El lugar de la doble profundidad y la doble oscuridad
Kevin James Kage
Pasaron dos años y una vez más los hombres volvieron al lugar de la doble profundidad y la doble oscuridad.
Glug los oyó mucho antes de verlos. Sus risas estentóreas se propagaron por los túneles más rápidas que las cosas escurridizas que Glug cazaba a menudo para su sustento. Tenían voces profundas, pesadas, que retumbaban en las cavernas. A veces cantaban. A Glug le gustaba eso. Nadie había cantado en el lugar de la doble profundidad y la doble oscuridad desde hacía mucho tiempo. Quería participar, pero no conocía las palabras, y de todos modos no quería que lo oyeran.
Llevó a Lurd para que escuchara las voces y permanecieron sentados en la oscuridad durante largo tiempo. Lurd escuchaba con expresión ensimismada.
—¿Qué decir ellos? —le preguntó Glug, porque ella era más inteligente que él y conocía algunas de las palabras que usaban los hombres.
—Yo no segura. No hablar como otros hombres.
—¿Por qué venir? ¿Buscar tesoro?
—No venir a comer cosas escurridizas.
—Oh, ¿tú creer que ellos encontrar tesoro?
—No saber —respondió Lurd.
Dos días estuvo Glug esperando para ver a los hombres. Lurd le dejaba hacer, aunque se suponía que debía buscar alimento para ambos. Glug se deslizaba en la oscuridad, buscando a los hombres cuyas voces resonaban en las cavernas que los rodeaban.
Habían empezado muy lejos, pero después de un tiempo empezaron a acercarse más y más.
Una noche, Glug soñó que los había encontrado: hombres de brillantes armaduras, con espadas y buenas botas. Cuando despertó no había hombres a la vista, pero se los oía muy cerca. Glug se entusiasmó y fue a decírselo a Lurd, pero ella estaba ocupada recogiendo setas; demasiado ocupada para escuchar. Glug tenía la sensación de que vería a los hombres de un momento a otro.
Sin embargo, cuando los vio por fin, lo cogió por sorpresa. Un día, mientras Glug se arrastraba por un túnel, se topó con ellos. Los hombres no lo vieron en las sombras, de modo que se estuvo muy quieto y observó.
Llevaban varas largas en la mano a las que estaban sujetas unas cajas grandes y brillantes que emitían una luz que le hacía daño a los ojos. Había muchos hombres: quizá más de dos. Hablaban con voces ásperas que sonaban como rocas que se frotaran unas contra otras. Glug no entendía lo que decían, pero sonaba a habla humana importante.
Eran más bajos que los otros hombres a los que recordaba. Éstos no eran mucho más altos que él y tenían unas barbas grandes y espesas. Sin embargo, eran hombres. En el lugar de la doble profundidad y la doble oscuridad sólo había cosas escurridizas, y a veces hombres, y Glug y…
—¡Eh! —llamó quedamente a Lurd, que acababa de aparecer en el agujero—. ¿Tú acordar qué otra cosa haber en lugar de la doble profundidad y la doble oscuridad?
Lurd se puso a su lado y distorsionó la cara mientras pensaba.
—¿Yo? —sugirió.
—No. Mí querer decir lo otro, la otra cosa, no tú, ni Glug ni cosas escurridizas ni hombres… otra cosa.
—¿Tesoro?
—¡Sí, tesoro! —dijo Glug.
Los hombres reían estentóreamente, y Glug y Lurd se ocultaron tras una roca. Los hombres tenían palos con extremos curvos y brillantes y golpeaban la roca con ellos y sacaban trozos de piedra, ensanchando los túneles naturales.
—Tener palos para romper la roca —dijo Glug—. ¡Ellos tratar de encontrar tesoro!
—No conseguir a menos que nosotros ayudar
—Mí cree que sí conseguir.
—¿Cuántos hombres tratar antes?
Glug estuvo un buen rato pensando.
—Dos hombres.
—¿Dos? —dijo Lurd frunciendo el ceño—. Deber ser más de dos. ¡Muchos hombres venir!
—¡Dos! ¡Mí recordar! —Lurd era lista, pero Glug tenía mejor memoria.
—Dos entonces —concedió Lurd—. Pero esos hombres no inteligentes. No como Glug y Lurd. ¡Hombres necesitar ayuda para encontrar tesoro!
—¡Tu razón! ¡Nosotros ayudar hombres encontrar tesoro! Pero ¿cómo?
Lurd volvió a pensar. Sabía pensar bien. A Glug le gustaba porque era muy inteligente.
—Hacer camino —dijo.
Glug hizo una mueca.
—Ultima vez que Glug hacer eso, hombres vieron Glug. Golpearon Glug. Mal plan.
Lurd volvió a concentrarse. A la luz de las cajas de los hombres, Glug pudo ver que su ojo verde y su ojo pardo tenían una expresión pensativa. Su velludo labio superior estaba un poco fruncido. Glug pensó que estaba muy bonita.
—Ellos no ver a nosotros —dijo Lurd—. Nosotros usar varita mágica que volver invisible.
Raddoc Picapedrero descargó el pico sobre la roca y una lluvia de piedra caliza cayó en cascada sobre el suelo de la caverna.
—De modo que si nos organizamos, o sea nos sindicamos, podemos exigir salarios más altos, condiciones de trabajo más seguras y más ventajas —dijo—. Es la tendencia del futuro. No habrá ningún empleado que no pertenezca a una organización que salvaguarde sus intereses.
—No lo sé —dijo Thurgood Brazoforte—. Parece algo pensado por los gnomos. ¿Para qué necesito uno de estos… sindicatos… de todos modos?
—Todos necesitamos el sindicato. Nos protege de prácticas de trabajo ilegales.
—¡En eso no hay leyes! Nosotros cavamos y nos pagan. ¿Qué tiene que ver la ley con eso?
—¡Eso es lo que estoy diciendo! Sindiquémonos y tendremos mejor trabajo y mejores salarios.
—¿Y si no es así?
—Nos negamos a trabajar.
Thurgood dio un bufido
—¿Quedarnos de brazos cruzados y negarnos a trabajar? Suena tan divertido como cavar, y por cavar te pagan más. Dime, ¿qué hora es?
—¿Cómo quieres que lo sepa?
—Yo digo que es hora de almorzar.
Thurgood se sentó sobre una piedra y sacó la caja de hierro labrado en la que guardaba la comida. Cogió un trozo de pan reseco y lo mordió ruidosamente.
—Si nos sindicamos tendremos más tiempo para comer.
Thurgood le dirigió una mirada y Raddoc se calló. Comieron y volvieron al trabajo.
—De todos modos, no importa. Cuando encontremos ese tesoro me voy a retirar —dijo Raddoc por fin.
—El jefe no te dejará retirarte hasta que estés muerto —dijo Thurgood, malhumorado—, y luego usará tus huesos para apuntalar los túneles.
Colocó un poste de apoyo en su sitio con un audible gruñido. Normalmente hacían falta dos enanos para hacer ese trabajo, pero Brazoforte hacía honor a su nombre.
—¡Cuando encontremos ese tesoro, seré tan rico que ni siquiera el jefe podrá conmigo! —dijo Raddoc—. Recubriré mi casa de oro y plata y beberé licores en el Cuenco de Diamantes de Dougan Martillo Rojo.
Thurgood hizo un gesto burlón.
—No existen ni tal persona ni tal cosa.
—¿Que no? Un primo segundo de mi tío tercero conoció a un tipo cuyo abuelo tenía una taberna donde Dougan Martillo Rojo había estado una vez. ¡Y además tenía un cuenco de diamantes!
—¡Primero, ideas de gnomo, y ahora historias de kenders!
Raddoc farfulló algo.
—Sí existe un cuenco de diamantes y está aquí abajo con el resto del tesoro. El hombre lo dijo.
Thurgood soltó una risotada.
—¿Te refieres al hombre de la ciudad? ¿El hombre que le vendió al jefe el mapa del tesoro? ¿El hombre que dijo que también tenía mapas de las minas de los enanos de Naroc, de la ciudad sumergida de Istar y del Templo Perdido de Reorx? ¿El hombre que dijo saber cómo llegar a una isla a la que iban a parar todos los tesoros hundidos en el mar? ¿El hombre que dijo que podía mostrarnos el Mazo de Kharas si le dábamos una pieza de acero cada uno? ¡No me digas que te dejaste engañar!
—Entonces, ¿por qué estás aquí?
Thurgood se encogió de hombros.
—El jefe me paga. Él dice cava y yo cavo. Es más acero del que gano cortando troncos en Haven.
Después de eso, Raddoc no dijo nada. Volvió a su pico y su trabajo, y Thurgood, a colocar postes.
—De todos modos, ¿cuánto tiempo llevamos aquí? —preguntó Raddoc finalmente enjugándose el sudor de la frente.
—Yo diría que hemos estado aquí una semana, tal vez nueve días —dijo Thurgood y colocó otro poste.
—Creo que puedes tener razón a juzgar por el aceite que hemos consumido. A pesar de todo, me gustaría haber traído una vela horaria.
Thurgood aseguró el poste.
—El tiempo no significa nada aquí abajo. ¡Esperemos que el jefe decida abandonar antes de que nos matemos cavando hasta el otro lado del mundo!
Raddoc asintió, levantó su pico y volvió a descargarlo contra la pared rocosa. Entró profundamente y cuando lo sacó sintió que la pared empezaba a ceder y las rocas se vinieron abajo.
Al momento siguiente, Thurgood lo arrastraba por los brazos fuera del túnel. Las rocas se derrumbaron en el lugar donde habían estado antes. El ruido atronador se propagó por los túneles. Los postes de Thurgood crujieron pero aguantaron. Una gran nube de polvo los rodeó y los dejó sin aire. Luego todo cesó.
—¡Por los dientes y las uñas de los pies de Reorx! —dijo Raddoc, cuando dejó de toser y de jadear. De pie, con los brazos en jarras, se quedó mirando el desastre mientras sacudía tristemente la cabeza.
»¡Ahí va un día de trabajo!
—Habrá otros días —dijo Thurgood palmeando a su amigo en la espalda.
El Vigilante bajó corriendo por el túnel.
—Vosotros dos, ¿qué es lo que estáis haciendo? —preguntó—. ¡Hacéis tanto ruido que podríais despertar a mi abuela que es sorda!
—¡Lo siento, jefe! —dijo Raddoc—. La caverna se desplomó. Perdí mi pico en el derrumbamiento.
El Vigilante adoptó una expresión ceñuda. Sus ojos acerados pasaron revista a los escombros.
—Y también perdimos otra lámpara —dijo Thurgood recogiendo la caja destrozada.
El Vigilante asintió.
—No tenemos más repuestos, tendréis que arreglaros con lo que tenéis.
—¿Y qué hay de mi pico, jefe?
—Si vas a ser tan descuidado será mejor que uses las manos —dijo el Vigilante, y luego agregó—: Haré que Slate te baje uno nuevo. Pero escúchame bien, Raddoc, ¡si pierdes éste, acabarás cavando con las manos!
—¡Sí, jefe!
—Y que yo no os pille otra vez soltando esas tonterías del sindicato. Ya tengo bastante con tener que proporcionar cascos de trabajo a un par de tontos.
—¡Sí, jefe!
—¡Eh! ¿Qué es eso? —dijo Thurgood señalando hacia la oscuridad.
—¿Lo veis?
—¿Qué?
—¿Es el oro?
—No. Parece un enano gully.
Efectivamente, eran dos enanos gully. Avanzaron hacia la luz, luciendo unas sonrisas alegres llenas de dientes rotos. Sostenían entre los dos una rama delgada, medio podrida, y caminaban alrededor de los enanos sin dar muestras de reparar en su presencia.
—¿Ellos no vernos? —preguntó uno de ellos.
—No vernos. Nosotros llevar varita mágica que volver invisible. ¡Hombres no vernos! ¡Nosotros listos!
—¡Hombres no vernos!
—¡No vernos!
Danzaron y dieron saltos en torno a los atónitos enanos, cantando algo ininteligible y dejando caer piedrecitas al suelo.
—¡Suficiente! Ahora irnos.
—Vale. ¡Adiós, hombres! ¡Buena suerte encontrar tesoro!
Dicho esto, los dos volvieron a perderse en la oscuridad.
Los enanos estaban quietos como estacas.
—¡Bueno, sacadme del fuego y dadme de martillazos! —dijo Thurgood—. Es lo más extraño que he visto en mi vida.
—¿Asustado por unos enanos gully, Thurgood? —dijo el Vigilante, aunque su voz también vacilaba—. Estas cuevas están llenas de sabandijas. Hay peces plateados del tamaño de gatos ahí abajo que dejan nuestras raciones hechas una porquería. Unos cuantos enanos gully no son nada.
—No estoy asustado —dijo Thurgood secamente—. Es sólo que no sabía que estuvieran aquí.
—¡Jefe! ¡Mire!
Raddoc tenía en la mano una de las piedras que los enanos gully habían dejado caer. Despedía destellos azulados bajo la luz.
—¡Un zafiro! —dijo el Vigilante.
—¡Y de qué tamaño! —dijo Thurgood.
—¡Y hay más!
Se arrodillaron y recogieron las piedras que habían dejado los enanos gully: una esmeralda, un rubí, un brillante topacio amarillo y un ópalo llameante. Todas ellas estaban talladas con el cuidado y la precisión de los más refinados enanos lapidarios. La más pequeña tenía el tamaño de la uña del pulgar del Vigilante.
—¡No puedo creerlo! —dijo Thurgood—. ¡Realmente hay un tesoro!
—¿Por qué no cogisteis a esos enanos gully? —dijo el Vigilante—. ¡Ellos saben dónde está el tesoro!
—Lo siento, jefe, no está en mi contrato —respondió Raddoc ahogando una carcajada.
—Yo sólo coloco postes, jefe. ¿Cómo iba a saber…?
El Vigilante gruñó algo.
—Bueno, ahora lo sabemos —dijo—. Y bien que nos viene.
—¿Debemos cogerlos si los volvemos a ver, jefe?
—No, a menos que empiecen a robar o a molestar. Parecen inofensivos y no tengo provisiones para mantenerlos ni personal para vigilarlos. Puede que tengamos suerte y hagan lo que dijeron: ¡llevarnos directamente al tesoro! —Eso hizo que se riera con ganas—. Mientras tanto, ¡ojo avizor por si aparecen más piedras preciosas! ¡Y volved al trabajo!
—¿Ellos vernos? —preguntó Glug.
—Creer que no —dijo Lurd—. Varita mágica muy potente.
Glug cogió con fuerza un extremo de la varita mágica de Lurd.
—Mí gusta usar varita mágica —dijo Glug.
—Todavía tener mucho trabajo —dijo Lurd—. Dejar piedras brillantes a hombres. Ellos seguirlas.
—Mí saber —dijo Glug—, pero hombres cerca, ¡muy cerca! Si seguir así, ¡pronto encontrar tesoro!
—¡Hombres tontos! —dijo Glug con amargura.
—Mí saber —dijo Lurd. Extrajo una piedra verde brillante de su raída falda y la arrojó entre los hombres.
Uno de ellos se volvió, la recogió y la guardó en la bolsa que llevaba a la cintura. Sin hacer la menor señal de inteligencia, se volvió otra vez hacia la pared y siguió trabajando.
Glug recogió una piedra transparente y se la tiró a uno de los hombres. Golpeó en el brillante casco del hombre —¡clang!— pero éste sólo hizo un alto para recogerla y volvió a su trabajo.
—¡Hombres ir todavía camino equivocado! —resopló Glug—. ¡Hombres tontos!
—¡Tener una idea! —dijo Lurd—. ¡Dar a Lurd una piedra brillante!
Glug entregó a Lurd una brillante piedra roja y Lurd la puso en alto por encima de su cabeza mientras sostenía con la otra mano la varita mágica.
—¿Lurd? ¿Cómo poder yo verte cuando tú tener la varita mágica?
—Lurd querer que Glug ver.
—Ah
—Ahora ¡observar!
Avanzó hasta detenerse en medio del grupo de hombres y levantó bien alto la piedra roja.
—¡Mí, mágica piedra roja brillante! ¡Mí muy poderosa! ¡Mí tener noticias para hombres cavadores! ¡Vosotros camino equivocado, no encontrar tesoro!
Los hombres se volvieron y miraron la piedra. Glug pensó al principio que tal vez miraran a Lurd, pero luego recordó que ella era invisible.
—Oh —dijo uno de los hombres—. Sí, oh mágica piedra roja y brillante. ¡Gracias! ¿Hacia dónde tenemos que ir?
—Vosotros ir a donde señalar grandes dientes de piedra, entonces seguir más piedras. ¡Sólo ir donde conducir piedras! ¡Cavernas muy peligrosas! ¡Poder caer y no encontrar tesoro!
—¡Gracias, mágica y brillante piedra roja! —dijo el hombre—. Volveremos allí y buscaremos piedras. Ya habéis oído a la gully, quiero decir, piedra, muchachos. ¡Vamos!
—¡Bien! ¡Brillante piedra roja mágica irse ahora! —dijo Lurd y se alejó, volviendo a donde estaba Glug.
—¡Tú tan lista, Lurd! —dijo Glug.
—¡Vamos rápido! —dijo Lurd—. Vamos dejar caer más piedras.
Les llevó a los hombres otros dos días cavar la roca y ensanchar los estrechos pasadizos. Glug y Lurd los condujeron con facilidad, tirando piedras cada tanto. Una vez más, los hombres avanzaron en la dirección equivocada, de modo que Lurd y Glug los condujeron en círculo hasta que volvieron a encontrar el camino. Se turnaban. A veces, Glug le pedía la varita a Lurd e iba derecho hacia los hombres fingiendo que era la piedra mágica. Fue mucho más trabajo de lo que pensaba. A veces deseaba que los hombres se fueran y basta, pero sólo a veces. Tarde o temprano estos hombres encontrarían el tesoro, y eso era mejor que todos aquellos días sin pena ni gloria que habían transcurrido antes de la llegada de los hombres. Glug estaba medio dormido y Lurd roncaba a su lado cuando uno de los hombres empezó a gritar a voz en cuello. Glug se sentó asegurándose antes de tener en la mano la varita mágica y echó una mirada desde el hueco donde se encontraban.
En el lugar donde los hombres habían estado picando la roca se abría una gran caverna. Se filtraba la luz de las cajas que tenían sujetas a postes y entre las sombras se veía el resplandor de las joyas y el oro. El tesoro.
Empezaron a llegar hombres por el túnel mientras el primer hombre seguía gritando. Se amontonaron en la boca de la caverna hasta que Glug ya no pudo ver el tesoro que había más allá. Glug no había visto en su vida tantos hombres juntos.
—¡Mirar, Lurd, mirar! —susurró alegremente mientras sacudía a su compañera.
Ella se removió y lo miró con ojos soñolientos, sin comprender. Glug sonrió y señaló con el dedo.
—¡Mirar los hombres! —dijo—. ¡Muchos hombres! ¡Mucho más que dos! ¡Quizá tres! ¡Encontrar tesoro!
Lurd se asomó por encima de la roca y observó a los hombres durante largo tiempo sin hacer el menor ruido.
—¡Silencio! —dijo con autoridad—. ¡Venir conmigo!
Lo cogió de la mano y lo condujo fuera del hueco. En silencio, treparon hasta la caverna. En la boca de la misma, Lurd introdujo a Glug en un hueco que había en la pared y luego lo siguió.
Los hombres estaban muy cerca.
—¡No soltar la varita! —dijo Lurd—. ¡No soltarla!
Glug le hizo caso, aunque estaba hipnotizado por el rutilante tesoro. Llenaba la caverna en pilas redondeadas, a cada cual más alta. Cada una de las pilas resplandecía en chorros de oro y plata. En algunas había también gemas de brillantes colores. Encima de la pila que estaba en el centro había un gran cuenco translúcido que relumbraba más que todo lo que había en el recinto. Glug se preguntaba si sería una cazuela.
Uno de los hombres gritó algo que Glug no entendió. Los otros hombres dieron vivas y todos se precipitaron hacia las pilas de brillantes joyas.
Y entonces sucedió.
Se oyó un silbido como si el sol hubiera caído al mar, y de las grietas del suelo empezó a salir una cosa como alquitrán líquido. Su piel emitía un resplandor húmedo a la luz de las antorchas y su cuerpo estaba cubierto de escamas que parecían de piedra. Cientos de ojos luminosos como piedras lunares moteaban su piel, y unos grandes dientes plateados bordeaban sus malvadas fauces entreabiertas. Se elevó por encima de todos ellos, abarcando toda la caverna, como una ola próxima a romper.
Los hombres se quedaron petrificados, mirando.
Luego corrieron.
Con la velocidad de un relámpago, aquella cosa cogió a uno, y luego a otro, destrozándolos con sus dientes y aplastándolos con sus pétreas escamas. Los cogía con sus tentáculos y los balanceaba por encima de su boca antes de arrojarlos entre gritos contra las paredes de la caverna. Los hombres tropezaban con los montones de joyas. Otros caían destrozados al suelo. Aquella cosa recogía los cuerpos, los despojaba de su armadura y los tragaba enteros. El suelo se cubrió de cascos, piquetas, cotas de malla y martillos.
La criatura echó atrás la cabeza y emitió un sonido profundo, odioso, parecido a una carcajada que sacudió las cavernas, y luego se hundió —metiéndose por las grietas, fundiéndose con las sombras, Glug no lo sabía con certeza— volviendo a los lugares profundos, oscuros, donde habitan todas las cosas que no tienen nombre.
Cuando todo quedó en silencio, Lurd salió sigilosamente del hueco y Glug la siguió. Nada se movía en la caverna.
—¡Mirar cosas estupendas! —dijo Glug por fin—. ¡Nosotros tener palo que romper rocas!
Levantó una piqueta, recogió un casco y se lo puso.
—¡Buen tesoro! —exclamó Lurd—. ¡Buen monstruo! ¡Gracias!
De las profundidades llegó un último ruido sordo.
—Buena mascota de tesoro —sonrió Glug.
Recogieron las cosas de los hombres y se fueron a casa a comer un estofado.