16
CÓMO QUE NO ESTÁ?
Magnus se encontraba de pie en el umbral del vestíbulo, mirando, muy serio, a Colin. Sin dar crédito a lo que escuchaba, el buen humor que tenía momentos antes parecía haberse desvanecido como el humo.
—No puede... haber desaparecido —con agitación y no poco temor, apretó los puños y contuvo el impulso de agarrar a su amigo por el cuello, abrirle la cota de malla y sacudirlo hasta obtener de labios del patán una respuesta más satisfactoria.
Pero antes de que su paralizado corazón volviera a latir, Dugan y Hugh aparecieron, corriendo, por detrás de él, con rostros tan pálidos que dejaban en evidencia que Colin estaba diciendo la verdad.
Un temor helado le quitó el aliento. Magnus miró a los tres hombres mientras un miedo corrosivo le revolvía las entrañas.
Ahora entendía por qué tuvo malos presagios al ver moverse al perro.
Se sobrepuso y fijó la vista en Hugh.
—Dime que es una broma, que no es verdad —su cara reflejaba que se le estaba rompiendo el corazón—. Tiene que haber un error.
Pero Hugh movió la cabeza, pesaroso.
—No aparece por ninguna parte —dijo entrecortadamente, agachándose para descansar con las manos sobre los muslos—. Hemos buscado en cada rincón y cada grieta del castillo, incluso detrás de las puertas y debajo de las camas. Ellas...
—¿Ellas? —una repentina ola de calor se le subió a la cabeza. Ardía, aun cuando tuviera la sangre helada—. ¿Cómo que ellas? ¿Quienes?
—Tu señora esposa, la pequeña Janet y la vieja Dagda —dijo su padre, retorciéndose las manos frente a la mesa desplazada—. Las tres han desaparecido sin dejar rastros. Nadie las ha visto desde que cantó el gallo.
—¡Dios santo! —bramó Magnus, con la sangre latiéndole en los oídos—. El tesoro de mi corazón... —balbuceó con frustración, con un tono tan bajo que no estaba seguro de haber pronunciado siquiera las palabras.
Sólo supo que el mundo entero daba vueltas y que tenía que hacer un esfuerzo para respirar, pues sentía una terrible opresión en el pecho.
—¿Por qué no me lo habéis dicho?
—Porque no creímos que ocurriese nada raro hasta hace muy poco. Pensamos que las encontraríamos —dijo Colin—. Por Dios, tú sabes que podían estar en cualquier lugar, enfrascadas en asuntos de mujeres o cosas por el estilo.
A Magnus se le revolvió el estómago. Su corazón latía como si fuera de plomo.
—Te dije que debías ser cauteloso —le recordó su padre, para empeorar la situación—. Ha sido la diabólica tripulación de aquella galera fantasma... Ellos las han secuestrado. ¡Puedo sentirlo en el cuerpo!
Con los huesos reblandecidos por el terror, Magnus se llevó una mano helada hasta el pecho y barrió el vestíbulo con una mirada furiosa.
Sus deudos, que parecían tan afligidos como él, desviaron las miradas. Parecían avergonzados.
Las sobras de la escandalosa comilona revelaron a Magnus el motivo de aquel arrepentimiento.
La evidencia parecía burlarse de él desde las mesas de caballete: una desordenada confusión de jarras volcadas, vasos de cerveza vacíos y platos de tortillas a medio comer. Los charcos de cerveza derramada eran elocuentes.
Y también lo era la maldita sábana nupcial que todavía colgaba, llamativa, detrás de la mesa principal.
Los muy bastardos habían estado de jarana.
¡Todos y cada uno de sus alegres familiares brindaban entre bromas y ovaciones, mientras alguien se llevaba a su esposa y a otras dos mujeres del clan ante sus propias narices!
Y mientras él, quizás el más idiota de todos, montaba guardia en los aposentos de su padre, buscando buques inexistentes a través de impresionantes cortinas de lluvia.
—Es la maldición, te lo aseguro —insistió el viejo. Balanceándose sobre los talones, levantó la vista hacia el techo de piedra abovedado—. Yo sabía que no habíamos acabado aún con el viejo Reg...
—Al diablo con Reginald y su maldición, si es que hay tal cosa, lo cual no creo —dijo Magnus bruscamente, mientras le temblaba la barbilla—. Galeras fantasmas y ancestros muertos hace muchos años no pueden secuestrar a mujeres vivas e inocentes.
El viejo se enfadó.
—¿Entonces qué ha sido de ellas?
—¡Dios bendito! —explotó Magnus—. ¿Crees que estaría aquí, parado como un imbécil si lo supiera?
Atenazado por la mayor angustia que había sufrido en su vida, Magnus se puso una mano sobre el rostro y trató de pensar. Tenía que haber una explicación. Probablemente estaban en algún rincón del castillo, entretenidas observando la lluvia, contando rayos para pasar el tiempo...
A ningún ser inteligente se le ocurriría salir en medio de un temporal tan feroz... y su hermosa mujer tenía más seso que la mayoría de los hombres.
Incluso Janet y Dagda, por muy molesta que pudiera ser la vieja, sabían que no era prudente tentar al destino desafiando la furia de una tormenta de las Highlands.
¿Dónde estaban, pues?
Mientras un dolor profundo, sordo y palpitante, reemplazaba su arranque de cólera inicial, Magnus caminó, nervioso, por delante de las mesas. Ciego de furia, la boca le temblaba al ritmo de sus pasos, rápidos y largos.
—¡Pensad! —ordenó con sordo rencor a sus hermanos cuando pasó por delante de ellos—. ¡Y tú! —lanzó a Colin una terrible mirada—. Tú, que siempre andas detrás de Janet, ¿no tienes ni idea de lo que puede haberles ocurrido? ¿Sabes dónde pueden estar?
Pero Colin se limitó a menear su oscura cabeza, con expresión adusta. En su rostro no había respuestas, ninguna chispa de repentina inspiración.
Colin Grant, poco antes tan alegre, parecía ahora un hombre hundido bajo el peso de sus propios miedos.
Y ver tan tenso y pálido el rostro habitualmente despreocupado del amigo sólo sirvió para agravar su inquietud.
Pensar. Tenía que pensar.
Miró de nuevo a sus hermanos.
—¿Estáis seguros de que no se encuentran dentro de los muros del castillo?
—Hemos buscado por todas partes —aseguró Dugan, y el corazón de Magnus se hundió.
—Entonces debemos rastrear toda la isla, con tormenta o sin ella —echó una mirada fugaz hacia el hogar, y notó de inmediato que el lugar favorito del viejo Boiny, junto al fuego, estaba vacío.
Se paró de inmediato. Miró alrededor.
—¿Dónde está Boiny? ¿También ha desaparecido?
—No Magnus —gritó desde el fondo de la estancia un pariente—. Ese perro vagabundo está todavía con nosotros. Anda por ahí. Lleva pegado a la puerta una hora, lo menos.
¿Junto a la puerta?
Finalmente Magnus comprendió lo que le inquietaba. Sin hacer caso a las miradas interrogadoras de sus parientes, cruzó a toda prisa el vestíbulo, corriendo hacia el gran arco en sombras de la puerta principal de la fortaleza.
El umbral que se abría hacia la muralla y, más allá, a la mañana lluviosa.
Y vio que, precisamente como había hecho frente a la puerta cerrada del cuarto de su señor, Boiny paseaba, inquieto, de un lado a otro de la pesada puerta de hierro del castillo. Con pasos tambaleantes, difíciles. Aquella visión le heló el alma. Los gemidos del perro y la mirada de terror grabada en sus ojos lechosos le dieron la primera pista de lo ocurrido.
—Alguien se las llevó —dijo, con voz calma, tétrica.
Convencido de ello, se dio la vuelta para mirar cara a cara a los parientes y criados que lo habían seguido.
—¿Cuál de vosotros buscó en mis aposentos? —preguntó, apretando con los dedos la empuñadura de su espada.
—Fui yo, sir —una lavandera de voz tímida y cabellera sorprendentemente roja se deslizó entre la gente, adelantándose—. Tus hermanos nos pidieron a algunas de nosotras que buscáramos arriba. Yo fui quien miró en tu habitación —confesó, con el rostro enrojecido—. Miré incluso debajo de la cama, sí señor.
Magnus observó a la muchacha, intentando relajarse para no asustarla con su expresión furiosa.
—¿Miraste si su abrigo estaba colgado en el gancho, junto a la puerta? Ya sabes... aquel abrigo forrado de piel que ella siempre dice que es demasiado pesado.
La muchacha apoyó la palma de la mano en la mejilla, y meneó la cabeza.
—No, milord, creo que el abrigo no estaba donde ella lo cuelga. Sí, estoy segura de que no estaba.
Asintiendo en señal de agradecimiento, Magnus se volvió hacia sus hombres.
—Aquellos que no le teman a la lluvia y al derramamiento de sangre, que se abrochen el cinturón de la espada y se preparen para revolver cada piedra y cada mata de brezo de esta isla hasta que encontremos a mi esposa y a las otras dos mujeres —dijo, casi abriendo de un tirón la pesada puerta de roble.
Una ráfaga de viento y lluvia entró de golpe, apagando velas y arrojando nubes de humo en los rostros de los hombres que se adelantaban para lanzarse por las escaleras empapadas de lluvia que bajaban hacia el patio.
Cuando salió el último, Magnus los siguió, no sin antes arrodillarse para abrazar a Boiny.
—Te debo una, amigo —le dijo, enganchando los dedos en el collar del animal hasta que una de las sirvientas más corpulentas se adelantó para sujetarlo.
Aunque Boiny ardiera en deseos de salir corriendo a buscar a su amiga de dos piernas, su avanzada edad y la debilidad de sus patas no hubieran resistido los embates de la tormenta.
Otra vez con un nudo en la garganta, Magnus estiró una mano para frotar su piel áspera, antes de volverse y bajar a toda prisa la escalera.
—No temas, muchacho. La encontraré —dijo, tanto para su consuelo como para el del inquieto perro—. Y cuando lo haga, que Dios se apiade de aquel que me la arrebató.
Después de una frenética cabalgada bajo la torrencial lluvia, Magnus frenó su caballo sobre las altas dunas que rodeaban la playa en forma de medialuna en la que desembarcaban los buques. Arrugó la frente ante el espectáculo infernal que tenía delante de los ojos.
Respiró hondo. Si hubiera creído en tales tonterías, habría jurado que una antigua divinidad céltica estaba descargando toda su furia sobre aquella tierra de Dios, bajo la forma de una tormenta.
Ningún temporal tan grande había golpeado las Hébridas desde los días de la tempestad que acabó con la flota de los MacKinnon unos años antes.
Si las ráfagas de viento que aullaban en sus oídos podían tomarse como una señal, aquella tormenta estaba también muy cerca de destruir la flota de galeras a medio acabar, amarradas en la playa de arenas doradas.
Confiando en encontrar a su esposa en algún lugar, quizás un refugio que ella misma hubiera escogido, espoleo su cabalgadura y bajó por las dunas, deteniéndose lo más cerca del mar que su caballo le permitió.
Saltó de la montura y se esforzó por ver algo entre las ráfagas de lluvia huracanada. Y sintió que se le ponía la carne de gallina. Tenía otra premonición. Ella estaba por allí cerca.
En algún lugar.
Cerca.
Se lo confirmaba cada centímetro de piel erizada, cada latido tronante de su corazón. En ese instante podía sentir la presencia de ella. Era una unión casi corporal, algo patente, que los mantenía en contacto aunque no pudiera verla.
Simplemente lo sabía, y su corazón dio un vuelco ante esa certeza.
Nadie le había creído. Todos sus deudos habían salido corriendo hacia el brezal, argumentando que las mujeres buscarían refugio en uno de los muchos montones de piedras o torres de paredes agujereadas que abundaban en el corazón de las islas.
Convencido de estar en lo cierto, Magnus escudriñó las filas de galeras inacabadas. Eran más de las que creía. Ocupaban toda la playa.
En cada mirada vigilante presagiaba el encuentro, soñaba con verla acurrucada debajo de un casco de nave invertido, temblando por el frío y la lluvia, pero a salvo.
Entera.
Viva.
Él no podía perderla, no pensaba perderla.
La mente se le llenó de dulces imágenes de Amicia, que lo enloquecieron mientras corría de un lado a otro de la playa vacía, gritando su nombre. El viento se llevaba las palabras en cuanto salían de su boca.
Negándose a darse por vencido y decidido a seguir intentándolo, alzó una mano para protegerse los ojos de la lluvia, y miró las dos galeras recién construidas, que estaban amarradas en aguas más profundas, cerca de la costa.
Las dos primeras naves que habían hecho sus deudos, o lo que quedaba de ellas, se balanceaban en el agua, abatidas por el azote implacable de la naturaleza.
La más grande, una belleza de veintiséis remos, estaba escorada, medio sumergida entre las olas revoltosas, con su único mástil partido en dos, destrozado como tanta otra madera que flotaba, inútil, sobre el oleaje.
La otra embarcación, igual de bonita, pero con sólo veinte remos, todavía estaba entera, pero por poco. De hecho, parecía a punto de hundirse.
Pero de las tres mujeres, ni rastro.
Magnus soltó una maldición y se limpió la lluvia de los ojos por enésima vez.
Aunque la lluvia no le hubiera corrido por la frente, apenas habría alcanzado a ver algo, y mucho menos a una mujer morena en una mañana más oscura que el corazón del mismísimo demonio.
—¡Alto, Magnus!
Colin se detuvo a su lado, con su caballo tan jadeante e intranquilo como la misma tormenta.
—Ven, salgamos de aquí —urgió—. Tus hermanos están en el brezal, buscando por allí. Unámonos a ellos. En el nombre de Cristo, ¿por qué habían de venir aquí las mujeres? Estamos perdiendo un tiempo precioso...
—Ni un minuto de esfuerzo es tiempo perdido cuando se trata de encontrarlas.
Magnus miró enfurecido a su amigo, pero Colin llevaba su propio malestar impreso en el rostro; el recién casado recordó demasiado tarde el profundo cariño que su amigo sentía por Janet.
—Perdóname —le dijo, deponiendo su orgullo por segunda vez en pocas horas—. Sé que tienes buenas intenciones y que es difícil que estén aquí, pero... tengo un presentimiento.
—¿Un presentimiento?
—Sí —respondió Magnus secamente, con un tono que desafiaba a Colin a negarlo—. Y mientras me dure esta sensación, no me iré de aquí.
Aunque tuviera que pasarse el resto de sus días merodeando de un lado a otro de la playa rodeada de dunas, gritando el nombre de su esposa.
—No pueden estar aquí, Magnus —argumentó Colin—. Venga, sé razonable. Ven conmigo adonde hay más oportunidades de encontrarlas.
—¡Que no, que están aquí! ¡Te lo juro!
Refregándose los ojos, llenos de agua, Magnus miró la playa, las enormes olas que rompían en la orilla. Deseó intensamente que aparecieran.
Al no descubrir nada, alzó un brazo para señalar los cascos de las naves inacabadas.
—Ve tú, si quieres. Yo me quedo aquí. Buscaré en esos barcos, en todos y cada uno de ellos.
—Por Dios, qué testarudo eres.
Colin se bajó de su silla de montar y caminó sobre la arena mojada hacia Magnus, dispuesto a agarrarlo del brazo.
—Esos cascos están vacíos, amigo. La mayoría de ellos se encuentran a medio terminar ¿Es que no lo ves? Nuestras mujeres no se resguardarían bajo esos cascos, con esta tormenta. Si la lluvia las cogió desprevenidas, deben de haber buscado un refugio más apropiado, ¿no crees?
—¡Y ése es precisamente el quid de la cuestión, estúpido! —Magnus le lanzó una mirada iracunda—. No lo entiendes. La lluvia no las cogió desprevenidas. Esta tormenta comenzó anoche y fue empeorando hora tras hora. Ninguna persona en su sano juicio se atrevería a aventurarse en tales circunstancias. Las trajeron por la fuerza, y quien hace una cosa así es capaz de cualquier villanía. Poco le importará que estén o no protegidas de la tormenta.
El rostro de Colin se puso blanco como la cera.
—Tienes razón —admitió el amigo, apartando de la frente su cabello húmedo. Hizo una visera con su mano, para protegerse los ojos, y miró más allá de las olas revueltas—. ¿Crees que pueden estar a bordo de una de aquellas galeras hundidas?
Magnus siguió su mirada.
—Espero que no —dijo, estremeciéndose.
—Si se encontraban en aquella que está allí volcada, hace rato que se las habrá llevado el mar —Colin expresaba con palabras el mayor temor de Magnus—. Si están en la segunda, en esa que se está hundiendo...
—¡Debemos rescatarlas!
—¿Y cómo piensas llegar hasta allí? —Colin miró el oleaje espumoso, las olas altas, fuertes—. ¿En esos frágiles botes? ¿A nado? ¿Sólo para comprobar que has perdido un tiempo precioso cuando no las encuentres?
Nadie dijo que podrían ahogarse en el intento. Pero a Magnus no le importaba. Su vida le daba igual en aquellos momentos.
Perder a Amicia, ahora que finalmente la había hecho suya, sería peor que si el sol y las estrellas se extinguieran. Su vida carecería de toda luz y todo sentido, no sería ya nada más que... un dolor inimaginable.
—¿Entonces? —Colin lo miró a través de la lluvia.
—¡A los botes! —gritó Magnus, corriendo hacia la barca de cuero y mimbre más cercana.
Colin apretó los dientes, olvidándose de su pierna enferma.
—Un pequeño bote de cuero. Una miserable barquichuela, con el mar embravecido. ¿Estás loco?
—Una lancha de esas puede cargar hasta cinco personas, y está en buenas condiciones para navegar —con fanática resolución, Magnus arrebató un pedazo de soga de la arena y la ató a su cinturón—. No tenemos otra opción —agregó, dando palmaditas en el rollo de gruesa cuerda.
Colin soltó un gran suspiro. Parecía indeciso.
Pero, bendito sea su fiel corazón, no se detuvo.
No del todo.
—Pero no pienses que me voy a lanzar al mar yo solo, es decir, yo por un lado y tú por otro —afirmó, a modo de condición, observando el oleaje con algo más que inquietud—. No sé nadar, ¿sabes?
—Iremos juntos —le aseguró Magnus, sintiéndose más aliviado ahora que tenían un plan. Pero en el instante en que agarró el borde del pequeño bote y comenzó a arrastrarlo por la arena, la sensación de inquietud, de fuerte presentimiento, aumentó.
La causa se le hizo evidente cuando miró la galera que se hundía.
Janet estaba de pie, junto a la borda medio inclinada de la galera, agitando una mano con desesperación.
—¡Santo Dios, ahí está Janet! —fuera de sí, tomó a Colin del brazo—. ¿La ves? Ella nos ha visto a nosotros —agregó, mientras el corazón se le salía por la boca.
Si estaba Janet, estarían también su esposa y Dagda.
Pero sólo Janet pedía ayuda desde la borda.
En la lejanía, parecía tan excitada y tan feliz por el hallazgo como Magnus. A decir verdad, resplandecía. Pero, a pesar de su franca sonrisa y de la palidez de su piel, sorprendentemente visibles a tanta distancia, los rastros de algas enredados en su cabello hablaban de una reciente lucha con el mar.
Magnus miró a Colin, y tiró del brazo de su amigo.
—¡Venga, hombre! Tu mujer está allí, llamándonos... ¿No la ves?
—No veo nada más que lluvia —Colin se protegió ambos ojos de la cortina de agua, estirándose hacia delante para ver mejor. Al cabo de un momento, meneó la cabeza—. No, yo sólo veo la maldita galera vacía.
Impaciente, Magnus sacó un brazo y apuntó hacia la muchacha.
—¡Mira! Te digo que está allí... —inmediatamente se interrumpió, incrédulo, pues Janet había desaparecido.
Era como si nunca hubiera estado.
—Estaba allí, al borde de la cubierta, saludando con la mano... Te lo juro —aseguró, metiendo el bote entre el oleaje—. ¡Vamos, date prisa! —gritó a Colin, al tiempo que saltaba dentro del bote y empuñaba los remos—. Estoy seguro de que están en la galera. ¡Puedo sentir la presencia de Amicia con la misma certeza con la que estoy viendo tu horrible rostro!
—Ya veremos, amigo —dijo Colin, metiéndose en la nave, que ya se balanceaba más de lo recomendable—. Lo comprobaremos, si es que no perdemos la vida en el intento —hizo una mueca—. ¡Cielos, has escogido el peor bote!
Ignorándolo, Magnus apretó los dientes y comenzó a remar hacia la galera. No quería admitir que, en el apuro, había escogido, en efecto, una barca muy mala.
Ya tenían el agua en los talones, y no era precisamente agua de lluvia. La estructura de madera del pequeño bote estaba medio podrida. Tenían serios apuros para llegar hasta la galera. Y aunque lo lograsen, sería imposible transportar cinco adultos a salvo, de vuelta hacia la costa.
—Yo remo. Tú achica el agua —dijo Magnus con tono severo, con la vista fija en la galera, sin atreverse a mirar a Colin a los ojos.
No había perdido del todo su maldito orgullo.
—¡Esto es una locura! —Colin alzó la voz sobre el rugido del viento, maldiciendo con rabia cuando una ola rompió contra el bote y casi lo hizo volcar.
—La verdadera locura sería no intentarlo —dijo Magnus apretando los dientes, esforzándose para mantener el rumbo, aun cuando las paletas de los remos servían de poco en aquel mar agitado.
El esfuerzo que hacía Colin para achicar el agua con las manos era todavía más inútil.
Pero finalmente llegaron a la galera y, para alivio de Magnus, el pequeño bote aguantó el violento impacto contra el casco de la nave grande. Chocaron con la parte central, medio hundida, y no con la plataforma alta o la popa elevada, como habían temido.
Magnus sacó la soga que tenía en el cinturón, ató el bote a la vela principal tan rápidamente como se lo permitieron sus temblorosas manos, y luego trepó por el costado de la galera, con Colin pegado a sus talones.
—¡Amicia! ¡Janet! —gritó, al saltar sobre la cubierta de madera. Buscó con los ojos por todos lados, desesperadamente, pero no vio nada.
Sintió como si alguien le hubiera tirado encima un cubo de hielo: estaba convencido de que las encontraría allí.
—Aquí no hay nadie —jadeó Colin, dejándose caer sobre uno de los bancos de remo. Se frotó el muslo herido, echó un vistazo al pasillo abierto entre las hileras de bancos, y la derrota visible en sus ojos conmovió el corazón de Magnus.
Luchó por mantener viva la esperanza.
—Tienen que estar por aquí —rechazó el juicio de Colin con un movimiento de su mano—. Vi a Janet. Ella... ¡Por los clavos de Cristo!, ¿qué es eso?
Con ojos atónitos, caminó hacia adelante y se escurrió en el suelo de madera, mojado por la lluvia y el agua del mar y cubierto por una extraña espuma verde fosforescente.
—¡Es el abrigo de tu esposa, te lo juro! —Colin se puso de pie otra vez, señalando, no los ríos de verde espuma que corrían sobre los tablones de la cubierta, sino el abrigo arrugado y rasgado que colgaba del cordaje del mástil principal.
Magnus salió disparado hacia adelante, muerto de miedo en cuanto reconoció la capa arruinada de su esposa.
—¡Noooooo! —gritó, y se le heló la sangre, y olas de náuseas y de dolor le torturaron las entrañas.
Cayó de rodillas junto a la capa, abrazó sus pesados pliegues, hundió las manos en la piel mojada y notó un montón de objetos, duros y blandos a la vez, que no resultaban nada agradables al tacto.
—¿Qué brujerías son éstas? —de inmediato soltó el abrigo, y lo miró con espanto.
—Dios bendito, nunca había visto nada igual —dijo Colin, también espantado.
Parecía temeroso de acercarse más.
Y Magnus no lo culpaba, pues él mismo tenía los pelos de punta.
Sentía repulsión por la prenda y miedo por su esposa, pues el dobladillo del abrigo estaba roto y sus pliegues arrojaban toda clase de rarezas. Objetos extraños, imposibles de describir, que ahora ensuciaban la cubierta de la galera, y eran arrastrados de un lado a otro por la espuma y la lluvia. Algunos se caían al mar.
El manto también se cayó al final por la borda, pero la mayor parte de los objetos extraños, que algunos podían llamar objetos encantados, permanecían en el suelo. Los objetos, y un bulto inquietante, rodeado por una soga, que de repente cayó al mar.
Colin también vio el bulto y, como estaba cerca, intentó agarrarlo por la soga, sin éxito.
—¡Es la vieja Dagda! —señaló cuando Magnus se reunió con él—. Está muerta.
Magnus bajó la vista y la miró
O miró lo que podía verse de ella sobre las aguas revueltas.
Sintiendo que el pecho iba a estallarle de puro de espanto, la miró, lleno de pena.
—Qué triste final —dijo, luego suspiró y se persignó.
La vieja debió de resbalar sobre el suelo de la galera, enredándose en las sogas, y tal vez en los pliegues voluminosos de la capa de Amicia.
—¿Y mi esposa? ¿Y la pobre Janet? —apartándose del horrible espectáculo, Magnus tomó a Colin de los brazos. Sostenía a su amigo y lo estrujaba como si, por pura fuerza de voluntad, pudiera evitar lo que parecía el más triste de los finales—. ¿Qué ha sido de ellas? ¿Dónde están? —sus gritos se alzaron sobre el viento, resonando lejos, en los cielos que quizás le habían quitado lo que él más amaba—. No pueden haber tenido el mismo final —hundió los dedos en las mangas de la malla de Colin—. ¡No me rendiré! ¡No pueden estar muertas!
—Pues aquí no están —la tristeza de su tono dejaba en evidencia lo que él pensaba.
Colin creía que ambas mujeres estaban en el fondo del mar.
—¡Tu piensas que están muertas! —Magnus meneó la cabeza, su furia y un dolor interminable, frenético, le turbaban la vista—. Admítelo... no tienes esperanzas de que podamos encontrarlas con vida.
Colin no respondió.
Pero su silencio fue elocuente.
—¡No! —Magnus empujó a Colin; cerró los ojos y movió la cabeza; no podía soportar el dolor que sentía—. ¡No! —gritó de nuevo, abrazándose la cintura, y la pena paralizante le carcomió las entrañas y encendió fuego en su interior.
Y cada nueva explosión de agonía quemaba otro pedazo de su alma.
—¡Señor, ten piedad de mí! ¡No puede ser! —cayó de rodillas, y las lágrimas le quemaron los ojos, le cegaron. Un dolor horrible le destruía por dentro, retorciéndole las entrañas. Hasta que Colin apoyó la mano en su hombro y el contacto amistoso y solidario de su amigo le devolvió una mínima esperanza.
Magnus alzó los ojos para mirar a Colin y sólo vio su silueta borrosa, velada por las lágrimas. Aun así, captó la tristeza que expresaba el suave meneo de la cabeza de su amigo, el hundimiento de sus hombros.
—No puedo vivir sin ella, ¿sabes? —aquellas palabras sonaron como un susurro desigual—. No es sólo mi esposa, Colin. Es mi vida.
Cerró los ojos y se tapó la cara con las manos.
—La amo, ¿entiendes? —lo dijo en lo que pareció apenas un suspiro. El temblor apagaba su voz, habitualmente tan poderosa—. Siempre la amé.
Colin no dijo nada. Su silencio ya hablaba bastante.
Habían perdido a Amicia.
Habían perdido a las dos mujeres, y Magnus sentía que su vida estaba tan acabada como si la hubiera perdido en el campo empapado de sangre de Dupplin Moor.
Tal vez estaba ya muerto, junto a sus compañeros de armas caídos en batalla, cuyos gemidos de muerte y gritos de angustia y dolor parecían volver, para reunirse con él, en el rugido de la marea y el triste lamento del vendaval.
—¡Diooos! —parecía el gemido de un pobre desdichado, con la voz aguda y demasiado aterrorizada como para ser la de un caballero. Confuso, aturdido, Magnus se creyó en la batalla... No podía entender que uno de sus guerreros gimiese así, pues los guerreros sabían morir con dignidad.
Pero Dupplin había sido intenso, horrible y mortal.
Una derrota tan aplastante como para acabar con la dignidad de algunos hombres.
De repente, Magnus entendió. Y ese entendimiento lo golpeó con la misma fuerza con la que las olas batían los costados de la vapuleada galera.
—¡En el nombre de Dios todopoderoso! —Magnus se puso en pie de un salto, casi derribando a Colin—. ¿Has oído ese gemido? —echando hacia atrás la cabeza, gritó de alegría—. ¡Por la Santa Cruz, Colín! Están allí. En algún lugar. ¡Las escucho llamarnos!
Magnus miró alrededor, con el corazón lleno repentinamente de esperanza.
Nuevas lágrimas le nublaron la vista, pero esta vez eran de felicidad. Aquel gemido provenía de labios de Amicia. Él reconocería la voz de su esposa en cualquier circunstancia. Entre mil mujeres, a través de cualquier mar, con luz o en la oscuridad.
Sonrió abiertamente a Colin.
—Las he oído, créeme.
Colin lo miró como si se hubiera vuelto loco.
—Yo no he oído nada —estaba muy serio; se había quedado inmóvil, pero sí pestañeó. Y con tanta fuerza que el brillo en sus ojos reveló que no sólo estaban mojados por la lluvia. También él lloraba—. Ni vi a Janet antes ni he oído nada ahora.
—¡Entonces estás ciego y sordo! —Magnus le dio una palmada en la espalda. Su certeza lo llenaba de júbilo—. ¡Venga, desarmemos esta nave tablón por tablón, hasta encontrarlas!
—¡Magnus!
La llamada que se escuchó, débil pero demasiado real para pertenecer a ningún fantasma, procedía de la proa de la galera y partió por la mitad el corazón de Magnus.
Esta vez no había duda, era ella gritando su nombre.
Y Colin también lo había oído.
Finalmente la vio, chorreando agua y temblando, magullada y atada a Janet con una soga. Las dos estaban metidas en un hueco de almacenaje, bajo una hilera de bancos. Ambas lo miraban con ojos muy abiertos y llenos de lágrimas. La felicidad de encontrarlas hizo que le pareciera el espectáculo más hermoso que había visto en su vida.
Estaban vivas y a salvo.
El sol volvía a brillar sobre él, y que el diablo se lo llevara si permitía que volviera a ocultarse.