CAPÍTULO 42
ROMA, ANNO DOMINI 1506
Cuando Antonio llegó a la obra a la mañana siguiente, no pudo creer lo que veían sus ojos. Nadie trabajaba en el pilar noroeste, no había ningún albañil afanándose en el coro occidental y la contrapilastra del pilar suroeste se encontraba solitaria y sin erigir. Los picapedreros permanecían ociosos sin saber para quién debían proporcionar las piedras o cocer los ladrillos. Incluso los tres enormes hornos de cal que se alzaban como pequeños volcanes artificiales amenazaban con perder su fuego. Solo la gente de Maffeo continuaba, como de costumbre, con su labor en el pilar suroeste.
Antonio entendió de inmediato lo que todo ello significaba. Baggio había convencido a sus cuatro compañeros de la misma edad de que abandonaran la obra igual que él. Quería darle una lección, dejarlo en ridículo, doblegarlo. El manco contaba con que, o bien Antonio se postraría efectivamente de rodillas ante él, o Bramante regresaría y se lo haría pagar al joven Sangallo. Incluso aunque no llegara al plano físico, el joven arquitecto sufriría un revés del que le costaría mucho tiempo recuperarse. Aquellas perspectivas tan poco halagüeñas le robaron todo el valor. Se sumió en la impotencia y la desesperación. Su mente se vació de ideas y no lograba pensar con claridad.
Se dirigió a Maffeo, que estaba examinando el encofrado. Recordó entonces las palabras de Lucrezia. No podía traicionar la confianza que ella había depositado en él. El consejo de Ascanio, a su vez, regresó igualmente a su cabeza.
—Lo siento mucho, messèr Antonio —dijo Maffeo arrojando una mirada compasiva a su patrón.
—Me alegro de que al menos tú lo hagas —replicó Antonio.
—No le envidio su triunfo a esos viejos ladrones, pero tampoco sé cuánto tiempo podré continuar así.
Antonio observó a Maffeo con más detenimiento y descubrió que tenía el ojo izquierdo amoratonado.
—Los otros maestros de obras y sus oficiales amenazan y acosan a mis hombres. Incluso los han golpeado. De mis ciento cincuenta peones hoy han dejado el trabajo setenta. Prefiero no pensar en cuántos vendrán mañana.
Antonio da Sangallo comprendió que debía actuar con rapidez. Hasta entonces había conservado algo de la autoridad delegada de Bramante, pero ahora debía ganarse él mismo el respeto.
—No eres el único maestro de obra joven de la ciudad, ¿verdad?
—No, conozco bien a Paolo, Bindo, Clemente y Michele. Trabajan en el palazzo de Agostino Chigi en la via Giulia y en la pasarela del Belvedere.
El arquitecto encargó a Maffeo que enrolara a tantos hombres como pudiera. Para poder aligerar las dificultades de su misión, le prometió doblar los sueldos. Si Bramante le recriminaría después el abultamiento de los costes era algo secundario en aquel momento. Lo relevante era ganar una batalla en la que se jugaba su futuro como arquitecto en Roma. Había iniciado una guerra en la que la victoria debía lograrse bajo cualquier concepto.
Tras debatir todos los pormenores con Maffeo, marchó a toda prisa hacia su casa. Se sintió aliviado al encontrar allí a Lucrezia y Ascanio. La muchacha bordaba mientras el guerrero leía un libro. La mirada de ambos recayó rápidamente en él. Antonio no perdió el tiempo con explicaciones y fue directamente a los hechos.
—Ascanio, ¿puedes conseguirme a un par de luchadores de confianza?
—No puede haber nada más sencillo.
—Bien. El contratista Maffeo Maffei necesita un guardaespaldas, al igual que los restantes maestros de obras que espero contratar.
Ascanio se disponía ya a salir pero el arquitecto le retuvo.
—Antes de eso, por favor, Lucrezia, necesitaría que fueras a hablar con tu madre.
—¿Qué quieres que le diga? —preguntó la muchacha.
—Tu madre debe pedirle a Agostino Chigi que me preste durante un par de días o una semana a su maestro de obras Paolo para que ayude en san Pedro y que no lo reemplace con ningún otro. Yo hablaré con Baldassare Peruzzi, que es el arquitecto responsable.
Lucrezia aceptó y salieron todos juntos de la vivienda. Mientras Ascanio y Lucrezia se encaminaban al Borgo en busca de Imperia, Antonio da Sangallo puso rumbo a la via Giulia. El cielo se estaba nublando. Parecía que iba a llover, lo que no resultaba inusual en noviembre. El mal tiempo incluso jugaría de su parte. Como cada año, las compañías de albañiles y peones se veían obligados a ganar tanto dinero como les fuera posible antes de la llegada del invierno, cuando las heladas y el frío obligaban a paralizar las obras. Por eso los maestros de obra no siempre eran del todo fieles, pues la lealtad no alimentaría a sus familias durante el invierno. La perspectiva de un salario doble resultaría efectiva.
Antonio encontró al maestro Paolo ante una casita que sus peones estaban derribando porque se encontraba dentro del espacio del ensanchamiento urbanístico. Lo llamó por su nombre.
—¿Messèr Antonio? —lo saludó Paolo, sorprendido.
—¡Mañana iréis a trabajar con vuestra gente a San Pedro!
Paolo torció el gesto.
—¿Y buscarme problemas con Baggio por eso? ¡No!
—Pagaré a todo el mundo el doble de su salario —dijo Antonio en voz bien alta para que cualquiera pudiera oírle, pero en tono más confidencial, solo para el contratista, prosiguió—. ¡Te conseguiré un guardaespaldas! No te pasará nada.
Paolo frunció el ceño inseguro y reflexionó.
—¡Decídete! —le dijo Antonio—. Pero también piensa que no tendré compasión contigo si me dejas en la estacada.
Sin más palabras, dejó al maestro de obras y volvió a ponerse en camino. Tampoco en las obras del Vaticano y del Belvedere logró convencer a los demás contratistas que buscaba. Todos se mostraron dubitativos. Desanimado, Antonio regresó a casa.
Durante la cena, Lucrezia anunció la feliz noticia de que el banquero había dado su conformidad. El informe de Antonio, no obstante, hizo fruncir el ceño a Ascanio. Se sumió en un debate interno.
—Debemos enviar un mensaje claro. No salgáis de casa y cerrad bien las puertas. No dejéis que entre nadie y armad a los criados —dijo y, acto seguido, se levantó.
—¿A dónde vas? —quiso saber Lucrezia.
El arquitecto lo presintió.
—No quieras saberlo —respondió Ascanio sucintamente y dejó la habitación.
Ya era noche muy avanzada cuando un insomne Antonio oyó al guardaespaldas regresar a casa.
A la mañana siguiente, renunció a la misa y al desayuno. Se dirigió directamente a la obra mientras aún reinaba la oscuridad. Antonio respiró el aire húmedo y el frío y se arrebujó en su capa. En cuanto saliera el sol, la batalla se decidiría. A través de una grieta entre las nubes surgió del este, del Tíber, de la casa de Bramante, un fino y dorado rayo de luz solar. A Antonio le pareció que aquel resplandor ensanchaba la rendija como una palanca. Entonces, se frotó los ojos, incrédulo, pues con aquella primera luz aparecieron desde el este los jóvenes contratistas. Paolo y Bindo, Clemente y Michele y, finalmente, en compañía del espadachín Eugenio, Maffeo Maffei. Les seguían sus oficiales, peones y aprendices. Eran un ejército. Cientos de hombres dispuestos a trabajar. Un sentimiento de profundo alivio invadió a Antonio y una gran sonrisa se dibujó en su rostro cuando los maestros le rodearon.
—Se ha eliminado el coto, messèr Antonio. ¿Puedo retomar mi trabajo en el pilar suroeste? —preguntó Maffeo con una reverencia.
—Sí, Maffeo. Paolo y Bindo, id con vuestra gente al coro derecho y tú, Clemente, y tú, Michele, continuad con el pilar noroeste. ¡Vosotros, peones! ¡Hay mucho trabajo por hacer! El santo padre ha renovado los Estados Pontificios. ¡No podemos quedarnos atrás en nuestros quehaceres! ¡Mostrémosle a su regreso que nosotros también cumplimos con nuestra obligación!
Satisfecho y orgulloso, Antonio contempló cómo los trabajadores se repartían entre los distintos puntos de la obra y retomaban su labor. Creía estar soñando, pues tenía la sensación de que su victoria le había caído en el regazo como una manzana madura. Con una sonrisa triunfal constató que también los maestros renegados regresaban con aires humildes. Uno de ellos, de cabellos grises, ojos azul acero y un rostro como el del mármol marrón, carraspeó y comenzó a hablar, con torpeza, buscando las palabras.
—Disculpadnos, messèr. Nos gustaría recuperar nuestros trabajos.
Antonio dejó vagar la mirada. Le faltaba alguien.
—¿Dónde está Baggio?
Los contratistas intercambiaron miradas de sorpresa.
—¿Es una broma, messèr Antonio? Baggio se ahogó anoche en el Tíber —respondió el del cabello grisáceo, con tono de reproche.
—No es buena idea ir a nadar cuando solo tienes un brazo —opinó otro en voz alta.
¡Ascanio! Qué agradecido le estaba. El mensaje que había enviado había surtido efecto. El guardaespaldas le había cortado la cabeza a la hidra y el cuerpo de la rebelión yacía ya sin vida a sus pies. «Sin embargo, es necesario castigar también a los renegados», pensó Antonio, «deben cumplir penitencia y quedar humillados, de tal forma que el rumor se extienda y nadie vuelva a atreverse a plantarme cara en una obra».
—El honor de trabajar en San Pedro debe haber compensado vuestra arrogancia. Sin embargo, tendréis que trabajar en la via Giulia, en el Palacio Vaticano y en el Belvedere. ¡Y por la mitad de la paga!
Un silencio helado siguió a las palabras de Antonio. Los albañiles le miraron fijamente y él les sostuvo la mirada sin inmutarse. Entonces, movido por una idea repentina, levantó lentamente la mano derecha, en la que portaba su anillo de oro, y la tendió hacia delante. Miró entonces al suelo y esperó. Los hombres se dieron cuenta en seguida de que, como su futuro patrón, les exigía vasallaje. El del pelo gris se arrodilló y besó la mano del arquitecto.
—Te tomo de nuevo a mi servicio —dijo Antonio en voz alta.
Los otros cinco contratistas siguieron el ejemplo del canoso, pues ninguno quería acabar muerto en el río. Antonio llevó entonces a Paolo aparte y le hizo saber que su gente y él podrían volver a trabajar para Agostino Chigi al día siguiente. Desde entonces, contaría con su favor.
El invierno parecía también inclinarse a favor de Antonio, pues transcurrió con tal suavidad que las obras pudieron proseguir sin interrupción. Los pilares del crucero no tardaron en alcanzar la altura de dos hombres y se instalaron andamios a su alrededor. Dos grúas alzaban los pesados cubos de masa de puzolana, así como la piedra y el mortero para la mampostería. Tras el combate que había librado y la dureza que había mostrado, el joven Antonio da Sangallo se había convertido en un hombre. Solo en un momento determinado seguía mostrándose reservado, tímido, casi temeroso: cuando se encontraba en compañía de Lucrezia, a la que amaba más día a día. Comenzó a ansiar sus atenciones. Cuando Baldassare Peruzzi pretendía llevarlo a algún burdel o introducirlo en alguna aventura amorosa, Antonio siempre lo rechazaba, pues tenía la sensación de que actos así lo ensuciarían y volverían indigno para Lucrezia. En lugar de eso, saboreaba cada instante en el que sus manos se rozaban como por accidente al extender los dedos al mismo plato o al mismo vaso, o bien al tratar de abrir la puerta al mismo tiempo. En momentos así, una sutil sonrisa se dibujaba en los labios de Lucrezia, que enrojecía de forma encantadora. Ascanio entonces se cerraba y apenas pronunciaba palabra. Era evidente que sufría, pero nadie podía proporcionar alivio alguno a ese dolor.