CAPÍTULO 56
ROMA, ANNO DOMINI 1546
Los ángeles debían haber preparado en persona el clima para aquel día: era cálido, sin ser caluroso. En Santa Maria del Popolo la gran familia Sangallo estaba celebrando el bautizo de su miembro más reciente. Esmeralda, la esposa de Bartolomeo da Sangallo, había dado a luz una hija que recibiría el nombre de Isabella. La orgullosa abuela Lucrezia había logrado que el poderoso cardenal Carafa ejerciera de padrino de su nieta y celebrara la ceremonia. Durante la fiesta consiguiente, el palazzo estaba a reventar. Fue un encuentro de todo el gremio romano de la construcción. Acudieron todos los miembros de la familia da Sangallo, además de los Barozi, Arnoldo di Maffeo con sus hermanos, hijos y nietos y Nanni di Baggio Bicci con los suyos. Todos los contratistas y maestros picapedreros que contaban algo en la profesión acudieron llevando regalos. En consecuencia, todos los que no estaban invitados no podían considerarse grandes maestros de la construcción.
Lucrezia contempló a su familia llena de orgullo. Observó su poder, su estatus burgués. Después sintió que la tristeza le vencía porque su madre no había podido vivirlo. ¡Qué feliz se habría sentido Imperia, qué satisfecha y orgullosa! Las manos de Antonio la arrastraron fuera de su duelo en una furiosa danza primaveral, la saltarella. Ella resplandecía de amor como una chiquilla. Aunque los cabellos de su marido estuvieran ya canos, todavía podía saltar con una gracia envidiable para cualquier hombre joven. Colocó las manos en las caderas de ella y la alzó por los aires, describió un círculo y la volvió a posar.
—¡No te alteres tanto, Antonio! —exclamó ella, sin aliento.
—¿Alterarme? —rio él—. Si todavía no he empezado. ¡Espera a que me altere de verdad!
Dicho esto, se hincó de rodillas. De inmediato se formó un círculo a su alrededor. Antonio abrió los brazos.
—La que me altera es esta jovencita de aquí. Es una lástima que no pueda casarme con ella porque, por desgracia, ¡ya estamos casados!
Se levantó entonces de un salto y dio dos brincos más.
—¡Hey! —les gritó a los demás varones presentes—. ¡Preocupaos de vuestras esposas! Ésta de aquí ya está cogida y el que piense algo distinto, ¡tendrá que probar a qué saben mis puños!
Todos rieron por la broma de Antonio y siguieron bailando con profusión. Lucrezia agradeció en silencio a Dios antes de entregarse al alocado ritmo de la música. Cuando volvió a mirar a Antonio, éste cayó nuevamente de rodillas al suelo.
—Antonio, ya está bien —le reprendió ella, considerando que exageraba.
Sin embargo, él no respondió y se desplomó completamente. Ella sintió que le atenazaba el pánico.
—¡Antonio! ¡Acaba ya con esas bromas!
Ella se inclinó sobre su esposo. Los ojos de él se habían congelado en una mirada vacía. La alegría por la belleza del mundo se había conservado aún después de la frialdad de la muerte y la había vencido, pues Antonio da Sangallo había fallecido feliz en el sentido más literal de la palabra.
—¡Deteneos todos! ¡Ayudadme! —gritó Lucrezia fuera de sí, como si aún hubiera un modo de recuperarlo si se actuaba con rapidez.
Los invitados fueron deteniendo la danza uno tras otro y la música se interrumpió. El hijo mayor de Antonio llevó en brazos el cuerpo de su padre hasta el interior de la casa.
Lucrezia no podía soportarlo. Había permanecido a su lado la mayor parte de su vida, tanto en los buenos como en los malos momentos. ¿Cómo podía irse él ahora y dejarla sola, traicionarla así? Entonces, un chillido llegó a sus oídos. Se volvió hacia la cuna. Allí yacía ella, su nieta Isabella.
—¿Y a ti qué te ocurre? ¿Te quejas porque has perdido un poco de atención? —protestó Lucrezia en una combinación de desaprobación y emoción.
«El mundo ya no nos pertenece, es de los niños que están naciendo», pensó, «si queremos hacer del mundo un lugar mejor, debemos hacerlo por los niños». Lucrezia cogió en brazos a su nieta y la llevó dentro de la casa. Bartolomeo salió a su encuentro.
—Tú también fuiste así de pequeña —dijo entre sollozos y entregó a la niña a su madre, Esmeralda, cuando sintió que le vencían las rodillas.
Se echó en una silla e intentó asimilarlo. Tenía miedo de entrar en la habitación en la que habían depositado a Antonio. La vida se componía de conclusiones de las que se volvía a partir. No había marcha atrás. Alguien le ofreció un brazo. Ella no comprobó de quién se trataba, solo se dirigió hacia su habitación y se cambió de ropa. Vestida de negro y con un velo oscuro sobre el rostro, volvió para despedirse de su marido.
Ahora era viuda.
Dos meses después se mudó a Florencia, a las cercanías de la puerta de San Gallo, de la que la familia Sangallo tomaba el nombre, y se instaló en casa de su segundo hijo, quien había hecho carrera como arquitecto de éxito en la ciudad del Arno. El tiempo de su matrimonio con Antonio, de su vida en Roma quedaba atrás. Pasaría los años que le quedaran de vida en Florencia, la ciudad que había escogido para vivir su viudedad. No habría podido soportar permanecer en Roma, que de golpe se había transformado en una dolorosa aglomeración diaria de recuerdos.
Tendría que sobrevivir a su marido aún diez años, pero no volvería a ver Roma con vida. Sin embargo, hizo llevar su cadáver de vuelta a la Ciudad Eterna para poder reposar junto a su Antonio.
ROMA, ANNO DOMINI 1546, ENERO
El invierno apretaba con su frío y húmedo puño la ciudad de Roma. Desde la muerte del arquitecto Sangallo, los trabajadores de la obra se limitaban a concluir los trabajos pendientes. Nadie tomaba la iniciativa. Gian Pietro Carafa había intentado en vano que el hijo menor de Antonio, Bartolomeo, fuera nombrado nuevo arquitecto responsable de la fabbrica di San Pietro.
Miguel Ángel apenas había tenido noticias de los últimos acontecimientos, pues yacía en cama gravemente enfermo bajo el cuidado abnegado de Francesco y de sus amigos. Una vez al día el médico judío Isaac di Bonet de Lattes acudía a visitarlo. También se preocupaba por él de manera conmovedora el pintor y arquitecto procedente de Arezzo y residente en Florencia Giorgio Vasari, con quien había iniciado recientemente una buena amistad. Vasari le había prometido al papa Pablo III que pintaría la gran estancia de la cancelleria en solo cien días. Aunque trabajaba día y noche para mantener su osada promesa, visitaba a Miguel Ángel con asiduidad. A él le gustaba aquel artista de la mitad de su edad que, sin embargo, parecía más mayor por su permanente postura reflexiva y seria. Y Vasari idolatraba a Miguel Ángel de una manera grata, no aduladora. También Vittoria Colonna lo visitaba pero él le pedía que se mantuviera a distancia y se cuidara, pues sentía que la salud de ella tampoco se encontraba en el mejor de los estados. Tosía mucho y lucía unas visibles ojeras. Su rostro había perdido su frescor y sus sanas redondeces. Parecía endurecido, más anguloso y huesudo. «Como la calavera de un muerto, se ha quedado en los huesos», pensó él, aterrado.
—En primavera recuperaremos nuevas fuerzas y, como la naturaleza, reverdeceremos —le había dicho él a modo de despedida, antes de hundirse nuevamente en un sueño febril.
Apenas se levantó de su lecho de enfermo, recibió una orden de audiencia con el papa. Se asombró de que no le llamara al Vaticano, sino al palazzo della Cancelleria. En la gran sala del piano nobile descubrió al papa en compañía de los cardenales Giovanni Morone y Gian Pietro Carafa. Giorgio Vasari tenía la palabra y explicaba el concepto de su pintura, en la que había retratado a Pablo III ordenando la conclusión de la basílica de San Pedro. El desamparado estado de la construcción y la energía del papa ofrecían una contradicción esperanzadora. El enunciado del fresco tenía una fuerte connotación propagandística: La nueva San Pedro se completaría gracias a Pablo III.
Cuando Miguel Ángel entró, los ojos de Vasari se iluminaron. Aquella reacción impulsó al vicario de Cristo a girarse para mirar.
—Ah, Miguel Ángel, acércate a nosotros —dijo.
También Morone lo recibió con una expresión amistosa mientras que Carafa, que mantenía sus rasgos en su habitual mueca, como de haber mordido un limón, se volvió igualmente hacia él.
Con sus cabellos grises revueltos, su barba despeinada, sus pantalones negros, su chaqueta negra y su camisa blanca, que componían su aspecto habitual, Miguel Ángel se arrodilló ante el papa. Pablo III le tendió la mano derecha con el anillo del pescador, que el artista besó. Después, se levantó. Al contemplar el cuadro pensó que Vasari, a pesar de no ser un artista excepcional, era un pintor apto y de buena técnica. Compensaba con trabajo su falta de intuición. Además, contaba con una cualidad que pocos poseían: sabía reconocer el arte.
—¿Qué opinas de la pintura? —preguntó el papa.
—Muy lograda —respondió Miguel Ángel, quien no quería ofender a Vasari pero tampoco deseaba mentir.
—Eso también podemos verlo nosotros —respondió Pablo III.
Aunque su expresión había sonado como una reprimenda, Miguel Ángel presintió que el astuto papa Farnese tramaba algo.
—¿Y qué opinas de la obra que día tras día proporciona nuevos motivos de burla contra nosotros a los herejes?
—Que Bramante debería haberla terminado.
Hacía más de treinta años que su viejo rival había muerto y sin embargo su odio por él permanecía.
—Es cierto, pero eso no se puede cambiar. Pero es necesario que alguien lo concluya, alguien nuevo. ¡Tú, Miguel Ángel!
Apenas había pronunciado el papa aquellas palabras y Miguel Ángel y el gran inquisidor Carafa pensaron lo mismo por primera vez en su vida: ¡no! «¡Yo no!». «¡Él no!».
—¡Soy demasiado mayor para eso, santo padre!
—Efectivamente, es demasiado mayor —le secundó Carafa.
—Además, no soy arquitecto.
—Es cierto: no es arquitecto.
—¡Debéis buscar a alguien más joven!
—No nubléis los últimos años de vida de este hombre tan notable y le arrastréis quizás a la tumba prematuramente.
—¿Habéis terminado? —preguntó Pablo III con sequedad, aunque sus ojos relucían de maliciosa diversión—. Yo también soy viejo. Miguel Ángel será nombrado arquitecto único responsable de la fabbrica di San Pietro. ¿Queréis acompañarnos al palacio? —preguntó sonriendo al cardenal Morone, quien asintió como muestra de conformidad.
El papa y el cardenal abandonaron la sala. El gran inquisidor dirigió a Miguel Ángel una mirada furiosa antes de dejar la estancia.
Miguel Ángel, por su parte, se hincó de rodillas al suelo y alzó las manos.
—Señor, ¿por qué a mí?
Vasari se dirigió apresuradamente hacia el viejo artista y le ayudó a levantarse.
—Porque sois el único que puede hacerlo.
Miguel Ángel se dirigió de vuelta a casa auxiliado por Vasari. Se sentía morir. Tras haber pintando la capella Paolina, en la que había representado a un san Pablo viejo y desesperado, quería retirarse del mundo y buscar a Dios dibujando y esculpiendo. No había nada que deseara más que la soledad y nada que despreciara más profundamente que el mundanal ruido. Dada la posición que había alcanzado en el arte, ya no tenía que preocuparse, pues había creado ya suficientes obras, y otras personas, como ese joven Vasari, se encargarían de propagar su gloria. Había llegado el momento de dejar de ocuparse en conseguir un lugar en la eternidad y centrarse en poner en orden sus asuntos para con Dios. Pero en eso nadie podía ayudarle, ni siquiera Vasari, únicamente, quizás, Vittoria.
Hablaban con frecuencia, intercambiaban cartas y sonetos, él le regalaba pequeños dibujos que a ella siempre le parecían lo más importante del mundo. Sin apenas darse cuenta había empezado a amarla de una forma profunda e íntima. Sin embargo, la primavera se negaba a aparecer. ¡Cómo la extrañaba, cómo soñaba con volver a sentarse junto a ella en el jardín conventual y leer! Entonces, un 25 de febrero llegó a su casa un mensajero. Traía una breve nota para él. Vittoria Colonna había fallecido una hora antes. Miguel Ángel miró hacia el cielo, hacia Dios, y rompió en un grito sordo, incapaz de decir o pensar nada. Horas más tarde escribió y escribió, llorando tinta en lugar de lágrimas, con un rostro tan duro como la piedra y tan rígido como si él mismo se lo hubiera tallado.
«Cuando aquella que mis suspiros provoca
desapareció del mundo y marchó de mis ojos
avergonzada Natura que se la llevó de nosotros,
hizo caer en llanto a quien la mira y toca.
Mas la muerte no debe vanagloriarse
por, cual sol de soles, cubrirnos con su velo
pues el amor vence y de vida lleno
vino al cielo, cual los santos, a elevarse.
La muerte que pretendía agotar
su gloria que, de tan extendida,
hacía resplandecer su alma perfecta.
No logró más que fracasar
pues viva está ahora, más que en vida,
y tras la muerte le llegó la vida eterna».
No era el único poema que él había escrito tratando de comprender su muerte. Simplemente no podía permanecer en silencio. Le parecía que, mientras escribía, ella seguía a su lado. Con los primeros rayos cálidos de la primavera, que Vittoria tanto anhelaba pero que nunca llegó a experimentar, llegó desde el norte un mensajero con un pequeño paquete. El remitente le sorprendió: Lucrezia da Sangallo. Dio al mensajero una propina tan escasa que éste se marchó de la casa maldiciendo su nombre a viva voz. Entonces, Miguel Ángel abrió el paquete, que contenía dos libros y una carta. Su mirada recayó en aquella letra bonita, proporcionada y femenina. «Aprendió bien con las monjas», pensó. Por algún motivo inexplicable, no dudó de que efectivamente había sido ella quien le había escrito. Se sumió de inmediato en las escasas líneas:
Messèr Miguel Ángel,
He sabido que os han nombrado sucesor de mi querido esposo en la fabbrica di San Pietro. Quiero ser sincera con vos. Hubiera preferido que el papa le hubiera confiado semejante encargo a mi hijo, el sobresaliente arquitecto Bartolomeo da Sangallo. Sin embargo, no ha sido así.
Así pues, os pido que no os comportéis como un mal director de obra y no despreciéis el trabajo mi familia, sino que encontréis la grandeza para apreciar y respetar lo que, en los últimos treinta años, se ha logrado tras grandes luchas y enormes sacrificios. He tenido la gran dicha de poder llamar padre a Donato, al que todos llamaban Bramante, y marido al excepcional Antonio da Sangallo. Como podéis comprobar, toda mi vida ha estado unida a ese edificio. Es capaz de proporcionar tanta tristeza como alegría, tanto peligro como dicha.
Ahora soy una mujer anciana y disfruto cada día que Dios me otorga para gozar de mis nietos, aunque anhelo al mismo tiempo poder volver a reunirme pronto con mi marido en el cielo. Qué absurdo es mantener las viejas rencillas. Con la esperanza de que seáis un hombre justo y encontréis una manera digna de proseguir con la obra de Donato y de Antonio, os envío el libro y su correspondiente traducción que significó tanto para ambos.
Florencia, primavera de 1547
Lucrezia di Imperia da Sangallo
Leyó la carta varias veces porque le había impresionado y no podía soltarla. Miguel Ángel no recordaba haber visto nunca a aquella mujer en persona. Hojeó los dos libros y comprobó que la primera mitad de uno se correspondía con la Divina comedia de Dante, mientras que la otra era el Libro del constructor, cuya traducción se encontraba en el siguiente tomo. Gracias al libro Miguel Ángel descubrió la existencia de una alianza antigua y secreta entre cuyos miembros se habían encontrado, además de Dante, su maestro Landino, Angelo Poliziano, Pico della Mirandola e incluso Giovanni de Medici, aquel niño gordo del que aún le sorprendía que hubiera llegado a papa. Los Fedeli d’Amore habían ido cruzándose en su vida una y otra vez sin que él supiera nada al respecto. De la misma manera que desconocía la existencia de la Archihermandad a la que pertenecía el hermoso cardenal Giacomo Catalano. Había permanecido ignorante a todo aquello, pero eso era algo que ya había dejado de tener significado para él. Mucho más importante era el resto de información contenida en el libro de la construcción. Ya en la primera página, en la que podía encontrarse una analogía del cuerpo humano con la arquitectura, logró impresionarle. Era la misma idea que él tenía: que la arquitectura del cuerpo se correspondía con la de los edificios, las iglesias y palacios. Ese loco de Leonardo incluso lo había plasmado en un dibujo. Miguel Ángel olvidó su pesar, se olvidó hasta de comer e ingería únicamente algo de vino con miel.
De pronto tuvo una idea insensata. Vestido únicamente con una camisa y un pantalón, acudió apresuradamente a la basílica de San Pedro. Llovía con fuerza, pero él apenas sentía la humedad o el viento que azotaba el ponte Sisto. Mientras caminaba paralelo al Tíber por la calle del Borgo que cruzaba la porta Santo Spirito solo tenía en mente el inmenso y sobresaliente crucero. El camino le pareció interminable. Por cada legua que avanzaba aparecían otras dos. Prácticamente corría, no podía ir lo suficientemente deprisa. Si sus sospechas se confirmaban, entonces se encontraba frente al malentendido más grande y más trágico del que el mundo había oído hablar.
Mientras se aproximaba a la obra, presenció una intensa actividad. Obreros acuclillados que hacían girar sus jarras de vino de pronto se levantaban de un salto como si les hubiera picado una tarántula y retomaban en trabajo. Los oficiales corrían buscando a sus maestros. Pero nada de eso le importaba. No estaba allí por ellos. Con pasos apresurados atravesó el crucero y logró llegar al coro occidental, a la capella Julia, llamada así porque debía haber albergado la tumba de Julio II, sin bien esta finalmente se había situado hacía un año en San Pietro in Vincoli en formato significativamente más reducido.
Pensó Miguel Ángel: «Quizás el secreto del auténtico arte resida en la reducción, en la reflexión en torno a la realidad que es Dios, la fuerza, el origen, no la apariencia, sino el ser». Por eso él, que había adornado grandes techos y poderosos muros con frescos multicolores, que incluso había representado un gran número de personajes en ellos, como en el caso de su juicio final, donde se contaba la asombrosa cifra de quinientas veinte figuras, había llegado a amar los dibujos más sencillos. La grandeza residía únicamente en la intensidad.
Ante él se alzaba el transitable modelo de San Pedro que superaba el doble de su altura y que Antonio da Sangallo había hecho erigir a lo largo de siete años de manera minuciosa en una especie de miedo frente a la eternidad. Pero, ¿qué era eso, esa maqueta? ¡Una broma! La burla cruel de Dios sobre un hombre que se había esforzado a lo largo de toda su vida con ahínco y tesón, pero que no había comprendido la esencia. Miguel Ángel cayó de rodillas. Los maestros se marchaban a toda prisa, debían tener por loco a su nuevo arquitecto responsable. Aunque hacía demasiado frío y solo estaba vestido con su pantalón y su camisa, se arrodilló frente al modelo de Sangallo y agitó la cabeza con energía. Realmente Dios no se había burlado de nadie con mayor crueldad y malicia de lo que lo había hecho con el arquitecto Antonio da Sangallo. Bramante, por quien Miguel Ángel nunca había sentido demasiado afecto, si bien ahora comprendía finalmente la magnitud de su genio, había sido tutor de Antonio y éste había querido a lo largo de toda su vida continuar su trabajo en San Pedro. Sin embargo, nunca había llegado a entender a su maestro. Le había faltado ese órgano con el que él mismo había logrado comprender el pensamiento de Bramante. A pesar de la cercanía que Antonio y Donato habían mantenido en vida, espiritualmente se habían mantenido apartados.
—Oh, Antonio, Antonio, Antonio —exclamó Miguel Ángel en una combinación de compasión y amargura mientras agitaba la cabeza—. ¡Pobre Antonio! ¿Cómo es posible que no vieras lo evidente?
—¿Qué ocurre aquí? —bramó Arnoldo di Maffeo, quien había acudido hasta aquel lugar a toda prisa tras el aviso de sus oficiales.
Vestido con las prendas más finas, hacía parecer en comparación un auténtico mendigo al arquitecto responsable de San Pedro. Miguel Ángel se levantó, se volvió hacia Arnoldo y negó vehementemente la cabeza ante lo desmedido del diletantismo que tenía frente a él.
—¿Es que no lo veis? Llevaos este despropósito de madera, este juguete ridículo.
Las venas que recorrían las sienes de Arnoldo se inflaron desmedidamente.
—Tened cuidado, maestro. Lo que llamáis juguete es el modelo según el cual se construye la casa de Dios.
Miguel Ángel se echó a reír a carcajadas, hasta el punto de retorcerse de la risa.
—La casa de Dios, messèr Perchero de moda, es un burdel, una vieja puta que se ha adornado con lujo esperando encontrar todavía algún galán generoso.
—¿Cómo os atrevéis a decir tal cosa? —gritó Arnoldo fuera de sí.
—¡Vedlo vos mismo! Es un montón de piedras colocadas las unas encima de las otras que, a su vez, alumbran nuevas piedras. ¡Hay pasillos oscuros y esquinas tétricas por todas partes, que invitan antes a los placeres de la carne que al recogimiento! Pero no hablemos del interior: ya en el exterior podemos ver elemento tras elemento que, buscando una estructura al final solo logra crear el caos. Lo que tenéis aquí es, por describirlo en pocas palabras, señor Albañil, mucho ruido y pocas nueces. ¿Qué pintan aquí esas endiabladas torres, esas absurdas excusas ante la construcción de un edificio de planta central, esa especie de pene flácido que parece que se escapa del pantalón y que debería ser la clave que une las dos torres? Es un proyecto, pero no una figura. ¿Y sabéis qué es lo peor? Que es solo carne, nada de idea. En eso se basa nuestro mundo: en todos esos trabajadores hábiles pero sin escrúpulos porque son demasiado imbéciles como para encontrar esos escrúpulos y que solo siguen ahí porque forman parte de una familia, de un grupo, de una secta, sí, una secta, la secta Sangallo. ¡Estáis todos despedidos!
Arnoldo clavó en él una mirada siniestra y afirmó con tono amenazador:
—Tened cuidado, messèr Miguel Ángel. El modelo que injuriáis es un prado fértil en el que todos podemos pastar.
—Sí, precisamente, un prado fértil para los bueyes y las ovejas que no entienden nada de arquitectura ni de arte. Sin embargo, ¡yo os expulsaré de ese prado y de este templo! —gritó Miguel Ángel.
No fueron pocos los que se aterrorizaron a la vista del hasta hacía un momento, un hombrecillo harapiento que los miraba con ojos fulgurantes. Les recordó a los profetas del Antiguo Testamento o a los predicadores apocalípticos.
Cuando leyó el Libro del constructor, Miguel Ángel entendió cuál había sido la idea inicial de Bramante. Nada de menudencias, nada de composiciones: lo que el primer arquitecto de San Pedro siempre había pretendido había sido crear grandes formas claras. Un crucero como los pilares de la tierra y una cúpula similar al cielo, el resto solo era accesorio. Y ese desdichado de Sangallo había convertido lo accesorio en preponderante y se había perdido completamente en lo insignificante. Era simple, solo había que regresar a la idea original de Bramante. «Hasta un niño sabría hacerlo», pensó Miguel Ángel furioso. Siempre había odiado a Bramante y su opinión personal hacia él no iba a cambiar, pero reconocía que eran espíritus afines.
La tristeza y la rabia lo vencieron por el hecho de que Bramante no le hubiera puesto al corriente de los Fedeli d’Amore. Aunque se hubieran odiado y hubieran disputado con toda la envidia y alevosía de la que eran capaces dos artistas, siempre había existido algo que los había unido y que los convertía en compañeros: el amor por su trabajo y el alma del arte que reinaba sobre sus obras. Hacía treinta y cuatro años que Bramante había muerto y, sin embargo, Miguel Ángel se sentía rodeado por su espíritu juvenil. Nadie había entendido a Bramante en todos esos años transcurridos desde su fallecimiento. Nadie más que él, Miguel Ángel. En ese momento, la obra se convirtió en su obra; en ese momento, comprendió la misión que Dios le había encomendado. Una vez más, recordó las palabras de despedida de Contessina: «Si alguna vez construyes algún edificio, haz que sea el más perfecto del mundo: constrúyeme la cúpula del cielo; créalo a la imagen de nuestro amor».