CAPÍTULO 40

ROMA, ANNO DOMINI 1506, 25 AGOSTO

A la mañana siguiente, Bramante acompañó a Lucrezia a misa. Rezaron durante largo rato en San Silvestro in Capite, frente a la reliquia de la cabeza de san Juan Bautista. Ascanio permaneció a distancia prudencial. Como guardaespaldas debía mantener a la vista también el entorno, aunque sus ojos regresaban una y otra vez a Lucrezia, quien se volvía más hermosa día tras día. En su rostro se iban dibujando unas artes que ella misma no alcanzaba a comprender. Bajo el blanco vestido de cola azul comenzaban a adivinarse unos pechos jóvenes y prietos.

—Que el buen Dios te proteja, Donato —susurró ella una vez hubo concluido sus oraciones.

—Si eres tú quien así se lo pide, entonces enviará a protegerme legiones de ángeles de la guarda.

—No seas malo —le reprendió ella con dulzura.

El arquitecto le dirigió una mirada tierna y descubrió una lágrima que pugnaba por salir de los grandes ojos de la joven. Él le acarició sus hermosos cabellos.

—No tengas miedo, estaré en compañía del papa.

Lucrezia se esforzó por esbozar una sonrisa.

—¿Podría llamarte padre cuando estemos solo? —susurró.

Aquella pregunta estuvo a punto de hacer saltar el corazón del hombre mayor.

—Sí y mil veces sí.

Mientras regresaban cogidos del brazo al palazzo de Bramante, Lucrezia preguntó de pronto:

—¿Alguna vez le has preguntado a mi madre si se casaría contigo?

¿Qué debía responder a eso? La verdad, por supuesto. La pobre chiquilla ya estaba bastante confundida.

—Sí, pero mi comportamiento la hizo sentirse insegura en cuanto a mis intenciones. Además, ya nos habíamos sumido en la gran aventura de construir la basílica.

—¿Es que existe una aventura mayor que la del amor? —preguntó Lucrezia con seriedad.

Bramante la miró turbado. La muchacha se dio cuenta y rio.

—Padre, ya no soy una niña. No me refiero al amor corporal, sino a aquel del que habla el Cantar de los Cantares. El amor que proviene de Dios y que nosotros le devolvemos.

Iba a preguntarle qué le hacía estar tan segura de que el Cantar de los Cantares no trataba realmente sobre los gozos de la sexualidad, pero albergaba serias dudas sobre si no sería aún demasiado joven para aquella discusión.

—Mamá te quiere —prosiguió Lucrezia con la mayor de las naturalidades—, pero también quiere a Agostino.

—¿Más que a mí? —preguntó él, espantado.

Siempre había creído a Imperia cuando le había dicho que sus atenciones hacia el banquero se debían exclusivamente a su deseo de asegurar el futuro de Lucrezia, que no albergaba ningún sentimiento profundo por Chigi.

—De una forma diferente —respondió Lucrezia, evasiva, y le besó la frente para, de pronto, mostrarse apurada como quien tiene muchas tareas que realizar—. ¡Tengo que preparar el desayuno para mi padre y mis amores!

—¿Tus amores? —preguntó Bramante atónito.

Messèr Ascanio y Antonio. ¿O es que debería llamarlos «hermanitos»? —preguntó ella mientras se reía a mandíbula batiente.

Tras un opulento desayuno compuesto por pan, huevos, jamón y tocino, Donato se sumió durante todo el día en las labores de construcción con su ayudante. Por la tarde se reunió en su taller con Giuliano y Antonio da Sangallo, así como con Baldassare Peruzzi. Los postigos estaban echados, solo las velas iluminaban la habitación, lo que le aportaba un cierto aire festivo. Sobre la mesa aparecían dispuestos una jarra de vino y siete vasos de tono rojizo. En una fuente había pedazos de pan con tocino cocido. Antonio y Baldassare eran la expectación personificada. Se apoyaban alternativamente en un pie y en otro e intercambiaban continuamente miradas nerviosas. Finalmente, Bramante carraspeó.

Entonces les contó cómo el conde Giovanni Pico della Mirandola lo había introducido en la alianza hacía quince años. Se disculpó ante los dos jóvenes por una ceremonia de iniciación prosaica y carente de pompa, pero no disponían de tiempo suficiente como para viajar a Rávena y reunirse a medianoche en la iglesia de San Vital. Al fin y al cabo, no era realmente importante, pues lo esencial ni eran ni la ceremonia, ni la alegría del recibimiento, ni el recuerdo, ni el amor por el pasado, sino única y exclusivamente el presente y el futuro de los Fedeli d’Amore.

Llegados a ese punto, Bramante se sumió en un silencio melancólico. Recordó San Vital y el ritual maldito, el miedo que lo había atenazado y que casi le lleva a hacerse aguas mayores. Pensó en Pico con sus grandes ojos azules, en aquel primer encuentro en la iglesia y que se había ganado su hasta entonces volátil corazón en ese mismo momento. Todavía lo añoraba, al más grande y mejor pensador que había conocido en su vida. Pensó también en la embriagadora belleza a la que había amado en su habitación de la posada del Habilidoso Hiram, en Rávena, hasta caer rendido, cuando aún era una bestia y no un triste jinete de vara fofa. Por aquel entonces disponía de más fuerzas y de menos sabiduría, pero siempre había sido él mismo. ¿Y ahora? Ahora tenía éxito. Se preguntó qué sería en el futuro de aquellos dos jóvenes que tenía ante él. ¿Serían apasionados e indómitos, y no simplemente unos niñatos descarados y de miras estrechas como parecía considerarse lo más propio aquellos días? ¿Osarían realmente mantener sus convicciones contra viento y marea? Bramante no tenía más opción que la de consagrarse a la esperanza: hacía tiempo que estaba harto de tanto oportunista que no se responsabilizaba por nada, que no era capaz de nada; de esos talentos de medio pelo que parecían llevar la voz cantante. En comparación con aquella gente, los canallas como Giacomo Catalano casi le resultaban simpáticos, pues al menos corrían un riesgo personal. No cabía duda de que mantendría una enemistad con el cardenal que duraría hasta la tumba. Ninguno de los dos renunciaría hasta ver al otro muerto, pero era precisamente eso lo que a Bramante le gustaba de Giacomo: que nunca se rendía, que siempre se mantenía fiel a sí mismo. Solos los idiotas decadentes y sin cojones que se prostituían espiritualmente podían creer que la paz era el objetivo definitivo a alcanzar. La guerra era la madre de todo y solo aquel dispuesto a luchar podría disfrutar de la paz. Por eso él, Donato Bramante, lucharía hasta el último de sus días, lucharía por alzar sobre aquel mundo diminuto y machacado la cúpula del cielo. En un súbito arrebato emocional agarró a los dos jóvenes arquitectos con sus fuertes brazos de oso y los estrechó contra su pecho.

—¡Nunca dejéis de luchar! —bramó junto a sus oídos—. Somos los aliados del amor y por eso, ¡también conocemos el odio! ¿Me entendéis? El mundo se basa en el principio de la lucha de opuestos. Postura y contrapposto, una pierna recta y otra inclinada, la tensión de los contrarios. Solo puede ser arquitecto aquel que domine las tensiones, pues la tensión es el principio esencial de la arquitectura. ¿Qué es una cúpula?

—¿Una curvatura?

—¡Error! ¡No es más que tensión pura y dura! Por eso la cúpula es la expresión más pura y elevada de arquitectura. Todo reside en la tensión. Incluso la superficie del agua más tranquila soporta alguna, pues sin ella el agua se desplomaría. Pero, ¿de dónde procede la tensión? ¿Cuál es su origen?

El rostro de Antonio se volvió casi transparente, de tan sumido estaba en sus reflexiones en torno a la respuesta. De pronto sonrió, creyendo haber entendido a su maestro.

—De la fuerza. Me refiero a la fuerza que empuja a los opuestos unos contra otros.

—Empujar es un verbo suave, hijo mío. Solo obtiene como resultado una arquitectura práctica. El verdadero arte de la construcción proviene de allí donde las fuerzas arremeten las unas contra las otras tras arrastrarlas desde los puntos más lejanos —Bramante extrajo una nota y leyó en voz alta:

—Contempla el cosmos a través de mí, tal y como se presenta ante tus ojos y comprende exacta su belleza: es un cuerpo intacto y nada será más antiguo que él, mas se encuentra en realidad en la flor de la vida, es joven y florece una y otra vez. Observa también los siete mundos dispuestos según un orden que nunca pierde validez y que, en su distinto discurrir, conforma los eones; todo... se ha convertido ya en luz completa, pues desde los cielos surge la luz por obra y gracia de Dios, quien produce todo el bien y todo el orden de los siete mundos».

—¿Qué significa, maestro? —preguntó el siempre burlón y risueño Baldassare quien, por una vez, parecía haberse vuelto formal.

—Que nunca debes plantearte construir casas, palacios o iglesias. Quien construye un palazzo, construye una perrera; quien construye una iglesia, construye un granero. No es suficiente. ¡Debéis construir el mundo! Entonces, lograréis construir casas, palacios e iglesias.

—Entiendo. Y el mundo se construye con luz, con la luz de Dios, a la que están subordinados todos los demás materiales —dijo Baldassare, pensativo.

Bramante suspiró suavemente porque aquel pensamiento no había surgido de su pupilo, Antonio da Sangallo.

—¡Nunca amontones hormigón con hormigón, piedra con piedra! ¡Hazlos danzar en la luz, crea mundos! —rugió Bramante.

—Los hombres viven, los animales viven, las plantas viven y, por tanto, las edificaciones en las que se encuentran también viven —dijo Baldassare, despacio, mientras Antonio lo miraba lleno de admiración.

Bramante, por el contrario, se sintió afligido pues, en ese instante, comprendió que el que para entonces se había convertido en su muy querido discípulo disponía únicamente de un talento limitado. Antonio sería un muy buen arquitecto, pues era habilidoso y dotado, pero nunca alcanzaría aquel estado superior que separaba a los auténticos artistas de los artesanos brillantes. Fuera como fuese, debían poner fin a la ceremonia.

—¿Sabéis cuándo concluirá la lucha de opuestos, la guerra que produce la vida? —preguntó, ante lo cual los dos novicios negaron con la cabeza—. Con la muerte. Morimos con la acumulación de piedras muertas, aunque queramos llamar vida a nuestra existencia, igual que lo hacen la mayor parte de las personas, quienes llevan mucho tiempo muertas sin darse cuenta de que siempre lo han estado, de que nunca han vivido. Nunca dejéis de buscar, no os concedáis paz ninguna, luchad, enviad vuestras fuerzas más osadas a combatir, pues solo así se establece la verdadera tensión, que es la vida. Pues creedme: al igual que ocurre en la arquitectura, sucede en los cuerpos vivientes e inertes, y la tensión más fuerte que experimentamos es la que se produce entre la vida y la muerte. Entre esos dos polos se extiende, como la superficie del agua, la vida, eternamente amenazada, eternamente en movimiento, en equilibrio hasta la última de nuestras eras. Ese equilibrio no se encuentra en reposo: es el momento en que las tensiones externas adquieren mayor fuerza.

Les conminó a que, en su ausencia, estudiaran con entusiasmo a Dante, examinaran las ilustraciones de Botticello y consideraran los comentarios de Landino. Entonces, les hizo jurar que se mantendrían fieles al pacto, que lo servirían y guardarían voto de silencio en torno a su existencia y sus componentes. Les abrió la misma herida del pecho y se fundió en el mismo abrazo que Pico le había dado a él. Después, comieron y bebieron. Y hablaron de arquitectura.

Más tarde, ese mismo día, Ascanio y Antonio, con Lucrezia entre ellos, aguardaron frente al pequeño palazzo de Bramante. La luz de las velas escapaba por la entrada abierta y envolvía las figuras de un cálido resplandor. Por primera vez en su vida, Bramante sentía el dolor de una despedida. Siempre se había considerado un viajero que solo se sentía en casa estando fuera de ella, un nómada en busca de la gloria, de su afán creativo. Sin embargo, esas tres personas que le decían adiós con la mano habían convertido aquel edificio en su hogar y en su patria. Su corazón latía al ritmo triste de los cascos del caballo. A su espalda cabalgaba su criado quien, a su vez, tiraba de un burro que transportaba sus equipajes.

Durante la misa realizada en la capilla Sixtina con ocasión de la marcha del papa, el arquitecto aprovechó para mirar a su alrededor. Entre Julio II y él se extendía un muestrario de cardenales y algunos obispos, sumidos en el rezo. Egidio da Viterbo oficiaba el servicio y Bramante debía esforzarse para seguir el hilo. Su mirada recayó en el fresco a su derecha. Mostraba a Cristo entregando las llaves a san Pedro. Tras ellos se alzaba un templo con planta de cruz griega coronado por una cúpula dorada. Relucía como el sol sobre un cielo azul pálido. A derecha e izquierda, dos arcos del triunfo enaltecían las figuras del papa Sixto IV y el sabio rey Salomón.

¡Un papa y un rey, alabados como constructores! En ese momento, Bramante comprendió que aquella imagen hablaba de arquitectura. Descubrió cerca de san Pedro a dos arquitectos, uno con una escuadra, el otro con un compás. Entonces, oyó la voz de Egidio declamar:

—Y así dijo Pedro: «Deponed, por tanto, toda malicia y toda falsedad, hipocresías, envidias y toda clase de maledicencias; como niños recién nacidos, apeteced la leche espiritual pura, para que crezcáis con ella hasta la salvación, si es que habéis saboreado la dulzura del Señor. Acercaos a él, como a piedra viva rechazada por los hombres, pero elegida, preciosa ante Dios; vosotros mismos, como piedras vivas, sois edificados cual casa espiritual de un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales agradables a Dios por Jesucristo. Así se dice en la Escritura: “Yo pongo en Sión una piedra angular, elegida, preciosa; y todo el que en ella crea no se verá decepcionado”. A vosotros, pues os corresponde el honor como creyentes; mas para los que no creen es “la piedra desechada por los constructores es la que ha venido a ser la piedra angular, piedra de tropiezo y roca de escándalo”. Los que tropiezan son los que rehúsan creer a la palabra, es a lo que estaban destinados. Vosotros, en cambio, sois un linaje escogido, un sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido en posesión para anunciar las excelencias de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz maravillosa; vosotros, que en otro tiempo “no erais su pueblo” y que ahora sois “pueblo de Dios”; vosotros, que no habíais alcanzado misericordia y que ahora habéis alcanzado misericordia».

Y dijo Orígenes: «Ambos, el templo y el cuerpo de Jesucristo, me parecen una forma de interpretar una imagen de la Iglesia. Está construida sobre piedra viva, como un edificio espiritual, como un sacerdocio sagrado, erigido sobre los cimientos de apóstoles y profetas y con la clave arquitectónica de Jesucristo en persona».

Bramante dio un respingo al escuchar la palabra «clave», pues su mirada reposaba sobre la llave que Jesús entregaba a Pedro, la llave de la Iglesia, la llave al cielo, pues ambas palabras tenían la misma base: chiave, la llave; chiave di volta, la clave.

Sin embargo, Egidio continuó:

—Luchemos por esa Iglesia viva, pues de la Ecclesia militans surgirá la Ecclesia triumphans. Partamos pues hoy con el vicario de Cristo para luchar por la Iglesia, ¡seamos la piedra viva que sustente una nueva Iglesia!

La Iglesia se sustentaría sobre piedra viva. Bramante volvió brevemente la mirada hacia el techo que representaba un cielo plagado de estrellas, sencillo, casi primitivo en comparación con los elaborados frescos de las paredes. Cuando volvió la vista hacia adelante, su mirada topó con la del cardenal Catalano. Gracias a Egidio, también él acompañaría al papa y no podría, por tanto, aprovechar la ausencia de Bramante en sus propios intereses. Cuando entró en la capilla, el arquitecto pensó que los frescos de las paredes necesitaban una contrapartida digna en los tejados pero, ¿quién podría pintarlos? ¿El joven artista de Urbino? Algún día debería examinar su trabajo en Florencia.

Frente a los Palacios Vaticanos aguardaban las tropas, que comandaría personalmente el papa de sesenta y dos años de edad. Tras él, cabalgarían nueve cardenales y quinientos jinetes fuertemente armados, con el séquito al final. La multitud se puso en marcha. Frente a la porta Flaminia el santo padre se despidió del pueblo romano, que había acompañado al convoy hasta allí, y los bendijo. Finalmente, el hechizo guerrero abandonó la ciudad. No serían pocos quienes, no mucho después, considerarían escandaloso que el vicario de Cristo dirigiera en persona los combates, pero a Julio II no podía importarle menos. Tenaz y valiente espoleó a su caballo hacia la oscuridad.