CAPÍTULO 26

COLONNATA, ANNO DOMINI 1505

Miguel Ángel no se concedía descanso. Durante el día entero buscaba en la cantera las mejores piedras, por la tarde trabajaba en los bocetos del mausoleo papal y antes de dormir leía, como le había encomendado Landino, pasajes de la Divina comedia. En ocasiones se preguntaba qué tendría aquel libro que tanto lo hechizaba como para leerlo una y otra vez.

Una mañana, mientras hacía transportar un bloque al valle mediante la lizzatura, lo comprendió de una forma terrible. El pesado trozo de piedra se resbaló por el trineo con la ligereza de un patín sobre el hielo, saltó sobre un repunte de la roca, modificando así su trayectoria y cayó sobre Matteo, que aguardaba en el valle para supervisar la carga de la mercancía en un carro de bueyes. Todo ocurrió tan rápido que el muchacho ni siquiera tuvo tiempo de gritar. El estrépito que provocó la piedra hizo que los bueyes se desbocaran y el cochero tuvo que poner todo su empeño en calmarlos. Por primera vez en su vida, Miguel Ángel vio a esas bestias correr como caballos, algo absolutamente ajeno a su naturaleza.

—Aplastado por la suela de Dios —comentó un peón, sin adornos.

Otros gimieron o apartaron la vista. Miguel Ángel bajo corriendo hacia el muchacho que lo miró fijamente con los ojos muy abiertos. En realidad el dolor debía estarle haciendo retorcerse, pero parecía muy calmado, como si la destrozada parte inferior de su cuerpo no perteneciera a su anatomía. «Debe haber sido así», pensó Miguel Ángel mientras recordaba las secciones del cuerpo humano, «la roca debe haber cortado los nervios que conducen el dolor, o al menos haberlos bloqueado, de la misma manera que un torniquete evita que un herido se desangre cuando se abre una arteria».

—Maestro —susurró el chico—, tal y como os dije, el mundo vuelve a encontrar su equilibrio. Dios ha sellado mi destino. Ahora todo vuelve a estar en orden. Todas las deudas están saldadas: Giovanni pagó con la vida por lo que le hizo a mi hermana y ahora limpio yo también mi cuenta por lo que le hice a él. Ya nadie le debe nada a nadie.

El escultor se arrodilló junto a Matteo. Se le había hecho un nudo en la garganta y no lograba pronunciar ni una sola palabra. De pronto, el miedo inundó los ojos del muchacho.

—¿El infierno? —preguntó con voz débil, con el último aliento que le quedaba en los pulmones—. El infier...

Su boca permaneció abierta, su aliento se agotó y su mirada se congeló como cubiertos por una capa de hielo invisible. Lo que Miguel Ángel vio, inquisitivo, en los petrificados ojos del joven, fue la muerte.

Todo aquello que preocupaba a Miguel Ángel se encontraba en el libro de Dante. Hablaba de la culpa y la inocencia, de la injusticia del castigo de los inocentes considerados culpables, de la falta de oportunidades de los seres humanos en el mundo y de lo más inalcanzable que podía encontrarse en la tierra: la misericordia. La Divina comedia empujaba a dudar de Dios pero también a creer en él. Miguel Ángel pudo sentirlo: aquel era el motivo por el cual no podía librarse de aquel poema y volvía a leerlo siempre como si fuera nuevo.

La visión de aquel chico sepultado bajo la roca, la imagen del blanco mármol y de la roja sangre, de la piedra y el alma, le removió de tal forma las entrañas que se quedó grabada a fuego en su interior y le produjo, curiosamente, el mismo efecto que algunos de los versos de aquella comedia de Dios. Piedra y alma: esa era la cuestión a la que debían enfrentarse continuamente los escultores. ¿Cómo podía darle vida a la materia inerte? ¿Cómo representar en mármol la sangre que recorre las venas?

Fritz se arrodilló junto a él. Con la mano izquierda retorció la gorra que llevaba puesta mientras con la derecha cerraba los ojos de su hijo, dejando en sus párpados una fina capa de polvo blanco.

—No es justo que un hijo se vaya antes que su padre —dijo, sin emoción en la voz, antes de sumirse en un prolongado silencio.

Ni una lágrima, ni una queja. Miguel Ángel observó al cantero mientras, muy dentro en el interior de éste, su dolor combatía una dura batalla.

Pero aún debía ocurrir algo más que conmovería a Miguel Ángel. Junto a la tumba de su hermano, Anna volvería a la vida. Las lágrimas manaban abundantes de sus ojos, como si se hubiera roto el hechizo que pesara sobre ella. Si alguna vez tenía que rehacer su Pietà, la Virgen María adoptaría entonces los rasgos de aquella muchacha de Colonnata.

Mientras permanecían de pie en el gran cementerio de la pequeña aldea y colocaban el ataúd de Matteo en el agujero en la piedra, Miguel Ángel tomó en sus brazos a Anna lleno de compasión. Ella le clavó los dedos dolorosamente en el costado, pero aceptó su abrazo.

—El sol volverá a brillar durante el día —le susurró él al oído —y por las noches, serán las estrellas las que brillen y tú te irás volviendo más hermosa día tras día. Vive tu vida, no esperes justicia en este mundo.

—¿Nunca? —preguntó ella con voz queda mientras dirigía hacia él su rostro empapado en llanto.

¿Se lo habría imaginado? Nunca antes había podido escuchar su voz. Sin embargo, la mirada de la joven revelaba que no había sido una fantasía.

—Solo el día del juicio final.

—¿Habrá justicia entonces? —susurró ella.

¿Qué sabía él?

—Eso espero, sí.

Por eso leía una y otra vez la obra de Dante, porque anhelaba saber si el día del juicio final se haría finalmente justicia. La duda, para él, era tan grande como la esperanza.

La vida retomó su rumbo habitual. Aunque Miguel Ángel no volvió a mostrarse tan solícito con Anna, comprobó aliviado que ella había vuelto a hablar y poco a poco recuperaba la vida. Se había despertado en él una inexplicable inquietud que lo impulsaba a apresurarse en su tarea.

Una mañana, salió de la vivienda más pronto de lo habitual. La chiquilla estaba frente a él, observando dos chamarices que se disputaban una almendra. De pronto, se echó a reír como solo las niñas son capaces de reírse, divertida y contenida, alocada pero reservada, libre y contenta. Miguel Ángel no podía saciarse lo suficiente de su alegría, pero en seguida la llamó al orden y se puso en camino hacia la cantera.

Tenía prisa, pues para el cambio de año pretendía estar de vuelta en Roma y comenzar la tumba. Durante las noches trabajaba en los bosquejos de un hombre sentado para su estatua del Moisés y se sorprendió cuando comprobó que el rostro del profeta bíblico iba adoptando los rasgos del cantero Fritz il Rosso. Poco después comenzó a bocelar el bloque que había previsto para su Moisés sentado. Era la misma piedra frente a la que Matteo había matado al infeliz Giovanni, la misma piedra que lo había aplastado.

Tras la selección de la piedra, Miguel Ángel debía supervisar también el corte del mármol. Para extraer el bloque de la roca, los peones debían insertar cuñas de madera en la pared de la montaña y humedecerlas después de forma ordenada. La dilatación de la madera haría que el bloque saltara directamente de la roca. El escultor controlaba que no aparecieran grietas en el proceso. Una piedra deteriorada que resultara inútil una vez en Roma, constituiría una auténtica pérdida de dinero. Un hombre como Miguel Ángel, odiado diariamente por su cometido, no podía imaginar nada peor que gastarse el dinero en vano. Apuraba al máximo el salario de los canteros y el precio del transporte y el embarco del mármol. Sabía que debía cuidar la piedra como a un niño pequeño. Hasta llegar a Roma, cada etapa del camino constituiría un riesgo.

ROMA, ANNO DOMINI 1505

Cuando el sol de la tarde extendía sus amables rayos sobre el Foro romano era la hora de volver a casa para los campesinos y sus rebaños vacunos. Desconocían que el lugar en el que hacían pastar al ganado había sido antaño el centro del mundo y lo denominaban Campo Vaccino, el prado de las vacas. A su marcha, no obstante, el lugar no se despoblaba del todo. Solo cambiaba la parroquia.

Puntualmente a la caída de la noche comenzaban a circular por la zona del arco del triunfo de Tito, cerca del Coliseo, todo tipo de gentuza: asesinos, ladrones, timadores, prostitutas y chaperos. Se arremolinaban en torno a un gran fuego que producía un oasis de luz en medio de la noche encapotada. Hacia ellos se dirigió un hombre envuelto en una capa negra. Se había calado hasta las cejas la sencilla boina que llevaba. Bajo el dobladillo de la capa sobresalía la punta de un estoque, pues quien frecuentara esa zona a esa hora más le valía ir armado. Así vestido, Giacomo il Catalano parecía más un aristócrata español que un dominico.

—Oh, ahí llega alguien para mí —ronroneó un viejo desdentado y le sonrió con descaro.

—¡Tú ya has tenido bastantes hombres en tu vida! Se acabó para ti —le increpó un ratero de poderosa estatura mientras se levantaba.

Tocó al que se sentaba a su lado, quien se levantó igualmente y salió al paso de Giacomo acompañado del fortachón. Aunque estaban acampados al aire libre, apestaba a matarratas barato, a sudor condensado y a orines. Tras verse derrotado, el viejo procedió a seguir rascándose la tiña, realizando incesantemente las muecas más desagradables. Por el rabillo del ojo, el cardenal percibió con repugnancia un ovillo humano que disfrutaba de su actividad sin pudor y a plena vista. Los gemidos placenteros de sus participantes le recordaron al religioso a los chillidos de los cerdos.

—Es el pedacito de cielo del hombre sencillo —dijo el fortachón con voz áspera y propinó un codazo a su compinche, que sonreía malicioso—. No os lo toméis a mal, señor.

Giacomo desistió de contestar a aquel hombre, pues lo que le había llevado hasta allí era el negocio de los asesinatos a sueldo y no el de la predicación de las virtudes. Todos los que se encontraban reunidos en torno a aquel fuego vivían ya un infierno en la tierra. Ni se les planteaba la salvación, lamentablemente cambiarían un infierno por otro tras su muerte. Giacomo se giró y se encaminó resuelto hacia el Coliseo, en el que finalmente penetró por la entrada principal seguido de los dos bravi.

La antaño orgullosa arena de los juegos, la más romana de todas las religiones romanas, el santuario de los paganos, como él señaló mentalmente con desprecio, se había convertido en una especie de cantera de la que todos los constructores extraían el mármol y las columnas para sus edificios. «Le está bien empleado», pensó, desdeñoso. A pesar de todo, aquellas ruinas que, parcialmente, aún se elevaban cuatro pisos, ofrecían una imagen de orgullo y obstinación, como una espina en la carne de la Roma cristiana. Precisamente por eso Giacomo, en calidad de responsable de las instalaciones de la iglesia, insistía en extraer el material para la mejora de la basílica de la carne de piedra de aquel monumento pagano.

Se detuvo bajo la antigua tribuna imperial y observó la arena negra. Parecía unas fauces funestas. Allí había manado la sangre de hombres y bestias, una tarde tras otra, para diversión de los romanos, algo que había calado muy hondo en la memoria del romano di Roma. Incluso entonces se aprestaban a espectáculos sangrientos, como las ejecuciones públicas. Por ese motivo, las representaciones anuales de la pasión de Cristo adquirían gran realismo y cada año volvían a matar a Cristo en el Coliseo con la participación de todo el popolo.

—¿Cómo podemos servir esta vez a su ilustrísima? —preguntó el de la poderosa estatura con su ronca voz, mientras el pequeño de la cabeza cuadrada permanecía en silencio.

—¿Conocéis al arquitecto Bramante? —comenzó Giacomo.

—Conocerlo, no. Pero lo hemos visto, eso sí. ¡Es un buey muy rico! —replicó, con sus ojos grises y casi ocultos por pobladas cejas reluciendo con reconocimiento.

—Lleva un anillo de oro con un engarce negro y una piedra azul en su dedo anular derecho —prosiguió Giacomo.

El asesino a sueldo de la potente figura asintió en señal de comprensión mientras que el otro no mostraba reacción alguna.

—Quitadle el anillo. ¡Me da igual cómo! ¡Como si tenéis que cortarle el dedo!

—El anillo ya es vuestro, señor.

—Pero no lo matéis —señaló Giacomo a los dos bravi.

Aún le amedrentaba la idea de encargar la muerte de aquel gran, aunque lamentablemente pagano, arquitecto.

Giacomo había hablado sobre Bramante con los hermanos de la Archiconfraternita. Quería, al igual que él mismo, evitar que Miguel Ángel realizara aquel proyecto blasfemo de construcción y escultura. Y por supuesto no se mostraba contrario a ampliar y sanear la basílica, igual que no tenía nada que objetar a la construcción de una cúpula. Lo que no podía tolerar era que, en lugar de una nave alargada, pretendiera levantar un edificio de planta central que suprimiera el recuerdo de los últimos doce siglos y se convirtiera en un segundo Panteón, lo que para el dominico consistiría en una tardía y pérfida victoria del paganismo. Además, no confiaba en Bramante. Giacomo, como buen miembro de la archihermandad, había decidido mantener un ojo sobre el arquitecto quien, al fin y al cabo, pertenecía a los Fedeli d’Amore.

Los hermanos casi deseaban el retorno del pontificado del papa Borgia. ¡Qué sencillo había sido todo en tiempos de Alejandro VI! Al menos entonces el frente había estado claro: el Anticristo se había sentado sobre la cátedra de san Pedro. Sin embargo ahora las cosas habían cambiado. Despreciaban a Julio II por su amor por la Antigüedad tanto como lo apoyaban en su deseo de expandir y consolidar los Estados Pontificios. No se debía permitir que potencias medias como los napolitanos o los venecianos pudieran introducirse en los gobiernos del papa y tomar posesión de territorios pertenecientes a la Iglesia o que grandes potencias como el emperador o los reyes de Francia y España combatieran sus luchas de poder por la supremacía en Occidente sobre territorio italiano. Todo giraba en torno al poder, nada en torno a Cristo, independientemente de que adoptaran apelativos tales como «cristianísimo rey» o «rey católico». Incluso el rey alemán y emperador romano Maximiliano soñaba con reunir en una las figuras del emperador y el papa. ¡Era una auténtica locura!

Los soberanos del mundo habían olvidado completamente que no eran más que señores feudales bajo el dominio del vicario de Cristo. En ese sentido, los hermanos y el papa eran ecuánimes en sus opiniones. Incluso les satisfacía la idea de iniciar una nueva cruzada y liberar Tierra Santa y Bizancio. Había transcurrido ya una edad de los hombres desde que el sultán Mehmed II tomara Constantinopla con sus hordas musulmanas y el antiguamente tan orgulloso Imperio Romano de oriente, que llevaba tiempo tambaleándose, firmara definitivamente su sentencia de muerte. El recuerdo del más amargo de todos los días, aquel en el que la hermana de la basílica de San Pedro, Santa Sofía, fue saqueada y quemada, aún permanecía como un dolor que se clavaba hasta los huesos: los más ancianos por haberlo vivido en persona, los más jóvenes por el terrorífico relato de los mayores.

Con ello y con todo, la archihermandad mantenía una relación ambigua con Julio II: los hermanos desdeñaban la querencia pagana del papa guerrero pero favorecían las metas de su política religiosa. Aquel dilema los descomponía. No eran capaces de ser completamente sus partidarios pero tampoco podían ser sus enemigos acérrimos. Algo similar les ocurría con el protegido del papa, el arquitecto Donato Bramante. En el fondo lo despreciaban, pero quizá pudieran utilizar en provecho propio los fines que perseguía, desde luego mucho más que los del joven escultor de Florencia.

Giacomo deseaba, antes que nada, recuperar su anillo, sin embargo aquella era una cuestión privada de la cual los hermanos no tenían por qué enterarse. Era lo único que le quedaba de su padre antes de que los ejecutaran. Fue un momento difícil de su vida, mientras solo era un niño. Hubiera querido confesarse pero, ¿a quién? Había hecho lo correcto y lo incorrecto al mismo tiempo: cometer un gran pecado para no cometer otro gran pecado. ¿Cómo encontrar la salida a aquel círculo vicioso? Dios lo ponía a prueba con dureza y crueldad. Su instinto le decía que aquello en lo que estaba a punto de involucrarse no le iba a conllevar el perdón, sino la condenación eterna.

—Dentro de dos días volveré aquí y quiero tener el anillo para entonces. ¿Me habéis entendido?