CAPÍTULO 35
ROMA, ANNO DOMINI 1506
El cardenal atravesó con pasos apresurados el patio de la basílica hacia el puente que unía la iglesia de San Pedro con los Palacios Vaticanos. Como de costumbre, una masa de peregrinos hambrientos se apelotonaba en el templo mientras otros desistían y salían de él. La muchacha que tenía apresada no guardaba ninguna relación con ellos. Le dolía lo que iba a ocurrirle, pues no tenía culpa de nada ni ningún pecado a sus espaldas. Sin embargo, debía morir y, puesto que iba a ascender al cielo en plena inocencia, su muerte adquiriría el rango de martirio y Dios la recibiría como a una santa. El cardenal la confesaría, quedaría libre de todo pecado y después recibiría la extremaunción. Entonces la mataría con sus propias manos, sin darle ningún dolor innecesario, de forma rápida e inocua. Una puñalada directa al corazón. Conocía el punto concreto. Era todo lo que podía hacer por ella. Gracias a él, ascendería a la gloria divina como un ángel. Quizá incluso le estuviera haciendo un favor. Dada su herencia familiar, lo más probable era que, al hacerse mayor, también se convirtiera en una pecadora irredenta y echara para siempre a perder su alma inmortal.
El dominico sintió como la tensión se iba apoderando de él. Un arquitecto hereje, el líder de una nueva secta de paganos, quedaría relegado al olvido y sus seguidores lo seguirían en su decadencia. Una muchacha inocente ascendería a los cielos como un ángel en ese mismo día. La mirada de Giacomo se deslizó sobre la marea de peregrinos. ¿Qué sabían ellos de los ambiguos métodos y la dureza con la que había que obtener el bien que a ellos se les ofrecía allí mismo?
La pequeña procesión llegó a la iglesia. En cuanto se abrió la puerta, un enano corpulento y fuerte apareció por el hueco.
—¿Traéis por fin algo de comer? —quiso saber el aparecido con voz quebrada.
Entraron entonces en la rotonda de Rómulo, con sus paredes desnudas y lisas. Aparentemente habían arrancado todos los frescos. Ascanio se ocultó tras las dos mujeres. Mantuvo los ojos pegados al suelo mientras los demás observaban un trabajado mosaico. Por la comisura del ojo observó su entorno de forma discreta. A derecha e izquierda había dos pequeños altares con cruces sencillas. Justo en frente se encontraba la entrada de la iglesia, con la puerta entreabierta.
—Dejad la comida aquí y desapareced —gruñó el gordo.
Los hombres cumplieron la orden. Se abstuvieron de indicarse nada con la mirada y se limitaron a dejar los ojos fijos y mudos en el suelo, tal y como correspondía a su papel. Se conocían tan bien que no necesitaban contacto visual para sentir instintivamente lo que debía hacer cada uno.
—¿Puedo ver a mi hombre? —preguntó la joven.
El enano se giró.
—Hey, Ranuccio, ¿tienes ganas de ver a tu santa?
El de la cara cortada apareció por la puerta. Los hombres se prepararon. Sabían que todo ocurriría muy rápido. Ranuccio se aproximó a las dos mujeres con una sonrisa de oreja a oreja que hacía que su cicatriz se marcara aun más. Cuando se encontraba a una distancia de unos diez pasos, Ascansio se dio cuenta de que la joven agitaba casi imperceptible la cabeza y el hombre le contestaba con visibles gestos con los ojos. Cuando éste se detuvo, aún con la sonrisa en la boca, Ascanio le clavó por la espalda su daga a la mujer en el corazón. La mayor de las dos mujeres comenzó a gritar. Rápidamente Ascanio extrajo el cuchillo de la espalda de la joven y lo lanzó en el aire, lo sujetó por el sangriento filo y lo arrojó contra Ranuccio. Éste intentó esquivarlo echándose a un lado, pero el dardo impactó contra su oreja antes de caer contra el suelo de piedra. Ranuccio rugió de dolor y se sujetó la cabeza. En ese mismo momento, Baccio atravesó al enano con su espada. Gustavo y Eugenio se encargaron de un ratero que gritaba pidiendo ayuda y aseguraron la puerta para que nadie pudiera cerrarla. El de la cicatriz en la cara extrajo su puñal.
—Es hora de saldar cuentas —dijo Gustavo y se dirigió hacia el sujeto mientras éste, a su vez, se volvía corriendo hacia Ascanio—. Coge a la niña mientras yo envío a este cerdo a dormir con los peces —exclamó y atacó a Ranuccio, que se defendía con brutalidad.
Ascanio entró como un huracán en la iglesia. Frente a él, en el ábside, un cristo apocalíptico le daba la bienvenida con los brazos abiertos recortado contra un cielo añil. A sus pies, bajo la protección del hijo de Dios, se encontraba Lucrezia, amenazada por un tipo de brillante calva que sostenía un cuchillo sobre la garganta de la niña. A derecha e izquierda de los dos había otros seis forajidos con las espadas en ristre bajo los frescos de san Pedro, san Pablo, san Cosme y san Damián, san Teodoro y el fundador de aquel templo, el papa Felix IV. «Qué contradicción», pensó Ascanio. Junto a la puerta gritó alguien a quien Baccio había hecho emitir su último estertor al intentar cerrar la puerta.
—¡Ni un paso más o la mato! —bramó el calvo.
—Déjala marchar, Coltellino —ordenó Ascanio—. Después, luchemos como hombres. Ha llegado la hora.
Conocía a aquel hombre de sus tiempos como lansquenete y nunca había destacado en el campo de batalla más que cuando tocaba saquear, asesinar y violar.
—Si le tocas un solo pelo —prosiguió con la frialdad del hielo en la voz—, te haré trizas mientras aún sigues con vida. ¡No puedes escapar de mí!
La amenaza surtió efecto. El calvo miró indeciso a sus secuaces, pero se recompuso y recuperó el valor.
—Son muchos menos que nosotros: ¡cogedlos!
Los seis hombres se abalanzaron sobre los tres intrusos. Coltellino esperaba poder escapar por una puerta lateral mientras los demás estaban concentrados en la lucha, pero había hecho sus cálculos sin contar con Ascanio. Eugenio y Baccio se ocuparon ellos dos, con sus vertiginosos aceros, de los seis atacantes que iban cayendo uno tras otro. Ascanio corrió hacia el calvo, arrancó a Lucrezia de sus brazos y le quitó el cuchillo, que colocó sobre la garganta del propio Coltellino.
—Créeme, cerdo —dijo, con voz calmada—. Llevo esperando este momento desde el día en que, en aquella aldea que habíamos tomado, colgaste al sacerdote por los cojones y violaste a las dos monjas.
El terror a la muerte empañaba los ojos del asesino. Sudaba y apestaba como un animal.
—Por favor, por favor, te suplico por mi vida, Ascanio —tartamudeó.
Pero el filo que se abrió paso por su garganta sin ninguna compasión acalló sus lamentos hasta convertirlos en un estertor. Una sangre densa y casi negra surgió de la herida. Ascanio se apartó. El calvo cayó de rodillas con solo el puño de la daga sobresaliendo de su garganta. El muerto se derrumbó y quedó tendido sobre su propia sangre, excrementos y orina. Ascanio pensó que debían ser mejores hombres que él los que llevaran al mundo por la senda del bien. Su cometido era eliminar el mal que se interpusiera en su camino. Se limpió apresuradamente las manos manchadas de sangre y tomó a la aterrorizada niña en sus brazos.
—Se acabó, Lucrezia. Estás a salvo —le susurró él mientras le acariciaba la cabeza para consolarla—. Se ha terminado todo.
Mientras cruzaba la nave de la iglesia, Ascanio dirigió a sus amigos una mirada de agradecimiento. Eugenio y Baccio habían concluido su labor. Antes de atravesar la puerta, volvió la vista hacia Cristo, que siempre tenía los brazos abiertos; hacia los dos médicos santos, Cosme y Damián y hacia los bravi que yacían frente al altar y por todo el templo. Los doctores milagrosos ya no podrían hacer nada por ellos. La mayor de las dos mujeres permanecía arrodillada sollozando junto al cadáver de la amante de Ranuccio. Cuando alzó de nuevo la vista, se le heló la sangre en las venas. Ranuccio se encontraba frente a él y arrojó un puñal contra Lucrezia. Instintivamente Ascanio se lanzó frente a la muchacha. Le recorrió un profundo dolor: había interpuesto su cuerpo en la trayectoria del cuchillo y le había acertado en el hombro derecho. Se lo arrancó, desenvainó la espada con la mano izquierda y sostuvo el puñal con la derecha. La herida le había restado fuerza en el brazo diestro, pero era capaz de luchar con ambas extremidades con similar destreza. Eso le había valido para sorprender a muchos enemigos en no pocas ocasiones.
—Quizá el larguirucho quiera decirte algo antes de diñarla —se mofó el hombre de la cicatriz y le lanzó algo de una patada.
Era la lengua de Gustavo. La muerte del que había sido su compañero de armas durante tantos años, durante tantas luchas, le rompió el corazón a Ascanio. ¿Cuántas veces se habían apoyado mutuamente en situaciones que parecían no tener salida? ¿Cuántas veces se habían salvado mutuamente la vida? Gustavo hubiera querido ser médico. En realidad no deseaba matar personas, sino ayudarlas. Sin embargo, no pudo ser así. Había nacido bajo un astro distinto: bajo el influjo de Marte, en lugar del de Mercurio.
Ascanio había sobrevivido a numerosos combates y lo había logrado por saber mantener a raya los sentimientos de pérdida o de ira. Ya habría tiempo para eso. Se dirigió a Ranuccio.
—Perdona, pero necesito tu cicatriz. Quiero enviársela al cardenal —dijo, como si le estuviera pidiendo un simple mechón de cabello.
—Bueno, pues ven a cogerla —respondió Ranuccio con indiferencia—, pero no gimotees como tu amigo si no lo consigues.
Quien los hubiera escuchado podría haber pensado que era solo un juego, pero entonces los dos hombres se abalanzaron el uno sobre el otro con las armas en ristre. El agudo sonido de los filos entrechocando resonó de nuevo por la iglesia. Baccio rodeó con el brazo a una temblorosa Lucrezia que hundió su rostro en el pecho del mercenario.
—No te demores, Ascanio. La pobre chiquilla ya ha sufrido bastante —gritó Baccio desde el otro lado de la nave.
Sin embargo, Ranuccio lo estaba haciendo recular con enérgicas estocadas y Ascanio no se mostraba superior. Todo lo contrario que el hombre marcado, que luchaba cada vez mejor. Los ataques poderosos de aquel sicario experimentado parecían impresionar y desmotivar a su adversario.
—En cuanto acabe contigo, te arrancaré el corazón y se lo pondré a sus pies antes de saborear su joven cuerpo —exclamó Ranuccio con una sonrisa maliciosa mientras insistía en sus ataques.
Ascanio tuvo que retroceder de nuevo, tropezó y cayó de espaldas con un grito de dolor. El cuchillo se le cayó de las manos. Ranuccio sonrió, seguro de su victoria, y apuntó con su espada al corazón de Ascanio. Sin embargo, éste rodó hacia un lado con la velocidad del rayo, se levantó de un salto y clavó su espada en las sienes de su enemigo. Empujó el filo más y más hacia el interior del cráneo del sicario hasta que la punta salió de nuevo por el lado contrario de la cabeza. Cuando extrajo la espada de nuevo de un enérgico tirón, la acompañaron restos de sangre y sesos. Ranuccio se volvió hacia Ascanio con la mirada perdida. Sus ojos abiertos de par en par se vaciaron de vida en un instante. Cuando el cadáver cayó pesadamente en el suelo, Ascanio había salido ya apresuradamente hacia el exterior y se arrodillaba junto al cuerpo de Gustavo, tendido en su propia sangre. Su amigo volvió hacia él unos ojos entornados. Brillaban, húmedos y preñados de una tristeza interminable. Gustavo hubiera querido decir algo para despedirse, pero tenía la boca llena de sangre y su lengua ya no era más que un muñón. Miró a Ascanio con expresión de pesar, pero entonces sus ojos sonrieron de nuevo como queriendo decir: «¿lo ves? Lo hemos conseguido de nuevo». Sin embargo, el viaje que iba a emprender a continuación tendría que recorrerlo solo. Gustavo posó su enorme zarpa, ya sin fuerza, en la mano de su compañero de armas y murió de forma discreta y silenciosa. Su lucha había concluido. La sonrisa resignada en los labios de su amigo hizo que a Ascanio le saltaran las lágrimas. No sabía que aún podía llorar. Entonces, rezó la oración de difuntos que durante tantos años consagrados a su peligroso oficio había tenido que recitar para muchos hombres buenos:
«Desde lo profundo clamo ante ti, Señor:
¡Señor, escucha mi clamor!
Estén atentos tus oídos
a la voz de mis súplicas!
Si en cuenta tomas las culpas, Señor,
¿quién podrá resistir?
Pero en Ti el perdón se encuentra,
por eso se te teme.
Espero en Señor, mi alma espera,
confío en su palabra;
por el Señor mi alma suspira
más que los centinelas por la aurora.
Más que los centinelas por la aurora,
Israel suspira por el Señor.
Porque en el Señor está la gracia,
redención generosa junto a Él.
Él mismo redimirá a Israel
de todos sus pecados».
Así lo habría querido Gustavo. Con voz apagada, Ascanio concluyó:
—Señor, llévatelo contigo. Era un hombre bueno. Amén.
Se persignó entonces, se levantó y se enjugó las lágrimas. Tras carraspear, dijo:
—Baccio, lo primero que debemos hacer es llevar a Lucrezia con messèr Chigi, pero después nos ocuparemos de conseguirle un enterramiento digno a nuestro amigo. Era el mejor de nosotros.
Eugenio y Baccio dieron su aprobación, mientras Lucrezia se arrodillaba junto al muerto y le besaba en la frente. Se quitó el crucifijo del cuello y se lo colocó a Gustavo. Los tres hombres observaron aquel gesto conmovidos. A través de la puerta abierta de la rotonda y por las ventanas laterales penetraba la luz del atardecer que se abría paso entre las nubes, difuminadas y sin fuerzas. Sí, por fin llegaba la primavera y alejaba los días oscuros. A Ascanio le pareció que Dios había enviado aquellos rayos para recoger el alma de Gustavo y llevarlo hasta el cielo en su segura compañía. Respiró hondo y después dijo:
—Tú, Eugenio, córtale a ese cerdo la mejilla con la cicatriz y llévasela al cardenal Catalano. Pero ten cuidado, ya hemos tenido bastantes pérdidas.