CAPÍTULO 4
ROMA, ANNO DOMINI 1492
Giacomo contó once hombres en hábito monacal reunidos en torno a un pequeño altar sobre el que ardían tres gruesos cirios, puros y claros como el fuego de sus corazones. No solo había dominicos, también franciscanos con sus túnicas pardas, así como agustinos, reconocibles por sus capas cortas abotonadas, los benedictinos con sus grandes cintos y la cruz al pecho y, finalmente, los camaldulenses, inconfundibles gracias a su basto manto blanco.
La prolongación del túnel que conducía verticalmente hacia las profundidades de la tumba de san Pedro estaba conformada por paredes con inscripciones grabadas en rojo. Al mirar hacia abajo, los ojos recaían sobre un burdo arcón de piedra que se encontraba a diez codos de profundidad. En él reposaban los restos mortales del primer apóstol. El humilde sarcófago otorgaba legitimidad al poder papal desde hacía treinta generaciones. Cada uno de los once hombres presentes en el habitáculo conocían al pie de la letra las palabras del Señor: «Y yo te digo: Tú serás Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi iglesia, y las puertas del infierno nunca prevalecerán. A ti te daré las llaves del reino de los cielos». Antes que traicionar el mandato implícito en aquellas palabras, cada uno de ellos estaba dispuesto a asumir el martirio. Lo habían jurado. No había motivo alguno para dudar de la sinceridad de sus votos.
Giacomo lo sabía. También sabía que en el seno de la cristiandad se había vuelto común que sacerdotes, obispos, incluso cardenales o hasta papas no solo pecaran, sino que en su afán de obtener placer, lujo, poder y riqueza, ni siquiera los pecados capitales lograran ya conmoverlos y, en ocasiones, compitieran por superarse en sus fechorías. Los once hombres repudiaban desde lo más hondo de sus corazones aquella renovada simpatía por el mundo pagano que en las últimas décadas se había vuelto tan popular, aquel nuevo amor por la Antigüedad que había irrumpido como una plaga y sometido sin distinción a clérigos, teólogos, filósofos y príncipes. Por ello se habían denominado a sí mismos la Hermandad Secreta de los Perfectos, Archiconfraternita de Perfecti in Segreto. Se consideraban cruzados y aspiraban a la forma más perfecta de fe.
Una vez al mes, poco antes de la medianoche, se desprendían de sus hábitos para eliminar cualquier distinción de rango o clase visible en sus ropas y se introducían a escondidas por la entrada lateral de la antigua basílica, el venerable templo que Constantino el Grande había erigido sobre el mons vaticanus como una señal de que la cristiandad reinaba sobre el mundo.
Los cruzados de la fe se habían ocultado cabeza y rostro con capuchas. La ranura restante dejaba únicamente libre las bocas y los ojos. Las figuras producían un efecto lúgubre, casi fantasmagórico, en aquella cripta iluminada únicamente por tres velas. Giacomo, hasta entonces, había tenido como principal cometido realizar peligrosas misiones en pro de la hermandad y, finalmente, había llegado el momento de convertirse en uno de sus miembros. Era el instante cumbre de su existencia, sin duda. Pensó que aquel debía ser el sabor de la dicha, agridulce. Una felicidad tan poderosa que se sentía atemorizado por su magnitud.
Cuando Giacomo penetró en la cripta, el prior de la hermandad, Francesco Todeschini Piccolomini, hizo una señal. Los hombres se retiraron las capuchas y se arrodillaron para rezar. Giacomo vio en los rostros bondadosos y honrados de aquellos hombres que estaban inundados de fe. El prior inició el rezo del credo y todos prosiguieron sus palabras:
—Credo in unum Deum, patrem omnipotentem, factorem caeli et terrae visibilium omnium et invisibilium: creo en Dios, Padre, Todopoderoso, creador del cielo y de la tierra, de todo lo visible y lo invisible.
—Amén —contestaron a coro.
El cardenal Piccolomini se levantó y los restantes lo imitaron.
—Mis queridos hermanos —comenzó—, se ha iniciado una era terrible. Nuestra madre Iglesia sufre a manos de cualquiera el oprobio, la amenaza o incluso el expolio, como hizo el rey de Nápoles. Pero eso ya lo sabéis. También os recuerdo de la muerte a manos de herejes de nuestro amado hermano Pedro Álvarez.
Sin embargo, contamos con un joven de valor que ocupará su lugar. El hermano Giacomo, llamado el Catalán, de la sagrada orden de los dominicos. Español, como el hermano Pedro, pero, ¿qué importancia tiene eso? Es un hombre de fe, de edad aún temprana pero, ¿acaso se interpone eso en su resolución?
Llevamos mucho tiempo observándote, Giacomo, e imponiéndote duras tareas. Has completado todas con destacada eficacia. Por eso queremos darte la bienvenida como miembro de nuestra hermandad. ¡Arrodíllate, hijo de Dios!
Giacomo cumplió la orden. El orgullo y la dicha le llenaban el corazón y un escalofrío de santidad recorrió todo su cuerpo.
—Jura que nunca traicionarás al Señor, tu Dios, ni a tus hermanos; que tú, al igual que Jesús, que san Pedro y san Pablo y que todos los muchos mártires de la fe aceptarás el tormento y que, en tu momento de mayor necesidad, recordarás cuando Jesucristo, en la cruz, proclamó: «Padre, si es posible, aparta de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad sino la tuya». ¡Jura! ¡Realiza un voto de lealtad y silencio en nombre del Señor!
—¡Lo juro!
—¡Jura que llevarás a cabo cualquier misión encomendada por nuestra sagrada hermandad sin reparos y con amor en tu corazón!
—¡Lo juro, por la gracia de Dios!
Los reunidos apoyaron su juramento murmurando un amén. El prior presentó entonces a Giacomo al resto de los miembros de la hermandad. A algunos los conocía ya en persona, pero no había ninguno del que no hubiera oído hablar nunca, ya fueran cardenales, obispos, arzobispos o archiabades. De Aquino, Robert de Lecce, de Padua, Pietro Barosi, de Nápoles, Oliviero Carafa... Todos aquellos hombres venerables y admirables fueron dedicándole un beso fraternal de bienvenida. Por fin era uno de ellos, lo sería para siempre. Si alguna vez se mostraba desleal, los traicionaba o pretendía abandonarlos, pagaría con la muerte, pues solo la muerte, de una u otra forma, podía poner fin a su membresía en la hermandad.
Para concluir, los miembros de la archihermandad celebraron juntos una cena. El ritual de iniciación concluía al lavar Giacomo los pies de sus nuevos hermanos, según la antigua y bella tradición.
Tras discutir las novedades y los posteriores procedimientos, al recién nombrado se le encomendó una peligrosa tarea: luchar contra una alianza secreta consagrada a todo tipo de excesos, en definitiva, enemigos de la fe, nuevos herejes.
—¿Cuál es el nombre de esos impíos, prior? —preguntó Giacomo, concentrado ya en su nuevo cometido.
—Desconocemos el apelativo que utilizan, pues sabemos muy poco de ellos. Únicamente de lo que un confesor que nos es afín nos ha informado. Los herejes pretenden saber más de lo necesario y han tomado como modelo al arquitecto bíblico Hiram. Se interesan por la astrología y la alquimia y pretenden cambiar el mundo a través de la arquitectura. El autor pagano Vitruvio se encuentra entre sus nuevos profetas, así como el griego Platón y el príncipe sodomita de los magos, el egipcio Hermes Trismegisto. Incluso se vinculan con los judíos, pues leen sus heréticos libros, como la cábala. Se infiltran en las órdenes religiosas y, en su espantoso crimen, reciben el apoyo de soberanos mundanos e incluso de príncipes de la Iglesia, de los mismos hombres cuya obligación sería la de proteger la sagrada cristiandad.
Un murmullo interrumpió el apasionado discurso del prior. El odio y la indignación se pintaba en los ojos de los reunidos.
—¡Pretenden construir en Pavia una catedral a la manera de los templos de los ídolos! ¡Un edificio pagano circular! —exclamó el enjuto Robert de Lecce.
Giacomo preguntó qué había de reprobable en un edificio de planta circular, excusándose en su ignorancia en materia arquitectónica. Alessandro Carafa le explicó que la estructura de basílica estaba diseñada para el rito latino, para celebrar la santa misa. La parroquia debía reunirse en la nave mientras el sacerdote, que la mantenía a sus espaldas, se dirigía hacia Dios. De esa forma, él se constituía en mediador entre Dios y los hombres; era, sin duda, menos que Dios, pero más que un hombre cualquiera, pues a través de su casto y ejemplar modo de vida se volvía digno de departir con los santos.
—Al menos, así debe ser —exclamó Piero Barosi con amargura.
—Sin embargo, un edificio circular constituye un lugar de asamblea para los supersticiosos, ¡para los que se consideran el centro del mundo y no se inclinan con devoción y humildad ante Dios y sus sacerdotes! Se abren en todas direcciones y a todos permiten el paso: han perdido el rumbo —se acaloró Carafa.
—¡Por eso te digo que la iglesia que han comenzado a construir en Pavia es demoníaca! —prosiguió el prior—. Su principal objetivo es convertir las casas de Dios en templos paganos. Largo tiempo hace que la principal iglesia de la cristiandad, el hogar de san Pedro en el que humildemente nos hallamos ahora, precisa de una restauración, pero no es aconsejable llevarla a cabo pues, ¿cómo sabríamos si uno de esos herejes no convertiría nuestra sagrada basílica en un campo de recreo para el diablo? ¡Serían capaces!
Su líder es un joven conde: Giovanni Pico della Mirandola. Ha redactado ciento nueve tesis con las que pretende sustituir la cristiandad por la magia y la cábala. Sostiene que todo ello puede tener un lugar en el seno del cristianismo pero, mi querido hermano, si la fe de Cristo se abriera de forma tan poco escrupulosa, no se distinguiría de un saco repleto en el que todo tuviera cabida. ¡Y ese es precisamente el objetivo de esos indecentes! Precisamente por eso el santo padre ha condenado al conde por hereje y le ha impuesto justamente la excomunión. Sin embargo, ¡de qué sirve eso si hombres poderosos como Lorenzo de Medici lo protegen!
—¡No podrá librarse de la ira de Dios! —proclamó Robert de Lecce.
—Sé un instrumento de Dios, Giacomo —le dijo el prior, mirando al joven dominico directamente a los ojos.
El encargo de Giacomo consistían en ganarse la confianza del conde Giovanni Pico della Mirandola y, en el mejor de los casos, convertirse en su secretario. De esta manera, podría descubrir más información acerca del secreto vínculo de los herejes y matar a su superior cuando llegara el momento preciso. Para ello, debía emplearse con prudencia y habilidad, pues la inesperada muerte del joven filósofo, conocido en toda Europa, no debía parecer un asesinato. La defunción no debía relacionarse bajo ningún concepto con la Iglesia.
Giacomo no se concedió ni un segundo de descanso. En las primeras horas de la mañana partió sin demora.
MILÁN, ANNO DOMINI 1494
—¡Deja de una vez de dormir la borrachera!
Donato Bramante volvió en sí y se incorporó en la cama, aún medio embriagado, se pasó la mano por la calva y eructó.
—¿Qué hora es?
—Mediodía, pero eso no importa —repuso Leonardo da Vinci, malhumorado.
Su mirada fría y sin compasión se posaba sobre Bramante, que se encontraba en un estado lamentable. El cuerpo oloroso del arquitecto estaba cubierto únicamente por una camisa no demasiado limpia. Los zapatos, pantalones, jubón y manto, así como el tahalí, aparecían desperdigados por el suelo. Al tratar de mirar al inesperado visitante, un rayo de luz azotó los maltratados ojos de Bramante, haciéndole estremecer. Levantó un pliegue de la manta, gimió y finalmente se arrastró como un escarabajo bajo el pesado damasco que cubría el colchón.
—¿Qué estás buscando?
—¡Una mujer!
—¡No hay ninguna mujer aquí! —replicó Leonardo, irritado.
—¿Ninguna? —dijo Bramante, surgiendo visiblemente asombrado mientras se rascaba la cabeza—. ¿No hay ninguna mujer conmigo? Qué extraño, hubiera podido jurar... Lo habré soñado pero, ¡qué sueño! Cielos, qué mujer más...
—¡Calla! —exclamó el pintor, furioso, alzando la mano en gesto implorante.
«Qué bien combina el terciopelo negro de sus guantes con su cabello de plata», pensó Bramante, que lo observaba por las rendijas que eran sus ojos.
—Oh, mi cabeza —gimió e intentó mover su pesado cráneo lo mínimo indispensable.
El artista de Vinci no tuvo compasión con el estado de Bramante: habló con él con mayor impaciencia si cabe. Traía preocupantes noticias de Florencia. El poeta Angelo Poliziano había caído en desgracia por culpa de una violenta locura colectiva, los Medici había tenido que huir del fanático predicador Savonarola y sus seguidores mientras que el conde de Mirandola yacía enfermo, azotado por la fiebre. No cabía esperar ayuda alguna de Giuliano da Sangallo, pues se encontraba en Roma, fuera de alcance. Landino era demasiado anciano y vivía por entonces en su hacienda personal, igual que Ficino. Giovanni de Medici no solo era demasiado joven sino que además había tenido que huir vestido de monje para salvaguardar su propia vida. Con la excepción de Pico, aparentemente no quedaba ningún Fedeli d’Amore más en la ciudad del Arno. Al menos un miembro de la alianza debía ponerse en marcha de inmediato para visitar a su prior y prestarle ayuda en caso de que Pico la necesitara.
Bramante, quien sentía un profundo afecto por el conde, no dudó un segundo. Se enjuagó la boca con algo de vino que le quedaba en una jarra junto a la cama, se sacudió y llamó a su criado:
—¡Giorgio, hijo de puta, bastardo, miserable, trae mis bártulos de viaje y ensilla a mi caballo, que tengo que irme! —bramó.
Se puso de mala manera los pantalones, el jubón y una de sus botas mientras buscaba la otra con avidez. Cuando Giorgio apareció, le dio breves explicaciones acerca de su partida. Tras esto, siguió buscando la segunda bota mientras saltaba sobre el pie calzado. Finalmente optó por echarse al suelo boca abajo y registrar el suelo, hasta que encontró la ansiada prenda bajo la cama. Sin embargo, dada la escasa longitud de sus brazos y el grosor de su panza, no pudo alcanzarla, por lo que ordenó a Giorgio que la cogiera por él. Cuando el magro sirviente la tuvo finalmente en sus manos, el arquitecto se la arrancó y le golpeó con fuerza en la espalda, como castigo por su tardanza.
Bramante se volvió de nuevo hacia Leonardo. Su amigo se mostraba en su habitual estado de suma pulcritud. Solo su largo cabello, que caía en elegantes ondas sobre los hombros, parecía un tanto revuelto, lo que se correspondía muy poco con su naturaleza.
Bramante salió a toda prisa hacia la habitación contigua, cogió su bolsa de dinero, eligió tras meditarlo dos puñales y un estoque como armamento, salió apresuradamente de la casa y saltó sobre su oscuro caballo, al que espoleó con más fiereza de la acostumbrada. En el camino de Milán a Florencia bajó únicamente de la silla para cambiar de montura cuando el animal por poco muere de agotamiento. Lo que Leonardo le había contado le causaba una profunda conmoción. En aquella ocasión, a diferencia de lo que solía ser su costumbre, no se tomó su tiempo para descansar, beber, llenar el buche y alternar con prostitutas. Las circunstancias tampoco eran las más adecuadas, pues no lejos de Milán había estallado la guerra. Entre los ya conocidos horrores que ésta solía traer consigo, como los edificios incendiados, las torturas y la violaciones, en aquella ocasión había incluido, además, una enfermedad transmitida por los franceses que, por lo que le habían advertido con insistencia, se contagiaba sexualmente y, así, saltaba de hombre a mujer y de mujer a hombre, haciéndolos caer en la miseria y la locura. Los tiempos eran duros; el tierno conde, no. Por eso Bramante debía apresurarse.
En cuanto abandonó Lombardía y llegó al gran ducado de la Toscana, el bestial olor de la guerra lo golpeó con furia. La inmundicia y la sangre, las poblaciones destruidas y expoliadas, los cadáveres desperdigados, una tropa de soldados a quienes prefirió evitar, todo ello no hizo sino apresurarlo aun más. Una desconocida sensación de tristeza lo asaltó, gris como el clima de noviembre, con sus nieblas repentinas, sus fríos aguaceros, su crueldad. Desde el camino aún se podían contemplar los campamentos de los ejércitos. Los miserables fuegos frente a las tiendas churruscaban más que quemaban el follaje húmedo que se había utilizado para prenderlos.