CAPÍTULO 44
ROMA, ANNO DOMINI 1507
Madre e hija recorrían alegres el palazzo, del que estaba construido ya el armazón. Desde la escalera de la loggia, Imperia señaló el patio de la entrada.
—Allí habrá un parque que se extenderá hasta el Tíber, con una gran fuente y una pérgola. ¡Qué fiestas daremos allí en verano!
«¡Qué feliz parece!», pensó Lucrezia. Hacía mucho tiempo que no veía a su madre tan contenta.
—Y aquí —prosiguió Imperia, arrastrándola a un punto en el que empezó a señalar las paredes y el techo—, aquí será donde realicen frescos que hablen de las experiencias, pero sobre todo de la alegría del amor.
—¿Por qué alegrarse del amor por encima de todo? —preguntó Lucrezia muy seria.
Imperia la miró tan asombrada como consternada.
—¿Por qué quieres saberlo? A tu edad todavía tienes tiempo para conocer el amor —respondió ella, firme, y regresó al vestíbulo.
Allí los esperaba Baldassare Peruzzi quien, como de costumbre, gozaba del mejor de los humores.
—Dios os guarde, bellas damas. Me habían dicho que os podría encontrar aquí.
Imperia saludó al arquitecto afectuosamente, pero señaló que Agostino se encontraba ausente, trabajando.
—No importa. Messèr Agostino dijo que podía dirigirme a la señora de la casa para cualquier cuestión relativa al equipamiento del palazzo.
Lucrezia observó cómo se iluminaban los ojos de su madre. ¿Se ocultaba tras la denominación que el banquero le había otorgado una propuesta de matrimonio? En ese momento, Lucrezia entendió hasta qué punto deseaba Imperia convertirse en la legítima esposa de Agostino.
—Echa tranquila un vistazo a tu alrededor, Lucrezia —le indicó su madre antes de seguir a Baldassare a la galería, al lugar en el que se ubicarían los frescos.
La curiosidad empujó a Lucrezia a ascender las escaleras. La puerta a una de las habitaciones se encontraba abierta. Entró y observó los colores y las tinas con pinceles colocados en el suelo. Los pintores debían acabar de terminar los frescos. Su mirada recayó sobre una cama bañada en oro sobre la que se sentaba una mujer rubia. Lucía una camisa transparente y solo un zapato. Un paño dorado cubría sus vergüenzas. Un ángel desvestía su belleza. Una criada negra que abrazaba el armazón de la cama y sujetaba el dosel rojo observaba a la joven con mirada lujuriosa. Tras observarlo con detenimiento, Lucrezia albergó serias dudas sobre si la figura negra realmente representaba a una mujer o a un hombre. Una cierta ambigüedad planeaba sobre ella. Frente a la cama, un hombre joven tendía a la mujer una corona, como si quisiera ofrecerle su gobierno sobre él como pago por su inocencia. La mujer, no obstante, no prestaba atención al apuesto joven. Sus rasgos no mostraban alegría ni repugnancia, sino una profunda tristeza, como un sentimiento de pérdida. Un tenue rubor se pintó en el rostro de Lucrezia. Sintió el calor crecer en su interior. La mujer recibiría la corona y el hombre su inocencia. Era evidente. Sintió que aquella representación la atraía y la rechazaba al mismo tiempo.
—¿Os gusta?
La muchacha se sintió atrapada y miró al suelo. Percibió que la persona que le había hablado se aproximaba. Hizo acopio de todo su valor y se volvió. Ante ella se encontraba un tipo larguirucho vestido con una camisa blanca. Sus pantalones eran del mismo color que sus ojos: de un azul profundo. Unos rizos negros y afeminados le caían hasta los hombros. A pesar de la gran y carnosa nariz, de la barba que le rodeaba la boca y le cubría el mentón, seguía siendo una imagen femenina. Desconfianza: esa palabra resumía todos los sentimientos que su mirada despertaron en Lucrezia. Lo que más le perturbó fueron sus ojos, húmedos e inertes.
—¿Os excita? —preguntó él, con su mirada vacía clavada en ella—. Miradla, ¡realmente desea perder su virginidad!
Señaló con la mano izquierda la belleza pintada que estaba a punto de retirar el paño dorado y mostrar su sexualidad.
—Los ángeles deben haberlo arreglado todo. Ella ni siquiera mira al hombre con el que está a punto de acostarse pero la decisión se toma sola —prosiguió y se plantó ante Lucrezia, de tal forma que ella pudo hasta oler su anhelo—. Porque ella lo quiere, porque ya lo ha prolongado demasiado, porque siente el calor que mana de su interior.
El pánico aferró a Lucrezia y le impidió pensar. Quería correr, pero se sentía incapaz de escapar de aquellos ojos inertes, inexpresivos, hipnóticos.
—Conoces esa calidez. Pero la sufres. Libérala. Disfrútala. Es como una madre que te abraza —el hombre no apartaba de ella la mirada y Lucrezia luchaba consigo misma, pues no sabía si quería hacer frente a la mirada o rendirse a ella—. ¿Sabes por qué Roxana mira hacia el suelo en la imagen? Porque eso crea la impresión de que él es el primer hombre para ella. Sin embargo, lo que alberga para él es el regalo más grande que una joven puede ofrecerle a su amado: que en realidad sí tiene experiencia. Bajo la máscara de la inocencia, ella le hará feliz, le hará disfrutar con pericia. La contradicción entre la postura de la mano izquierda y el rostro delata que ella únicamente luce la máscara de una inocencia aparente —susurró él, con voz ronca—. ¿Estás enamorada, pequeña Roxana? Seguro que quieres hacer feliz a tu amor. Permíteme entonces que sea yo quien te instruya. No tengas miedo... Yo te mostraré el camino a una larga felicidad...
Mientras él, con su mirada muerta, se introducía aun más en sus ojos, sus manos tocaban el vestido de la chica a la altura del estómago. Ella se estremeció y cerró los ojos.
—Confía en tu sangre, pues de ella proviene la calidez, la dulce, maravillosa calidez...
—¡Aparta las manos de mi hija! —resonó desde la puerta la voz de Imperia como si fueran las trompetas de Jericó.
Lucrezia nunca había oído tal fuerza en la entonación de su madre. Abrió los ojos aterrorizada y reculó. Por primera vez descubrió una emoción en los ojos del extraño. Rabia y furia. No le favorecía. La expresión de un sentimiento robaba a aquel hombre todo su hechizo: parecía intranscendente, sucio, taimado y, ante todo, sin ningún interés. La muchacha no entendía cómo se podía haber dejado engañar por semejante sinvergüenza.
—¿Quién eres tú? —preguntó Imperia, furiosa.
—¡El pintor Sodoma!
—Un nombre de lo más apropiado para ti. Recoge tus cosas, ¡no quiero verte más por aquí!
Sodoma sonrió con descaro.
—Roma adora las comedias. ¡La madre puta se convierte en guardiana de la virtud!
Apenas había terminado de hablar cuando el puño de Imperia lo alcanzó en el rostro con una fuerza insospechada. Sodoma se tambaleó, escupió sangre y un diente. Agarró un cubo de pintura, pero volvió a depositarlo en el suelo bajo la dura mirada de Imperia.
—Y ahora desaparece, si es que en algo aprecias tu vida.
Resultaba evidente que al pintor le resultaba repugnante la sola idea de quedar ninguneado por una cortesana, pero los últimos resquicios de razón que le quedaban ganaron la partida y decidió marcharse.
Imperia se volvió hacia Peruzzi:
—A ver si lo adivino: proviene de Siena, como Agostino y como vos.
Peruzzi asintió.
—Es un buen pintor, madonna. Mirad vos misma sus dibujos.
—Y un cerdo —dijo Imperia y miró a su hija, que se rodeaba a sí misma con los brazos como si se estuviera congelando.
Se dirigió hacia ella y le susurró al oído:
—Cuando Agostino se case conmigo, todas estas desgracias llegarán a su fin. Entonces seremos una familia honorable. ¡Nadie volverá a atreverse a decirme cosas así y a tratarte a ti con tan poca vergüenza! —abrazó a Lucrezia y la apretó fuerte contra sí—. Pero creo que debemos hablar.
—¿Sobre qué?
—Sobre los hombres y las mujeres. Ni siquiera la hija de una cortesana puede permitirse ser tan ingenua —bromeó ella con tristeza.
Bramante había seguido de mala gana a su ayudante a la excavación de prueba. Ahora contemplaba el agujero en las cercanías del pilar noroeste y contemplaba lo que ya había esperado. Habían cavado a una gran profundidad. Maffeo Maffei se encontraba en la fosa y señalaba las capas. Sabía que era un terreno escarpado, pero no que la estratificación se componía de arena y roca suelta.
—No es zona adecuada para construir —opinó Maffeo.
Antonio propuso reforzar los cimientos. El descubrimiento no había sorprendido a Bramante, pero tampoco quería perder tiempo y detenerse con mejoras que, además de dinero, podrían llevarles todo un año de retraso. Sus ataques de gota se recrudecían, algunas veces se despertaba en mitad la noche y no podía conciliar el sueño, aquejado de profundas taquicardias. No, no había tiempo que perder. Debía impulsar la construcción. Las mejoras tendrían que hacerlas otros, más tarde. No le parecía que los pilares ser vieran particularmente amenazados.
—¡No os perdáis en nimiedades! Necesito a todos los peones en la obra —ordenó, decidido.
Antonio ya no pudo proponer nada más, pues en ese momento apareció un viejo albañil dando grandes voces. En su excitación, saltaba como un pajarillo. Maffeo salió rápidamente de la zanja.
—¡Es un niño, es un niño sano! —gritaba el anciano, entre toses, pero con los ojos brillantes, conmovido por las noticias que había venido a traer—. Hijo mío, has tenido un hijo.
El habitualmente tan lenguaraz Maffeo no podía articular palabra. Azorado, se frotó los ojos con las manos. La suciedad se pegó aún más en sus mejillas húmedas.
—¿Cómo se llamará tu primogénito? —preguntó Antonio.
—Arnoldo, como su abuelo —afirmó Maffeo y abrazó al anciano.
Bramante posó una mano en su hombro.
—Ve a casa con tu mujer y tu hijo, amigo mío. Tu capataz podrá continuar el trabajo sin ti. Vete a celebrarlo hoy, pero vuelve mañana.
—Messèr Donato, Messèr Antonio, ¿podría pediros algo? —preguntó Maffeo.
—Adelante.
—¿Aceptaríais ser padrinos de mi hijo? —quiso saber Maffeo, mirando a los dos arquitectos solemne y un tanto avergonzado.
—Sí, amigo mío —respondió Bramante en nombre de los dos.
Sentía cierto orgullo porque Maffeo le hubiera pedido algo así, pero también pensó con tristeza que, algún día, serían los edificios y no las personas los que le recordarían a él. Con la excepción de Lucrezia, claro. Exceptuando a Lucrezia.
Donato Bramante se había ocupado de que el bautizo del hijo de Maffeo tuviera lugar en la nueva iglesia de Santa Maria della Pace, pues su claustro había sido su primer trabajo en Roma. Antonio sostuvo al pequeño desnudo, protegido por una sábana, sobre la pila bautismal. Junto a él se encontraba Bramante y, ante ellos, el sacerdote. El miedo y el orgullo inundaban a Antonio: miedo de que se le cayera aquella pequeña y frágil criatura, o de estarlo agarrando con demasiada fuerza; orgullo por convertirse en el padrino de un ser humano que iba a comenzar su existencia en Cristo. Miró al pequeño rostro que se torcía preparado para llorar.
—Arnoldo di Maffeo, ¿renuncias a Satanás? —preguntó el sacerdote.
Bramante respondió en nombre del bautizado:
—¡Sí, renuncio!
—Arnoldo di Maffeo, ¿renuncias a todas sus obras?
—Sí, renuncio —murmuró Antonio con timidez.
—Arnoldo di Maffeo, ¿renuncias a todas sus seducciones?
—¡Sí, renuncio!
El sacerdote rezó una oración y, seguidamente, preguntó de nuevo:
—Arnoldo di Maffeo, ¿crees en Dios, padre todopoderoso?
—Sí, creo.
Tras la declaración de Antonio en nombre del niño que llevaba en brazos, el sacerdote sumergió a la criatura por primera vez.
—Arnoldo di Maffeo, ¿crees en Jesucristo, su único hijo, que nació de santa María Virgen...?
Al mismo tiempo en que el pequeño Arnoldo di Maffeo recibía el bautismo en nombre de Dios, el papa se arrodillaba desesperado junto al lecho de muerte de un joven. Miró al médico Bonet de Lattes.
—¿No hay nada más que pueda hacerse?
El médico negó con la cabeza.
—La fiebre lo consume.
—Pero, ¿de dónde sale la fiebre?
—¡Esa es la cuestión! Lo desconozco.
El judío manifestó con evidente tristeza en su voz que había superado todos sus conocimientos.
—¿Veneno? —preguntó el papa.
—Nunca se puede descartar, pero no lo tengo por probable. Una infección me parece un origen más plausible. Sin embargo, no podemos reducir la temperatura porque no sabemos dónde está el foco.
Julio II oyó junto a él un sollozo y vio un rostro amplio y redondo con ojos azules llenos de lágrimas. Era una pena real, no fingida. Se trataba de dos viejos e inseparables amigos: Galeotto della Rovere, que yacía en su lecho de muerte, y el cardenal Giovanni di Medici, amante del arte y de la literatura.
El moribundo agitó, pues apenas se podía decir que movió, los labios:
—Ay, tío... —jadeó.
Su aliento se agotó.
Julio no podía recordar si había sentido alguna vez un dolor tan sobrecogedor. Galeotto había sido su sobrino, el hijo de su hermana. Lo había querido como a un hijo, le había procurado una educación, lo había apoyado en su carrera y lo había nombrado finalmente cardenal. Galeotto habría completado su obra, habría erigido la nueva Jerusalén en Roma, como la auténtica metrópolis del santo reino de Cristo. Pero Dios le había robado esa esperanza. ¿Qué había hecho mal si siempre había procurado su enaltecimiento? ¿Por qué lo castigaba el Señor con tal dureza? Era como si el mundo se desmoronara a su alrededor. No podía permitirlo. ¿Querría Dios darle a entender que no podía descansar, no podía perder ni un segundo hasta haber alcanzado una meta que no podía confiar a los demás sino completar por sí mismo?
Se levantó con gran esfuerzo. Giovanni de Medici, que lloraba desconsoladamente arrodillado junto al lecho de Galeotto, se volvió para mirarlo. Julio posó una mano sobre su hombro.
—Debes ser fuerte, hijo mío.
Entonces lo bendijo y dejó la habitación. Ya en el pasillo ordenó que se preparara el velatorio de su sobrino en la capilla Sixtina. No se podía otorgar a nadie un honor mayor.
En Santa Maria della Pace, el sacerdote preguntó al final del bautismo:
—¿Crees en el Espíritu Santo, en la santa Iglesia y en la vida eterna?
Antonio habló por el bautizado:
—Sí, creo.
Después de que el papa celebrara el funeral de su sobrino en la Sixtina, confió a Bramante que deseaba hacer pintar el techo. Para mayor gloria de la casa della Rovere, como recordatorio de Galeotto y en enaltecimiento de Dios. Entonces, se inclinó hacia el arquitecto y le preguntó, susurrando:
—¿Hay algún pintor que te guste especialmente para el proyecto?
—Podría... —empezó Bramante dubitativo, pero el pontífice lo interrumpió con brusquedad.
—¡Será mejor que te dediques a terminar San Pedro!
—Disculpad, santo padre, pero me refería a que podría proponérselo a un joven pintor que tiene a toda Florencia a sus pies.
Julio lo observó un instante y después decidió:
—Bien, hazlo venir. ¡Queremos verlo en persona!