CAPÍTULO 30

ROMA, ANNO DOMINI 1505

Para Bramante dio comienzo la etapa más fascinante de su vida. Sentía como si hubiera regresado a los días de los Fedeli. Gracias a su guardaespaldas y a cierta precaución permaneció a salvo de la persecución y los ataques del cardenal. Se dedicó a calcular proporciones y longitudes y a dejar a Antonio dibujar, hasta el día en que el papa lo llamó a su presencia.

Apenas había entrado en la stanza della segnatura cuando sintió caer sobre él la mirada triunfal del arcipreste de San Pedro. No podía presagiar nada bueno. Tendió a Giacomo casi con obstinación la mano en la que llevaba el anillo. De inmediato la satisfacción desapareció de los ojos del dominico y su rostro se ensombreció. Bramante sonrió con malicia y se inclinó hacia el suelo para besar los pies del papa. Julio, no obstante, había tomado como costumbre, para evitar que su arquitecto adoptara tal saludo, tenderle directamente la mano con el anillo del pescador. Bramante, por tanto, volvió a incorporarse y besó la alhaja del papa. Después saludó con un asentimiento amistoso a Giuliano da Sangallo, que sostenía una carpeta negra en la mano y estaba vestido con un manto verde intenso. El terciopelo en que estaba cortado era lo único que hacía soportable aquella capa. Bramante reflexionó brevemente sobre si aquel viejo seductor tendría una nueva amante. Después, se volvió hacia Miguel Ángel.

—Oh, messèr Miguel Ángel, quedé consternado al saber del terrible ataque que sufristeis. ¡Gracias a Dios que seguís con vida! —exclamó, mirando brevemente a Giacomo para mostrarle que sabía quién podría encontrarse tras el atentado.

El cardenal respondió a la mirada con frialdad y sin mostrar ninguna emoción. Lo consideraba un hipócrita y, al menos en esa cuestión, tenía razón, como Bramante tuvo que admitir en silencio. Su compasión un tanto forzada tuvo, en cualquier caso, un efecto diferente e inesperado. Miguel Ángel le dirigió una mirada penetrante, como si lo considerara a él responsable del asalto.

—Valoro en su justa medida vuestra consideración, pero el santo padre ya me ha compensado por las pérdidas y me ha consolado de manera tan generosa como un hombre pobre como yo difícilmente podría esperar.

—Con un afecto desmedido procedente del tesoro de la Iglesia, ¿no es cierto, hermano Alidosi? —prosiguió Giacomo con una sonrisa autocomplaciente.

Aparentemente quería provocar a Bramante a través de la envidia. El elegante cardenal Alidosi se encogió de hombros, pues no le gustaba que aquel compañero vestido lamentablemente con un hábito de dominico se dirigiera a él con confianza y denominándolo «hermano».

Bramante se mordió el labio inferior y dijo:

—Veréis, fray Giacomo, ese dinero se ha empleado espléndidamente, pues servirá para engrandecer las arcas de la Iglesia.

—Ya es suficiente, ¡no somos un atajo de mercachifles! —exclamó el papa con impaciencia, robándole la palabra al arcipreste.

El cardenal Giacomo Catalano extendió sobre la pesada mesa de madera de ébano un esbozo. Bramante reconoció de un vistazo que solo podía tratarse de un bosquejo de fray Giocondo que el monje arquitecto hubiera enviado desde Venecia. Mostraba una iglesia de cinco naves de forma rectangular, cerrada por un coro arqueado. Julio II estudió el plano sin especial interés.

—¿Y qué se supone que es eso? ¿Un anciano aquejado de gota que entierra, dolorido, la cabeza entre los hombros? —se burló Bramante.

—El boceto deja intacta nuestra sagrada basílica y propone simplemente restaurarla. Es genial —explicó el arcipreste.

Bramante se rio de buena gana.

—¿He oído bien? ¿Queréis meter la basílica en un saco de mampostería?

Aquella broma tan agria hizo estremecerse a Giacomo. El propio teólogo fue capaz de comprender que la descripción de «saco de mampostería» para la propuesta de su compañero de orden sería su condena de muerte, aun siendo absolutamente lego en materia arquitectónica, a pesar de los años que había pasado siendo responsable del edificio de San Pedro. Julio no dirigió ninguna valoración al esbozo y de inmediato ordenó a Giuliano da Sangallo que presentara su plan.

La tensión de Bramante se disparó. Sabía la inmediata reacción ante el plan de Sangallo. Sin embargo, la reacción del papa formaba parte de su estrategia. Lo único que le interesaba era erigir un templo antiguo de altura vertiginosa. Si mostraba una planta alargada o no era lo último que le importaba.

El bosquejo de Sangallo era el absoluto opuesto a la propuesta del monje arquitecto. Mostraba un edificio centralizado sobre planta de cruz griega, es decir, un cuadrado en el que cuatro esquinas compuestas por poderosos pilares de crucero se alzaban hacia el cielo, como las columnas de la tierra sosteniendo la cúpula del cielo. Las miradas de Bramante y Miguel Ángel se encontraron. Raras veces se habían sentido tan cercanos el uno al otro como en aquel momento. Ambos leyeron en los ojos del otro la admiración ante la propuesta de Sangallo, cuya naturaleza radical era en sí misma un homenaje al arte de la buena arquitectura antigua.

—Este templo albergaría vuestra tumba de forma soberbia, santo padre —exclamó Miguel Ángel entusiasmado.

Sin embargo, Julio II reprimió su opinión y ordenó al arcipreste que expresara la suya.

—¡Es herejía pura! —gritó Giacomo, fuera de sí—. Ved, Sangallo, que lo que proponéis es levantar un templo blasfemo en el corazón mismo de la cristiandad —y diciendo esto, se arrojó a los pies del papa y prosiguió, suplicante—. Santidad, si es vuestro deseo derribar nuestra vieja y buena basílica, construida por Constantino y bendecida por el santo papa Silvestre, y en su lugar erigir un templo que sea un símbolo de la victoria del paganismo sobre la cristiandad, no quiero y no debo oponerme, pero os ruego que entonces que me liberéis de mis obligaciones y me enviéis lejos, de misionero a oriente, o a cuidar enfermos de la peste o el cólera. ¡Prefiero morir así al servicio de Cristo que ser testigo de este crimen!

Puesto que el cardenal no tenía fama de ser precisamente un fanfarrón, todos los presentes se quedaron sin habla ante aquel derroche de emotividad. El silencio cayó como un manto. El papa tendió la mano a Giacomo y lo ayudó a levantarse.

—La propuesta de Giuliano es muy interesante, pero por desgracia se aleja un tanto de la meta. Deseamos un lugar digno de nuestra tumba y deseamos conseguirlo pronto. La idea de fray Giocondo de restaurar la vieja San Pedro nos parece buena idea, pero desde el punto de vista arquitectónico no nos convence. ¿Sabes cuál es tu cometido, adorado Donato?

—Ciertamente, santo padre —repuso Bramante, quien se obligó a contener una sonrisa triunfal y realizó una profunda reverencia.

Tomó entonces el plano situado sobre la mesa y extrajo de su manto negro una cajita de madera en la que contenía lápices de plomo. Sostuvo el boceto contra la luz y calcó los brazos del crucero. Finalmente colocó el boceto de la parte delantera sobre la mesa. Todos lo miraron atónitos. Rezó por no sufrir en ese instante un ataque de gota. Aunque experimentó cierto dolor en la mano derecha, sobre la que se había habituado en los últimos tiempos a lucir un guante de cuero blando, apretó los dientes y continuó bosquejando con más insistencia. Con varios trazos rápidos conectó los pilares en un cuadrado, formando un crucero perfecto que rodeó con arcos poderosos y tres girolas que se abrían hacia el este en una nave alargada.

—Majestad y dignidad —dijo, finalmente—. Aquí estará la tumba de Pedro, sobre la que se alzará la cúpula del cielo. Como una meta, como el centro del mundo, como la sagrada majestad a la que todos los seres humanos se aproximarán a través de esta basílica tan llena de dignidad.

El papa asintió con conformidad, el dominico era el asombro personificado y Sangallo sonreía alegre como un colegial. El arquitecto disfrutó de su triunfo hasta el mismo instante en que también Miguel Ángel alabó su idea. Eso le hizo desconfiar. No tuvo que esperar mucho hasta que el «pero» de aquel cumplido hizo acto de aparición. El escultor solicitó poder tomar parte en las labores de planificación de los arquitectos. No porque el gran Bramante precisara de su ayuda, como Miguel Ángel se apresuró a señalar, sino porque quizá podría serle de utilidad a la hora de emplazar la tumba del santo padre en el plano.

Bramante había dado por sentado que la reconstrucción dejaría a Miguel Ángel fuera de circulación, sin embargo se mostraba interesado en tener una influencia indirecta sobre los planos de la nueva San Pedro a través de la tumba. Él, Donato Bramante, primer arquitecto del papa, ¿debía tolerar tener que ponerse a disposición de un escultor o, lo que era aun peor, ejercer de criado y ayudante de aquel descarado florentino? No podía permitirlo. Se encontraba reflexionando sobre cómo actuar mientras rechinaba los dientes cuando el papa retomó la palabra.

—¡Así debe ser! —decidió Julio II—. Donato, renueva la basílica. Miguel Ángel formará parte de la planificación, pues sabe mejor que nadie qué ubicación precisa mi tumba. ¡Y date prisa, mi querido Donato, pues quiero colocar la primera piedra en la semana santa del año próximo!

Algunas semanas más tarde, Bramante regresaba, malhumorado y ya avanzada la noche, de un festín en casa de Agostino Chigi bajo la sempiterna protección de Ascanio. Había aceptado la invitación solo por no disgustar al banquero... Y por ver a Imperia. Sin embargo, bajo la mirada desconfiada de Chigi solo había podido intercambiar un par de palabras con ella. Bramante maldijo. La echaba cada vez más de menos con el paso de las semanas, de los días, aun cuando no lo admitiera de buena gana.

Los dos hombres habían dejado ya la via del Bianchi cuando un hombre apareció frente a ellos. Estaba vestido de la cabeza a los pies con cuero negro y en su oreja brillaba una anilla de plata.

—Giuseppe di Avignon —murmuró Ascanio, lleno de admiración.

Había empalidecido y cubierto a Bramante con un rápido paso hacia adelante.

—¡Oh, Ascanio Romano! ¿Debemos pues cruzar nuestros aceros, messèr?

El guardaespaldas asintió.

—Giuseppe di Avignon es el mejor espadachín que conozco —explicó al arquitecto.

—Más tarde o más temprano debíamos encontrarnos en el campo de batalla —dijo el atacante con cierta tristeza en la voz.

Se inclinaron el uno frente al otro y dio comienzo el duelo. Bramante apenas podía seguir su coreografía, tal era la rapidez con que los dos maestros de esgrima cruzaban sus espadas en un elegante intercambio de ataques y paradas, sazonado con inteligentes fintas y decididas estocadas. Finalmente, Giuseppe logró mediante una sforza arrebatar el arma de las manos de Ascanio. Bramante arrojó sin tardanza su propia espada a su guardaespaldas. Éste la recogió, realizó una parada vertiginosa que concluyó en una riposte por la cual siguió con su propio filo el de Giuseppe, lo empujó hacia un lado y atacó. Cuando Ascanio volvió a lanzar su ataque, acertó a Giuseppe en el corazón, quien miró atónito la sangre en su mano.

—¡Mon coeur! —susurró, antes de caer muerto al suelo.

—Es una lástima, era un buen hombre. Pero este momento nos llega a todos alguna vez —dijo Ascanio.

—Entonces, deberías retirarte a tiempo —le aconsejó el arquitecto, conmovido.

Ascanio sonrió con amargura e intercambió estoques con Bramante.

—¿Y de qué viviría?

—Quedaos conmigo y no os arrepentiréis.

—Mientras tengáis enemigos acérrimos, encontraréis buen uso a mis servicios. El cardenal debe odiaros realmente si puede permitirse un hombre tan caro como Giuseppe di Avignon.

—No más de lo que yo le odio a él. Pero no tengo tiempo para andar perdiéndolo tramando muertes ajenas, debo erigir el templo de templos. ¿Cómo puede comparar eso con un pequeño cardenal?

«Ya llegará el momento en que nos veamos las caras el dominico y yo», pensó el arquitecto, furioso. ¿De verdad creería que iba a ser capaz de detenerlo?

El papa había invitado a Bramante a comer y a un vaso de vino para poder hablar con él acerca de su nuevo proyecto. Deseaba disfrutar de una amplia calle que conectara San Pedro con la basílica de Letrán, la catedral del papa. Eran numerosas las procesiones que llevaban desde San Pedro hasta San Juan de Letrán y, en todas ellas, la muchedumbre de espectadores debía arremolinarse en estrechos callejones a lo largo de barrios de escasa visibilidad como Ponte, Regola, Sant’Angelo y Sant’Eustachio. Bramante había propuesto dirigir esa nueva senda a lo largo de la orilla del Tíber, girar por el Capitolio, dejar a mano izquierda la famosa colina para retomar la línea recta hacia Letrán. Aquella calle debía llamarse via Giulia en honor de su promotor, el papa. Para hacer realidad ese proyecto, Bramante había explicado que debían demolerse numerosas viviendas, lo que ya se encontraba dentro de los planes del papa, para asombro de su interlocutor. Si de verdad eliminaba el laberinto urbano, drenaría al mismo tiempo la ciénaga, a lo que la rebelde aristocracia romana mostraba su oposición. Con aquellas modificaciones urbanísticas, Julio II perseguía desde el principio dos metas: representación y obtención de poder.

El boceto de San Pedro surgió también en la conversación. El papa recordó de nuevo a Bramante que Miguel Ángel debía participar en la planificación y el arquitecto prometió que lo cumpliría siempre y cuando dispusiera de tiempo. No obstante, aprovechó la oportunidad para compartir con el vicario de Cristo la sospecha de que el cardenal Catalano se encontraba detrás del ataque contra Miguel Ángel.

—¿Cómo has llegado a esa conclusión? —preguntó Julio II, indignado.

—Mi criado reconoció a uno de los hombres que componían la partida. Ha admitido que quien lo contrató fue el cardenal.

Una arruga de furia plegó la frente de la cabeza de la Iglesia. El papa produjo un sonoro carraspeo antes de alzar amenazador su dedo índice derecho.

—¿Eres consciente de lo ridícula de esa acusación? Hablaré con el arcipreste. No puede ofrecer sospecha alguna que empañe su dignidad eclesiástica. Si tu criado vuelve a encontrarse con alguno de esos canallas, debe entregarlo al castillo de Sant’Angelo para recibir su justo castigo.

Tras el siempre asombroso festín, el papa había exhortado a Bramante para que construyera en primer lugar el coro occidental en el que debía colocarse la tumba. Discutir con el papa era una empresa sin sentido, por lo que Bramante se había limitado a despedirse con un mero asentimiento de cabeza.