CAPÍTULO 47

ROMA, ANNO DOMINI 1512

Imperia sufría. Desde hacía medio año sentía que Agostino se alejaba cada vez más de ella. Cada vez acudía menos a su casa y a menudo prolongaba sus estancias fuera de Roma. También había dejado de apoyar la idea de traer a Lucrezia a vivir con ella. Percibía dolorosamente su desgarro interior. De vez en cuando incluso sentía que él la observaba, que la examinaba con frialdad, pero al instante siguiente volvía a tratarla con afecto, incluso con una dulzura desmedida, como si lamentara su comportamiento distante. Llegó incluso a tolerar mejor su frialdad que sus exageradas atenciones, pues si bien la lejanía era real, la dulzura resultaba artificial. «Como si me compadeciera», pensó un día. Esa idea le envenenó el alma. Reflexionó sobre el motivo por el cual Agostino podía sentir por ella una compasión similar a si hubiera contraído una enfermedad incurable.

Él cada vez ocupaba más tiempo en viajes, o pasaba la noche en la oficina alegando tener mucho trabajo. Imperia había pedido a Petronilla que realizara discretas pesquisas. Pudo al menos así estar segura de que él no se estaba entreteniendo con otras mujeres, al menos no del gremio. Tampoco había nadie que tuviera constancia de una amante secreta y, en Roma, no era posible mantener en la clandestinidad un romance, por mucha discreción con que se llevara. En más de una ocasión estuvo a punto de desahogarse hablando con su viejo amigo Donato, pero el orgullo se lo impedía siempre en el último momento. Le resultaría insoportable admitir su fracaso ante el viejo arquitecto, al que amaba de una manera diferente. Bramante y ella se habían separado persiguiendo sus propios fines: ella, convertirse en la esposa de Chigi y él, construir la basílica de San Pedro. Al menos él cumpliría su propósito.

Un día en que Imperia se encontraba sentada en su cuarto, sumida nuevamente en oscuros pensamientos, un criado anunció una visita femenina. El banquero se encontraba de viaje en Venecia, o al menos eso era lo que le había dicho a ella.

—Llévala a la loggia —dijo.

Ella se levantó y echó un vistazo a su reflejo en el espejo. Se apartó un rizo que le caía sobre la cara, cerró un instante los ojos y contuvo el aliento. Después se encaminó, serena, hacia la galería. No quería hacerse notar. Cuán grande fue su sorpresa cuando el criado acompañó a la estancia a donna Lucrezia d’Este, una dama de la más rancia aristocracia italiana. ¿Qué podía querer de ella la condesa?

Donna Lucrezia había vivido, al igual que ella, una juventud turbulenta. Era hija de la cortesana Vanozza Cattanei, la amante del papa Alejandro VI, Rodrigo Borgia, y hermana de César Borgia. Aquel papa había tenido la asombrosa desvergüenza de no considerar con pudor a sus hijos como sobrinos o sobrinas, sino de reconocerlos oficialmente. Por ese motivo su nombre de soltera había sido Lucrezia Borgia.

—Qué alegría supone vuestra visita, madonna, pero, ¿a qué debo tal honor? —quiso saber Imperia, después de que ambas se saludaran y tomaran asiento en la loggia.

La condesa ofrecía una impresión tierna, casi cándida. «Ella sí lo consiguió», pensó Imperia, no sin envidia. A pesar de que se contaban las atrocidades más perversas acerca de su juventud, en las que se la acusaba de no ser ajena a pecados tan graves como el envenenamiento o el incesto, cada vez hablaba más a su favor la virtud que, entre tanto, se había esforzado por cultivar, así como su consagración a sus tareas maternas.

—Debéis saber que siento el mayor de los respetos por vos —comenzó a hablar la condesa—, pero en ocasiones es necesario renunciar incluso a aquello que amamos.

Imperia sintió que todos sus instintos llamaban a rebato y clavó la mirada en Lucrezia.

—Agostino os ama y vos a él, pero es uno de los hombres más ricos del mundo. Su stato le obliga a establecer sus negocios sobre una sólida base familiar y, querida mía, no hay nada más sólido que la conjunción de dinero y aristocracia.

Imperia sintió que se le helaba la sangre en las venas. Comprendió que, incluso antes de aquella visita, ya había barruntado en qué consistía todo.

—En resumidas cuentas, debéis separaros de Agostino, simple y llanamente, para que él pueda casarse con Margarita, la hija del conde Gonzaga.

La condesa guardó silencio y dio tiempo a Imperia para que asimilara la noticia. Imperia apoyó los codos en los reposabrazos del sillón y enterró el rostro entre las manos. En su mente, toda la estructura en la que se habían constituido sus esperanzas se venía definitivamente abajo, pues no había sido más que una torre de cartas hecha de ilusiones. Margarita era la hija del señor de Mantua y pertenecía a la alta aristocracia. Era evidente que la posición de Agostino le obligaba a establecer una dinastía que asegurara la supervivencia familiar de sus negocios. Ella misma le había prometido a Margarita Saraceni en su lecho de muerte no avergonzar a Agostino y apoyarlo en todas sus maniobras empresariales. Ese matrimonio no debía producirse por amor, sino por simples consideraciones mercantiles. ¿Qué importancia tenía la felicidad de una cortesana frente al destino del empresario más grande y más rico del mundo? Solo los Fugger, de los territorios transalpinos, podían competir con Agostino Chigi. Ninguna, absolutamente ninguna. Por supuesto.

Precisamente por eso siempre sería una cortesana. Ese pensamiento atravesó a Imperia. Daba igual la inteligencia con la que actuara, en el momento decisivo, siempre la alcanzarían los sentimientos. ¿Cómo había podido llegar a esperar poder huir de su pasado?

Alzó la cabeza.

—Entiendo —dijo ella, serena—. Pero, ¿por qué no me lo dice él mismo?

Aquello era lo que más le dolía.

Lucrezia d’Este le tomó de la mano.

—¡Ay, querida mía! Ya lo sabes: los hombres son terriblemente cobardes, sobre todo en temas de amor.

Aunque en un principio le consoló que Lucrezia le cogiera la mano, los ojos llenos de compasión de la condesa desvanecieron aquella sensación. Al fin y al cabo ella era una cortesana y, por un instante, quiso abandonarse a la mirada compasiva de la condesa. Sin embargo, era una cortesana y desde muy pequeña había aprendido que, en su gremio, no había nada gratis. Se lo había enseñado la mejor maestra del mundo, su madre. Sintió de pronto la trampa. ¿Por qué iba una condesa a comportarse de manera tan amable con una prostituta, aún cuando su pasado fuera un tanto dudoso? No, todavía quedaba mucho por hablar. Apartó la mano con decisión pero no dejó entrever sus sentimientos.

—¿Qué puedo hacer por Agostino? —preguntó Imperia mostrándose muy razonable.

—Debéis salir de su vida.

—¿Salir de su vida? Bien. ¿Y qué hará Agostino por mí?

—Pedid lo que queráis. Es un hombre generoso. Un palazzo, una renta vitalicia. Todo lo que deseéis.

—¿Lo que yo desee?

La condesa asintió. El rostro de Imperia adoptó una expresión dura. En su interior maduraba una decisión que le gustaba más cuanto más la meditaba. Todo parecía apuntar en esa dirección.

—No volveré a ver a Agostino —dijo, con voz imparcial y sin emoción—. Lo juro. Actuaré de forma que no deje lugar a dudas ni arrepentimientos, pero para ello Agostino tendrá que adoptar legalmente a mi hija Lucrezia. También deberá buscarle un marido de buen nivel social con el que se entienda bien y hacer un depósito de veinte mil ducados a su nombre en la banca de los Fugger. Messèr Bramante, arquitecto de Roma, actuará como fiduciario para cualquier cuestión. El trato quedará cerrado en cuanto se cumplan mis exigencias.

La condesa la observó asombrada durante un instante y después dio su consentimiento. Imperia pensó que quizás Lucrezia d’Este había comprendido las dimensiones de su decisión. Le dio un beso en la mejilla a modo de despedida y le susurró al oído:

—Os admiro profundamente, aunque sea lo mejor para todos. Me encargaré de que todo se cumpla como lo habéis predispuesto. ¡Os doy mi palabra de madre!

Una semana más tarde, se depositaron veinte mil ducados de oro para Lucrezia, hija de Imperia, en la banca de los Fugger. Poco después, el papa en persona atestiguó y dio fe de la adopción de Lucrezia por parte de Agostino Chigi. Además de la adopción, se redactó un poder de disposición sobre las posesiones de Lucrezia y se estableció de forma clara que su padre adoptivo arreglaría un futuro matrimonio que fuera del agrado de la joven. Entre tanto, seguiría residiendo con Bramante.

Unos días después, Imperia se encontraba en la galería, observando los chamarices y pardillos que canturreaban en las fuentes y que a ella tanto le gustaban. El sol de la tarde inundaba el jardín de una luz dorada. No corría ni una brisa y el aire olía a hierba seca. Tomó un gran trago de vino tinto de la copa que sostenía en la mano derecha, mientras que con la izquierda se apoyaba en la balaustrada. En sus ojos se reflejaba una profunda serenidad. Su rostro expresaba casi satisfacción por lo logrado en último término. Conocía su reputación de hetaira divina, de ser la cortesana más codiciada y cara de Roma. Nadie podría volver a llamarla así.

En mitad de la noche Bramante oyó como alguien llamaba con brutalidad a su puerta. Dejó a un lado la Biblia que estaba leyendo. Durante la cena había intentado hablar con Lucrezia, pero no se había mostrado muy receptiva a argumentos racionales. Aún se encontraba malhumorado por aquella disputa y saltó de la cama. Con un gruñido se echó encima un manto. Bajó las escaleras junto con Ascanio, que llevaba ya la espada de la mano. En el vestíbulo se encontraron con el ayuda de cámara de Imperia. Estaba sin aliento y parecía conmocionado.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Bramante, sintiendo que el miedo le paralizaba el corazón.

—Venid, venid pronto, ¡madonna Imperia se encuentra en su lecho de muerte!

La noticia alcanzó a Bramante como un rayo. Tras un instante de pánico, agarró al mensajero por los hombros y lo agitó con energía.

—¿Cómo que muerte? ¡Dime de inmediato qué ha ocurrido, cretino!

Messèr, messèr Donato, ¡ella misma se ha envenenado!

—¿Que se ha envenenado? ¿Ella misma? ¿Estás seguro de que no ha sido otra persona quien lo ha hecho?

—Completamente.

—Pero, ¿por qué? ¿Por qué no ha acudido a mí? ¿Es que no era feliz? —exclamó y, mirando a Ascanio, ordenó de inmediato—. Despierta a Lucrezia, ¡rápido! Y venid de inmediato al palazzo Chigi.

Y con esto, salió a toda prisa de casa.

Fieras ráfagas de viento lo azotaron, silbando por entre los frontones de las viviendas mientras Bramante avanzaba a toda prisa por las calles. Unas nubes negras como el carbón surcaban el aire a una velocidad vertiginosa sobre la Ciudad Eterna. Media hora más tarde alcanzaba la elegante escalinata que conducía al primer piso del palazzo de Chigi, donde se ubicaba el dormitorio. Ante la puerta abierta, en el pasillo, se encontraba Agostino Chigi. Parecía una sombra de sí mismo y en sus ojos se vislumbraba una desesperación que rozaba la locura. Miró a Bramante, pero no lo reconoció. En el dormitorio de Imperia se encontró con Bonet de Lattes. Dirigió un asentimiento de cabeza al arquitecto a modo de saludo y después se volvió al banquero.

—Debéis ser fuerte. Mis artes han fracasado ante la fuerza del veneno. Ya no hay nada que pueda hacer por ella.

—¿Y si se le forzara el vómito?

—Es demasiado tarde. El veneno campa ya a sus anchas por los fluidos púrpuras bajo la piel y le está paralizando el corazón.

—No ha sido el veneno, sino mi traición, lo que la ha matado —murmuró Chigi y derrumbándose.

—Id dentro, ¡los dos! Quiere veros a ambos.

Bramante entró en la habitación siguiendo a Chigi, encogido como un perro apaleado. El fresco de Sodoma con la Roxana casi desnuda le pareció en aquel momento absolutamente fuera de lugar. Imperia yacía, pálida hasta casi translucir, sobre la cama. No absolutamente ida pero tampoco anclada ya a este mundo. El corazón de Bramante se retorcía de un dolor tan profundo que creyó que se le iba a detener en cualquier momento.

—Los dos hombres de mi vida —susurró Imperia con una sonrisa tierna.

Sus manos largas y suaves señalaron el borde de la cama. Inseguros, los dos hombres quisieron dejar al otro dar el primer paso, Bramante a Chigi porque sabía que éste había sido el marido no oficial de Imperia y Agostino a Bramante por la profunda culpabilidad que lo atenazaba.

—No tenemos tiempo para las formalidades —dijo finalmente el arquitecto y se sentó a la izquierda, mientras el banquero hacía lo propio a la derecha.

Ella posó los dedos en los labios de los dos con dulzura, ordenándoles callar.

—Jurad que haréis todo lo que esté en vuestra mano en favor de Lucrezia. ¡Juradlo por Dios! ¡Por vuestra salvación eterna!

Los dos hombres alzaron la mano y realizaron el juramento.

—No te aflijas, Agostino, y cásate con la condesa. Vivimos buenos momentos. He sido muy feliz. ¡Muy feliz! —el dolor deformaba los rasgos de Imperia, pero ella luchó valientemente contra ello—. ¿Acaso no sabéis que es siempre mejor irse antes de apurar toda la copa? —miró hacia la puerta y una sonrisa se dibujó en sus labios—. Dejadnos solos —susurró.

En la puerta se encontraba Lucrezia, blanca como la cal y con ojos desencajados de terror. Los dos hombres salieron en silencio de la habitación. Ya en la puerta, se miraron en silencio. Bramante se encontró en el acuciante dilema de si realmente quería abrazar o moler a palos al banquero. En el fondo deseaba las dos cosas. Un ligero susurro surgía de la habitación, como dos muchachas que charlaran sobre nimiedades. Bramante temió perder la razón. Entonces, el estremecedor chillido de Lucrezia rompió el silencio.

En ese mismo momento, ni más ni menos que el papa Julio II apareció por la escalera y pasó frente a los hombres que aguardaban frente a la habitación. Con un par de pasos alcanzó la cama. Cerró los ojos de Imperia y dibujó la señal de la cruz con el pulgar sobre sus párpados. Después, tomó la mano de Lucrezia.

—Ven, mi niña, recemos.

Se arrodillaron juntos, con las manos unidas, la muchacha de quince años y el vicario de Cristo de sesenta y nueve. De rodillas, rezando por una cortesana. Nunca había estado el papa tan cerca de aquel Dios que había perdonado a María Magdalena.

Aquella noche se desató una terrible tormenta de truenos y granizo sobre Roma. Las piedras de hielo eran tan grandes como huevos de paloma. Dos días después se propagó por toda la ciudad un epigrama del poeta Gian Francesco Vitale. Agostino Chigi lo había encargado: «Los antiguos perdieron un imperio pero nosotros, nosotros perdimos un corazón».

Agostino Chigi vistió el luto. Levantó a Imperia un imponente mausoleo e hizo que la enterraran en Santa Maria del Popolo. En el mismo templo erigió una capilla en la que debían enterrarlo también a él, cerca de la mujer a la que había amado. El matrimonio con Margarita Gonzaba nunca llegó a llevarse a cabo. Se guardaron las formas al propagar que Margarita había cambiado de opinión en el último minuto.

Poco tiempo después de la muerte de Imperia, Bramante pidió a Antonio que volviera a residir en su casa y lo ayudara a consolar a Lucrezia, no sin antes hacerle jurar que no la seduciría ni la deshonraría. En cualquier caso, Antonio tuvo que alojarse en el ático mientras Lucrezia permanecía en su cuarto junto al de Bramante. El arquitecto confiaba ciegamente en su ayudante, pero no en la fortaleza de su cuerpo.

Ver a Antonio a diario proporcionó algo de consuelo a Lucrezia, si bien compartían muy poco tiempo. La construcción de San Pedro lo mantenía en vilo más de catorce horas al día, pues por deseo del papa debían completar el coro occidental tan rápido como fuera posible. El mismo coro que tanto Bramante como él consideraban superfluo. Por ese motivo, la edificación del crucero iba perdiendo fuerza, lo que enfurecía a Antonio pero a Bramante lo deprimía hasta el punto que comenzó a perder interés en los progresos de su edificación y a preferir ocuparse de sus restantes proyectos. Así, toda la carga de la construcción de San Pedro recayó en los jóvenes hombros de Antonio. El tiempo que le restaba lo pasaba con Lucrezia, algo tan duro como maravilloso, pues su amor crecía día tras día y mantener la promesa de abstinencia suponía toda una tortura para los dos jóvenes.