba armada, y podría haber sido presa de los vagabundos de no haber sido por la robusta maza que colgaba a su espalda. Permanecía de pie frente a la casa, mirando fijamente hacia adentro a través de las puertas. Sus puños se aferraban a las rejas, como si pudiera doblarlas sólo con la voluntad.
Morvik abrió la boca para decir algo, pero su voz se quebró, y tuvo que aclarar la garganta por dos veces antes de poder emitir algún sonido.
—Muchacha —llamó—, ya pasan dos campanadas de la medianoche. ¿Qué estás haciendo aquí?
Ella no hizo movimiento alguno, salvo un agarrotamiento de los hombros.
—Esa casa es mía, Morvik —replicó con voz firme—. Volverá a ser mía.
Suspirando, Morvik empezó a caminar hacia ella. Echó una mirada a la runa inscrita sobre el dintel: Casa Ironsmelt, leyó. Sacó la mano de la espada a medida que se acercaba, y la apoyó en el brazo de la doncella enana. Ella no se volvió, fija la mirada en la enorme residencia de alta cúpula que se veía del otro lado de las rejas. Morvik la miró en silencio y se inclinó para besarla en la mejilla.
—Vámonos, Añico —dijo—, es tarde.
La cara de la mujer se tornó pálida, y sus nudillos se pusieron blancos al apretar todavía más los puños sobre las rejas.
—¡No! —dijo con un gruñido—. ¡Ésta es mi casa, Morvik!
Él meneó la cabeza.
—No lo sabes…
—Sí, lo sé.
Finalmente giró en redondo hacia él.
—No lo he probado todavía, pero encontraré las pruebas Yo soy una Ironsmelt.
Morvik desvió la vista, incapaz de soportar aquella fiera mirada fija. Pero después de un momento, volvió a mirarla.
—Vamos Añico. Hablaremos de esto mañana.
Se inclinó hacia adelante y acercó sus labios a la comisura de la boca de la mujer.
—Por favor, querida.
Durante unos instantes lo miró enfurecida, luego la dureza de su mirada se ablandó. Se desasió de las rejas de la puerta y tendió sus brazos hacia él para acabar escondiendo la cara sobre su pecho. Permanecieron así un buen rato, inmóviles. Cuando ella se separó, no dijo nada; sólo asintió con la cabeza al tiempo que le regalaba una débil sonrisa.
Tardaron bastante en encontrar la lámpara de Añico; luego marcharon avenida abajo en medio del terrible silencio.
Añico no era su primer nombre, pero era el único que tenía, y ése era el problema.
No todas las luchas de la Guerra de Caos se habían librado en Hybardin. Los seres de sombra y los dragones de fuego habían atacado en todas partes, desde la lejana Puerta Norte hasta las ciudades de Daebardin y Klarbardin, e incluso bajo el reino, donde las minas de los enanos serpenteaban por entre los huesos de la tierra.
Ése lugar había sido la Hoya de Hroldeg. Había sido una fortaleza al borde de una profunda sima, un lugar seguro donde los enanos almacenaban el mineral y las piedras preciosas en bruto antes de enviarlas a las ciudades de la superficie. Morvik había formado parte de la guarnición de enanos estacionados allí para guardar las riquezas amontonadas. No tenía ni idea de cuántos enanos estaban destinados a aquel lugar, pero parecía que debían de ser más de doscientos, de los que habían sobrevivido poco más de treinta.
La palabra «batalla» no daba una idea precisa de lo que lo que había pasado en la Hoya. Por lo que Morvik recordaba, había sido una carnicería. No hubo forma de parar a los seres de sombra: las armas mortales los atravesaban sin hacerles el menor daño, y sólo el fuego los mantenía a raya. Ellos podían matar sólo con tocar, y rajar las piedras como si fueran pergaminos mojados. El último recuerdo claro de Morvik antes de que empezase la matanza fue la atropellada carrera hacia el muro fortificado, avisado por los pétreos tambores de las torres de vigía, y la permanencia hombro con hombro junto a sus camaradas enanos cuando las tinieblas cobraron vida en la sima. Algunas veces, en sus pesadillas, podía ver aún las sombras danzando a su alrededor, deformes, con sus garras negras como la noche, buscando la carne palpitante.
Después de eso, la memoria flaqueaba y sólo podía recordar relámpagos: el brillo del acero, el sonido de la piedra que se parte, el sabor de la sangre en su boca. Pero incluso en esas imágenes había huecos; eran los vacíos dejados por sus compañeros, los enanos vivos que habían caído ante la horda de las sombras, y cuyos nombres y caras ya nadie recordaría. Algunos, y de ello estaba seguro, habían sido amigos y familiares; otros, apenas conocidos. Todos se habían ido.
Por fin, los seres de sombra se habían retirado, dejando las murallas —¡qué poco había quedado de ellas!— sembradas con los restos de la carnicería, y a un puñado de enanos confusos y aterrorizados. Morvik había perdido tanto su espada como su escudo, y había sido uno de los que habían resistido hasta el último momento sobre el tramo más septentrional de la muralla del este. Por todas partes, los daños habían sido gravísimos: la muralla norte y la torre que la remataba por el extremo este, habían sido totalmente destruidas y no había quedado nadie con vida.
Eso habían pensado los supervivientes.
Una vez finalizada la lucha y atendidos los heridos, los enanos habían empezado a revolver entre las ruinas, buscando señales de los muertos. No encontraron más que hachas y mazas, cotas de malla y cascos, salvo en un caso. Morvik había estado cavando entre las piedras que otrora constituían la muralla norte, desenterrando corazas y escudos retorcidos de entre las ruinas, cuando oyó un débil quejido, la voz de una mujer bajo los escombros.
Se había puesto a cavar con furia, y la desesperación le había dado fuerzas para apartar piedras que ningún enano habría podido mover. Había terminado con los dedos ensangrentados, pero había llegado hasta la mujer, una joven enana maltrecha, magullada y ensangrentada, que vestía una armadura metálica. Su buena estrella le había salvado la vida pues se le había venido encima el vértice de un arco y eso había evitado que fuera aplastada por las otras rocas que la habían aprisionado. No había salido ilesa ya que se había roto la pierna izquierda y tenía varias contusiones, pero parecía un milagro que hubiera sobrevivido.
Pero Morvik no había logrado saber quién era, lo cual resultaba peor que cualquier herida física. Esa comprobación lo había dejado estupefacto pues no había tenido dificultad en reconocer a los otros supervivientes por sus nombres, incluso a los que había tratado muy de cuando en cuando, pero el de ella era un misterio. No podía recordar haberla visto antes. Pero lo peor llegó cuando empezó a moverse, recobrada la conciencia por el dolor de su pierna rota: ella tampoco sabía quién era, había perdido por completo la memoria.
No le llevó mucho tiempo a Morvik averiguar lo que había pasado. Fuera cual fuera la magia que emplearon los seres de sombra para destruir a los que mataban, también la había afectado a ella. En los últimos años, había descubierto que el caso de esta mujer, con ser raro, estaba lejos de ser el único. Algunos centenares de enanos dispersos por Thorbardin habían sufrido una suerte semejante. Sin recuerdos anteriores a esa época, estos enanos, a los que sus compañeros llamaban los Renacidos, habían tenido que empezar su vida desde cero después de la guerra.
Morvik decidió llamar a la joven enana Añico, por los cascotes de piedra bajo los que estaba enterrada. A ella le había gustado el nombre, y lo había adoptado. Él habla curado sus heridas, llevándole comida y agua mientras se curaba su pierna. Los enanos habían permanecido una semana más en la Hoya después de la batalla, abriendo tumbas para los muertos y enviando patrullas de reconocimiento a las minas para desenterrar a los supervivientes. Después de eso, abandonaron la fortaleza, transportando tanto las riquezas como a los heridos a las ciudades de la superficie. Morvik había empujado a Añico sobre una parihuela durante una jornada, y había permanecido con ella en la barca izada por cadenas que los había sacado a la luz del día en el Árbol de la Vida.
Muchos enanos habían perdido sus clanes durante la batalla, y en las semanas que siguieron se convirtió en norma que las mansiones prestaran ayuda a estas almas desafortunadas. Cuando Morvik volvió a la Casa Narrowshaft, que en gran medida se había librado de la carnicería, Añico lo acompañó. La familia de Morvik lo había ayudado a cuidarla hasta que se recuperó de sus heridas y trataron, en vano, de ayudarla a recuperar la memoria.
Resulta difícil establecer cuándo las atenciones se convirtieron en amor. No había sucedido de repente, pero visto a distancia había sido inevitable. Cuando Añico estuvo en condiciones de andar sin ayuda, ella y Morvik ya se habían enamorado. La mayoría de los enanos a los que la guerra había dejado huérfanos, incluidos los Renacidos, abandonaron Hybardin una vez que se recuperaron de sus heridas, se asentaron en la oscura ciudad de Daeforge, del reino de los enanos, y empezaron a llamarse a sí mismos Lokhar, que significa «los sin clan». Sin embargo, Añico se quedó incluso después de haberse curado; primero fueron algunas semanas, después meses. La familia de Morvik la había acogido con cordialidad, porque eran albañiles y ella había demostrado estar dotada para el oficio; sus manos sabían exactamente cómo cortar la piedra y cómo hacer morteros. Eso convenía a los Narrowshaft, ya que había escasez de trabajo de albañilería en la ciudad derruida.
Amor y trabajo, sin embargo, no le bastaban a Añico. El hecho de no saber quién había sido, ni a qué clan había pertenecido, le producía un tremendo vacío en el alma. Tenía una sed infinita de encontrar algo, lo que fuera, sobre su herencia. Morvik se había mostrado siempre escéptico, pero a regañadientes la había ayudado en su búsqueda. Juntos revisaron los libros de la tradición del Hylar, interrogaron a otros supervivientes de la Hoya, incluso consultaron a los adivinos con la esperanza de encontrar alguna pista.
Después de meses de búsqueda, habían hecho algún avance. La clave había sido Ernguth Ghaeril, un enano que había sido sargento de tareas en la Hoya. Los enanos del extremo oriental de la muralla norte, donde Morvik había encontrado a Añico, pertenecían todos a la misma casa, según habían demostrado las listas de Ernguth, que no era otra que el clan Ironsmelt.
A partir de ese día, por más que no tenía recuerdo alguno de ello, Añico había estado segura de pertenecer a la Casa Ironsmelt. Por desgracia, ningún Ironsmelt había sobrevivido a la Guerra de Caos. Los que no desaparecieron en la Hoya de Hroldeg habían muerto cuando los seres de sombra devastaron las mansiones del Camino de la Lanza de Plata. No había quedado ni un solo hombre, ni una sola una mujer ni un solo niño del dan, y la propiedad había sido sellada a la espera de que un nuevo heredero la reclamase. Esperaba la llegada de Añico.
Los problemas de ambos habían empezado ahí. Añico había presentado una reclamación sobre la Casa Ironsmelt, pero el jefe del consejo que juzgaba estos casos le pidió pruebas de su linaje. Todas las pruebas que tenía de su herencia eran circunstanciales, por eso, en última instancia el presidente rechazó sus pretensiones.
Esta derrota no había hecho más que reforzar la resolución de Añico de salirse con la suya. Había jurado que la Casa Ironsmelt sería suya, y nada iba a disuadirla. Este empeño ocupaba todo su tiempo, hasta el punto de que dejó de trabajar para dedicarse con más ahínco a su búsqueda. La familia de Morvik lo soportó durante un tiempo, pero sus finanzas ya no pudieron aguantar más la situación y finalmente, al tercer año, el padre de Morvik la invitó a marcharse. Añico lo aceptó de mala gana, y Morvik se fue con ella para instalarse en una casa más pequeña en los niveles más profundos del Árbol de la Vida.
De eso hacía casi tres años, y los progresos en la investigación habían sido magros. Sufrió un fracaso tras otro, pero con cada uno redoblaba su empeño. En su mente, la cuestión no era si iba a reclamar la Casa Ironsmelt, sino cuándo.
Morvik, por su parte, no sabía qué hacer. Amaba a Añico y deseaba casar se con ella, pero ningún jefe de consejo estaría dispuesto a otorgar un certificado de matrimonio a un Sin Clan. Y su propia familia se opuso categóricamente a su unión. La propia Añico estaba más obsesionada por su desconocido pasado que por la cuestión del matrimonio.
En ese momento, hacía sólo un año, Añico había dado otro inesperado paso adelante. Había empezado a hacer incursiones en Lobardin, la ciudad de los Sin Clan. En una de sus visitas, se encontró el Lokhar rebosante de actividad y entusiasmo. Habían llegado noticias de más allá de Thorbardin de que un humano Renacido de Solamnia había encontrado el modo de recuperar el pasado. Había hecho prisionero a un ser de sombra, y lo había obligado a revelarle lo que quería saber. Y lo que era más, ni siquiera había sido el mismo ser de sombra que le había robado su identidad. Al parecer, todos los desalmados generados por Caos sabían los nombres de los muertos y se los revelaban si los forzaba un Renacido.
El pensamiento de que podía llegar a recuperar su identidad la había alentado, elevando su ánimo a niveles nunca alcanzados en el pasado. Su obsesión había cambiado de rumbo, pasando de la búsqueda de informaciones a la preparación para enfrentarse con un ser de sombra. Había aprendido todo lo que había podido acerca de esas horribles criaturas: temían al fuego, su voz podía paralizar a una víctima por desesperación y sólo se las podía herir con armas consagradas, que cada vez eran más escasas desde que los dioses habían abandonado Krynn. Aun así, ella había conseguido dos de estas armas sagradas, una maza y una espada, para estar preparada cuando llegase el momento.
Ahora, lo que faltaba era encontrar a un ser de sombra. Había pocos desalmados desde el fin de la guerra, dado que la mayoría había desaparecido cuando fue vencido Caos. Pero se decía que habían quedado algunos. Añico iba ahora a Lobardin todas las semanas, con la esperanza de enterarse de que alguien había avistado a uno en alguna parte de Thorbardin. Hasta ahora, estaba decepcionada.
En su fuero interno, Morvik tenía la esperanza de que la decepción se mantuviese. El pensamiento de que Añico se enfrentase de nuevo a los desalmados lo preocupaba mucho.
Pero no se lo decía; ¿cómo podría hacerlo cuando esta búsqueda era lo único que mantenía en pie a Añico en ese momento? De modo que se sentó a esperar rezando porque los deseos de su amada nunca se convirtieran en realidad.
La calle mayor de Lobardin de Arriba estaba llena de enanos de todos los tipos y aspectos. A diferencia de la mayoría de los habitantes de Thorbardin, que estaban orgullosos de la pureza de su herencia, los Sin Clan era gente de todas las grandes poblaciones: Hylar, Daewar, Klar, Theiwar y Daergar. La ciudad estaba dividida en dos sectores, separada por una profunda grieta que un dragón de fuego había abierto en la roca. Los barrios bajos de la ciudad, que se apiñaban a lo largo de la costa de Urkhan, eran un laberinto de caseríos miserables sin ley y llenos de peligros. Adentrarse en ellos desarmado y solo era una invitación a que cualquiera le cortase a uno la bolsa o el cuello. Sin embargo, del otro lado de la grieta, la ciudad era otra. El barrio alto era todavía más pobre, pero en la mayor parte de su perímetro la ciudad era segura. Había surgido una comunidad variopinta cuyo antecedente común eran los infortunios de Lokhar. La adversidad hacía que vivieran en armonía los enanos que cinco años atrás se habrían matado unos a otros.
Añico se abría camino a codazos calle abajo por entre la apiñada multitud. Era difícil avanzar, pero cuando alcanzó la confluencia de dos calles pudo ver una estrecha calle lateral que desembocaba en el bulevar principal. Siguió avanzando entre la multitud en dirección a un letrero en el que se destacaba un dragón blanco enroscado. La puerta que se veía bajo el letrero estaba abierta y de ella salían canciones y carcajadas. El olor a carne asada de grillo de las cavernas inundaba la calle. Esbozando una sonrisa, Añico avanzó a zancadas hacia Casa Wyrm Helado.
Un discípulo de Severus Cabezapiedra estaba haciendo proselitismo a la puerta. Cabezapiedra había pasado casi cuatro años buscando seguidores para iniciar una marcha y reclamar el antiguo reino de Thoradin. Sus seguidores eran más poderosos aquí que en Lobardin, y los Sin Clan, más que ninguno, estaban dispuestos a procurarse un nuevo hogar para empezar una nueva vida.
Añico se abrió paso a codazos por delante del vociferante predicador, echándole una fría mirada cuando éste trato de cogerle la mano; luego se internó en la oscura taberna entre nubes de humo.
Los Renacidos, que eran sólo una minoría entre los miles de Sin Clan, habían acotado algunos lugares de reunión en Lobardin, y la casa Wyrm Helado era una de las más populares. Su propietario, un Klar de barba entrecana llamado Pedrera, también era un Renacido, y ayudaba a difundir las noticias entre los de su clase. Él había sido la persona que había hablado a Añico del solámnico que había recuperado su nombre. Siempre que venía a Lobardin se pasaba por el Wyrm.
Pedrera estaba tras el mostrador cuando entró ella, y la saludó mientras se abría paso entre las mesas. Dejó caer algunas monedas de cobre y Pedrera le sirvió una espumosa jarra de cerveza negra. Añico echó un largo trago y se limpió la boca.
—Ya veo que han vuelto los malditos secuaces de Cabezapiedra —gritó ella.
Pedrera puso cara de amargura.
—No se los puede mantener alejados —refunfuñó saludando en dirección a la puerta—. Corrí detrás de aquel sinvergüenza de la pata de palo ayer por la noche, pero sin resultados.
Carraspeó y escupió sin reparo en una escupidera que había tras el mostrador.
—Pero tengo buenas noticias, chica.
Añico apuró su jarra, y la apartó mientras se echaba hacia adelante.
—¿Tienes algo que decir? Pues dilo.
El tabernero se dio la vuelta, cogió la jarra de Añico y la volvió a llenar de cerveza. Ella lo observó fijamente mientras él le ponía delante otra jarra llena.
—Oh, desde luego —respondió finalmente mientras se reía entre dientes—. Ya has sufrido bastante. He encontrado un ser de sombra para ti.
Añico abrió la boca, pero la volvió a cerrar.
—¿Qué? —interrogó—. ¿Dónde?
—Bueno, esto es lo mejor de todo —respondió él, cruzando los brazos—. Está en la Hoya.
—¿En la Hoya? —repitió Añico—. ¿En la Hoya de Hroldeg?
—En la mismísima Hoya —contestó Pedrera, asintiera, con la cabeza—. Una patrulla de Daergar llegó hasta él el día de Agorin y los mató a todos… salvo a uno, que logró escapar. El pobre desgraciado estaba medio fuera de sus casillas cuando regresó. Lo último que llegó a mis oídos es que los Daergar están pensando en enviar tropas para eliminar a esa maldita cosa. Me imagino que tú querrás hacer un intento antes.
—No tengas la menor duda de que lo haré, maldita sea —saltó Añico mientras sacudía la cabeza con estupor—. ¿Quién más lo sabe?
—No se lo he dicho a nadie —replicó Pedrera—. Después de todo lo que has pasado, muchacha, pensé que debías serla primera en saberlo.
—Te debo una.
—Pero cuanto antes lo hagas mejor —advirtió Pedrera—. No tardará mucho en saberse. No eres la única Renacida que está tratando de cazar a un ser de sombra.
Añico estaba pensando lo mismo. Se levantó, dejando la cerveza sin tocar.
—¿Estás seguro de que no quieres acompañarme?
—No, chica —respondió Pedrera, negando con la cabeza—, pero gracias de todos modos. Algunos no queremos averiguar quiénes éramos.
Añico asintió comprensiva. Del mismo modo que sus manos habían reconocido las piedras con las que trabajaba, Pedrera se había dado cuenta de que tenía otras habilidades como robar bolsas, clavar un cuchillo entre las costillas de un enano e incluso otras más desagradables. Para él, olvidarse de lo que había sido era una bendición más que una maldición.
—De acuerdo, entonces —dijo ella—. Me habría quedado a conversar algún tiempo más, pero…
—Vete ya —interrumpió Pedrera, despidiéndola—. Estás de sobra aquí.
Añico se dio la vuelta y salió apresuradamente por la puerta. Apartó de un golpe al secuaz de Cabezapiedra al tiempo que se perdía entre la multitud, dirigiéndose hacia los muelles de los barrios bajos.
Morvik había pasado toda la mañana en casa de su familia, trabajando en los planes de reparación de los niveles Inferiores del Árbol de la Vida. Esperaba que a su regreso no hubiera nadie en la pequeña vivienda que compartían Añico y él. Con frecuencia, ella volvía de sus viajes a Lobardin antes de que anocheciera. Pero cuando estaba delante de la casa se dio cuenta de que la puerta estaba abierta. Echó mano a su espada, pues los ladrones no eran infrecuentes en esta parte de Hybardin en la que vivían ambos. Con mucho cuidado empujó la puerta.
El pequeño vestíbulo estaba a oscuras. Sin embargo, al fondo de todo brillaba la luz dorada de una lámpara de la habitación que compartían Añico y él. Morvik hizo un alto, tragando saliva; podía oír que algo se movía dentro de la habitación. También se percibía otro sonido, un tintineo metálico como si el merodeador estuviese vistiendo una armadura completa.
El corazón de Morvik latía desbocado. Enseguida se dio cuenta de que no había ningún ladrón en su casa. Se sintió desfallecer; atravesó el vestíbulo como un rayo y abrió de un empujón la puerta de la habitación.
Añico observó su entrada desde donde estaba sentada ajustándose las grebas de la armadura sobre las cotas de malla de las pantorrillas. Por lo demás, casi toda ella estaba embutida en la armadura, salvo por algunas piezas que aún no se había puesto como el avambrazo, los guanteletes y el yelmo alado con celada. Ante ella, en el suelo, había un gran escudo redondo, dos guarniciones de cuero y una maza de guerra. Morvik se dio cuenta de que no era la misma que solía llevar consigo; ésta tenía la cabeza plateada adornada con filigranas doradas. La reconoció enseguida como el arma bendecida que había comprado para usarla contra un ser de sombra.
—¡Por las barbas de Reorx! —exclamó Morvik—. ¿Has encontrado uno?
Añico asintió brevemente, mientras echaba mano de sus guanteletes y se los enfundaba.
—Está en la Hoya y hacia allí voy ahora. Maldita sea si estoy dispuesta a que otro Renacido llegue antes que yo.
Morvik se acercó a una silla y se dejó caer sobre ella. Se quedó observando a Añico cómo se ajustaba las últimas piezas de la armadura; luego respiró hondo y dejó salir el aire de sus pulmones.
—Añico, olvídate del ser de sombra, olvídate del pasado. Vayámonos de Thorbardin.
—¿Qué? —Ella lo miró sorprendida.
—Lo que has oído —respondió él lanzándole una mirada de súplica—. Adentrémonos en el mundo; allí no importan los nombres. Podemos casarnos, vivir entre los enanos de las colinas… o visitar el resto de Ansalon, si eso es lo que deseas. Tal vez podamos encontrar allí un nuevo hogar si Cabezapiedra devuelve Thoradin alguna vez…
La decepción asomó a sus ojos y él se quedó en silencio.
—Pensé que lo habías comprendido —replicó ella—. No puedo irme, y mucho menos cuando estoy tan cerca de saber quién soy.
—¡Ya sabes quién eres! —saltó Morvik—. Eres Añico. Todo lo demás no tiene nada que ver contigo. Es alguien que fuiste.
—Te equivocas, Morvik —se exaltó ella—. Yo soy una Ironsmelt y recuperaré el nombre y la mansión.
—¡Al diablo con la mansión! —explotó él—. Piensa en lo que estás arriesgando, Añico. Puedes morir en el empeño, y dejará de existir para siempre lo que eres, lo que eres ahora…
Atravesó la habitación a zancadas y se arrodilló ante ella.
—Añico, tienes mi amor. ¿Acaso no te basta con eso?
Ella se quedó inmóvil largo rato, luego movió lentamente la cabeza.
—No lo sé. Creo que no.
Él se volvió a sentar, lívido el rostro, mientras ella levantaba el casco e introducía en él la cabeza. Dejó abierta la celada mientras reunía las guarniciones de cuero.
—Lo siento, Morvik —lo consoló, echándose la maza y el escudo a la espalda—. Te veré cuando vuelva.
—Ni hablar, yo voy contigo.
Añico lo miró intensamente.
—No te lo he pedido…
—No es necesario que lo hagas —murmuró—. Puede que no me guste que vuelvas a la Hoya, pero si no puedo detenerte, tampoco te dejaré ir sola.
Dicho eso, se dio la vuelta y entró en la habitación para ponerse su propia armadura. A sus espaldas, aunque él no podía verla, sabía que Añico estaba sonriendo.
Cuatro horas más tarde, una barca tirada por una cadena avanzaba chirriante por el negro mar de Urkhan, alejándose del Árbol de la Vida. Se encaminaba hacia una enorme formación rocosa que se erguía en el límite mismo de la vasta caverna; en su proa parpadeaba una lámpara como una minúscula mota de polvo en la vasta negrura. El piloto miraba en derredor con nerviosismo a medida que la embarcación se arrimaba al embarcadero, luego se volvió hacia sus dos armados pasajeros.
—Aquí es —murmuró entrecortadamente al tiempo que señalaba hacia el malecón en tinieblas.
Al final del malecón se abría un túnel en la pared de la caverna, a modo de una garganta de piedra.
—Es la entrada a la vieja mina. El resto corre por vuestra cuenta —finalizó el barquero.
Morvik saltó al embarcadero apoyando su mano en la espada, la espada bendecida que había comprado Añico, a la que ofreció su brazo. Ella no necesitaba ayuda para saltar de la barca, pero lo aceptó. Su armadura tintineó al saltar tras él.
—¿Estarás de vuelta en tres días, como convinimos? —preguntó Morvik.
—Pues sí —dijo el barquero entre dientes demostrando lo poco feliz que lo hacía la idea.
Pero su bolsa estaba llena, y Morvik le había prometido engordársela aún más cuando volvieran a Hybardin.
—Esperaré una hora al mediodía, ni un minuto más. Si entonces no estáis, tenéis una buena jornada a nado.
—Bastante larga —respondió Añico.
El barquero se apañó de la orilla, con un cabeceo de la embarcación a medida que se alejaba del embarcadero. Cuando la lámpara se desvanecía a lo lejos, Añico encendió su propio farol y bajó la celada. Alumbró a su alrededor con el débil rayo de luz, escudriñando cuidadosamente las tinieblas.
Habían ido directamente hasta allí, sin haberse pasado siquiera por la Casa Narrowshaft, para decirle a la familia de Morvik en qué se iban a meter. Ahora estaban solos, rodeados de Tinieblas. Los enanos no habían usado demasiado esta ruta. Los temblores durante y después de la Guerra de Caos habían derrumbado la mayoría de las galerías más prometedoras de esta parre del reino y habían dejado el resto peligrosamente inestable. Allí de pie, en medio de la oscuridad, con el único sonido de fondo del agua que golpeaba contra el muelle, los enanos estaban convencidos de que el miedo también tenía mucho que ver con las circunstancias en que su gente había abandonado estos túneles.
Estaban juntos en el asunto, con las mandíbulas apretadas.
—¿Cuánto dura el trayecto? —preguntó Añico—. La única vez que recuerdo haber hecho este recorrido ibas tú empujándome en la carretilla después de la batalla, e incluso es un recuerdo vago.
Morvik frunció el entrecejo.
—Ocho horas, a buena marcha. Medio día si nos lo tomamos con sentido.
—Entonces, medio día.
Él no manifestó oposición alguna. Añico se dirigió hacia Morvik y en un arrebato lo besó en los labios. Luego, levantó su farol y echó a andar internándose en las entrañas de la tierra. Morvik hizo un alto para desenvainar la espada y luego la siguió a paso ligero.
La oscuridad se fue haciendo más espesa poco a poco, engullendo hambrienta el resplandor del farol. Morvik tuvo que envainar su espada y encender un segundo farol, que contribuyó un poco a aclarar el panorama, pero aun así las sombras se abatían sobre ellos como olas empujadas por la tormenta, dispuestas a aplastarlos tan pronto como faltase la luz.
Para empeorar las cosas, el túnel no era ni mucho menos tranquilo. Los estragos de Caos habían debilitado las otrora sólidas paredes. Ni un solo minuto dejaba de escucharse el desagradable chasquido de una piedra desplazada. Algunas veces el ruido era débil, pero llegaba su eco desde la penumbra; otras veces, era como el estampido de un trueno y arrastraba nubes de polvo y grava que llovían sobre ellos.
En dos ocasiones oyeron ruidos todavía más profundos, chasquidos estruendosos que hacían temblar la roca bajo sus pies. Más tarde comprobaron que lo que causaba aquellos horribles estruendos era la rotura contra el suelo de placas de roca desprendidas del techo y de las paredes, que sembraban de piedras y escombros el camino. Ambos fueron sorteando poco a poco estos obstáculos, observando si estaban a punto de desprenderse lajas de piedra sobre su cabeza.
En este entorno era difícil conservar la noción del tiempo, que sólo estaba marcado por el debilitamiento de la llama de los faroles al agotárseles el combustible. Entonces tenían que hacer un alto, echaban un rápido trago de ginebra de sus botas de cuero y rellenaban los faroles de aceite. Hacían esto por turnos para que siempre hubiera uno escrutando las tinieblas. Si el ser de sombra se había situado en el camino de la Hoya, podía caer sobre ellos casi sin que se dieran cuenta.
Más de una vez habían saltado y echado mano de sus armas, con el corazón saliéndoles por la boca cuando la luz de los faroles había simulado de repente el movimiento de una sombra.
Siguieron avanzando, hora tras hora, y finalmente alcanzaron los hitos de piedra que señalaban que la Hoya de Hroldeg estaba delante de ellos. Cien pasos más adelante, el túnel desembocó en una enorme caverna cuyas dimensiones totales se perdían en la oscuridad, más allá de lo que podía alcanzar la luz de los faroles.
Añico se quedó helada y totalmente rígida cuando llegaron a los límites de la caverna.
Morvik la alcanzó y le cogió la mano. Los guanteletes de ambos crujieron al unísono.
—¿Estás bien?
—Sssí —respondió ella—. Todo esto me conmueve, al fin y al cabo es aquí donde nací, donde empiezan mis primeros recuerdos.
Siguieron andando y se dieron cuenta de que ahora el suelo ya no era abrupto sino llano, interrumpido sólo por los tocones de las estalagmitas que los enanos habían cortado cuando estaban instalados allí. Resultaba difícil divisar el techo, pero las borrosas siluetas de las estalactitas emergían de entre las sombras. A medida que avanzaban, dejaban atrás montones de escombros que habían caído del techo, algunos de los cuales podían haber obstruido fácilmente el camino habían dejado atrás.
Lo peor, sin embargo, era la oscuridad. Las dimensiones la caverna hadan que las tinieblas pesasen todavía más. Para Morvik era una sensación extraña puesto que él había vivido allí con una guarnición durante más de un año, antes de la guerra de Caos, y nunca había sentido la opresión de las sombras como ahora. Pero entonces, en aquella época, éste era un sitio lleno de vida, donde los enanos gritaban, reían y cantaban. Ahora estaba vacío, y en la oscuridad había algo escondido, algo que estaba hambriento.
—Puedo sentirlo —murmuró Morvik—. ¿Y tú? Es como si algo nos estuviera acechando…
—Quédate quieto —replicó Añico, muy atropellada, mientras miraba en derredor alumbrando con el farol en todas direcciones. No se veía nada, pero eso no quería decir que no hubiera nada.
Se arrastraron por la caverna hasta que finalmente apareció ante ellos una enorme silueta que emergía de las sombras. Habían alcanzando la Hoya y la luz de los faroles bañó una edificación de bloques de granito perfectamente encajados, un muro de tres metros de altura, con aspilleras. Movieron sus faroles hacia la izquierda, donde el muro estaba rematado por una maciza torre cuadrada, luego los movieron hacia la derecha… y se detuvieron, con la mirada fija.
La torre había reventado en pedazos.
En Krynn nadie trabajaba la piedra con tanta maestría como los enanos de Thorbardin. Las fortalezas levantadas por los enanos habían resistido guerras, el aliento de los dragones e incluso dos cataclismos. Pero aquí, las almenas de la Hoya habían caído hechas pedazos; bloques del tamaño de una casa habían quedado esparcidos como si se tratase de juguetes de niños. Algunos habían sido fundidos y luego se habían endurecido. Así era como habían quedado exactamente Hybardin y las demás ciudades después de la matanza de Caos, pero los enanos llevaban ya cinco años reparando esos lugares; aquí, el daño era reciente, como una herida abierta.
Morvik se pasó la lengua por los labios.
—Piénsalo bien —la instó él—. No estoy muy seguro de que quieras recordar lo que pasó aquí.
Ella movió negativamente la cabeza.
—No voy a dar marcha atrás.
Tragó saliva y miró a su alrededor.
—Vamos. Tenemos que entrar en el patio, lejos de estas murallas. Si el ser de sombra nos echa una encima…
Se detuvo con un estremecimiento.
Morvik tardó un instante en responder y empezó a sentirse mal mientras miraba los escombros. Finalmente asintió, moviendo el rayo de su farol.
—Vamos, pues.
Con mucho cuidado empezaron a trepar por la derruida muralla.
Era poco lo que quedaba en pie de la Hoya. La muralla este y las dos torres que remataban ambos extremos seguían en pie, lo mismo que algunos muros de las murallas norte y sur, si bien la mayor parte se había derrumbado. La muralla oeste había desaparecido por completo, sus torres eran sólo cenizas de vidrio fundidas. El patio de armas, la torre del homenaje, las barracas y otros edificios habían quedado reducidos a montones de piedras y astillas de madera. Algunos se habían derrumbado, mientras que otros habían reventado, esparciendo escombros por todo el recinto. Entre tanta ruina seguían en pie los montones de piedras que habían hecho Morvik y los demás supervivientes para señalar la tumba de los muertos en la batalla. Mientras contemplaba el improvisado cementerio, Morvik sintió que algo le atenazaba el pecho. Realmente sentía la muerte de esos enanos, había luchado codo con codo con ellos y probablemente los había conocido bien. Pero ¿cómo llorarlos si ni siquiera podía acordarse de sus rostros, ni pronunciar sus nombres?
Pasada la fortaleza, entraron en una oscuridad todavía más densa. La Hoya de Hroldeg, enorme y sin fondo, se abría en el suelo. Corría por el extremo suroeste, donde la roca se había abierto y la muralla había sido tragada por el abismo. Los gritos de los enanos mientras caían al vacío desde las almenas todavía resonaban en la memoria de Morvik Dejando atrás la demolida muralla, los puentes que una vez salvaban la Hoya estaban destrozados, poniendo fuera del alcance la otra orilla en la que antes se encontraban las minas más ricas del reino.
Caminaron hasta el mismísimo borde del abismo y miraron hacia abajo. Por supuesto que no se veía nada —ni siquiera se podía ver nada cuando la Hoya era fuerte y estaba entera—, pero allí seguía habiendo algo. Una presencia… o una ausencia… escondida en la piedra.
—¿Lo sientes tú también? —interrogó Morvik, mirando a Añico.
Pálida, ella se mordió el labio mientras escrutaba las profundidades.
En un primer momento no le respondió. Luego, pestañeando, afirmó con la cabeza.
—Hace frío —dijo—. Como cuando soplan los vientos de la montaña en pleno invierno.
Lanzó una bocanada de aire que se condensó al contacto con el frío ambiente.
—Recuerdo esto —asintió Morvik, echándose atrás algunos pasos—. Cuando vinieron a por nosotros, sentí una ventisca que soplaba desde las profundidades —recordó con un escalofrío—. ¿Cómo podremos llegar hasta él?
—No podremos —respondió Añico recorriendo con la mirada el borde de la sima.
Detuvo la mirada en un claro relativamente despejado de escombros y se dirigió hacia él.
—Si nosotros podemos sentirlo, por Reorx que él puede sentirnos también a nosotros. Pueden oler la vida, como bien sabes, y les atrae. Si le damos tiempo, vendrá hasta nosotros.
Morvik se mordió el bigote mientras apoyaba la mano sobre la empuñadura de su espada bendecida. Apartó la mirada del abismo, luego tomó una rápida bocanada de aire. Añico se detuvo, echando mano de su maza mientras se volvía hacia él, que respondió a su mirada de preocupación señalando con el dedo.
—Quieres decir que siempre la encuentran —interpretó él.
Añico siguió la dirección de su dedo y pudo ver, a unos veinte pasos de distancia, casi fuera del alcance de la luz de los faroles, varios montones de armaduras negras. Incluso a lo lejos, pudo darse cuenta de que tenían la forma de los talones, de las alas de los dragones y de los cráneos. Los escudos y las magníficas hachas y mazas estaban esparcidas alrededor. No las cubría el polvo, por eso brillaban cuando Añico las alumbró con el farol. Eran armaduras daergars.
Ninguno de los dos dijo nada. Observaron todo lo que quedaba de la patrulla negra de enanos que había destruido el ser de sombra. Era difícil sentir simpatía por los daergar, que eran los enanos más crueles y viciosos de Thorbardin, pero Morvik y Añico la sintieron de todos modos. Nadie, por malo que fuera, se merecía una suerte semejante.
Añico cogió su maza y la mantuvo asida con mucha fuerza, entrecerrando los ojos para escrutar las sombras que los rodeaban.
—Morvik —murmuró—. Quiero que me prometas algo.
Él la observó, mientras su espada chirriaba al salir de la vaina. Sus ojos se encontraron, y él no pudo evitar un estremecimiento al ver el pavor en su mirada.
—Dime —le respondió.
—Si las cosas se ponen feas… si pareciera que el ser de sombras me va a destruir…
—Añico —siseó Morvik—. Deja de…
—No. Préstame atención —insistió Añico—. Yo he perdido ya una vida de esa clase y no quiero que te arrebate la tuya también. Si las cosas se ponen feas… si piensas que voy a morir… entonces, si te resulta posible, quiero que te vayas y que me dejes.
—Morvik sintió la boca repentinamente seca. La miró en silencio.
—No —le respondió, con más aspereza de la que hubiera querido; tomo aliento y suavizó la voz—. Ahora estoy aquí contigo y será hasta el final.
Ella le sonrió, pero se volvió rápidamente, escrutando las sombras.
—Ven aquí —murmuró al fin, echando la maza al hombro—. Lo mejor será que empecemos a sacar estas piedras, pues cuanto antes montemos la trampa, mejor.
Les llevó casi una hora de trabajo duro, turnándote con el farol, apartar los escombros hacia los lados. Hicieron alto varias veces, tirando la carga para coger las armas, pero nada se les acercó, y con los nervios de punta volvieron a reanudar el trabajo. Finalmente cayeron rendidos y doloridos después de haber limpiado un círculo de unos seis metros de diámetro de todos los escombros mayores que un canto rodado. Se sentaron para descansar, respirando con dificultad, y se pasaron varias veces el uno al otro una cantimplora de cerveza. Añico estaba masticando una tira de cordero seco cuando se puso repentinamente de pie y caminó hasta donde había dejado su hatillo. Lo desató con sus dedos insensibles, buscó dentro y sacó un barrilito de roble.
—Toma —susurró, pasándole el barrilito a Morvik.
Él lo cogió, luego se levantó del suelo. Mientras él se estaba levantando ella sacó otro barrilito idéntico y luego dejó el hatillo a un lado.
Había hecho un viaje especial a una herboristería para comprar los barrilitos antes de abandonar Hybardin. Estaban llenos de kharfa, un aceite ligero obtenido de los hongos, que los enanos de Thorbardin usaban en la guerra. Si se le prendía fuego duraba más que la brea. Añico cogió de su hatillo un mazo y un formón y perforó la tapa de su barrilito; luego pasó las herramientas a Morvik que hizo lo propio. De los barrilitos salió un tufo a tierra que les hizo arder la nariz.
Asintiendo ambos con la cabeza, se dirigieron a dos extremos opuestos de la zona despejada, y luego —echando una última mirada de refilón a la oscuridad— vaciaron totalmente sus barrilitos. El kharfa de color marrón se derramó cayendo ruidosamente sobre el suelo. Lentamente retrocedieron alrededor del claro, vertiendo a medida que avanzaban. Trazaron un amplio círculo, cubriendo cada uno de ellos la brecha donde el otro había empezado a verter. Los barrilitos estaban todavía por la mitad cuando acabaron, de modo que cubrieron uno las huellas del otro, vertiendo más kharfa sobre el que habían derramado antes. Finalmente, lanzaron lejos los barrilitos vacíos.
—Eso es —dijo Añico, mirando el círculo—. Ni un solo hueco por ningún lado, y con el espesor necesario para arder durante un buen rato. Saca las velas, ¿quieres?
Morvik, que estaba al lado del hatillo de Añico, se inclinó y buscó en él sacando un puñado de rudimentarias y largas velas. Las dejó todas en el suelo menos una, luego miró a Añico.
—¿Ahora?
Ella asintió con la cabeza.
Él se dirigió a su farol, levantó el protector, y acercó la vela a la llama. La vela chisporroteó mientras Morvik retrocedía hasta donde estaban las demás velas. La dejó arder un momento, luego la invirtió dejando caer cera derretida sobre el suelo hasta que se formó un pequeño charco, luego plantó la vela sobre él y dejó que siguiese ardiendo.
Añico le había contado su plan ya de vuelta en Thorbardin. Sabiendo que el ser de sombra tendría miedo del fuego, pensaba usar el kharfa para atraparlo. Esperarían dentro del anillo hasta que apareciese el inmundo, atraído por el olor a carne viva. Una vez que estuviese dentro del círculo, uno de ellos encendería el kharfa con una vela, encerrándolo en el anillo de llamas.
—¿Y qué haremos nosotros? —preguntó Morvik, preocupado—. Estaremos dentro del círculo con él.
Añico asintió con la cabeza.
—Por eso necesitamos las armas. Lucharemos con el debilitado infeliz, y cuando lo hayamos vencido, lo forzaré a que me diga quién soy realmente.
Morvik tenía sus dudas acerca de esta parte del plan, incluso ahora. ¿Cómo estaba Añico tan segura de que el ser de sombra podría saber lo que ella quería averiguar?
—Cuando llegue —siguió Añico—, nos hablará. Ellos mataron aquí de manera desenfrenada hace cinco años, pero por las historias que he oído suelen ser mucho más sutiles. Tratará de decirnos que no valemos nada, que no somos nada. No le hagas caso, Morvik, porque si se lo haces acabarás creyendo lo que dice y ya puedes perder toda esperanza de salir con bien. No te preocupes por nada, porque incluso defendiéndote te destruirá. De modo que cuando hable no le prestes atención, habla contigo mismo, grita, canta… haz lo que sea, pero no lo escuches.
Morvik asintió con la cabeza y un instante después bostezó. Habían estado trabajando y caminando casi todo el día, y por más que habían dormitado en la barca a cadena durante la travesía desde el Árbol de la Vida hasta la antigua senda, no había sido muy reparador. Añico bostezó también a continuación. Estaba ojerosa, tenía la espalda encorvada y los ojos turbios a punto de quedar ocultos por los pesados párpados. Morvik estaba cansado, pero ella estaba exhausta, derrumbada. La pena asomó al rostro del enano mientras cruzaba el anillo para reunirse con ella.
—Necesitas descansar algo —le aconsejó, al tiempo que ponía la mano sobre su brazo.
—Estoy bien —respondió ella en voz muy baja y bostezó de nuevo.
—No, no lo estás. No puedes luchar si estás rendida, Añico. Duerme un poco; yo vigilaré. Cuando estés descansada, podemos cambiar el turno.
Ella dudó, lanzando una mirada de furia, luego se encogió de hombros.
—Está bien. Pero mantente vigilante, Morvik. Si ves o escuchas algo raro, cualquier cosa, despiértame enseguida. ¿Entiendes?
—Completamente, no te preocupes —respondió él mientras la besaba en la mejilla—. Ahora acuéstate antes de que te desplomes, ¿lo harás?
Sonriendo con fatiga, Añico se acomodó sobre el pedregoso suelo. Apoyó la cabeza sobre su hatillo y cerró los ojos. Unos instantes después su respiración se hizo más lenta y acompasada, y empezó a roncar suavemente.
Morvik se inclinó sobre ella, acomodándole con los dedos los cobrizos mechones de pelo ensortijado y observando su cara a la luz vacilante de la vela. Luego se enderezó, estirándose. Con la espada bendecida en la mano, se sentó ante ella y volvió la mirada hacía la oscuridad, esperando que alguna sombra hiciera algún movimiento en falso.
Los tambores de guerra retumbaron como una avalancha de rocas llenando la caverna con su estruendo. Abajo, los enanos de la Hoya de Hroldeg se dispersaron por diferentes caminos, blandiendo las lanzas y los escudos, hachas y ballestas. Subieron las escaleras hacia las almenas, con mucho ruido de armaduras. Sus rostros preocupados estaban ocultos, oscurecidos por las celadas de sus yelmos. Los oficiales daban grandes voces mientras los formaban en filas a lo largo de los adarves de las murallas. Los enanos estaban acostumbrados a prepararse para la batalla, por haberse entrenado a menudo, y se movían con rapidez y seguridad, blandiendo las armas para enfrentarse al enemigo.
Al principio, Añico pensó que no era más que otro simulacro, pero había algo diferente en el aire ese día, una extraña energía, como si hubiera caído un rayo en los alrededores. Y sintió frío debido al viento helado que soplaba del abismo, que hacía ondear las banderas sobre las torres y las borlas de los yelmos de los enanos. Fuera lo que fuese lo que estaba ocurriendo, no era un simulacro.
Añico ocupó su puesto habitual, cerca de la esquina noreste del torreón. A ambos lados, los guerreros con el sello de la Casa Ironsmelt estampado en sus escudos esperaban con las armas en la mano. Añico miró a su derecha, intercambiando gestos y movimientos de cabeza con su vecino. Había estado a su lado en muchas ocasiones, y se conocían bien el uno al otro. Su nombre era… su nombre…
¿Cuál era su nombre?
Se quedó rígida, pues la repentina comprobación fue como si hubiera recibido una bofetada en pleno rostro. No sabía quién era el enano que estaba a su derecha. Giró, volviéndose hacia la izquierda, pero no pudo acordarse del nombre del guerrero que estaba allí, ni del que estaba frente a él… ni del siguiente.
¿Cuál es mi nombre, en ese caso?, pensó de repente, sobresaltándose de nuevo. No es Añico, aquí no. Es otro nombre…
Luego supo que estaba soñando otra vez.
Ese sueño lo había tenido una y otra vez, a lo largo de los últimos cinco años. Supo inmediatamente cómo se desarrollaría, igual que supo que se desvanecería en el momento de despertarse. Siempre era el mismo: se veía transportada, incapaz de cambiar lo que hizo o lo que ocurriría. Era un terrible sentimiento de indefensión.
—¡Preparaos! —bramó una voz.
Una figura acorazada en su armadura cruzó resueltamente la línea blandiendo una maza erizada de púas. Su yelmo astado distorsionaba sus palabras, haciendo que sonasen de manera espeluznante.
—¡Ojo avizor, todos vosotros! ¡Vamos a tener problemas!
Ella se quedó mirando fijamente al oficial, con el ceño fruncido. También lo conocía. Casi podía oír su nombre en su cabeza, pero estaba fuera del alcance de su memoria.
El oficial se paró ante ella.
—¡Dije mirada al frente! —rugió, blandiendo su maza.
Ella no se movió, pero levantó su barbilla todo lo que pudo.
—¿Quién soy yo? —preguntó.
—¡Ahora, voto a Reorx! —gritó el oficial, dándole un empujón.
Fue a dar contra una almena con gran estrépito de su armadura.
—¡Mirada al frente, o tendré que arrancarte los ojos!
—¡Sólo quiero que me diga mi nombre! —gritó ella, pero ya era demasiado tarde pues el oficial sin dejar de gritar se alejaba. Añico se volvió al guerrero que estaba a su lado, armado con una ballesta en posición de ataque.
—Por favor… —empezó ella.
Pero antes de que el ballestero pudiera responder, se abatió sobre la Hoya un viento helado, golpeándolo como un puño de hierro. Los enanos gritaron alarmados, y todos los ojos se volvieron hacia el abismo. Añico miró también, aunque ella sabía ya lo que iba a ver. Un instante después, salió del abismo una masa hirviente de sombras, que se aplastó contra la muralla sur del torreón. Varios enanos aflojaron los cerrojos de sus ballestas, otros lanzaron sus hachas contra las sombras atacantes, pero no consiguieron nada. Los demás reunieron sus escudos, los amontonaron contra la muralla y permanecieron firmes, a la espera, con las armas listas.
—¡No! —gritó Añico, horrorizada—. ¡Salid de aquí! ¡Marchaos antes de que…!
De pronto, la negra ola se abatió sobre las almenas. Los enanos empezaron a gritar, luego las sombras cayeron sobre ellos, engulléndolos. Cuando las sombras se hubieron disipado, todo lo que quedaba era un montón de armaduras y armas. Añico sintió náuseas, se descompuso, cuando pudo ver los restos de las víctimas de los seres de sombra.
Luego, con un chasquido abrupto y ensordecedor, la muralla sobre la que habían estado los enanos se derrumbó y las piedras y el mortero se desmenuzaron abriéndose un amplio boquete que dejó a la vista el patio de armas. La oscuridad llegó cubriéndolo todo, colmando el interior de la Hoya al tiempo que fluía de la pared de piedra, rodeando incluso el exterior.
Atrapados, los enanos se aprestaban para luchar mientras los seres de sombra se acercaban sigilosamente a los edificios de piedra por todos lados, golpeando desde el frente y el fondo a la vez. En toda la Hoya se oyeron gritos de miedo y de dolor, luego todo cesó de repente, escuchándose en su lugar el estrépito de las armaduras vacías que se desplomaban sobre las almenas. Los enanos se esfumaron por docenas, como si nunca hubieran existido. Las piedras crujieron una y otra vez a medida que partes de la muralla, y los edificios cobijados por ella, se hacían pedazos. En la esquina noroeste del torreón, la robusta torre de vigilancia se ablandó y deformó, derritiéndose como una vela.
En medio de la carnicería, un puñado de enanos mantuvo la posición agitando faroles y linternas para mantener a raya a los seres de sombra.
—¡Fuego! —gritó una mujer y su grito retumbó en todo el patio de armas—. ¡El fuego los detiene! Rápido, buscad algo para quemar…
Un tremendo estampido ahogó el resto de la frase al derrumbarse otro lienzo de la muralla sur. No se volvió a oír a la que gritaba.
Añico buscó alrededor tratando de encontrar fuego. Muy cerca parpadeaba una antorcha; se dirigió hacia ella y la sacó de su soporte. Un muro de sombras fluyó bajo las almenas. Algunos de los enanos que estaban enfrente —los que tenían los símbolos de los Ironsmelt en sus escudos— les hicieron frente; otros se derrumbaron y trataron de correr, abandonada ya toda esperanza. La diferencia era poca; todos ellos desaparecieron, cayendo a tierra sus armaduras vacías, algunas de cuyas piezas acabaron incrustándose en las piedras.
Añico levantó su antorcha, agitándola sin parar.
—Óyeme, Reorx —imploró—, líbrame de esta oscuridad…
Las sombras se detuvieron, asustadas por la llama. Luego volvieron a retroceder como una marea en reflujo, sin producir ningún ruido al marcharse. Añico lanzó un suspiro de alivio, pero supo enseguida que su alivio iba a ser muy breve. Había usado el fuego antes, incontables noches en vela. Había espantado a las sombras, pero sólo por un tiempo. Y luego…
Un estruendo estremecedor hizo temblar las almenas sobre las que se encontraba; a éste le sucedió otro y después otro, en rápida sucesión. Cerró los ojos e inclinó la cabeza con un gesto resignado.
Con un ruido como si se viniese abajo el mundo, la muralla se derrumbó. El suelo se abrió bajo sus pies y empezó a caer envuelta con las piedras aplastadas… a caer…
Añico se despertó sobresaltada y se sentó, con un enorme vacío en el estómago. El mundo daba vuelcas a su alrededor mientras el sueño se deshacía en jirones, para desvanecerse luego sin posibilidad de recuperación. Ella no trató de retenerlo; sabía desde mucho tiempo atrás que eso era imposible. Se sentó en el duro suelo, rodeada por lo que quedaba de la Hoya de Hroldeg. Ante ella había una vela medio fundida; los cabos de otras tres estaban cerca. Parpadeó sobresaltada porque cada vela podía durar más de una hora. ¿Habría estado durmiendo tanto tiempo?
—Parece que has dormido bien —afirmó una voz.
Dio un salto, con un grito sofocado, y echó mano de su maza antes de darse cuenta de que era Morvik. Miró hacia atrás y lo vio acuclillado tras ella, apoyada la espada en el regazo. Estaba pálido, los ojos enmarcados por un círculo rojo que denotaba su fatiga. Se pasó una mano por la cara, parpadeando fatigosamente.
—Has estado farfullando mientras dormías —afirmó él—. Tuviste otra vez el sueño, ¿verdad?
Añico asintió, suspirando.
—Creo que sí.
Se puso de pie con un tintineo de su armadura, luego lo miró con cara seria.
—Estás horrible.
Él rió ruidosamente.
—Gracias. Me siento estupendamente. De todos modos iba a despertarte pronto, jovencita. No creo que pueda estar despierto mucho más tiempo. ¿Puedes vigilar unas horas?
—Desde luego —respondió ella con una sonrisa.
Sus articulaciones estaban todavía entumecidas y su cabeza un poco confusa, pero Morvik tenía un aspecto mucho peor. Ella permaneció dentro del círculo dando vueltas alrededor, la mirada fija en las sombras que se extendían más allá de sus límites…
De pronto se quedó rígida donde estaba y aspiró profundamente, hinchando las ventanas de la nariz mientras miraba en dirección a la Hoya.
—Añico —susurró Morvik de repente—. ¿Qué…?
Ella levantó una mano y él se quedó en silencio. Enseguida, Añico entrecerró los ojos y escudriñó la oscuridad.
Por un momento había visto algo, por el rabillo del ojo, un movimiento donde no debía haber ninguno. Contuvo la respiración y se mantuvo a la espera.
Luego, sin previo aviso, estaba de vuelta. Era una sombra que se desplazó a la izquierda cuando el brillo de los faroles empujó a las otras hacia la derecha. La piel de Añico se erizó al echar mano de su maza bendecida.
—Está aquí —musitó.
Morvik estaba ahora detrás de ella, sosteniendo su escudo. Ella lo cogió y lo sujetó a su brazo.
—Ya lo veo —le respondió.
Los ojos de Añico centellearon al mirarlo y acabó frunciendo el ceño. Él estaba mirando mucho más a la izquierda de donde ella se había fijado.
—No estás mirando en la dirección correcta —le dijo, señalando con la maza—. Por allí.
—No —respondió él señalando con la cabeza la dirección en la que estaba mirando—. Es allí, ¿no lo ves?
Finalmente vio en la oscuridad un bulto que permanecía estático mientras en torno a él danzaban las sombras. Durante un buen rato lo estuvo mirando con expresión ceñuda, sopesando la situación, luego se enderezó.
—Por las enmarañadas barbas de Reorx —juró ella—. Ése no es el que yo vi.
—¿No serán dos? —gritó sofocado Morvik.
Ella asintió con la cabeza, y escupió en el suelo.
—¡Kharas está contra mí; Pedrera me dijo que sólo había uno!
Morvik permaneció inmóvil largo rato. La punta de su espada temblaba ante él.
—Uno para cada uno —murmuró—. ¿Qué vamos a hacer ahora?
—Rezar para que no haya ninguno más ahí afuera —susurró Añico.
Echó una mirada por encima del hombro para asegurarse de que los seres de sombra no se habían desplazado hasta allí también.
—Y obligarlos a que vengan hacia nosotros.
Lentamente retrocedieron apartándose de los seres de sombra, en dirección al extremo opuesto del anillo de kharfa. Morvik se paró y recogió la vela, medio consumida, del suelo según pasaban. Ambos se detuvieron justo al borde del círculo. Delante de ellos, las sombras vacilaban a la débil luz que emitía el farol. Nada se movía.
—¿Podremos hacer frente a los dos? —susurró Morvik
—¿Tenemos otra elección? —replicó Añico.
Lentamente, ella bajó la celada de su yelmo y Morvik hizo lo propio. Añico tuvo la desagradable sensación de que el estómago se le hacía un nudo. Rogó a los dioses desaparecidos que le permitiesen vivir para ver de nuevo la cara de su amado.
Luego, en un silencio inquietante, dos jirones de oscuridad surgieron de las tinieblas y avanzaron. Los dos tenían una vaga forma humana, aunque carecían de rasgos destacables. Se movían lentamente, a tientas, hacia el borde del anillo… y se detuvieron allí, exactamente del otro lado. Mientras los miraba, Añico se dio cuenta de que tenía la boca seca como la paja. Morvik, ya debilitado por la fatiga, temblaba visiblemente.
—Recuerda… —musitó ella.
Pero antes de que pudiera concluir la frase, las sombras entraron en el círculo. Tan pronto lo hicieron, Morvik se dio la vuelta y dejó caer la vela sobre el kharfa. De pronto surgió del suelo una llamarada, azul en la base y roja hacia lo alto, que se extendió rápidamente abarcando la totalidad del anillo.
Los seres de sombra se quedaron petrificados, apartándose de las llamas. Vieron lo que estaba pasando, pero las llamas fueron más rápidas y antes de que pudieran escapar el círculo de fuego ya se había cerrado sobre ellos. Recularon y seguidamente se desplazaron rápidamente hacia el centro del círculo. Por primera vez emitieron un sonido, un feroz silbido, como si se tratara de dos géiseres gemelos a punto de entrar en erupción.
—¡Ahora! —gritó Añico, lanzándose al ataque mientras blandía su maza—. Rápido antes de que…
—Alto.
De repente el cuerpo de Añico se volvió pesado como el plomo. Se paró en seco abruptamente, a mitad de camino del centro del círculo. La voz, fría e inexpresiva, pero enormemente persuasiva, procedía de los seres de sombra. Ella se detuvo ante ellos, invadida por el terror. Estas criaturas, y sus congéneres, habían destruido la Hoya. Habían masacrado allí a cientos de enanos, y a miles en las ciudades de la superficie, y además les habían robado su pasado. Ahora ahí estaban ellos y ella, de nuevo frente a frente.
Y de pronto ellos ya no estaban. Se estaba mirando a sí misma.
Resultaba espeluznante, diferente de cuanto había experimentado hasta ese momento. Antes de ahora había visto su rostro reflejado en las aguas cristalinas y en los espejos, pero esto era diferente. La imagen tenía vida propia y no estaba coordinada con ella. Tenía levantada la celada de su yelmo y se le podía ver la cara. Era su propia cara, pero era un cadáver. La piel se veía gris y cérea, los labios estaban contraídos en un terrible rictus. De los ojos, hundidos, sólo se veía el blanco; eran los ojos de un cadáver.
—Qué diablos… —murmuró.
Ninguna de las historias que había oído a lo largo de los años decía nada de esto.
—Eso es porque nadie sobrevive —replicó la voz de la Añico muerta.
Hablaba con su voz, pero entrecortadamente y sin tono, y cada palabra le suponía un esfuerzo. Su sonrisa desdentada se ampliaba cada vez más, los labios reventaban al estirarse.
—Tú, desgraciada criatura, ¿piensas realmente que nos puedes vencer con esta ridícula trampa? ¿Estás realmente tan loca?
Añico asintió furiosa con la cabeza.
—Quiero recuperar lo que es mío.
—¿Lo que es tuyo?
La Añico muerta volvió a hablar con voz burlona y cantarina.
—¡Tú no tienes nada! ¡Ni siquiera nombre! No eres nada, ni siquiera existes.
Su cara se retorció en una mueca burlona.
Añico hablaba con dificultad, sin poder apartar los ojos de los ojos vidriosos de la aparición.
—Tienes que decirme…
La Añico muerta sólo reía, con un tono alegre y odioso.
—Yo no tengo que decir nada —gruñó—. Nada de nada. Al venir aquí no has hecho más que encontrarte con el destino al que burlaste hace cinco años. Todo lo que has hecho desde que te convertiste en Renacida ha sido una pérdida de tiempo. Y también has condenado a tu amante.
—¿Morvik? —susurró Añico.
Detrás de ella, Morvik dio un paso hacia adelante, pero él tampoco podía hablar, sólo podía observar.
—Querido Morvik —respondió la Añico muerta—. Pero entonces, lo que sintió por ti no fue nunca amor verdadero. ¿Lo fue acaso? Tal vez haya sido pena, la misma que uno siente por un perro hambriento. ¿Cómo podría amarte? Tú no eras nadie cuando te encontró, sólo una caracola vacía, y sigues siendo nada. Cuando desaparezcas, ¿qué diferencia habrá? ¡Nadie sabrá nunca que exististe… ni siquiera tu querido y dulce Morvik, en los fugaces momentos postreros antes de que encuentre el fin al que lo has empujado!
El mundo empezó a dar vueltas ante los ojos de Añico. Sintió que ella misma se desvanecía; era una extraña sensación que recordaba vivamente haber sentido antes, cinco años atrás, en este mismo lugar. La desesperación se adueñó de ella, y bloqueó todo lo demás. Todo, menos la suave y persuasiva voz del ser de sombra.
—Despreocúpate —murmuró la Añico muerta—. Déjalo todo. De todos modos, nada merece la pena, ¿no te parece? Es tan fácil… todo irá mejor… cuando se haya acabado…
Sin que se apercibiera, algo la golpeó fuertemente en la sien. En su cabeza crepitó una luz blanca, que la cegó haciéndola tambalearse. Podría haber caído, pero algo aferró su brazo y la levantó, alejándola del ser de sombra en dirección al borde del anillo. Sintió que le daban arcadas y trató de tirarse al suelo.
—¡Añico! —gritó una voz en su oído.
Sonó dolorosamente alta, y eso la sacó de su estupor. Su visión se aclaró, aunque los oídos le seguían zumbando. Morvik estaba de pie ante ella, aferrando su hombro con la mano derecha, mientras en la izquierda sostenía en alto uno de los faroles, sin el protector, que brillaba intensamente. Su voz retumbaba dentro del yelmo.
—¿Puedes oírme?
Ella trató de asentir con un movimiento de la cabeza, pero la sangre latía con fuerza en sus oídos y estuvo a punto de desmayarse.
—Tú… tú me golpeaste…
—Tuve que hacerlo —respondió Morvik—. Casi se había hecho contigo. Te habría destruido si yo no hubiera hecho algo rápidamente.
Era cierto porque las palabras del ser de sombra la habían adormecido y la habían llevado hasta el límite de la inconsciencia. Y por segunda vez la había salvado.
Ella sonrió toda compungida.
—Estoy encantada de que alguien prestase atención cuando dije que no había que oír esas cosas.
Dándose la vuelta, echó una mirada al círculo. Los seres de sombra seguían estáticos en el centro del anillo, asustados por el resplandor del farol de Morvik. De nuevo eran sólo sombras; la Añico muerta había desaparecido.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Morvik, levantando el farol—. Podemos tratar de escaparnos atravesando el círculo de llamas y dirigirnos hacia la superficie…
Añico negó con la cabeza, poniendo rápidamente los ojos sobre los seres de sombra, pero las llamas que los rodeaban no dejaban escapatoria.
—No lo conseguiríamos. El fuego no duraría lo suficiente —confirmó ella—. Son más rápidos que nosotros y tarde o temprano nos alcanzarían.
Levantó su maza y echó mano de su escudo.
—No, no hay elección; sólo nos queda luchar con ellos.
Morvik asintió con la cabeza y aspiró una amplia bocanada de aire por su boca entreabierta. Había envainado la espada para alejar a Añico del alcance de los seres de sombra; ahora volvió a desenvainarla chispeante a la luz del farol. La blandió en alto y apoyó la hoja sobre su frente. Luego dejó el farol sobre el suelo y sujetó el escudo a su brazo.
—Está bien —dijo resuelto—. Acabemos con esto.
Codo con codo, empezaron a avanzar. Los seres de sombra estaban sólo a cinco pasos, pero antes de que Añico y Morvik hubiesen dado dos pasos en dirección a ellos, las oscuras formas se separaron desplazándose en distintas direcciones. Los enanos vacilaron, luego intercambiaron un rápido movimiento de cabeza y se separaron también. Morvik se movió hacia la sombra de su izquierda, blandiendo la espada. Añico se fue hacia la derecha, levantando su maza amenazadora ante el ser de sombra que había tomado su forma y cuya voz casi la había sumido en la desesperación.
—¿De modo que no soy nada? —explotó Añico, balanceando la pesada arma.
Al percibir el carácter bendito de la maza, el inmundo se echó hacia atrás. Añico sonrió abiertamente y apuró el paso.
—¡Vamos a ver quién es nada cuando esto acabe!
Se lanzó al ataque revoloteando la maza con toda su fuerza y trazando un mortífero arco. La cabeza de la maza hendió el aire con un apagado silbido. El ser de sombra salió disparado hacia un lado y hacia atrás, escurriéndose como el agua. Añico luchó para detener el golpe, luego lo invirtió, y lo impulsó con igual furia. Aunque trató de escurrirse nuevamente, el ser de sombra no fue lo suficientemente rápido y la ancha cabeza de la maza lo alcanzó en el lugar donde deberían estar las costillas, si hubiera sido humano.
Hasta que paró el golpe, Añico había temido que el arma pasara a través del inmundo. Por el contrario, el arma dio en el blanco. La forma del ser de sombra no tenía la consistencia del hueso y de la carne sino que era más blanda, con más flexibilidad, como un muñeco relleno de paja. Pero el impacto lo hizo rodar, y el brazo de Añico se resintió hasta el nombro. El ser de sombra cayó hacia atrás, desplazándose hacia el anillo de llamas, luego se detuvo y se volvió para hacerle frente. Lanzó un terrible silbido, como de grasa que chisporrotea en el fuego, y empezó a dar vueltas en torno a ella cautelosamente.
Ella giraba al mismo tiempo que él y mantenía a la odiosa criatura frente a frente. Por el rabillo del ojo, observaba cómo Morvik se batía con el otro inmundo moviendo la espada a izquierda y derecha como si fuera la cabeza de una serpiente. Pero se desplazaba lentamente porque el cansancio lo había dejado débil y torpe. Añico perdió demasiado tiempo en mirarlo y dio lugar a que el ser de sombra se lanzase a por ella, rápido como una centella, buscándola con sus negras garras. Ella dio un salto atrás mientras se cubría con el escudo para frenar el ataque. Las negras garras chocaron contra él, rasgando el hierro como si fuera de tela. Con un terrible chirrido, arrancó esquirlas de metal aunque ella retiró bruscamente el escudo. Volvió a blandir la maza y lanzó un segundo golpe acertado que, sin embargo, tuvo el mismo débil efecto que el primero y sólo logró que el monstruo retrocediera gruñendo.
Ambos intercambiaron muchos más ataques, y el ser de sombra destrozó su escudo mientras ella lo aporreaba inútilmente con su maza. Finalmente, un brutal golpe con las garras partió el escudo en dos, dando un tirón al brazo que lo sujetaba, al arrancar el metal. Ella se tambaleó, agitando la maza para ahuyentar al inmundo, y tiró a un lado los restos del destrozado escudo. Si el ser de sombra esperaba que flaqueara, se llevó un chasco porque Añico varió rápidamente su postura y aferró de nuevo la maza por el mango con ambas manos para lanzar un nuevo golpe contra la negra abominación.
Lanzó una mirada de soslayo a Morvik, que se mantenía aún en pie, pero a duras penas. Su escudo estaba casi tan destrozado como el suyo, y su espada se movía lentamente cuando se lanzaba contra su enemigo. Pero aun así, parecía tener más suerte que ella porque su ser de sombra también parecía moverse con lentitud. Incluso mientras miraba, una de las terribles estocadas de Morvik dio en el blanco, y le hundió la mitad de la espada en la pierna.
El oponente de Añico volvió a la carga y desvió su atención a Morvik una vez más. El ser de sombra intentó golpearla brutalmente. Ella se agachó para esquivar el golpe de las garras, que acabaron arrancando una de las alas de su yelmo, luego lanzó un golpe con su maza a las rodillas del ser capaz de quebrar a un hombre o a un enano, pero que sólo consiguió hacer retroceder al ser de sombra mientras ella se ponía de nuevo en pie.
Añico barbotó una palabrota contra la escurridiza forma tenebrosa. Las cosas no marchaban bien, hiciera lo que hiciese no conseguía herirla. Miró a su alrededor, pero no encontró nada más que pudiera usar contra el ser de sombra; los faroles estaban fuera de su alcance, y las únicas armas con las que tenía la esperanza de poder herir al ser de sombra eran la espada de Morvik y su propia maza.
Su maza…
De repente, tuvo una idea. En la parte de atrás de la cabeza de la maza había un grueso espolón curvo, lo suficientemente robusto como para atravesar la armadura más resistente. Lo observó con el ceño fruncido, luego se encogió de hombros y giró el mango de la maza hasta que el espolón quedó hacia afuera.
El ser de sombra se agachó, dispuesto a atacar por abajo esta vez. Añico desplazó su peso hacia las puntas de los pies esperando que el ser atacase. Se mordió el labio inferior, y afirmó las manos sobre el mango de la maza. Espera, espera…
La oscura forma se lanzó hacia adelante y Añico se contorsionó para evitar el golpe, pero aún así, una de las garras casi le parte en dos la canillera izquierda; luego hincó profundamente el espolón de la maza en la espalda de la criatura.
Un terrible chirrido, como el de una tiza sobre la pizarra, llenó el aire y estremeció a Añico hasta la médula. Por todas partes había jirones de sombras que salían de la espalda de la criatura, que cayó aplastada por el golpe, y cuando Añico retiró el espolón brotaron todavía más sombras. Se echó hacia atrás para que las garras del ser de sombra no aferraran su pierna; luego lo vio retorciéndose en el suelo. Añico observó cómo de la herida del ser seguían saliendo sombras cuando éste se cayó de espaldas. Trató de enderezarse, luego se cayó otra vez y con un ruido sordo y blando se desmoronó como un muñeco de trapo. La sombra sólida se disolvió en una niebla incorpórea y luego se desvaneció.
No estaba muerto, eso era imposible, porque los seres de sombra nunca habían estado vivos. Simplemente había vuelto al Abismo, por lo tanto, volvería. Podría volver algún día, pero por ahora se había ido.
Añico fijó la vista en el lugar donde había estado el ser, mientras el corazón le latía desaforadamente. No había querido destruirlo, pero la herida había sido más grave de lo que había pretendido. Por un momento, el dolor invadió su corazón. Al desaparecer el ser de sombra no podría obligarlo a decirle quién era ella. Había perdido su oportunidad…
El sonido de metal despedazado la sacó de su trance. Lanzó una mirada hacia el lado contrario del círculo en llamas. Allí, Morvik estaba perdiendo su pelea con el segundo innombrable. El ser de sombra se había aferrado al escudo con sus garras y lo retorcía con una fuerza brutal. El metal se aplastaba y deformaba, y hubiera triturado el brazo de Morvik de no haber sido por la armadura. Él se debatía convulsivamente, tratando de liberarse del escudo, pero estaba apresado. Atacó con su espada atravesando al ser de sombra una, dos, tres veces y la oscuridad brotaba de las heridas, pero eran superficiales y el inmundo parecía no enterarse. Cada vez tiraba con más fuerza pero finalmente le arrancó el escudo hecho trizas. Morvik se tambaleó hacia atrás, luego dio un traspiés, y se desplomó en el suelo. La espada se le escapó de la mano.
—¡No! —gritó Añico al tiempo que echaba a correr.
El ser de sombra fue más rápido. Mientras Morvik luchaba por ponerse de pie se le echó encima con las garras por delante, antes de que Añico pudiera golpearlo. Sin embargo, al fin pudo derribarlo asestándole un golpe con la parte plana de la maza y girándola luego para asestarle otro con el espolón en lo que podría ser el vientre en caso de que fuera humano.
Pero el ser de sombra no era humano. Retrocedió rápidamente, y arrastro consigo el arma de Añico, que se aferró al mango de la maza, pero las garras del inmundo la lanzaron hacia atrás; luego se abalanzó sobre ella y se adueñó del arma. La cogió con sus manos de sombras, la partió en dos como si fuera una ramita y luego tiró lejos los trozos. Titubeó por un momento, pero se lanzó hacia adelante derramando sombras a su paso.
Sin embargo, Añico no se había quedado quieta. Aunque había perdido su maza, se dio la vuelta y echó mano de la espada de Morvik. Se adelantó dando mandobles a diestro y siniestro para, finalmente, clavar profundamente la hoja en el costado del ser de sombra. El monstruo se detuvo, retirándose de la refulgente espada, luego se estremeció y se derrumbó en un montón de negrura, mientras no cesaba de manar oscuridad de sus muchas heridas.
Ella se dirigió hacia él, espada en alto, temiéndose alguna trampa. Pero el ser no intentó agarrarla, parecía como si hubiese perdido las fuerzas. Se desvanecía por momentos. Añico no tenía mucho tiempo.
—¿Quién soy yo? —le preguntó poniendo la punta de la espada sobre la garganta del ser de sombra—. ¡Dímelo!
Por un momento, el inmundo permaneció en silencio, luego lanzó una cruel risotada.
—Muy bien —dijo—, yo sé tu nombre, Añico. Conozco cada instante de la vida que te robé y te lo diré todo… pero antes, echa una mirada a tu amante.
La piel de Añico se heló de repente y sintió un sudor frío. Se dio la vuelta, manteniendo vigilado al ser de sombra con el rabillo del ojo…, y lanzó un grito ahogado.
La pechera de la armadura de Morvik presentaba cuatro desgarrones que le habían hecho las garras del ser de sombra y el metal se había tenido de rojo con la sangre.
—Todavía está vivo —respiró Añico.
Clavó su mirada de nuevo en el ser de sombra.
—Ya sé que piarías haberlo matado ¿por qué, entonces, lo mantienes con vida?
—Porque de este modo tu dolor es mayor —respondió la tiniebla, paladeando sus palabras con malvada fruición—. Tengo su existencia en mis manos y va a desaparecer poco a poco, lentamente, y ante tus ojos.
La mente de Añico se quedó en blanco presa del miedo, y corrió hacia Morvik arrodillándose a su lado. Las heridas de su pecho eran superficiales, apenas unos arañazos profundos que no preocuparían a nadie, si se las hubiera infligido otro enemigo, pero cualquier herida producida por un ser de sombra era mortal de necesidad. Las lágrimas le quemaban los ojos y con las manos temblorosas levantó la celada del yelmo, luego miró su cara tratando de no gritar.
Parecía un espectro porque su carne se había vuelto blanca, espectral. Los ojos cerrados y hundidos, los labios retraídos en una angustiosa mueca. Ya no respiraba. Su cuerpo era tan transparente que se podía ver a través de él.
—Morvik —gimió ella.
Alargó la mano para tocar su mejilla, pero la retiró cuando comprobó que sus dedos pasaban a través de su carne.
—¡Oh, bendito Reorx…!
—Mira cómo se desvanece —dijo entre dientes el ser de sombra con sádica satisfacción—. Morirá antes que yo y lo veré. Y cuando haya desaparecido te diré tu nombre.
Con un furioso arrebato, Añico se puso de pie, se giró para enfrentarse a la forma que yacía en el suelo y echó mano de su espada.
—¿Y si te atravieso con la espada?
—Entonces él seguiría viviendo —respondió el ser de sombra—. Pero yo desaparecería, y no lograrías saber nada de mí. La elección está en tus manos.
Añico vaciló. La necesidad de saber quién era había sido su fuerza impulsora a lo largo de los últimos cinco años, tola su vida de Renacida. Ahora lo tenía delante, había llegado su oportunidad.
Pero Morvik…
Podía dejarlo morir pues no habría culpa; de todos modos ¿cómo podría lamentar la muerte de alguien a quien no podría recordar? Era sumamente fácil, ni siquiera tendría que hacer nada, sólo tenía que esperar.
—Puedes hacerlo —insistió d ser de sombra—. ¡Sólo tendrá que pasar otro minuto y recuperarás toda una vida! ¿Y qué perderás realmente si en realidad él nunca existió?
Añico miró a Morvik, luego al ser de sombra y le hundió la espada en lo que podría haber sido el corazón, si lo hubiera tenido. Dio un paso atrás, dejando la espada clavada en la forma.
—Habría perdido mi alma —exclamó—. ¿Cómo podría cambiarla por un nombre?
El ser de sombra se deshizo y se desvaneció igual que desaparece la niebla por efecto del sol. La espada cayó estrepitosamente a tierra.
Incluso antes de que la espada hubiese llegado al suelo, Añico estaba de rodillas ante Morvik. Le alzó la cabeza y la acomodó en su regazo. Estaba horriblemente blanco, como si el yelmo sólo contuviese vapores. Inclinó la cabeza sobre la de él y su pecho empezó a agitarse por los sollozos, y por sus mejillas corrieron abundantes y ardientes lágrimas.
El ser de sombra me engañó, pensó para sus adentros. Lo voy a perder de todos modos.
—Morvik —sollozó—. Morvik, por favor, te necesito más de lo que necesité nunca saber quién soy. Ahora me doy cuenta y quiero que vuelvas a mi lado para que nos marchemos de Thorbardin, como me prometiste. Haremos nuestro propio camino en el mundo; no necesito nada más. Pero, por favor, Morvik… amor mío, no me dejes…
Luego oyó los sonidos más maravillosos que jamás había escuchado ni en su vida anterior ni en la presente. Suavemente, Morvik empezó a respirar.
Ella dio un grito, buscándole la cara. Los dedos de Añico tocaron carne firme, a través de la cual ya no podía ver. Derramando lágrimas de alegría, se inclinó y lo besó en los labios.
Los ojos le parpadearon y la boca se le distendió en una ancha sonrisa.
—Hola a ti también —murmuró.
Ella empezó a reír y pasó un rato antes de que pudiera parar. Cuando lo hizo, se sentó, acercó la cabeza a la de él, y se quedó inmóvil.
—Oye… —dijo Morvik después de un rato.
Ella bajó la vista y lo miró sin poder dejar de sonreír.
—¿Sí, amor mío?
—¿Ya sabes quién eres?
Durante un momento no respondió.
—Sí, lo sé —dijo por fin—. Soy Añico… tan sólo Añico.